Suspiros y gemidos
Como uno de los peores días de su vida pasó a ser uno de los mejores.
Era incapaz de dejar de mirarla. Estaba hermosa, dolorosamente hermosa, perdida entre las brumas saladas de los sueños rotos y los corazones partidos. Sonreía, pero por dentro la nostalgia y el miedo la quemaban como las llamas del profundo infierno, el infierno el que ella y yo nos sentíamos arder.
Era una tarde de sombras, de penumbra, de lágrimas. Ella estaba deshecha y los estaba yo por ella. Su dolor era el mío, su sufrimiento era el mío, su temor era el mío. Su mundo, su diminuto mundo, ahora lleno de pasos en la distancia y de miradas de recelo, era el mío.
Caminé los dos pasos que nos separaban, rompiendo la barrera que aun nos mantenía alejadas y me senté junto a ella. No hablé, no fue necesario. Ella seguía envuelta en un niebla de dudas y soledad y mi presencia era un faro, un faro de compasión.
Ella misma me besó. Sentí en sus labios el sabor a sal de sus lágrimas, lágrimas de dulce dolor. El besó había empezado siendo suave, pero poco a poco la pasión se abrió camino entre nuestros labios y nuestras lenguas comenzaron a tocarse. Llevábamos mucho tiempo soñando aquello, entre las nubes tormentosas de un secreto demasiado evidente, entre un tornado se silencio y comprensión. Había dolido, pero nuestro esfuerzo había merecido la pena.
Cuando nos separamos, ya jadeantes, había deseos en sus ojos. Era apenas un chispa de color entre los tonos grises de la pesadilla en la que le había tocado vivir, pero para mí era como ver el sol salir en la mañana.
Sentí sus manos en mi piel y solo pude quererla aun más. Mi mente ya no era mía, estaba a kilómetros de distancia sobre la superficie terrestre, volando cerca del Sol, pero sin llegar a quemarse. Acaricié con ternura su cuello, sintiéndome más feliz que en toda mi vida. El dolor que llenaba el día aún dejaba su acre olor en el aire, pero entre nosotras se respiraba amor. No me importaba que no fuese lo que se esperaba, ero lo que sentíamos y para nosotras era suficiente.
Ya habíamos esperado bastante. Era el momento de dejarnos llevar. Sin dejar de besarla, apoyé mi codo en el suelo y la empujé hacía atrás. Veía en ella el deseo que tanto tiempo llevaba oculto y ahora pugnaba por quemarnos a ambas. A medida que nos besábamos, el dolor que hacia apenas unos minutos la inundaba había remitido, se había marchado a esconderse en algún lugar profundo del que, tal vez, nunca se iría.
Ella tomó mi cara entre sus frías manos cuando me separé de ella en busca de aire para llenar mis abrasados pulmones. No habló, no hizo falta. Pude leer la súplica en sus ojos claros. Mientras sentíamos con las brumas de tristeza que la rodeaban se disipaban, se apoyó del todo contra la hierba del prado y me dejó hacer. Mientras comenzaba a besar su cuello y su clavícula, sentía anhelo de que ese momento fuese eterno como es el mismo universo, como es el sol, como son las estrellas. Ella comenzó a suspirar, muy suave, muy dulce, pero con eso sólo conseguía que el deseo que se había apoderado de cada parte de mi ser creciese. Ya no sentía mi piel, parecía que se había convertido en seda en llamas y con cada contacto, su temperatura aumentaba aun más. Poco a poca, sin dejar de acariciar con mis labios su mejillas, le desabroché la camisa. Ante el roce de mis manos con su aterciopelado abdomen ella no emitió más que otro suspiro, pero pude ver como sus mejillas se tenían de un hermoso rojo rubí. Buscó con su boca la mía y comenzamos a besarnos de nuevo, con mucha más fuerza. Ya no había solo amor. Todas las emociones que llevábamos meses ocultado había surgido de repente. Ella lloraba de nuevo, superada tal vez, por un día demasiado intenso. Sin embargo, ahora había en sus lágrimas un rastro de felicidad. Y yo era la causante de esa felicidad de funcionaba como analgésico para el dolor que ella sentía en aquel día de primavera en el que su mundo se había derrumbado.
Ese pensamiento me dio alas. Con dulzura, usé mis labios para retirar de sus mejillas las lágrimas, mientras le retiraba el sujetador. Durante un segundo, vi algo de vergüenza en su rostro, pero su sonrisa me pedía que continuara. Con el reverso de mis dedos índice y corazón rozaba a penas su pezón izquierdo, que no tardo en levantarse ante tan suave toque. Acerqué mis labios al otro pezón y fue entonces cuando ella emitió el primer gemido. Fue muy tenue, casi inaudible, pero fue música para mis oídos. Sin dejar en ningún momento de acariciarla, de rozar su abdomen, su cuello, sus pechos, le dediqué a ambos pezones la atención que necesitaban. Ella gemía, cada vez más fuerte y ahora su cara mostraba el placer que estaba sintiendo.
Sin embargo, de repente, con un gesto, me mandó parar y con una mano temblorosa, se incorporó. Me asusté, tuve miedo de que se hubiese arrepentido, de que lo que tan feliz me estaba haciendo se fuese acabar. Tuve miedo de que ese momento fuese a terminar, como tantos otros, guardado en un cajón de la memoria que nunca se volvería a abrir. Por suerte, ese miedo apenas duró unos segundos. Ella sólo quería desnudarme. Con el fuego que me quemaba apenas había reparado en que yo continuaba totalmente vestida. Con las manos siempre frías, siempre suaves como el terciopelo, me retiró la camiseta beige y el sujetador, con lentitud, rozando mi piel y provocando que el hielo de sus manos se mezclase con el calor casi inflamable de emanaba de mí.
Nos besamos de nuevo y, cuando me di cuenta era ella la que estaba sobre mí, sonriendo con una timidez que resultaba inmensamente adorable. Con miedo, acercó sus deliciosos labios a mi piel y comenzó a besar mi cuello, en el mismo lugar que yo la había besado poco antes. A medida que iba cogiendo confianza comenzó a descender. Cuando llegó a los pechos, capturó uno de mis pezones entre sus dedos y tiró de él, con mucha suavidad, pero haciendo que sintiera un placer increíble. Luego, siguió besando mi abdomen hasta llegar a mi ombligo. Repartió caricias a su alrededor y yo no fui capaz de dejar de suspirar como ella había hecho minutos atrás. Había encontrado mi punto débil. Para aquel entonces yo estaba tan excitada que difícilmente podía respirar. Cuando ella se alejó un poco para tomar aire, me abalancé sobre ella y la dejé de nuevo tumbada sobre el campo. Volvía a su cuello y le mordí con ternura el lóbulo de la oreja, mientras ella acariciaba los hoyuelos de mi escalda. Llenándola de caricias fui bajando por su hermoso cuerpo hasta llegar a sus caderas. Era tan delgada que los huesos de la pelvis se marcaban sobre su blanca piel. Ahí fue donde mis manos comenzaron a jugar de nuevo con su epidermis. Sentía como escalofríos de placer y excitación la recorrían.
Se incorporó levemente, lo suficiente como para alcanzar mi pelo y comenzar a deshacerme la trenza con facilidad. Para cuando acabó, mi larguísima melena caía suelta por mi espalda, casi hasta la zona lumbar, rizada y negra como el azabache. Ella aspiró fuerte y habló por primera vez en horas, con la voz débil por el llanto y el placer.
- No hay nada que me guste más que el olor de tu pelo.
Sus palabras consiguieron que mi excitación se elevase todavía más: todo en mi cuerpo la deseaba, todo en mí era suyo y ella, era mía. Mi mano izquierda recorrió los escasos centímetros que me separaban de la cinturilla del pantalón. Me detuve y la miré, esperando una confirmación que nada tardó en llegar. De repente temblando, deslicé sus vaqueros a lo largo de sus esbeltas piernas. La descalcé y terminé de arrebatarle la prenda. Sólo conservaba puestas unas preciosas braguitas de topos, que mostraban un más que evidente mancha de humedad. Ella, al reparar en ese detalle se puso roja y yo no puede hacer más que subir de nuevo hasta su rostro para besar sus mejillas. Cuando iba a volver a bajar a sus piernas, ella capturó mis labios entre los suyos, mordiendo con suavidad mi labio superior. Se puso de rodillas, arrastrándome a mi a la misma posición, y luego comenzó a subirme la falda, para sacármela por la cabeza. En apenas segundos, me quedé ante ella sólo con los calcetines hasta la rodilla y el culotte. Sonrió y acercó su labios a mis pechos. Comenzó pasar su lengua por ellos con avidez, como si tuviera miedo a que todo se fuese a acabar.
Se agarró a mi espalda y se dejó caer hacia atrás, quedando de nuevo yo sobre ella. Retrocedí hasta llegar a sus rodillas y allí comencé a besar la parte interna de sus muslos, mientras mi manos acariciaban su trasero por encima de la tela de algodón de las braguitas. Al llegar a su ingle, volví hasta abajo de nuevo, mientras ella gemía y suspiraba de nuevo. La mancha de humedad era cada vez más grande y poco tardó en empezar a mover sus caderas, como reclamando mi atención. Sonreí y avancé hasta colocarme de rodillas con una pierna a cada lado de las suyas. Agarré con el elástico de la única prenda que aun la protegía y tiré hacia abajó con suavidad. Un susurro de escapó de sus labios, apenas audible, mi nombre, pronunciado entre gemidos. En cuanto la hube desprendido del todo de la prenda, me acerqué a su pubis, totalmente depilado. Fue entonces cuando habló de nuevo.
- Ten cuidado... Yo soy...
- Lo sé. No te preocupes, tendré cuidado. Si quieres que pare, sólo tienes que decírmelo. .- La interrumpí cuando vi lo que le costaba hablar. Mi voz estaba distorsionada por la excitación.- Por cierto, yo también
Ella sonrió ante mi confesión y me acercó a ella para besarme de nuevo. Cuando fui capaz de dejar sus labios, volví a bajar hasta estar frente a su pubis. Con toda la suavidad que pude, comencé a rozar sus labios con mis manos. Gemido cada vez más altos escapaban de su boca mientras mis manos iban ganando confianza. Estaba tan excitada que mi dedo no notó ninguna oposición cuando con todo el cuidado que fui capaz, comencé a introducirlo en su vagina. Ella no hacía más que suspirar ante mi contacto. Continué introduciendo mi dedo hasta que me topé con su virginidad. Levanté la vista para mirarla y ella me sonrió. El deseo podía más que el miedo que ella estaba sintiendo. Presioné un poco más y noté como su himen abría paso a mi dedo. Ella solo gimió con más fuerza y comenzó a mover las caderas. Se piel seguía congelada bajo mi manos, pero sentía el calor en su interior. Ella, que para entonces estaba desbocada, suspiraba más y más fuerte, mientras que se movía cada vez con más rapidez. Quería más. El deseo la consumía. Oleadas de placer la recorrieron cuando comencé a rozar su clítoris como mi pulgar.
- Tania... - Ella ya no podía hacer más que gemir mi nombre.
Su gemido me animó a hacer lo que me moría de ganas de hacer desde hacía un rato. Retiré mi dedo de su clítoris y acerqué mis labios. Comencé a acariciarlo con suavidad y luego, con más avidez. Ella tomó mi cabeza entre las manos. Estaba presa del placer. Yo la hacía disfrutar con mis labios y con mi dedo, que seguía entrando y saliendo de su vagina, cada vez más rápido. Estaba cada vez más mojada y yo tenía cada vez más confianza. Introduje un segundo dedo, que ella aceptó gustosa. Mi mano izquierda subió hasta sus pechos y comenzó a acariciarlos.
De repente, cuando pensé que ella se iba a quedar sin aliento, la sobrevino el orgasmo. Se empenzó a mover más rápido, mientras mi lengua lamía su clítoris de la manera más intensa que podia, y todo su cuerpo se tensó. Dejó de gemir para casi gritar, de nuevo mi nombre. Su éxtasis duró apenas unos segundos, pero fueron muy intenso. Cuando ella posó de nuevo su espalda sobre el prado, retiré mis labios de su intimidad y sentí las contracciones de su vagina y luego, retiré, con lentitud mis dedos.
Ella sonrió. Y se incorporó. Respiraba agitadamente y su piel, siempre blanca, lucía enrojecida. El constante frío de su piel se había templado, pero todavía tenía tacto de hielo en mi ardiente piel. Mi deseo había seguido creciendo hasta alcanzar un punto que yo imaginaba imposible. Ella río, con una carcajada limpia y pura, y me empujó hasta el suelo. Fue como si de repente recuperara la energía.
Besaba mi cuello, mi clavícula, rozando todo mi cuerpo con su piel marmórea. En su segundo estaba besando mi boca y al segundo siguiente estaba ya rozando mis muslos, justo por debajo de la línea de mi culotte. De repente, se acercó a mi boca para besarme de nuevo y apoyó todo su cuerpo contra el mío. Sus pechos tocaban los míos, al mismo tiempo que su pubis desnudo descansaba sobre el mío. Mientras su lengua jugaba en el interior de mi boca con la mía, se separó un poco, para terminar de alejarse para separarse para arrodillarse ante mí y retirarme el culotte. Sin embargo, me dejó las medias. Sabía que le gustaba. Era algo que siempre le había encantado. Cada vez que usaba calcetines altos notaba el deseo en sus ojos, aunque claro, nunca lo habría admitido. Años, años de espera había terminado de una manera que nunca habría esperado. Sin embargo, cuando ella acercó sus manos a mi pubis, ya desnudo, también depilado, sentí miedo. Comencé a temblar, presa de la excitación, pero, además de un cierto grado de preocupación.
- Amaia... Tengo miedo...
Amaia me miró y puede ver algo de sorpresa en sus ojos azules. Yo nunca tenía miedo de nada, desde que era un niña, siempre había sido yo la que había tenido valor por ambas, y ahora me estaba aterrorizada por algo tan simple como eso. No tenía miedo del dolor, sino a la decepción. Llevaba tanto tiempo esperando aquello. Ella comprendió en apenas instantes. Al fin y al cabo, era su mejor amiga, se conocían muy bien.
Amaia no dijo nada. Solo me tomó de las manos. Yo la quería tanto que aquel gesto casi me hace llorar, en medio de la excitación. Ella rio y luego se acercó para hablarme al oído.
- Tú has hecho que mi primera vez sea perfecta. En realidad, has convertido el peor día de mi vida en el mejor con tanto naturalidad que parece imposible que no hayan pasado más de treinta minutos desde que yo lloraba aquí sentada. Te quiero, Tania, tendría que habértelo dicho hace mucho. Pero, como tú dices siempre, no es más valiente el que arriesga antes, sino el que lo hace cuando más tiene que perder y yo tenía mucho que perder: tenía que perderte a ti, que eres una de las cosas más importantes en mi vida. Así que, puedo hacer que esto sea todo lo perfecto que quieras que sea, porque, ¿sabes que? haría lo que fuera por hacerte feliz.
Es posible que en 15 años de amistad, siendo como éramos amigas desde los tres años, nunca le había escuchado hablar durante tiempo seguido. Era una persona de pocas palabras, de muy pocas. Eso me volvió loca. No necesitaba que mi primera vez perfecta si la tenía a ella. Me lancé, literalmente sobre ella, quedando como ella cuando había estado encima de mi. Comencé a besarla con tanta fuerza que en pocos segundos nos tuvimos que separar para tomar aire. Me mordió el cuello y yo cada vez estaba más encendida. Noté que Amaia estaba de nuevo excitada, mientras a mi casi me goteaban los flujos por los muslos. Nunca, y digo nunca, había sentido tanto calor, en mi vida. Amaia, poco a poco, iba moviéndose, de manera que su pubis rozaba con el mío. El placer nos llegaba a ambas, suavemente, pero cada vez más fuerte. Amaia, sin dejar de acariciar todo mi cuerpo con la mano derecha, con la izquierda bajó hasta llegar a acariciar mis labios vaginales. El contacto de sus manos frías me proporcionó tanto placer que no puede evitar gemir. Ella no dejaba de moverse debajo de mi, de acariciar mis labios y de besarme y yo a cada segundo sentía más placer. Fue entonces cuando ella buscó mi mirada, luego de separarse de mi boca, para pedirme permiso para introducir su dedo en mi. Sólo afirmé, con mucha suavidad. Ya no tenía miedo, ya estaba siendo perfecto.
Su dedo avanzó sin dificultad por lo mojada que estaba, pero no tardó en tomar con mi himen. Yo la había penetrado a ella con el mío sin que su virginidad se rompiera y lo mismo pasó conmigo. Apenas noté que su dedo continuaba entrando hasta que tocó fondo. Apenas habían pasado unos segundos desde eso cuando ya sentía que el placer corría por todo mi cuerpo de una manera que yo no había creído posible. Sólo notar su clítoris rozar con el mío me estaba llevando de camino hacia el orgasmo a pasos agigantados y sabía que a Amaia le estaba pasando lo mismo. En aquel momento era frío contra calor, el frío de su cuerpo contra el calor del mío. Siempre había sido así, yo era fuego y ella era hielo. Y, en ese momento, eso no hacia más que aumentar el placer.
Empezamos a movernos más rápido y, poco después, ambas notamos como el orgasmo llegaba, a ambas al mismo tiempo. Amaia buscó mi boca para besarme mientras nos movíamos casi con espasmos. Ella movía su dedo cada vez más rápido en mi interior y, después del éxtasis, lo sacó para abrazarme, fuerte, muy fuerte, como si no quisiera que me fuera nunca de su lado.
- Tania, gracias.
- ¿Gracias por qué?
- Por existir.