Suspiros de Azúcar (12: Intrigas por amor)

A veces los monstruos son más nobles que los príncipes encantadores. A veces los deseos pueden hacerse realidad… El corazón de Marianna Cannavaro no desfallecerá hasta conseguir librar de su promesa de matrimonio a su adorada Carmine.

NOTA: Aunque pertenecientes a una misma saga, los relatos de Suspiros de Azúcar pueden leerse de forma independiente, ya que cada uno aborda una temática distinta. No obstante, este caso en particular, para que la historia se sienta más completa, es recomendable (no imprescindible) la lectura de “La recién llegada” y “Sólo por ti”.

...

El vizconde Tito di Santis se movía nervioso en el asiento de su carruaje. Había partido de Trento con la intención de regresar lo antes posible a su palacio de Módena, donde lo aguardaba una chimenea caliente y un servicio fiel.

Pasar por Veneto era inevitable. Inevitable si se pretendía ir por el camino más corto, al menos. Llegar lo antes posible era primordial. Sobre todo, teniendo en cuenta que los asuntos tratados en Trento concernían al rey Joseph II de Habsburgo-Lorena. Sabía que no debería haberse desviado hacia el oeste, hacia el pequeño pueblo de Feltre. Andarse con caprichos vanos no estaba bien. Pero era demasiado débil como para resistir la tentación de acercarse a hablar con la muchacha que pronto se convertiría en su esposa.

― Os veo nervioso ―se carcajeó Barend, con su habitual jovialidad―. Si la chica no os agrada me ofrezco para supliros en las obligaciones conyugales ―se jactó, levantando una ceja en gesto insinuante. El jefe de la guardia personal del vizconde era un hombre robusto y atlético, muy ágil. Un experto soldado dispuesto a vender sus servicios al mejor postor.

― No te hagas ilusiones ―respondió él con una sonrisa. A pesar de la falta de respeto que Barend mostraba, Tito di Santis se sentía agradecido de tener a su lado a un hombre sin tapujos, con una lengua tan afilada como su espada. Su compañía era refrescante. Muy distinta a la de los caballeros y nobles con los que a menudo tenía que tratar―. Conozco a la chica y es una preciosidad. Un poco... ―Tito no sabía como seguir. No quería juzgar a la dama en cuestión. Se habían visto en muchas ocasiones, pero no podía decirse que se conocieran.

― ¿Un poco alta, quizá, para vos? ―rió el soldado con descaro―. Aunque claro, a vuestro lado, cualquier mocosa parece un gigante.

Tito era enano. No sabía porqué había nacido así. Poseía, además, la desgracia añadida de tener un hermano mayor alto y atractivo. Un hermano que durante años había sido el orgullo de su difunto padre, pero que, finalmente, también él lo había deshonrado, abandonando sus responsabilidades para refugiarse en el sacerdocio, quedando Tito como único heredero varón.

Con los años, el actual vizconde había aceptado que los demás sólo podían verlo como poco más que un bufón o un engendro. Le consolaba saber que, en la historia de la nobleza, el suyo no era un hecho del todo aislado y que, al menos, él podía vanagloriarse de poseer una inteligencia que a muchos les faltaba.

Pero, que algo estuviese asumido no implicaba que doliera menos.

― Iba a decir “peculiar” ―continuó. No iba a caer en las provocaciones de su subordinado. Conocía a Barend y sabía que eso era lo peor que uno podía hacer con él―. Cuando está en sociedad se comporta como una dama fina, de modales exquisitos. Pero la he visto corretear en el jardín y luchar a espada con sus hermanos.

― Una mujer con carácter.

― No. Sólo una niña ―suspiró. Tito a penas era unos ocho años mayor que la joven, pero sentía que todo un mundo los separaba.

Cuando llegaron a la Escuela para Jóvenes Damas de Santa Corona, Piero, su joven lacayo, se apresuró a abrirles las puertas del coche. Tito bajó los peldaños, no sin cierta dificultad. A parte de enano, estaba lisiado. Había tenido un accidente a caballo y se había hecho daño en la cadera. Aún no se encontraba recuperado del todo y, de hecho, tampoco guardaba muchas esperanzas de poder volver a caminar con normalidad.

Si su prometida lo rechazaba, no la culparía. ¿Quién iba a querer casarse con alguien cómo él?

Los criados de la escuela los atendieron con cortesía ejemplar. La directora puso algunas reticencias a que se produjera un encuentro entre una de sus alumnas y su futuro esposo. Pero, finalmente, claudicó, bajo la condición de que no se quedasen a solas en ningún momento.

El vizconde trató de explicarle que necesitaba privacidad en su conversación, pero lo máximo que consiguió fue que les permitiera verse solos, si querían, pero en un lugar público como los jardines.

A pesar de ello, su prometida, Carmine Giovanetti, acudió a la cita escoltada por una de sus compañeras. Una muchacha bastante voluptuosa y de lisos cabellos castaños caminaba a su lado, agarrándola con fuerza de la mano. Aquella chica le resultaba familiar. ¿Era posible que se conocieran de alguna fiesta? A fin de cuentas, aquella era una escuela para muchachas de noble cuna.

― Marianna Cannavaro ―se presentó ella, cuando se encontró lo suficientemente cerca del vizconde, haciendo una reverencia.

Su prometida no dijo nada. Ni siquiera parecía capaz de mirarlo directamente. Tenía toda su atendió centrada en uno de los charcos que se habían formado en la húmeda tierra. Era como un ángel esculpido en piedra; de cabellos color centeno, recogidos de forma elegante y discreta, y piel blanca cual marfil. Sus ojos verdes, distantes, eran tan bonitos como piedras preciosas.

― Tito di Santis ―respondió él, por fin, apartando la vista de la joven dama y centrándola en su acompañante. Le hubiese gustado decir que se encontraba a los pies de aquellas bonitas doncellas, pero aquello era dolorosamente obvio―. Lamento haber venido sin avisar ―se disculpó.

Marianna le quitó importancia al asunto con un sencillo gesto de su mano―. ¿Nos sentamos?

Los tres se acomodaron, sin problemas, en uno de los bancos de piedra más aislados del bullicio general de la escuela. El viento era gélido, pero había salido el sol, tras varios días de lluvia, y las chicas jugaban, charlaban y reían alegres en los jardines. ¡Qué seria y apesadumbrada se veía Carmine al compararla con ellas!

― No es que desprecie su compañía, señorita Cannavaro ―se animó a decir, por fin, Tito―, pero me hubiese gustado poder hablar con señorita Giovanetti a solas. Dentro de unos meses nos casaremos y a penas sé nada de ella ―suspiró, con una sonrisa que pretendía que resultara conciliadora. Pero su prometida no lo miraba. Permanecía con la vista apartada de él en todo momento―. Por ejemplo ―se obligó a seguir―, a mí me agrada mucho leer. ¿Y a vos?

El silencio erra prácticamente sólido, cuando Marianna lo rompió.

― Carmine no es muy aficionada a la lectura, pero es una estudiante aplicada.

― Ah ―Aquello no iba por buen camino. ¿Así iba a ser su relación con la muchacha?, ¿con un intérprete de por medio para cada conversación?―. Señorita Giovanetti, sé que debéis sentiros profundamente disgustada con vuestro padre, por haber entregado vuestra delicada mano a un medio-hombre como yo ―¡A la mierda el orgullo! Ya era hora de hablar con sinceridad―. Pero he de confesaros que tampoco yo salto de alegría con este forzado enlace.

Los ojos verde-miel de Carmine se detuvieron por primera vez en el vizconde. Parecía confusa, pero irradiaba esperanza por cada podo de su blanca piel.

― No me malinterpretéis―Sabía que la chica no lo hacía, pero debía asegurarse de no ofenderla―. Estoy seguro de que sois una muchacha encantadora. Y, desde luego, sois un regalo para la vista. Pero no puedo pasar el resto de mi vida con una persona que está a mi lado por mera obligación.

Las damas apretaron sus manos con más fuerza, entusiasmadas. Aquello hirió profundamente el orgullo de Tito.

― No os hagáis ilusiones, mi señora. Yo tampoco he tenido opción de elegir, en lo que a nuestro enlace se refiere. Vuestro padre ha sido el primer caballero en aceptarme como yerno ―La voz del vizconde se apagó. ¿Qué es lo que estaba haciendo? ¿Tratar de darle pena a la chica para que lo aceptara como consorte?

No. Él no había podido elegir. Su padre... Su padre lo había dejado todo demasiado bien atado. No podía echarse atrás. Debía encontrar una esposa antes de cumplir los 25, y el señor Giovanetti le había ofrecido su mano cuando la joven sólo era una criatura.

― Lleváis demasiados años siendo mi prometida ―suspiró, apocado.

― ¿Cuantos años exactamente? ―preguntó Carmine con un hilo de voz―. Mi hermano Tito cumplirá los 6 en abril.

El vizconde se limitó a sonreír. ¡Aquello era tan típico de Giovacchino Giovanetti! Había intentado agradar al estricto padre de Tito colocándole al niño aquel nombre tan común en la familia di Santis. Aquel nombre que el actual vizconde compartía con su abuelo, aquel nombre que era, en realidad, una vergüenza para el viejo: el nombre de su impúdico y alcohólico padre, el nombre que había escogido para su hijo deforme. ¡Cómo se reía el viejo con aquello! Giovacchino estaba decidido a unir las riquezas de ambas familias como fuera.

Habría tratado de negociar un enlace entre Chiara, la primogénita del antiguo vizconde, y cualquiera de sus dos apuestos hijos varones. Pero su señor padre rechazó la proposición y entregó, sin reservas, la mano de Chiara a un importante miembro de la familia Este.

― Después de aquello, tus hermanos fueron libres para seguir su propio camino, pero no tú ―Tito calló. Recordaba perfectamente la maliciosa sonrisa de su hermano Giacomo al comentar que el señor Giovanetti le ofrecía en matrimonio a su “princesita”. ¡Una niña de teta para un galante joven!, reía Giacomo.

Sí, aquel fue el chiste favorito de su hermano durante meses, mientras, su padre se limitaba aprobar la broma con leves movimientos de su calva cabeza.

Pero la actitud del vizconde cambió por completo cuando, años después, Giovacchino le ofreció la niña para su hijo menor. ¿Tito, el enano, prometido?

Por aquel entonces, Tito di Santis tenía ya 17 años y sus únicas compañías femeninas eran aquellas que podía comprar. Su padre pensó que el acuerdo era inmejorable: una niña bonita de noble y rica familia, ¿qué más podía pedir el medio-hombre?

No se firmó papel alguno, fue un acuerdo entre caballeros. Giovacchino Giovanetti bautizó a su hijo recién nacido con el nombre de Tito, como muestra de su buena fe. El vizconde se limitó a clausurar la futura herencia de su hijo menor, hasta que éste cumpliera los 25 años y convirtiera en su esposa a una joven de noble cuna. El viejo sabía lo que un enano en la familia heria el orgullo a cualquier casa noble. Sabía que no encontraría mejor esposa que Carmine. Sabía que, aunque Tito tenía dinero y buenos negocios, ya por aquel entonces, sería una afrenta para él no poder acceder por entero a los bienes que, por derecho, le pertenecían.

― Podríais casaros con cualquier otra muchacha de sangre noble, entonces ―comentó la señorita Cannavaro alegremente.

― ¿No me habéis escuchado? ―repuso irritado el vizconde―. Ninguna casa noble quiere unir su nombre al de un enano como yo.

― ¡Pero sois vizconde! Gozáis de dinero y un buen apellido.

― Eso no importa.

Carmine suspiró abatida. Los problemas del hombrecillo no tenían nada que ver con ella, pero sí los esfuerzos de su padre por unirla a la familia di Santis.

― No sabía que esto fuera tan importante para mi padre ―a fin de cuentas sólo se trataba de dinero, y ellos ya tenían mucho.

De pronto, Marianna se levantó, como una exhalación, del asiento de piedra.

― Yo me casaré con vos ―dijo sin más miramientos, tomando las pequeñas manos del enano entre las suyas―. Mi familia es pobre, pero de estirpe antigua ―razonó―. Mi padre no pondrá objeción alguna, si le digo que esto es lo que desea mi corazón.

― Sí, pero esto no es lo que vuestro corazón ansia, mi señora ―sonrió con tristeza, poniéndose él también en pie. El vizconde podía ver, con claridad cristalina, la verdad en los ojos grises de la muchacha―. ¿Es que, acaso, tratáis de confundirme?

― Deseo vuestras riquezas.

― Mentís ―Si fuese por riquezas, habría tratado de seducirlo desde un primer momento, no de negociar con él tras oír su historia.

― Bueno, pero es un buen aliciente ―sonrió ella, volviendo a tomar asiento―. Tú que opinas, Carmine ―consultó, buscando la aprobación de su verde mirada. Habían hablado sobre la posibilidad de que la situación fuera a la inversa y Marianna lo estaba haciendo realidad.

Los ojos de Carmine centellearon. Marianna no supo si de alegría o espanto, ya que el rostro de su amiga parecía esculpido en frío mármol.

― ¿No te gusta la idea?

¡La idea le encantaba! Si Marianna se casaba con el vizconde, no tendría que hacerlo ella. Pero, ¿se atrevería a desobedecer a su padre?

― Aunque a vuestro padre no le disguste el enlace, señorita Cannavaro, si lo hará al señor Giovanetti ―inquirió Tito di Santis, como leyendo el pensamiento de la muchacha―. Somos grandes aliados en los negocios y él espera que pronto, también, seamos una gran familia feliz.

Marianna meditó largo rato sobre aquello. Debía perfilar mejor “su plan”. Según lo que había maquinado hasta el momento, ella sustituiría a Carmine como esposa del vizconde, mientras que su amada amiga se preparaba para convertirse en la institutriz de sus futuros hijos...

― Nuestros hijos ―suspiró. La idea no le agradaba lo más mínimo. ¿Yacer con un hombre? Peor aún, ¿yacer sin amor? Pero sabía que podía soportarlo. Podía soportarlo, si mantenía la esperanza de caer, nuevamente, en los brazos de su adorada Carmine. Sabía, en su corazón, que el amor que sentiría por sus pequeños haría que la espera mereciese la pena Atesoraría cada momento vivido con Carmine, hasta que volvieran a encontrarse.

― ¿Nuestros hijos?

La voz del vizconde la sacó de su ensoñación. Ser la heroína de semejante historia de amor y tragedia era como un sueño hecho realidad, para la fantasiosa muchacha.

― Querréis que os dé descendencia, mi señor ―repuso, volviendo a la realidad. El vizconde apartó la mirada abochornado. A Marianna aquello le resultó encantador―. Espero ser una mujer fértil, que pueda daros hijos e hijas fuertes ―sonrió―. Hijas como nosotras, a las que se pueda comprometer desde el momento mismo de su nacimiento ―¿Sería capaz de ser tan cruel con su descendencia, como el mundo lo estaba siendo con ellas dos? ¿Sería capaz de sacrificar a su estirpe por el deseo de hacer feliz a la persona amada?―. El pequeño Tito, el hermano de Carmine ―aclaró―, también necesitará una esposa, en el futuro.

Los ojos del vizconde se abrieron como platos. ¿En verdad era posible que aquella encantadora criatura fuera la poseedora de semejante mente maquinadora? Sintió que el corazón le daba un vuelco. Una mujer así, a su lado, podía ser una increíble aliada... o una enemiga implacable. Aquello era, como mínimo, atrayente.

Pero, independientemente de lo que le gustara o no a él la joven que ahora lo pretendía, ¿aceptaría Giovacchino Giovanetti semejante proposición? ¿Podría esperar una generación más, para unir sus familias?

― Puedo convencerlo ―dijo más para sí mismo que para las damas―. Si nosotros no tenemos hijos varones, cosa que es imposible de garantizar y debo recordad no mencionar, su hijo lo heredaría todo, y tendría mucho más poder que una hija, claro está ―musitó, reflexionando sobre los argumentos que le expondría al caballero―. A demás, un enlace con un enano es vergonzoso, pero con una doncella...

― Y mi padre y el señor Giovanetti son amigos sinceros ―aportó la muchacha de voluptuosas formas―. Él siempre ha velado por nuestra familia. Y este enlace, y el posterior acuerdo, nos beneficiará a todos.

― Sí ―Pero aún quedaba una cuestión en el aire―, a todos menos a vos.

― Ya os he dicho que...

― El dinero.

― Sí. El dinero.

― Ya ―sonrió el enano,

apartándose

un mechón del flequillo rubio oscuro de la prominente frente―. Disculpad si no os creo ―Los oscuros ojos del vizconde se clavaron en la muchacha, haciendo que a ésta le recorriese un escalofrío―. Veo cómo os miráis y sé que vos tampoco me queréis como esposo. Digamos que, sencillamente, me faltan... atributos ―Sus manos se movieron sugerentes por encima de su propio pecho.

Marianna Cannavaro se mordió el labio inferior, en gesto de visible disgusto. ¡Las habían pillado! Y tan deprisa. Aquel hombre era sobresalientemente perspicaz. Se sentía atrapada, como una niña que acaba de romper un plato y es evidente su culpabilidad.

― Nunca dejaré de amar a Carmine ―dijo, por fin, con una sonrisa triste en el rostro―, pero os puedo hacer un hueco en mi corazón. Si sois bueno conmigo ―añadió.

― Pero tendréis que entregaros a mí, sin reservas

―Las carnosas manos del vizconde recorrieron los muslos de la muchacha, a través de la gruesa tela del uniforme. Ella no se resistió. No se movió ni un centímetro y la expresión de su rostro a penas vaciló. Parecía dispuesta, ¡dispuesta de verdad!

Tito no pudo evitar que su miembro comenzara a crecer dentro de sus pantalones.

― Estoy dispuesta. Pero soy una dama ―replicó ella, apartando la mano del enano, a escasos centímetros de su sexo―. Tendréis que esperar.

Tito no podía evitar sonreír. La muchacha comenzaba a agradarle de sobremanera.

El vizconde partió del recinto escolar, después de compartir una modesta comida con las jóvenes en la Sala Común, en una mesa especialmente preparada para ellos tres.

Durante la comida las damas se habían mostrado alegres y encantadoras. La que ahora se pretendía su futura esposa fue atenta y servicial con él. No hablaron de más maquinaciones. Simplemente se limitaron a disfrutar del refrigerio.

Tito di Santis, ya en su carruaje, camino de Módena, pensó en lo afortunado que sería si todo salía como la dulce Marianna esperaba. Un hombre de su... “estatura” estaba abocado a una buena cornamenta fuera quien fuese su esposa. Pero ésta pretendía meter en su cama a una mujer.

Quizás él nunca pudiera disfrutar de la compañía de ambas pero, por algún motivo, el que la infidelidad que la chica planteaba fuera entre féminas lo excitaba. Podría conformarse con imaginárselas juntas. Rozando sus cuerpos desnudos e inmaculados. Esos cuerpos jóvenes y perfectos...

― Queréis que os deje a solas.

La socarrona voz de Barend sacó de forma brusca al vizconde de sus ensoñaciones.

― Espero que el bulto de vuestra entrepierna no se deba a mí ―rió el soldado―. Pues me temo que ni un hombre con vuestra fortuna puede pagarme lo suficiente como para que alivie yo esa hinchazón.

Tito di Santis correspondió a las palabras del jefe de su guardia con una fugaz y forzada media-sonrisa.

― Hay cosas en el mundo más importantes que el dinero hasta para vos ―reflexionó, pensando en lo mucho que parecían quererse aquellas dos muchachas de la Escuela para Jóvenes Damas de Santa Corona. Tito también seseaba un afecto así. Un afecto que no se pagara con dinero. «Os puedo hacer un hueco en mi corazón», había dicho Marianna, suplicante. Él la creía. Si era bueno con ellas, si todo salía según los planes de la chica, estaba seguro de que conseguiría su afecto sincero. El afecto que esperaba y apreciaba en una esposa. Un afecto del que nunca se había creído merecedor.