Susurros de un dominante

Una enamoradiza y excitante fantasía erótica donde Sandra descubre una relación nueva de manos de un hombre que conoce el deseo enamoradizo de la seducción, mezclando seducción, deseo, placer y un amor diferente.

—Quiero que me sigas hablando de tu juego.

—¿Esa inocente relación a la que juzgaste hace un rato?

—Lo siento. Me dejé llevar por el miedo de esas fotos que vi.

—De nuevo el viejo miedo y sus artimañas. ¿Qué quieres oír de esta relación?

—No sé nada al respecto.

—¿Sabías que hay tres tipos de sexo?

—No —nuevamente aquellas dos letras tardaron en ser pronunciadas, alargando la vocal unos segundos al estar confusa por mi pregunta. «¿Forma parte de tu juego?», pensaría Sandra.

—Está hacer el amor, los múltiples sinónimos de echar un polvo... y el último, follar. ¿Has hecho alguna vez el amor con un hombre, Sandra? —su mirada respondió por ella— No me refiero a acostarte con un hombre, claro está que es obvio; has estado casada. Me refiero a hacer el amor. Acostarse con un hombre con la misma ternura y delicadeza que las múltiples escenas de las películas de amor.

—¿Con pétalos de rosas en la cama? —el tono de sus palabras me daba una primera respuesta.

—Entre otros detalles. Que sus labios se llenen de románticas palabras; que recorran cada centímetro de tu piel, dejando un rastro de besos, caricias; que te miren fijamente a los ojos mientras ese hombre enviste tu cuerpo con dulzura; que ahogues tus gemidos en sus labios; y al acabar, en vez de llenar las sábanas con el humo de un cigarro, te digan: te quiero.

—No —usaba el mismo tono de la primera respuesta.

—¿Cuándo fue tu primera vez?

—Con quince años.

—Veintitrés años... que el amor te lleva engañando con su cautivador embrujo —el silencio se podía oír. Di otro trago—. Solo te quedan dos. ¿Echar un polvo o follar?

—¿No es lo mismo? —el ron se resbalaba por sus labios.

—Eso es lo que solemos pensar. Tenemos un concepto equivocado de ambos. No sabemos diferenciarlos. No tiene nada que ver un acto con el otro.

—Sorpréndeme —su sonrisa volvía a coger color. Era el inconfundible amarillo de la picardía.

—Follar y hacer el amor tienen algo en común.

—¿Qué tienen en común? —sus ojos azules se posaron en los míos con aquella mirada de la noche anterior en el muro. No la vuelvas a perder.

—Sus dioses.

—¿Tienen dioses? —las facciones de su rostro estaban en el letargo de mi respuesta.

—Seguro que conoces al dios del amor, ¿verdad?

—¿Cupido?

—¿Y el otro? —el letargo se acentuó. Proseguí sin responder—. Son los dos extremos opuestos del sexo. En un extremo está la dulzura de hacer el amor y en otro, todo lo contrario, la más deseosa lujuria; follar. ¿Alguna vez has follado Sandra?

—Sí. Follé una noche con mi ex marido viendo una película porno.

—Eso son los conceptos que te he comentado. Es un error pensar que la pornografía es follar. La pornografía no pertenece a los tres tipos de sexo que estamos hablando. Es un sexo comercial, nada más.

—Explícame que es follar como me has explicado que es hacer el amor. Quiero diferenciarlos.

—¿Cuál es la palabra más sucia que te han dicho en la cama?

—La más sucia... —miraba el cristal de su vaso como una vidente su bola de cristal, esperando visualizar la respuesta— No, nunca me han dicho nada guarro. A eso te referías con sucio, ¿verdad? —asentí con la cabeza.

—Entonces nunca has follado ni has hecho el amor; por eliminación solo has echado polvos.

—¿Entonces follar es solo decir cosas sucias?

—No. Sería un insulto, una alevosía hacia ese extremo opuesto del sexo. Follar es cuando una pareja se olvida del sexo comercial de la multimillonaria pornografía; del tradicional sexo familiar y del renacentista de las amistades. Es que aparezca su diosa en su dormitorio: La pecaminosa lujuria; acompañada de sus dos enormes sabuesos, cuyas almas, siguen malditas en la oscuridad del purgatorio por sus agresivos crímenes. Liberarlos de las ardientes cadenas humeantes que retienen a sus oscuras ánimas y que devoren sin benevolencia cualquier rastro de esa enseñanza de su enemigo divino. Ese es el sexo que tiene el BDSM, la relación que te estoy enseñando.

—Suena apetecible —decía mientras apagada y disimuladamente creaba un roce en su pantalón con sus muslos, generando un minúsculo placer  al rozarse con la cremallera. Hice caso omiso al disimulado placer. No era el momento. No soy un simple felino.

—Lo es —saqué del bolsillo la única bala que pude atrapar en uno de mis sueños, sacando su pólvora de ese mundo nocturno, colocándola en el cañón onírico de mi rifle. Una bala que no pertenecía al mundo de los vivos ni al de los muertos. Su pólvora era capaz de atravesar la piel celestial del cuerpo divino de un dios—. Lo que no suena tan apetecible es que hayas estado veintitrés años creyendo en el amor y que, con ninguno de esos tres hombres que te enamoraste y desenamoraste, nunca se haya presentado ninguna noche en tu dormitorio su dios. Es como creer en una vieja leyenda —la bala de mi onírico rifle, fue cortando el salitre que flotaba en aquella noche blanca, rasgando la piel celestial de Cupido, inundando de sangre uno de sus pulmones.

—Quizás es cierto que en veintitrés años no se ha presentado en mi dormitorio, pero sí que estaba en cada beso, cada caricia, cada abrazo, en cada mirada...

—¿En cada mirada? Niégame que en esos veintitrés años has mirado a uno de esos tres hombres con la misma mirada que me estás mirando ahora —aquel color verdoso oscuro volvió a colorear a nuestras miradas.

—No puedo negártelo, es cierto —aún se mantenía el color verdoso—. ¿Cuándo podré besarte?

—¿Qué diferencia habría entre un beso mío y cualquiera de lo que has ido probando en estos veintitrés años y en los ocho meses de divorciada?

—No sé, por eso quiero besarte.

—Lo siento, yo no regalo mis besos —dije acariciando sus labios. Unos labios trémulos con mis acaricias, deseosos de saborear los míos—. Hemos olvidado lo que es besar, regalando nuestros besos por algo tan mezquino como un piropo o un simple meneo de caderas en cualquier bar de mala muerte.

—¿Nunca has regalado uno? —un nuevo color se fue forjando en su preciosa sonrisa; el magenta. Era el inconfundible color de aquel a quien estaba desprestigiando con la bala que robé en ese mundo subconsciente, el amor. Otra vez he vuelto a fracasar , pensé.

—A diario los regalo, sin importarme quien sea la otra persona; solo atraído por su bello físico.

—¿No te parezco atractiva? —el tercer botón de la hilera de su blusa lo desencajó de su anclaje, mostrando su apetitoso canalillo. No estamos en tu juego Sandra, donde un físico atractivo es su superficial satisfacción. Comprendí que no estaba preparada para oír esa respuesta.

—¿Se puede seducir a un seductor? —dije abrochando el tercer botón de la hilera de su blusa, atrapando en su fina tela el jugoso escote.

—Sí, se puede —agarró los dedos de mi mano derecha que seguían abrochando el botón, deslizándolos sobre la piel semidesnuda de su canalillo. Mis dedos se deslizaron por esa caliente piel de una manera inerte, fría.

—Ahora es cuando deberíamos de besarnos y hacer el amor sobre las viejas maderas de la barca, iluminados por la transparencia de la luna, ¿cierto?

—Cierto —dijo cerrando sus ojos, acercando sus labios para poder saborear unos labios que temblaba de placer solo en pensar en su sabor.

—¿No te parecen preciosas las películas de amor? —sus ojos se abrieron incomprendidamente, mirando a los míos con la misma expresión— ¿Aún no has comprendido que en la relación que te estoy mostrando no existe tu amor ? El BDSM no deja cicatrices. Solo deja un sinfín de recuerdos en blanco y negro.

—¿Recuerdos en blanco y negro? ¿Por qué no en color?

—Los recuerdos a color experimentan el mismo fenómeno que las fotografías con el mismo tono. Con los años la tinta que colorea sus imágenes, se va desgastando, oxidándose como las verjas de los viejos cementerios, quedando finalmente en un carcomido blanco y negro sin brillo. Sin embargo, si los recuerdos se guardan en blanco y negro, la tinta nunca pierde el brillo de esos recuerdos.

—¿Qué recuerdos hay en el BDSM?

—Un recuerdo inocuo, indoloro; en blanco y negro. Cuando un Amo termina la relación con su sumisa, no existe el odio, el dolor o el rencor de una relación de amor. Aquí no existen el divorcio, la separación de bienes o de gananciales, las custodias compartidas, los feroces abogados... Los recuerdos oxidados del amor.

—¿Los recuerdos oxidad...? Los de color —su respuesta silenció a su mente.

—En esta relación, sus recuerdos no se quedan en el olvido al ser remplazados al conocer a una nueva persona, desterrando esos recuerdos a la más absoluta oscuridad de nuestro corazón. Su mente mantuvo ese letargo silencioso varios segundos.

—¿No has vuelto a ver a ningunas de tus ex sumisas? —la rosa se perdía a nuestra vista, quedando una oscura sombra diminuta, con el tallo quebradizo por la abrasante sal marina que la incesante pero pacífica corriente de las aguas arrastraba. Las gotas de sangre de cupido se mezclaban con la brillante agua que iluminaban los rayos de la luna, denegriendo en círculos amorfos el agua.

—¿Ex sumisas? Esa palabra no existe en el diccionario del BDSM.

—¿Entonces como llamas a tus ex sumisas? —un ligero acento recayó en aquella palabra.

—No tienen designación alguna. Solo son rostros en blanco y negro que rondan en mi mente. Y respondiéndote a la anterior pregunta, no he vuelto a saber nada de ellas.

—¿No volvería a verte si eligiese quedarme con el ideal tradicional?

—¿Mi respuesta influiría en tu elección? Si es así, oirás mi respuesta cuando hayas decidido. No me gustaría que mi respuesta influyese en tu elección.

—Eso es que no, ¿cierto?

—¿Por qué hacemos preguntas si sabemos que no nos van a responder?

—Necesito una respuesta —su mano abrazó a la mía en el filo de madera.

—Ya somos dos.