Suspiros de Azúcar (13: Abusada abusando)

Verónica, la joven más hermosa y lujuriosa de la Escuela para Jóvenes Damas de Santa Corona, ya no aguanta más la calentura que le recorre por dentro. Necesita sexo y lo necesita ya. La inesperada visita del prometido de una de sus compañeras le traerá consigo algo más que el placer anhelado.

NOTA: Aunque pertenecientes a una misma saga, los relatos

de

Suspiros

de

Azúcar

pue

de

n leerse

de

forma in

de

pendiente, ya que cada uno aborda una temática distinta.

...

― Verónica, ¿te encuentras bien?

Verónica Bianchi la joven más frívola, narcisista y vanidosa de toda la Escuela para Jóvenes Damas de Santa Corona llevaba dos días sin salir de la cama. Sin acicalarse. Sin contemplar su bello rostro en el único espejo en posesión de una alumna. ¡Sin cepillarse siquiera el largo cabello azabache!

Su compañera, Sabrina Divella, una muchacha de estrictos modales, sumamente recta y pía, la contemplaba con sincera preocupación y cierta satisfacción, que la llenaba de culpa.

― Si no comienzas ya a prepararte, no llegarás a tiempo a clase de música.

― ¡Déjame! ―exclamó, amortiguada, la aterciopelada voz de mujer bajo las mantas―. No quiero saber nada del mundo ―Era normal en ella mostrarse tan consentida, pero jamás de una forma tan sumamente patética―. Estoy harta de esta escuela ―declaró, saliendo enérgicamente de debajo de las sábanas―. ¡Odio este sitio!

― Ah ―Sabrina suspiró exasperada―. No sé lo qué te ocurre. Pero deberías solucionarlo ―declaró, terminando ya de preparar sus libros―. Aún no comprendo la razón, pero las niñas menores te admiran, y esta actitud que andas teniendo últimamente resulta muy decepcionante.

Sabrina caminó hacia la puerta del austero dormitorio. Las clases estaban a punto de comenzar y ella jamás se retrasaba.

― No pareces enferma ―se despidió en el umbral―. Así que no pienso excusarte ante los profesores.

La habitación fue invadida por un angustioso silencio. Aquel silencio que Verónica tanto odiaba.

Últimamente se sentía terriblemente sola y abatida.

― Me perdí los Carnavales y ahora también San Marcos ―dijo para sí misma, tratando de romper aquella atmósfera asfixiante.

Era 25 de abril. Día del santo patrón de Venecia, la ciudad natal de la joven. Su padre y sus hermanos irían a la Basílica, temprano. Era posible que, en ese mismo instante, estuviesen caminando por las losas de piedra de Istria, en la plaza, con el Palacio Ducal y la Torre del Reloj alzándose imponentes sobre ellos.

Verónica imaginaba en su mente las arcadas de las Procuradurías Viejas y Nuevas. Imaginaba el bullicio de transeúntes y comerciantes en la hermosa plaza.

Pero, si abría los ojos, sólo encontraba un dormitorio vacío.

Verónica Bianchi no estaba acostumbrada a sentirse sola. Era una dama lozana y hermosa. Una escolar que había yacido con muchos secretos amantes. Una muchacha admirada, envidiada. Era todo lo que deseaba ser: tenía belleza, desparpajo y juventud. ¿Qué más se podía pedir?

― Amigas ―se respondió a sí misma, llena de pena.

Ya hacía más de un mes desde que terribles remordimientos se cobraran como presa a Laura Accolti, su más íntima amiga. Fantasmas del pasado habían hecho trizas sus vidas desinhibidas. Y el amante que ambas compartían se había vuelto tan temeroso que todos los esfuerzos y amenazas de Verónica no habían conseguido que el joven volviera a caer en su pérfida trampa de amor carnal.

Dona, una linda muñeca de gustos “invertidos”, tampoco respondía a sus insinuaciones.

Laura, el verdadero objeto de adoración de su compañera, se había distanciado de las dos. Y la diminuta muchacha era a ella a quien culpaba.

El profesor Rodolfo Bartichiotto volvía a estar ausente por causas personales. Al parecer, la anciana madre del maestro se encontraba gravemente enferma y éste no había tenido más remedio que abandonar la escuela, por algún tiempo, para ocuparse de ella.

¡Sola! Verónica se veía completa y absolutamente sola, si no tenía a nadie con quien follar.

El sexo le daba la vida y, al verse privada de él, se sentía débil y malhumorada. Cualquier minucia sin importancia conseguía afectarle de sobremanera. Estar tan lejos de casa el día del Santo Patrón había sido la gota que colmó el vaso.

Consiguió dormir un rato más. Nadie vino a ver qué le pasaba, a ver cómo se encontraba. Así que, cuando despertó, aquella horrible sensación de abandono continuó siendo su única compañía.

― ¡No me lo puedo creer! ―Al otro lado del pasillo se oía una voz femenina―. Y la profesora Olivieri ha estado a punto de no dejarte acompañarme. ¡Ni que fueras a perderte mucho en 10 minutos de clase! ―Era la voz de Carmine, una alumna a la que apenas conocía―. ¿Cómo se puede tener tan poca vergüenza? ¡¿Cómo se atreve a venir hasta aquí?!

― Pues a mí me parece un bello gesto ―Ahora era Marianna Cannavaro quien hablaba, la “vaca” de la escuela. Una muchacha demasiado voluptuosa para su temprana edad. Con más aspecto de ama de cría que de dama fina―. El que haya venido hasta aquí, demuestra interés por su parte…

― ¡Poco me importan sus intereses! ―chillo su compañera, pasando justo al lado de la puerta del dormitorio de Verónica―. Estoy harta de visitas masculinas. ¡Esta es una escuela para señoritas! La directora Mattia no debería haberle consentido entrar.

Después de aquella declaración, las muchachas entraron en la habitación que ambas compartían y Verónica no pudo escuchar el resto de la conversación.

Pero eso no importaba.

Carmine Giovanetti acababa de hacerla conocedora de que había hombres en el recito escolar. No importaba quienes fueran. ¡Verónica tenía que seducirlos!

Se tomó su tiempo en asearse bien. Cepilló sus cabellos y coloreó sus labios, a pesar de que el maquillaje se encontraba prohibido en la estricta escuela.

El gris uniforme, de falda hasta los pies, jubón recto y camisa de alto cuello, no resultaba muy seductor. Pero Verónica había ajustado las varillas del corpiño para que realzara sus formas. Y su natural sensualidad arrolladora solía bastar para que cualquier hombre cayera a sus pies.

Cómo no sabía dónde se encontraban los visitantes, puso camino hacia las cocheras.

Allí, un niño de unos 13 años de edad ayudaba a Orazio, el chico-para-todo, a dar de comer a los caballos de un hermoso carruaje grana y dorado. Quien fuera poseedor de semejante joya, merecía serlo también de su cálida entrepierna. ¡Verónica necesitaba encontrarlo!

Abandonó al crío y a su antiguo amante, dejándolos con sus labores, sin que siquiera se percataran de su presencia. Y corrió hacia el patio, excitada con la esperanza de hallar allí a la “visita masculina” que tanto precisaba.

No obstante, era el descanso de media mañana, y todas las alumnas correteaban, entre chismes y risitas, por las vías y arboledas de los jardines principales de la escuela.

Muy lejos, apartadas del bullicio general, la joven pudo reconocer la inconfundible silueta de Marianna Cannavaro, que caminaba agarrada de la mano de su compañera, Carmine.

Verónica las siguió a considerable distancia.

Su corazón se deshizo como la mantequilla fundida cuando vio que aquel con quien se reunían no era más que un enano...

Verónica se dejó caer sobre la hierba. ¡Todo había sido en vano! No había hombres en la escuela, pues no se podían considerar como tales a su ex-amante, un niño, un enano o al viejo bedel del recinto.

― ¡Ayúdame, Señor!  ―suplicó, desesperada, apoyándose en el tronco más cercano. ¡Necesitaba un hombre y lo necesitaba ya!― Te lo ruego, Señor…

― Está bien.

― ¡Ah! ―Verónica se levantó, sobresaltada.

― Pero antes debéis decirme en qué puedo ayudaros, mi joven dama ―Parado frente a ella había un hombre. De ojos y pelo negro. Alto y sumamente delgado. Tenía aspecto desaliñado, con la barba sin recortar y el cabello mal recogido. Sus ojos eran fieros y su entrecejo parecía permanentemente fruncido. Era un soldado, sin duda. Vestía una casaca oscura, desabrochada. Botas altas y camisa sucia. Llevaba, envainada en el cinto, una larga y fina espada.

― ¿De donde habéis salido? ―repuso ella contrariada por la presencia del arma.

― Estaba aquí mismo, junto a vos ―Él respondió con voz tranquila y una media sonrisa que dejaba a la vista varios dientes de oro―. Cuidando de mi señor.

Verónica volvió la vista hacia el pequeño grupo formado por Carmine, Marianna y el hombrecillo. Y apunto estuvo de preguntar con sorna a quién. No obstante se contuvo. Era obvio que aquel enano debía de ser una figura importante pues, si no, no viajaría en semejante carruaje, con criado y guardia personal.

― Lamento no haberme percatado antes de vuestra presencia ―se limitó a decir, con cortesía, remarcando aquel “antes” más de lo necesario.

― Parte de mi trabajo consiste en no ser fácilmente perceptible, señorita.

Aquel hombre debería servirle para sus propósitos. No era especialmente atractivo y, sin duda, era mucho mayor que ella. Muy posiblemente se hallara ya cerca del medio siglo. Pero no parecía haber más opciones a la vista.

― ¿Os molestaría entonces mi compañía en vuestra empresa? ―preguntó, cándida, mesando un mechón de su liso cabello de forma infantil. Las esmeraldas que eran sus ojos refulgieron, a juego con la arboleda―. Mi nombre es Verónica Bianchi ―Se presentó haciendo una exagerada reverencia, que dejó su boca abierta casi a la altura de la entrepierna del desconocido.

Aquel era un truco bien ensayado. Soldado y damisela eran conscientes de ello.

― Barend ―dijo él, y no vio necesario añadir a quién servía.

A Verónica aquello le disgustó. Pues, a parte de satisfacer sus ganas, tenía también la esperanza de dejar saciada su curiosidad.

― ¿A dónde os gustaría llevarme, señorita Bianchi? ―preguntó entonces Barend “a secas”. Pues no entendía necesario entretenerse con más formalismos―. Si os he malinterpretado, es mejor que me lo digáis cuanto antes, niña.

Ella siempre pretendía el control. Pero aquel hombre pugnaba por él, sin darle tregua. ¡Se había atrevido a llamarla “niña”! un apelativo detestable, en su opinión.

No obstante, Verónica ansiaba su sexo. Debía aguantar las rudas formas del hombre si quería verse satisfecha.

― Hay una cabaña no demasiado lejos de aquí ―respondió, endureciendo el tono de su voz. Los coqueteos habían llegado a su fin. Y en el fondo lo prefería. Estaba tan ansiosa que demorar su deseo por más tiempo con jueguecitos de seducción se le antojaba un exceso.

― Espero que no se trate de alguna bromita de señoritinga aburrida ―repuso Barend, siguiéndola hasta la caseta.

― Os aseguro que no ―Verónica estaba deseando empezar con el sexo para terminar con aquella desagradable conversación.

― Pues no lo entiendo ―siguió él―. ¿Se trata de alguna apuesta, entonces?

― Preferiría que mantuvierais la boca cerrada ―le espetó la joven, incapaz de contenerse por más tiempo.

El soldado la levantó por los hombros, colocándola a la altura de sus ojos de asesino extraordinariamente bien remunerado.

― Si algo deseáis de mí ―dijo sin alterar el tono de su voz―. Deberéis de comportaros infinitamente mejor conmigo ―Con sumo cuidado, depositó nuevamente a la muchacha en el suelo―. Deberéis demostrarme cuánto os agrado, y no al contrario.

Verónica había quedado enmudecida. Su corazón palpitaba con fuerza. La mirada de aquel hombre helaba la sangre. La calma que desprendía ponía los pelos de punta.

― ¿Me habéis comprendido, pequeña dama?

Ella se limitó a asentir.

Hacía años que no se consideraba ninguna niña. Pero aquel alto desconocido, le provocaba terror infantil. No era como ninguno de los amantes a los que había seducido hasta la fecha. Debía tener cuidado. Deseaba que la poseyera, pero había comenzado a temer por su vida misma.

― Aquí es ―dijo con voz dulce.

El interior de la desvencijada cabaña se encontraba repleto de enseres de jardinería, de útiles de reparación, de alforjas viejas y maderos que no parecían tener ninguna función a parte de la de estorbar.

― Un nidito muy apropiado ―rió el soldado, examinando el lugar.

Ella no dijo nada.

― Así me gusta ―tronó él, propinándole un sonoro azote― Prefiero que me teman a que se burlen de mí.

Verónica tragó saliva y comenzó a desnudarse. Empezó por el corpiño y la blusa, liberando sus exuberantes senos. Quería acelerar las cosas todo lo posible.

― ¡Vaya, sí sois una damita bien puerca! ―exclamó congraciado. El pecho de la chica era grande y bien formado para una joven de su edad. Los pezones eran pequeños y ya se encontraban erectos, muy atrayentes. La delgadez de su vientre hacía que sus senos destacar más aún―. Tenéis unas tetas bien bonitas, niña.

Verónica a punto estuvo de pedirle que no la llamase de ese modo. Pero, en lugar de ello, se limitó a darle las gracias, y a continuar con su tarea.

Falda y enaguas cayeron al piso, quedando únicamente vestida con los altos botines negros de punta cuadrada.

― Vaya, vaya, si que sois una auténtica guarra ―declaró el hombre al contemplar el sexo completamente afeitado de la joven dama.

Verónica, sin ningún pudor, se lo mostró, abriendo los labios mayores con sus finos dedos. Deseaba que el hombre la devorara. Anticipaba la sensación de su barba descuidada en aquella zona tan sensible. De sus labios, de su malhablada lengua.

Pero él se limitó a golpearlo con el dorso de su mano, despreciándolo.

― También es hermoso, desde luego. Pero sois vos ―dijo―, mi damita consentida, quien debéis reparar en mí.

El soldado comenzó a desatar los lazos de sus largos calzones negros, manchados de polvo y otras suciedades del camino, dejando a la vista una palpitante erección.

La polla le medía un palmo de sus largas manos y estaba ligeramente curvada hacia arriba y a la izquierda.

Verónica se colocó de rodillas frente a él. La madera del suelo era áspera, pues no se encontraba tratada. El aroma de la entrepierna del nombre era intenso y nada apetecible. Pero ella anuló sus sentidos y comenzó a lamer el miembro de aquel tosco desconocido con ansia.

El bello púdico, negro y rizado, le hacía cosquillas en la nariz cuando introducía la virilidad del guerrero hasta su garganta. Hacía ya bastante tiempo que había aprendido a controlar las arcadas que aquello solía producir, así que se movía con maestría, acariciando el falo con su lengua, mientras que sus labios manchados de carmín lo abrazaban con fuerza.

Estaba muy caliente.

― Folladme, por favor ―rogó, sacando de su boca la polla de Barend. Éste la agarró con brusquedad del suave pelo azabache, y la obligó a tragársela de nuevo.

― Te follaré cuando a mí me venga en gana, putita mimada ―dijo, manejando la cabeza de la muchacha a su antojo. Una linda señorita, en un colegio finolis se la mamaba con ansia desmedida. Pensar en aquel cuerpo adolescente, perfecto, arrodillado para uso y disfrute, lo estaba excitando enormemente. No quería parar. No quería dejar de abusar de la boca de aquella niñita consentida. Pero, finalmente, no pudo más y estalló en un río de placer lechoso.

El viscoso y cálido líquido cayó sobre la cara de Verónica, recorriendo su nariz, su párpado y su mejilla derecha. La muchacha no podía abrir bien aquellos hermosos ojos verdes. A punto estaba de retirarse la glutinosa secreción con la mano, cuando él golpeó ésta, separándola de su rostro.

― No te limpies, cerda ―ordenó―. Así se ve mejor cómo eres en verdad: una niña sucia, deseosa de leche de hombre, ¿no es cierto?

― Sh… ―Del susto no le salía la voz.

― ¿Cómo dices, preciosa?

― Sí. Así soy ―dijo por fin. Sentía un miedo terrible. Pero también muchas ansias―. ¿Me follareis ahora? ―pidió, ligeramente ruborizada.

El rudo soldado sonrió, enternecido. Pero aún tardó unos segundos en decidirse. Le gustaba mucho ver a la muchacha así, suplicante de sus atenciones.

― No. No me habéis demostrado cuánto lo deseáis, mi dulce damita ―declaró, contrariando a Verónica de sobremanera―. Preguntad cómo podéis complacerme.

― ¿Cómo puedo complaceros, señor? ―respondió, rápida y obediente. Se sentía estúpida y desprotegida, a los pies de aquel perverso desconocido.

― Mmm, no sé ―se hizo un poco más de rogar en su respuesta―. ¿Ofreciéndome ese culito tan rico que tenéis?

Verónica se sintió aliviada. Esperaba que aquel horrible monstruo le pidiera algo mucho, mucho, mucho peor. A fin de cuentas, ella tampoco ahí era ya virgen.

― Usad mis agujeros como gustéis ―lo incitó, colocándose a cuatro patas sobre el piso; arqueando la espalda, dejando que sus pezoncitos sintieran el roce del tosco entarimado.

Barend palpó con la palma de su mano aquellos deliciosos hoyitos, libres de bello y bien húmedos por el insatisfecho deseo de la niña. Con delicadeza introdujo sus dedos en ambos, explorando bien la zona.

El coño estaba empapado en los suaves jugos femeninos. El ano de la chica abrazaba sus falanges, receptivo a lo que él quisiera hacerle.

La dama gemía de placer.

― Ah, ah.

― Os gusta, ¿he? ―preguntó acelerando el ritmo.

― Sí, ah, mucho. ¡Ah! Gracias ―añadió, temerosa de que él parara―. Vuestros dedos son tan largos y fuertes. ¡Ah!

El soldado sonrió, consciente de que la joven trataba de agradarlo con sus palabras.

― ¡Pero qué puta sois! ―exclamó.

― Sí, sí. Muy puta. ¡Muy puta, sí!

La muchacha estaba a punto de alcanzar el máximo goce, cuando Barend detuvo el contacto de golpe y sin avisar.

― No ―suplicó Verónica, al borde de la desesperación. Había estado a punto de lograrlo, a punto de acabar con su insatisfacción―. Seguid, por favor. Haré lo que me pidáis.

Pero él se limpió la mano en el forro de sus calzones y se incorporó cuan largo era, dejándola allí tirada, desnuda sobre el basto suelo, con la preciosa carita manchada de lefa ya fría y endurecida. ¡Qué imagen tan denigrante!, pensó Barend, mientras ocultaba su erección. Dejar a aquella damita tan arrastrada como una puerca, deseosa de su miembro, le pareció entonces mucho más excitante que el sexo en sí.

― Aquí te quedas, princesa ―se despido, abandonando el cobertizo.

Verónica no se lo podía creer. ¡Había aguantado tanto en busca de hallar consuelo para su hambrienta concha! Y ahora, aquella víbora indigna la despreciaba de semejante forma. Aquel viejo soldado se atrevía a dejarla así, sin más. A ella, Verónica Bianchi, la primogénita de una de las familias más influyentes de Venecia, la capital más extraordinaria y bella del mundo...

Verónica no pudo más y comenzó a llorar.

Se desahogó unos minutos y luego empezó a adecentarse nuevamente, vistiéndose y limpiándose del rostro los secos jugos de aquel malvado extraño.

Decidió ir en su búsqueda, plantarle cara. Pero, ¿cómo? Él era mayor. Mucho más alto y fuerte que ella. Sus encantos no podían seducirlo ni conmoverlo. ¡No tenía corazón! No tenía si quiera decencia.

Verónica se sorprendió de estar pensando de aquella forma tan derrotista. El soldado la había humillado, sí. Pero en pocas horas estaría fuera de su vida. La directora Mattia no consentiría que la visita se alargase demasiado.

Se consoló con la idea de que ella era una fina dama y él sólo un sirviente común. ¡Un don nadie! No merecía la pena reparar tanto en lo ocurrido. No, cuando seguro faltaba tan poco para que los invitados se marcharan.

Le quedaban dos opciones: el enano o el niño. ¡Era una elección difícil! Ninguno de los dos le atraía lo más mínimo, pero ambos tenían entre sus piernas lo único que podía calmar la calentura que tanto la consumía.

Sus compañeras corrían hacia el Sala Común. Sin duda ya era mediodía.

Le pareció ver al hombrecillo entrar en el edificio, acompañado de Marianna y Carmine. El enano quedaba descartado. ¡Debía encontrar al crío!

Lo vio saliendo de las cocinas de los criados, dirigiéndose nuevamente hacia las cocheras. Lo siguió en silencio, cauta, guardando las distancias.

― ¿Qué hacéis aquí, señorita? ―¡El viejo Matteo, el conserje del recinto, la había descubierto!

― La directora les necesita ―dijo rauda, tratando de pensar a toda velocidad―. Hoy come con nosotros un caballero distinguido ―¡Tenía que deshacerse del inoportuno bedel! ―. Y necesita que todo el servicio esté disponible ―declaró con autoridad.

― Sí, sí. Es verdad ―asintió el viejo―. Yo mismo he venido a buscar a Orazio para que me ayude a montar una mesa más.

Verónica no podía creerlo. No sólo no pensaba quedarse, sino que además pretendía llevarse al chico-para-todo con él. Era la primera vez que la presencia del anciano le reportaba algún beneficio. Siempre había detestado sus intromisiones, pero hora le hubiese plantado de buena gana un beso en los labios... Bueno, tampoco había que pasarse, pensó.

― ¿Llamo a Orazio, entonces? ―preguntó ella con toda la inocencia de la que fue capaz de hacer gala. ¡Qué se fueran, que se fueran de allí los dos ya mismo!

― Eh, no. No. Ya lo hago yo ―repuso, quedándose en el umbral de las caballerizas―. Orazio, muchacho, ven con migo ―dijo―. Tenemos que montar un tablón para un vizconde o algo así.

― Sí, maestro ―respondió el joven, saliendo al exterior y quedando completamente pálido al ver a Verónica allí. Avergonzado, apartó la vista, tratando de ignorarla.

El niño, que lo seguía, actuó exactamente igual que su antiguo amante: la miró e inmediatamente agachó la cabeza, con timidez. Había salido a la puerta, a ver si él también era necesario y, ahora que viejo y aprendiz se marchaban, no sabía muy bien cómo debía actuar ante la dama. Necesitaba una puerta que abrirle, o algo así. Eso era lo que él hacía con las mujeres finas. Ayudarlas a montar en el carruaje de su señor. Nada más.

― Soy la señorita Bianchi ―lo ayudó Verónica, sonriendo seductora― ¿Y tú?

― Sólo Piero, mi señora. Cochero del vizconde Tito di Santis. ¿En qué puedo servíos?

¡Era encantador! Todo lo contrario que el rudo soldado.

Aquel enano viajaba con un séquito formado por la noche y el día. Un viejo y siniestro guardaespaldas y un cándido y educado jovencito.

El chico era unos tres años menor que ella, pero medían más o menos lo mismo, alrededor de un metro 67 centímetros. Tenía pecas en las mejillas, el pelo oscuro, corto por detrás pero con abundante y recto flequillo. Tenía las orejas pequeñas pero prominentes y los ojos marrones, grandes e infantiles, enmarcados entre espesas pestañas negras. No era guapo, pero tampoco desagradable a la vista.

Verónica posó su mano en el pecho del crío y notó unos modestos músculos. Él tragó saliva, incómodo con el contacto.

― Deberías ser más hospitalario con las damas ―dijo entonces, empujándolo poco a poco al interior de las caballerizas―. No me has invitado a entrar.

Piero caminaba de espaldas, huyendo del roce de aquella descarada muchacha. Tenía mirada de cazadora y eso lo intimidaba. ¡Las mujeres en general lo intimidaban! Pero, normalmente, ni siquiera reparaban en su presencia. El servicio debía ser invisible y eso era algo que a él se le daba especialmente bien.

De pronto, sintió que chocaba contra el carruaje de su señor.

― Parad ―suplicó, cerrando los ojos con fuerza.

Verónica se encontraba extasiada. Aquel muchacho era el juguete perfecto para su desquite. En pleno desarrollo, el joven tenía unos rasgos finos pero con cierto aire masculino: mandíbula cuadrada, brazos fuertes y hombros ligeramente anchos. Pero la pelusilla de debajo de la nariz a penas se le notaba y sus cejas eran finas, nada pobladas.

Verónica lo besó con ternura, lamiendo sus exquisitos labios.

Piero no pudo evitar entreabrir la boca, dejando que la jugosa lengua de la dama se introdujera acariciando su interior suavemente. El muchacho respondía de forma automática al ritmo del ósculo, un baile nuevo para él. El beso era húmedo y cálido.

Un cosquilleo recorrió el cuerpo del cochero y, atrevido, posó sus manos sobre las caderas de la joven, atrayéndola hacia él.

Verónica se separó de sus labios, dejando que sus naricitas se acariciaran, afectuosas.

Piero abrió los ojos tímidamente. La muchacha lo contemplaba con sus brillantes esmeraldas.

― Nunca habías besado antes a una mujer, ¿cierto?

El niño retiró las manos de la cintura de Verónica, visiblemente avergonzado.

― No te preocupes ― siguió ella, apoyando su exuberante busto contra el pecho del crío―. Yo voy a enseñarte.

La joven dama tomó el cuello del chiquillo y comenzó a lamerlo, besarlo y morderlo con suma maestría.

Piero se sentía debilitado, como si aquella escolar, apenas mayor que él, le estuviese consumiendo la vida.

― Esto no está bien ―gimoteaba, sin poder moverse. Sentía su cuerpo agarrotado. Los brazos no le respondían. ¡No tenía escapatoria!

― Déjate llevar, muchacho ―le susurraba Verónica en el oído al chico, mientras acariciaba su torso, cubierto tan sólo por una tosca camisola de lana.

Sus manos se movían hábiles, recorriendo los músculos de Piero, haciéndole cosquillas de vez en cuando. Hasta que bajaron a la abultada de su entrepierna.

― No. No, por favor ―suplicó el chico.

― ¿Por qué no? ―sonrió ella, encantada―. Es lo que me pide tu cuerpo. ¿O no ves lo duro que se te ha puesto el miembro? ―rimó divertida.

El criado estaba rígido, tenía el rostro contraído y cerraba sus puños con fuerza. Verónica supo que no lo estaba pasando nada bien. Seguramente se sentiría demasiado intimidado como para hacer nada y demasiado excitado como para no hacerlo. ¡Lo tenía a su merced!

Sin separar sus cuerpos, con su cabeza pollada sobre el hombro del muchacho, la joven comenzó a acariciar el músculo erecto, por encima de las gruesas calzas, de arriba a abajo, sin darle tregua alguna.

El mozo tenía ya la respiración muy acelerada. Sin duda, de seguir así mucho rato, no tardaría en manchar la prenda.

Verónica se detuvo, dejándolo al borde del éxtasis, separándose de él unos centímetros. Tal y cómo le habían hecho a ella minutos atrás.

Embriagado por el placer que había sentido, Piero la atrajo hacia sí, e intentó besar su sensual boca. Pero la joven lo apartó, haciendo que la distancia que los separaba se multiplicara.

― Como tú mismo has dicho, esto no está bien ―Verónica necesitaba del sexo, sí. ¡Se encontraba hambrienta! Pero no pesaba volver a permitir que otro hombre se aprovechara de ella. Conseguiría que ese niño se desesperara por poseerla, antes de entregarse a él.

No obstante el chico, en lugar de suplicar, pareció resignarse. Sus manos ya no la rodeaban. No le sostenía la mirada. Estaba claro que no iba luchar por saciar su propio deseo.

― Qué pronto te das por vencido, muchacho ―dijo, sensual, desnudando lentamente para él sus sobresalientes senos.

El crío los observó, boquiabierto.

Qué dulce le pareció a Verónica aquello. Era posible que no necesitase andarse con jueguecitos después de todo. A fin de cuentas, sólo era un niño.

― Invítame a pasar ―La joven lo miraba con atrevimiento, con aquellos ojos verdes tan intensos en color y expresión.

Él podía hacer aquello. ¡Debía ser cortés! Así que separó su espalda del carruaje y abrió la puerta, invitándola a entrar, con una reverencia.

Verónica subió al interior, reclinándose sobre el acolchado asiento, tapizado en hilo dorado.

― Ahora tú ―ordenó. El muchacho parecía estar a punto de acomodarse en el asiento del conductor tal como era su costumbre―. Hoy viajaras aquí detrás. Conmigo.

El chico montó obediente, cerrando la puerta tras de sí.

Estaba muy rígido. Aquello animaba a Verónica. Disfrutaba del miedo que provocaba en sus amantes con su imponente presencia. Como él permanecía sentado, al borde del sillón, ella se vio obligada a incorporándose, acechando a su presa lentamente.

Con suma delicadeza le retiró la gruesa camisola púrpura, dejando al descubierto su lampiño pecho. El cochero llevaba un sombrerito a juego, con plumas largas y negras, del que también se deshizo, revolviendo su cabello a tazón. Despeinado se le antojó más atractivo. Así que comenzó a mesar su pelo, mientras le besaba de nuevo, hundiendo su lengua en aquella boca inexperta.

Poco a poco, sus primorosas manos liberaron su entrepierna de los cintos que la contenían.

― No, no. Nos verán ―suplicó él, temeroso.

― ¿Quién nos verá? ―sonrió Verónica.

El muchacho echó un vistazo en derredor y, luego, agachó la cabeza, avergonzado.

― Los caballos, mi señora ―dijo, con timidez.

La joven rió con ganas. ¡Cuan dulce e inocente era aquella criatura!

― No te preocupes ―lo consoló―. Los caballos fornican al aire libre. Les gusta mirar y que les miren.

“Fornicar”. Aquel verbo se había escapado de la boca de la dama como si nada. ¿A qué clase de escuela lo había llevado su señor? ¿Qué clase de educación recibían las chicas finas si podían hablar así, sin ningún tapujo?

Piero cerró los ojos e intentó besarla de nuevo. Y, esta vez, la dama se lo permitió.

Con timidez, acarició los voluptuosos pechos, rozando las pequeñas aureolas rosadas. Estaban duros, muy duros. Casi tanto como su entrepierna.

Verónica se dejó hacer. Quería ver hasta dónde era capaz de llegar aquel niñito inocente.

Sintió sus manos recorrerle los senos, el abdomen, la espalda. El pequeño cochero la abrazaba y besaba, casi tan hambriento como ella misma se sentía.

Pero no bajaba de su cintura. No se atrevía.

Verónica tomo sus manos, y las introdujo através de sus faldas.

― ¡No lleváis medias! ―se sorprendió el muchacho.

Ella se limitó a sonreír, con esos labios gruesos y sensuales, en los que apenas ya quedaba una sombra de carmín.

Luego, se colocó a horcajadas sobre él y comenzó a mover sus caderas, rítmicamente, rozando su sexo contra el tosco tejido, sintiendo el pene erecto al otro lado de las vestiduras de muchacho.

Con los nudos ya deshechos, el bamboleo de la joven liberaba poco a poco el miembro del crío de su prisión de tela.

Sus sexos se rozaron, con mucha suavidad.

Piero podía sentir la húmeda caverna de la dama totalmente accesible. ¡Sólo necesitaba propinarle una única pero diestra embestidas!

Tampoco a eso se atrevió.

Así que, finalmente, la joven fue quien, con maestría, lo atrapó a él en su oscura cavidad.

― Ah ―gimió el chico.

― Te gusta, ¿he? ―le preguntó. Agarrada como estaba al respaldo del asiento, sus senos bajaban y subían, bien a la vista del muchacho, que los miraba hipnotizado―. Nunca habías sentido nada parecido, ¿cierto?

Piero no podía contestar. La voz no le salía más que para suspirar tímidamente.

La señorita Bianchi recorría su entrepierna con gran agilidad. El sexo de la joven estaba desbordado de néctar femenino, que volvía el roce maravillosamente placentero.

Disfrutaba de cómo lo abrazaban sus entrañas, cómo se relajaban y contraían con cada movimiento. ¡Aquello era increíble! Pronto no podría más.

Piero se abrazó al hermoso cuerpo de la dama, asiéndola con fuerza. Había llegado al límite de su aguante: había traspasado los límites del placer.

Verónica sintió cómo la semilla del pequeño inundaba su vientre. Apretó todo lo que pudo su sexo y gozó de las convulsiones del modesto miembro de criado. Fue muy agradable, desde luego. Pero aún no se sentía saciada.

El chico respiraba con mucha fuerza.

― ¿Os he manchado? ―preguntó atento, casi sin poder articular palabra―. No debería. No...

― No te preocupes ―lo cortó ella, acomodándose el vestido―. Aún no hemos acabado ―anunció, colocándose de nuevo sobre el asiento del carruaje, junto a él.

Verónica bajó su rostro hasta el pene del chico, y comenzó a lamerlo con adoración. Los restos de semen aún estaban calientes y eran casi tan dulces como el sirviente.

― Tienes un sabor delicioso ―dijo, para luego introducidse el músculo que ya empezaba a relajarse hasta la garganta.

― ¡Pa... parad, por favor! ―suplicó él―. Me hacéis cosquillas, señora.

Aquello, en lugar de disuadirla, pareció animarla a proseguir.

La ternura del muchacho, la excitaba de enormemente. Su vocecita aguda y quejosa, hacía que su cuerpo, caliente, entrase en ebullición. Así pues, comenzó a mamar con más fuerza. Haciendo que el miembro blando se endureciera nuevamente como una roca.

Piero sentía que aquella mujer en verdad intentaba devorarlo. El miedo le llevaba a no poder parar de implorar por que se detuviera. Pero el placer que lo recorría hacía que sus músculos no se movieran en absoluto. Y por mucho que su cabeza gritara “no” era su cuerpo el que ahora tenía el control.

Verónica separó sus labios de la carne palpitante.

― Volvamos a intentarlo ―dijo, subiéndose de nuevo al regazo del chico, con las faldas remangadas, para volver a introducir el sólido cabo en sus profundidades.

La semilla de la corrida anterior resbalaba por sus muslos, calando los toscos calzones del cochero. Estaba muy mojada, rebosante del placer de ambos.

Igual que antes, Verónica recorrió la entrepierna del joven de arriba abajo, de abajo a arriba, con energía. El roce era aún más suave, debido a la exorbitante cantidad de fluidos que emanaban de sus entrañas.

― Ah, más. Ah, más. ¡Más! ―susurraba la dama en el oído del atento sirviente, esforzándose por contraer sus músculos internos todo lo posible. Quería sentirla más fuerte, quería abrazar aquella virginal virilidad con todo su ser. ¡Estaba tan dura! Tan firme y recta como una vara.

Pensar en el callado del chico, en su dulzura, en cómo lo estaba utilizando para su propio disfrute, la estimulaba muchísimo.

― Ah, ah ―gemía él, de forma gutural, con aquella vocecilla aguda y tierna.

No podía más. Sus pechos rozaron los pezones endurecidos del niño, mordió con fuerza su clavícula y se dejó llevar por el placer, abrazándolo con fuerza.

Él tampoco pudo seguir conteniéndose. La presión que sentía, las convulsiones de la chica en torno a su sexo, lo hicieron desbordarse de nuevo. Pero, esta vez, la dama lo acompañaba en su goce. Los dos habían alcanzado el éxtasis juntos.

― Ah ―suspiraba Verónica, apoyada sobre su joven amante― Ha sido breve pero intenso ―Se sentía llena de vida. Aliviada de todo mal que pudiera atormentarla. Feliz.

― Ha sido increíble ―repuso él, sin poder creer lo que acababa de ocurrir.

Durante varios minutos, colegiala y cochero permanecieron abrazados, con sus torsos desnudos y sus genitales unidos, chorreantes de placer.

Ninguno de los dos quería separarse del cuerpo cálido y acogedor del otro.

Se sentían tranquilos. En paz.

Poco a poco, Verónica comenzó a tomar consciencia de que debía acabar con aquello.

― Ha sido divertido ―dijo incorporándose, separando su sexo del de él. El pequeño la miraba contrariado. Quizás había esperado demasiado―. Dame mi corpiño, por favor ―siguió ella, tratando de devolverlo a la realidad. No quería ser brusca con tan cándido muchacho, pero tampoco deseaba que se produjera una situación incómoda para los dos―. Tengo que irme antes de que alguien nos descubra ―añadió, tratando de acomodar bien sus cabellos.

Piero obedeció, en silencio. Y ambos se vistieron, en el interior de la lujosa carroza.

La dama se despidió del chico, besándolo dulcemente en los labios.

― Ha sido un placer ―dijo, antes de marcharse, dejándolo sólo en las oscuras chocheras.

― Jamás os olvidaré, señorita ―susurró él, lo bastante bajo como para que ella no le oyese.

A la salida de las caballerizas, Verónica se cruzó con el rudo Barend y su diminuto señor.

Las blancas mejillas de la joven se ruborizaron, inevitablemente. Llevaba la camisa mal colocada, el jubón desajustado, las faldas arrugadas y el forro de éstas pegajoso y almidonado por los jugos de la fornicación. No sabía cómo se veía. Pero estaba segura de que soldado y vizconde podían leer en ella lo que acababa de hacer.

No obstante, cuando se encontraron frente a frente, no hicieron más que saludarla con natural cortesía y disimulada sonrisa:

― Niña.

― Señorita.

Verónica se inclinó, formal, y se marchó de allí, rauda.

Mientras se alejaba pudo oír como el guardaespaldas y su amo reían y especulaban sobre quién sería su amante.

― ¡Hombres! ―La palabra escapó de sus labios como un insulto. A veces resultaban tan infantiles y detestables. Fueran altos o bajos, maduros o jóvenes, los hombres no dejaban de parecerle estúpidos animales de una única función: la procreación. Y, a pesar de ello, dominaban el mundo con su necia fuerza.

Verónica, malhumorada, deseaba poder olvidarse de ellos. Deseaba dejar de necesitar de esa forma tan desesperada e irracional lo que esos brutos tenían entre sus piernas. Deseaba poder valerse de sus propios medios para saciar sus ganas, o amar a las mujeres de la forma en que lo hacía su pequeña compañera Dona Gillespie.

Pero ella no era así.

Caminaba por el patio trasero de la Escuela para Jóvenes Damas de Santa Corona, sucia y bien follada:

¡Amaba el placer demasiado! Amaba a los hombres y a sus enfurecidos falos.