Suspiros de Azúcar (14: Hoy por ayer)
Giovacchino Giovanetti tiene mucho en lo que pensar. Está a punto de perder el acuerdo de matrimonio que catapultaría a su familia a mayores niveles de nobleza y estatus. Sentimientos encontrados se remueven en sus entrañas al recordar el daño causado a la fallecida esposa de su mejor amigo
NOTA: Aunque pertenecientes a una misma saga, los relatos de Suspiros de Azúcar pueden leerse de forma independiente, ya que cada uno aborda una temática distinta. No obstante, este caso en particular, es recomendable la lectura de “
Intrigas por amor
”.
...
Giovacchino Giovanetti vibraba de pura cólera. Siempre se había considerado a sí mismo un hombre moderado, meticuloso, poco dado a las reacciones exageradas. Pero ahora... ¡Ahora todo se había ido a la mierda!
― Tranquilícese, padre ―le recomendó su primogénito, Carlo. Un joven sumamente atractivo. Alto, de cabellos rojizos, cuidada barba castaña y ojos verde-mar.
― Calla, calla, hijo, qué tú también me tienes fuera de mí.
Carlo rozaba ya la treintena y su padre no había conseguido hallar una esposa “digna de él”. Todas las muchachas nobles que don Giovacchino presentaba a su hijo le resultaban poco… ¿Cómo decía él? Ah, sí, “trascendentes”. «El mundo está lleno de finas damas deseosas de contraer matrimonio», solía replicar Carlo cuando a alguno de sus padres le daba por hacer de alcahueta. «Ya os enterareis, cuando encuentre a la adecuada».
¿La adecuada? ¿Acaso eso existía? Giovacchino Giovanetti se preguntaba qué había fallado en la educación de sus hijos para que dos de cuatro le hubiesen salido unos solteros empedernidos.
Lo de Carlo tenía un pase. No sólo era hombre, también había resultado ser todo un triunfador. Sus negocios en Austria no podían ir mejor y, gozando ya de un hijo casado, era preferible tener a Carlo centrado en enriquecer el apellido de la familia más que en perpetuarlo.
Pero lo de Carmine… ¡Lo de Carmine no tenía perdón!
― Llevo más de 20 años intentando unir nuestra familia a la de los di Santis ―continuó su discurso, exasperado―. Y créeme, comprendo que el viejo vizconde Tyre prefiriera emparentar a su hija Chiara con la familia Este ―Los soberanos de Módena e importantes mecenas de las artes―. Nuestra mansión, aunque grande y lujosa, no podía competir con su castillo en Padua ―suspiró pensando en las aspiraciones de grandeza de la hermosa joven―. Pero lo de su “gran heredero” ―dijo con sorna―, Giacomo, fue un infortunio para ambos.
Apesadumbrado, Giovacchino Giovanetti tomó asiento tras su escritorio, mesando sus canos cabellos castaños, en gesto crispado.
― ¡Al final, te veo a ti haciendo lo mismo!
― No creáis, padre ―rió Carlo divertido―. Soy creyente, no lo dudéis, pero sirvo más al mundo como cabeza pensante que como alma suplicante. Jamás me encerraría tras los muros de un convento. ¡El mundo es demasiado hermoso para cambiarlo por altas tapias y la esperanza de una comunión con Dios!
― Eso me consuela, hijo ―suspiró el anciano aristócrata―. Eso me consuela.
― Habéis invertido demasiado tiempo y esfuerzo en todo esto ―trató de reconfortarlo Carlo, comprensivo―. ¿Y para qué, padre? ―preguntó―. ¿Por mayor nobleza? ¿Mayor riqueza?
Su hijo no lo entendía. Los esfuerzos de toda una vida… Carlo buscaba la “trascendencia” en un romance. Giovacchino lo hacía a través de la inmortalidad de su apellido. Quería que su nombre perdurara en los libros de historia. Quería sobrevivir al tiempo mismo.
― Vuestras ansias de poder os están alejando de Carmine ―Carlo adoraba a su familia. Quería a su pequeña hermana más que a ninguna otra mujer en el mundo. Y su padre pretendía casarla con un hombrecillo deforme, sólo por el hecho de ser éste el actual vizconde.
― Yo ―suspiró―, yo sólo quiero lo mejor para la familia.
― Pues deberíais pretender lo mejor para “nuestra” familia ―Su padre lo miró sin comprender― Lleváis tanto tiempo obsesionado con la gloria y el renombre que os habéis olvidado del amor de los vuestros ―dijo―. Carmine no comprende cómo podéis estar haciéndole esto. ¡Ella os idolatra! ―El joven le hablaba visiblemente apesadumbrado―. Y ya ni siquiera cruzáis palabra con madre.
El suntuoso despacho quedó en silencio. Los pájaros cantaban en el exterior. Llevaba días sin llover en Mantua.
― A demás, tampoco es que no haya esperanza para la unión de nuestra familia y el apellido di Santis ―señaló Carlo de forma alentadora―. El vizconde Tito nos promete la mano de la primera de sus hijas para su tocayo, para nuestro pequeño Tito ―le recordó―. Y no se casa con una extraña. Se casa con…
― ¡No, no lo digas! ―lo interrumpió su padre―. ¡Esa sabandija cruel y desagradecida!
― Vamos, padre ―prosiguió, conciliador―. El tío Edoardo no te ha traicionado.
― ¡No lo llames tío! ―replicó el caballero, indignado― Ya no.
― Siempre habéis considerado deber vuestro ayudar a los Cannavaro ―Carlo trató de imitar la voz grave de su señor padre―: «Aunque no de sangre o nombre, son nuestra familia», solías decir.
Giovacchino Giovanetti se limitó a sonreír con tristeza.
― Piense que esta es nuestra oportunidad para que seamos familia de verdad.
¿Por qué no había prometido el señor Giovanetti a su hijo mediano, Edoardo, con la dulce Marianna, cuando su amigo se lo propuso? Edoardo era a penas seis años mayor que la joven y ambos parecían congeniar. O, al menos, entre ellos se apreciaba un cariño fraternal...
Ese, y no otro, era el problema. ¡Y Edoardo Cannavaro aún pensaba que su camarada había declinado la oferta por no resultarle un negocio demasiado rentable emparejar al apuesto muchacho con su decadente familia!
Pero claro, Edoardo Cannavaro desconocía por entero la verdadera razón:
Era finales de abril, como ahora, pero el sol aún no brillaba. Eran tiempos grises en Mantua, Giovacchino Giovanetti lo recordaba cómo si hubiese ocurrido ayer mismo.
Marita, su esposa, consolaba a Marianna, la mujer de Edoardo, por la pérdida de su primogénito.
― ¡Aún no había cumplido el año! ―lloraba Marianna, abrazándose el vientre.
― Yo ya no puedo dedicarle más tiempo ―se lamentaba Edoardo a su amigo, desde el otro lado del enorme salón―. Por mucho que me duela la perdida de Emanuele, he de atender mis negocios. ¡No puedo seguir posponiéndolos!
― Entiendo ―se limitó a decir él―. No te preocupes. Nosotros la cuidaremos, mientras estés de viaje.
― Muchas gracias, amigo.
― No temas. Yo mismo me haré cargo de ella hasta tu regreso.
¡Y vaya si se encargó!
Recordaba cómo refulgía la ondulada y espesa melena caoba de Marianna a la luz de los candiles aquella noche, así como sus pequeños dientecillos, enmarcados en aquellos labios carnosos y rosados. Era la primera vez que sonreía desde que había llegado a la mansión. ¡Y estaba preciosa!
Lucía un vestido hermoso, de falda recta y abierta, con la basquiña hasta los tobillos, a franjas verdes y azules. El busto se lo cubría un corpiño a juego con sus ojos esmeraldas, dejando a la vista un escote de lo más apetitoso. Un chal claro arropaba sus hombros y sus delicadas manos se encontraban enguantadas a juego.
― Vuestros hijos son encantadores ―dijo dulcemente, cuando él se le acercó.
Carlo y el pequeño Edoardo correteaban de un lado para otro, en la amplia estancia, entre risas infantiles.
― Sí ―respondió, tratando de evitar que en su voz se reflejara su descontento―. Aunque le confieso que me preocupa que a Carlo aún le diviertan semejantes niñerías.
― Bueno ―musitó ella―, es que aún es un niño.
Su primogénito pronto cumpliría 13 años. Y a Giovacchino sus modales no dejaban de resultarle demasiado infantiles.
― Ya deberían estar en la cama ―protestó el noble, elevando la voz lo suficiente para que su mujer lo oyera.
Marita, tras escuchar aquello, no tardó en retirarse con los niños. Pues, aunque contaban con un ama de cría, a la dama le gustaba hacerse cargo de la educación y el cuidado de sus hijos.
Giovacchino se dio cuenta entonces de que se encontraba a solas con la hermosa Marianna. Los criados iban y venían, pero ellos no contaban.
― Es un poco pronto para mí ―repuso entonces ella, visiblemente temerosa de verse en su lecho a sola con sus angustiosos pensamientos.
― Si gustáis, puedo ofreceros mi compañía en un paseo nocturno por la campiña ―ofreció él, congraciado.
Con los años, el señor Giovanetti había olvidado por completo la vaga conversación que mantuvieron por los jardines: el tiempo, la luna, la floración, el paisaje. Banalidades con las que llenar el incómodo silencio que se producía siempre que un hombre y una mujer se encontraban a solas.
― Ya no sé que más contaros ―reconoció con cierto disgusto, cuando se hallaban ya muy lejos de la casa, cerca de uno de sus pequeños olivares―. Aunque se me ocurren otras formas de entreteneros ―se atrevió a decir lascivo.
Ella no pareció percibir su tono e ingenua preguntó con qué.
Giovacchino adoraba aquella inocencia. ¡Marianna resultaba tan cándida y estúpida! Todo lo contrario que su resabida esposa, siempre tan capaz que a penas parecía una auténtica mujer. Tan delgada, sin a penas curvas y casi tan alta como él. Ni su aspecto ni su actitud lo agradaban. Pero su dote… Desde luego, en aquel momento, la pía Marita había sido la mejor opción.
Pero, a veces, Giovacchino admiraba la despreocupación con la que su camarada había escogido la belleza sobre el interés. Marianna era noble, dulce y bonita, pero el caudal de su boda había sido mísero. Otro mal negocio para Edoardo Cannavaro. Y, sin embargo, cuando Giovacchino comparaba a sus esposas, lo envidiaba… ¡Tenía que poseer a Marianna! Tenía que tomarla, aunque fuera por la fuerza, aunque fuera allí mismo, sobre la sucia tierra.
Los ojos de la dama se abrieron de par en par, mostrando su sorpresa, cuando él se abalanzó sobre su frágil figura y la tumbó sobre el suelo enlodado.
― ¿Qué… qué hacéis? ―preguntó horrorizada.
Aunque tarde, su tonta cabecita parecía haber comenzado a asimilar lo que estaba pasando.
― ¡Giovacchino, os lo ruego, soltadme! ―gitaba angustiada, sin obtener respuesta alguna, pues él no podía contestar. Su boca se encontraba demasiado ocupada lamiendo ese hermoso pecho enmarcado en encaje beige. Sus manos forcejeaban con las de ella, que trataban de golpearlo para librarse de su presa.
Pero la escasa fuerza de Marianna nada podía contra la del hombre. Giovacchino era cabeza y media más alto que ella y, a demás, aunque con curvas, la dama no dejaba de ser delgada y frágil. Sus caderas eran anchas y, con el roce, a pesar del aparatoso panier , él había comenzado a notar lo fuertes y bien formadas que se encontraban sus piernas. No obstante, sus brazos eran finos y su busto delicado.
Aquella combinación de frágil voluptuosidad estimulaba enormemente los sentidos del noble. El pequeño cuerpo de la dama se retorcía bajo su peso, luchando por escapar, inútilmente.
― ¡Dejadme, dejadme! ―lloraba Marriana. Pero, a pesar de sus esfuerzos, Giovacchino consiguió colocarse a horcajadas sobre ella, inmovilizar sus primorosas manos con una sola de las suyas y arrebatarle el chal para usarlo como atadura, dejando sus brazos completamente trabados de una vez por todas.
El corazón de la dama latía con mucha fuerza. Giovacchino era capaz de sentirlo, tan cerca de su entrepierna. Sin duda la mujer esta pasando un miedo espantoso. Eso lo excitó más aún.
Marianna quedó muda ante la lasciva mirada de su agresor.
Aun con las manos atadas, trató de cubrirse el pecho, anticipando lo que vendría a continuación.
Aquello disgustó enormemente a Giovacchino, pues se vio obligado a retirarlas hacía el fango que ahora manchaba los bucles caobas, pudiendo disfrutar únicamente con una de sus manos del tacto de los senos de la hermosa mujer.
Los pechos eran muy suaves y del tamaño justo de su palma. Deseaba liberarlos del ajustado jubón, para poder contemplarlos en todo su esplendor bajo la luz de la luna. Pero las ligaduras de éste se encontraban a la espalda y estaba demasiado ansioso como para demorarse con aquel capricho.
Con brusquedad, se limitó a tirar de la prenda hacia abajo, medio desnudando los senos de la dama con el arrastre de su mano libre.
La tenue iluminación sugería que los pezones eran rosados, casi tan claros como el resto de la pálida piel. No eran grandes, pero tampoco pequeños. Y se encontraban erizados, bien fuera por la fría y húmeda noche, como por la fuerza con la que bombeaba su sangre la dama, a causa del horror que estaba sufriendo.
Giovacchino se deslizó sobre su cuerpo, colocando sus rostros uno frente al otro.
― Bebéis deteneros ―ordenó ella, ligeramente más tranquila―. Si paráis ahora, no le diré nada a mi esposo y me limitaré a abandonar vuestra casa y a no regresar jamás.
El aristócrata sonrió. Era patético, que en aquella situación, ella tratara de imponerse. La mujer estaba a su merced. Podía hacer con ella lo que quisiera. Y lo que deseaba era poseerla. Hacerla suya, sin importar las consecuencias. Pues tenía la seguridad de que su intelecto superior doblegaría al de la esposa de su amigo…
Pensar en Edoardo lo hizo sentirse culpable. ¿En verdad creía que escaparía tan fácilmente de las consecuencias de sus actos?
¡No, no era momento para pensar de esa forma! Había llegado demasiado lejos como para detenerse ahora.
― No. ¡No… mmm! ―sollozó ella, cuando Giovacchino comenzó a forzar un beso de sus labios.
Las lágrimas saladas que bañaban el contraído rostro de la mujer fueron saboreadas por ambos, pues la lengua del caballero se introdujo en la boca de la esposa de su colega, arrastrándolas hasta su interior.
Marianna intentó morder, pero Giovacchino se retiró justo a tiempo.
― ¡Estúpida! ― le espetó, abofeteándole la cara, repetidas veces, pero sin fuerza.
¡Plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas!
Era mejor que no quedasen marcas. Y aquello era suficientemente molesto, como para que se le quitaran las ganas de volver a intentarlo.
Cuando la dama se hubo tranquilizado, Giovacchino Giovanetti comenzó a besarle nuevamente el cuello, sin dejar de manosear sus senos. Marianna parecía haberse rendido, por fin, a su dominio. Su llanto a penas era audible y ya no forcejeaba en absoluto.
― Pare, pare ―suplicaba, de vez en cuando. Habría querido gritar, pero la voz le salía sin fuerza―. Por favor.
Los ruegos excitaron hasta el extremo al aristócrata. Necesitaba hundir su miembro en las entrañas de aquella delicada criatura. Pero, ¿cómo inmovilizarla lo suficiente como para deshacerse del incómodo panier ?
Aquella prenda francesa era una especie de faldellín con aros de ballena atornillados, para dar exagerado volumen a unas caderas que no lo necesitaban en absoluto. Un armazón de más de dos palmos de ancho, a cada lado del deseable busto de la mujer.
Giovacchino maldijo aquella estúpida prenda, aquella estúpida moda. ¡Señoritingas enfundadas bajo capas y capas de tela y alambres! Por suerte, estos últimos se encontraban bastante altos. Si conseguía apartar la basquiña, las enaguas y rasgar las finas medias, llegaría hasta el preciado tesoro que tanto deseaba poseer.
Soltó las manos ligadas de Marriana, que comenzaron a golpearlo en la espalda, débilmente; y procedió a retirar los atavíos, desgarrando aquellos que le impedían el paso hasta los suaves muslos femeninos.
Con el vestido alzado, la hermosa mujer se veía atrapada en una especie de carpa que le impedía maniobrar contra su atacante. Éste, al otro lado de las vestiduras, la veía sonrojada, furiosa, forcejear contra sus ligaduras.
― ¡Soltadme! ¡¡Parad!! ―chillaba, mientras intentaba desgarrar los nudos del chal con su minúscula dentadura.
Separado el torso de la parte inferior de la dama por un sin fin de prendas, Giovacchino comenzó a disfrutar de los “bajos”, hasta entonces siempre ocultos, de la dama.
Sus piernas eran perfectas. Bien torneadas, pero ligeramente blandas y muy carnosas. Su entrepierna lucía cabellos cortos rizados, caobas como su pelo. Los labios de su sexo eran pequeños, pero sobresalían rosados y húmedos.
― ¡Parad! Parad, por favor ―lloraba ella, desesperada.
Giovacchino apretó sus muslos, para impedir que pataleara. El fango la hacía escurridiza, pero el hombre logró controlar la situación en pocos segundos.
El aire olía a tierra mojada, a lluvia inminente. La luna brillaba, hermosa, y la mansión de los Giovanetti era sólo un cúmulo de puntos luminosos y sombras, en la lejanía. Giovacchino respiró profundamente antes de liberar su miembro palpitante.
De rodillas, sus piernas se encontraban trabadas con las de la joven mujer. Sus manos, por fin, podían verse libres para jugar…
Comenzó a acariciar la caverna cálida y húmeda de su invitada, sin llegar a introducir sus dedos aún en ella. Saboreaba su forma con delicadeza, rozando la perla de su sexo con el pulgar de su diestra.
Marriana se retorcía, sin dejar de gimotear. ¡Cómo lo excitaba verla doblegada a su entera voluntad, vulnerable a sus antojos y caprichos! Vulnerable a sus instintos más bajos.
Sin poder contenerse por más tiempo, el noble introdujo su virilidad en las profundidades de la dama.
― ¡No! ¡¡Noooo!! ―bramó ella, con la voz rota por el dolor. Giovacchino Giovanetti comenzó a moverse dentro de su cuerpo, con arremetidas violentas. Su pene estaba duro como una roca y se lo clavaba hasta la base, sin la más mínima consideración de lo que ella pudiese estar sintiendo.
Le dolía. Le dolía muchísimo, pues el miedo no le dejaba pensar en otra cosa que no fuera en escapar.
El horror y la desesperación de Marianna animaron al aristócrata a penetrarla con más fuerza aún. La húmeda cavidad de la dama se encontraba fuertemente apretada. Todos los músculos de la fémina se hallaban tensos y éste no era una excepción. Giovacchino disfrutaba de su resistencia. Las paredes del sexo de la mujer abrazaban su miembro.
Ella no dejaba de llorar y gemir. Su corazón latía desbocado, bajo aquel hermoso pecho semidesnudo.
El noble resollaba como un animal enloquecido. Envestía una y otra vez con sus caderas a la frágil criatura que era su víctima.
La lluvia comenzó a caer sobre ambos.
― Soltadme. Soltadme ―repetía la dama una y otra vez, casi sin fuerzas para resistirse.
Su debilidad provocaba en el aristócrata un fuerte deseo sadista. Quería hacerla sufrir, hacerla llorar, hacerla gritar...
― ¡¡¡Aaah!!!
Su pene estalló por fin de puro placer.
― Ah, ah, ah, ah ―sollozó ella, de forma arrítmica, cuando el noble arrojó la simiente de su sexo dentro de sus entrañas.
Giovacchino Giovanetti se levantó de la tierra, como el monstruo que era. Cubriendo con su sombra el cuerpo descompuesto de la torturada Marianna.
Se detuvo a contemplar su obra, satisfecho. Era hermoso ver a la mujer así de degradada. Sobre el fango, casi desnuda y con el rostro demacrado por el sufrimiento al que la había sometido. ¡Hermoso, muy hermoso!
Pero eso fue entonces. Muchos años ya atrás. Y, aunque, atesoraba aquel recuerdo, sus actos tuvieron amargas consecuencias sobre su conciencia.
Aún no estaba seguro de cómo la había convencido para que no hablara:
― Nadie os creerá, mi señora ―Recordaba haber dicho―. Los criados asegurarán que no salí de mi despacho hasta la hora en la que me acostaré, junto a mi adorada y pía esposa ―rió―. Y Edoardo ya demostró en su día confiar más en mí que en vos ―declaró―. ¿O no os dijo a caso que debía de tratarse de un malentendido cuando le confesasteis que yo os había olido el pelo en la gala de vuestras nupcias?
Los verdes ojos de Marianna se abrieron de par en par, ante el recuerdo de aquella humillación.
― Sí. Me lo contó ―sonrió él, pérfido―. Soy como un hermano mayor para él. Su mentor. Su familia…
― ¡Sois un monstruo!
― Decid lo que queráis, pero esto nunca ha pasado.
Giovacchino había cargado con ella hasta la mansión y, durante la caminata, le había hablado de la frágil situación económica de los Cannavaro y de cuánto le debía Edoardo. Ella no abrió la boca en ningún momento, más que para insultarlo ocasionalmente. Pero debió de llevarse el secreto a la tumba pues su camarada jamás nada le reprochó.
No obstante, ocho meses después nació la pequeña Marianna, y la inevitable culpa que sentía don Giovanetti se convirtió en una promesa de redención. Tenía que proteger a esa niña. Tenía que enmendar el mal mudo que le había causado a su amigo.
Jamás había dejado de apoyar y asesorar a la familia Cannavaro. Moral y económicamente, Giovacchino se había convertido en el benefactor de los hijos de Marianna y de su querido e ingenuo esposo.
El caballero, a menudo, buscaba en los rasgos de la niña similitudes con los de su protegido, que calmasen su agitada conciencia. La pequeña Marianna parecía haber heredado de Edoardo los ojos azulados, las cejas bajas y de amplio arco, la nariz bulbosa, así como los incisivos grandes y ligeramente separados. Los lacios cabellos castaños, bien podrían ser reflejo de cualquiera de los dos, cosa que lo atormentaba de sobremanera, y el resto de su persona era copia exacta de las hermosas formas de su bella madre.
Giovacchino suspiró.
― Tienes razón ―dijo, por fin, tras largo rato en silencio―. Esta es nuestra oportunidad para que seamos verdaderamente una familia.
Su hijo lo miró sorprendido. No estaba acostumbrado a ver a su padre ceder.
― Me alegra que penséis así ―Carlo era incapaz de contener su alegría―. Escribiré al Santa Corona de inmediato ―declaró, refiriéndose a la escuela en la que se encontraban internadas tanto su hermana como la futura esposa del vizconde di Santis―. Carmine y Marianna tienen que saber lo antes posible que consentís el matrimonio.
El apuesto joven abandonó el despacho de su taciturno padre, lleno de entusiasmo. Y Giovacchino Giovanetti quedó nuevamente a solas con sus recuerdos, con sus fantasmas, con sus promesas…
― Espero que esto te ayude a descansar en paz, mi hermosa Marianna ―deseó, sincero―. Cuido de los tuyos tal y como te prometí que haría ―Aquello debía redimirlo. ¡Aquello debía acabar con los remordimientos de aquella noche! Pero no, no lo hacía. Giovacchino Giovanetti era incapaz de olvidar.