Suspiros de Azúcar (11: Sólo por ti)

Las mujeres son complicadas. El destino cruel. Las dos cosas juntas... algo impredecible. ¿Qué hacer cuando la mujer que amas se aleja de ti? Marianna tendrá que seguir luchando por su arduo romance con su compañera de escuela, la piá Carmine...

NOTA: Aunque pertenecientes a una misma saga, los relatos de Suspiros de Azúcar pueden leerse de forma independiente, ya que cada uno aborda una temática distinta.

Aunque, en este caso en particular, para que la historia Marianna y Carmine se sienta como completa, es recomendable (no imprescindible) la lectura de “La recién llegada” y “Floreciendo al Placer”, así como de “Ni frío ni calor” y “Mortificación”.

...

Otra clase más, otro día más. El tiempo pasaba terriblemente despacio ante los ojos grises de Marianna. Algo se retorcía dentro de ella, un dolor inmenso, una pena indescriptible, un miedo atroz: Carmine se alejaba de su vida día tras día. Y parecía que no había nada que ella pudiera hacer para evitarlo. ¡Maldita sea! Habían sido tan felices... y ahora su relación parecía precipitarse hacia el inevitable y cruento fin.

― ¡Señorita Cannavaro! ―El profesor Bartichiotto llamó su atención, enfurecido―. Vuelve a está en las nubes, ¿no es cierto?

― No, señor. Estaba repasando mentalmente ―repuso enseguida.

― ¿Estaba repasando mentalmente? ―repitió él con sorna―. ¿Y qué estaba repasando, exactamente?

― La clase de ayer... ―se excusó, poco convencida. No había escuchado nada de lo que su maestro había estado relatando. Tenía la cabeza en otra parte. Así que no tuvo más remedio que hacer memoria y recurrir a lo que se había visto día anterior. Le habló de Carlos de Anjou y de la batalla de Benevento. Y, por esta vez, pudo salir del paso. ¡Ya estaba harta de castigos! Había cosas más importantes en su vida que lo que se enseñaba en los libros.

Aquella misma tarde, en su alcoba, intentó hablar de nuevo con su adorada Carmine.

― No quiero discutir ―le respondió ella, directa. Llevaba en cabello rubio ceniza recogido con una redecilla enjoyada en pequeñas turmalinas, a juego con sus ojos color verde-miel. Parecía más mayor de lo que en realidad era, con aquellos modales severos con los que ahora la castigaba.

― Qué suerte ―se limitó Marianna a responder, con una jovial sonrisa―, porque yo tampoco tengo intención de pelear. ¿No es una coincidencia?

― No te hagas la tonta con migo ―Carmine estaba muy enfadada.

― ¡Oh, vamos! ―suplicó―. No puedo seguir así.

― ¿Seguir cómo?

― Por favor ―Marianna comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación, hecha un amasijo de nervios―. Dime al menos qué es lo que te ocurre ―No sabía qué les estaba pasando. Pero necesitaba llegar al corazón de su amada o la perdería para siempre―. ¿No ves que, que estés así contigo, me mata? ¿No ves cuanto me duele?

― ¿Te duele? ¡¿Te duele?! ―gritó Carmine ofendida. ¿Cómo se había dejado arrastrar al pecado por aquella muchachita estúpida y vulgar?―. Más me duele a mí haber caído en la depravación. Haber vendido mi alma a cambio de efímeros momentos de placer ―sus ojos brillaban llenos de rencor.

Marianna sintió miedo.

― No has vendido tu alma ―Le temblaba la voz. Habían tenido aquella conversación cientos de veces y todo seguía igual. Por mucho que ella se esforzara en explicarle a su amor que no había malicia alguna en sus actos, Carmine se empeñaba en que Dios no podía ver aquello con buenos ojos y que ella la había corrompido. Hablaba del infierno, enloquecida por su fe. Marianna no sabía cómo sacarla de su error. Aquello no era malo. ¡No podía serlo!―. Te amo ―No había palabras que dijeran tanto como aquellas―. Soy tuya. Me he entregado a ti en cuerpo y alma. Y tú sigues pensando que intento pervertirte, que quiero para ti algún mal ―Estaba cansada. Cansada de pelear. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? No iba a rendirse. ¡Eso jamás!

Se sentó a sus pies, implorante. Se quedó allí, en silencio, durante largo rato, abrazada a las largas faldas del uniforme de Carmine. No podía decir nada más. Si su amor no convencía a la chica, entonces... Entonces no habría nada que lo hiciera. Las lagrimas resbalaron por sus redondas mejillas, mojando la tela gris.

Algo en el interior de Carmine se rompió. Era una persona injusta y lo sabía. Acaricio los lisos cabellos castaños de su amiga, invadida por una repentina ola de compasión.

― Si me quieres como dices ―habló, por fin―, ¿por qué miras a los hombres? ―balbuceó, sintiéndose terriblemente estúpida.

La llorosa muchacha alzó la cabeza extrañada. ¿Aquello era todo? ¡¿Celos?!

― Bueno ―¿Qué podía decir?―, no es que tú tengas sólo ojos para mí ―le reprochó, secándose el rostro con el dorso de la mano.

― ¿Y crees que no me castigo por ello? ―Noche tras noche, expiaba sus pecados a través de severos correctivos físicos―. Pero, tú... tú actuás cómo si no pasase nada, como si tu deseo no fuera pecado.

― Y no lo es ―Aquello era absurdo―. Sólo miro. Nada más. Para algo me dio Dios estos ojos.

― ¡Ja! ―rió exasperada―. ¿Dios te otorgó el don de la vista para que mirases el culo de extraños?

― Para que me deleitara con la grandiosidad de su obra ―la corrigió, resabida. Marianna nunca se quedaba sin recursos. Siempre tenía una contestación que ofrecer.

Carmine se levantó de la cama, furiosa, apartándola hacia un lado. Ahora era la atlética joven quien recorría la alcoba hecha todo un basilisco.

― ¿Para que te deleitaras? Sí.

― Estás siendo muy irracional ―Puede que no fuera buena idea seguir prolongando la discusión. Tenía que disculparse y parar de darle vueltas a todo aquello. Pero Marianna era incapaz de contener su lengua―. Yo sólo miro. Nada más.

― ¿Te parece poco? ―Carmine ya no gritaba.

¿Aquello era una buena o una mala señal?

― Yo nunca haría nada que pudiese disgustarte.

― Eso dices, pero lo cierto es que ahora me siento muy, muy disgustada.

― Si que mire a otros es lo que en verdad te molesta, no volveré hacerlo ―prometió, sincera―. Pero sí hay algo más, quiero saberlo. Necesito saberlo, para poder hacerte feliz.

Las palabras de su amante hicieron que Carmine cayera al suelo, dedil como nunca antes se había sentido. Y, sin motivo aparente, rompió a llorar.

¿Porqué tenía que ser todo tan complicado? Había intentado alejarse de Marianna poco a poco, reduciendo los daños de su desgracia al mínimo posible. Pero su amada no quería apartarse de ella, luchaba con uñas y dientes por su amor. Por un amor que tocaba a su fin...

Confusa, Marianna gateó hasta ella y la abrazó con fuerza. No sabía que era lo que estaba pasando. Pero aquello suponía el pan de cada día cuando se estaba con alguien tan singular como Carmine. A veces, la más dulce y educada de las doncellas y, otras, una fiera indómita, casi cruel.

― Dime que te ocurre ―suplicó de nuevo, con la mirada fija en los inundados ojos verdes―. La verdad.

― ¿La verdad? ―El fin era inminente. No tenía forma de escapar de él. No había manera de mitigar los daños. Ya no―. Mi padre va a casarme en primavera.

― Va ha... ―Las palabras murieron a medio camino de sus labios. Marianna se había quedado completamente petrificada.

― Lleva años preparando, en secreto, mi matrimonio con el vizconde Tito di Santis, uno de los señores más ricos del ducado de Módena ―explicó.

― Tito ―repitió su amiga con voz distante―. Como el menor de tus hermanos.

― Sí ―Ella también se había percatado de la curiosa “coincidencia”. Su padre, don Giovacchino Giovanetti, debía llevar mucho tiempo preparando aquello, haciendo tratos y, en definitiva, lamiendo culos más nobles que el suyo. Carmine lo detestaba. ¿Cómo podía hacerle aquello? Ella era su niña, su princesita. Y ahora la vendía como si no fuera más que una potranca.

― ¿Qué vamos a hacer? ―preguntó Marianna, saliendo de su abstracción.

― Nada ―suspiró la joven, poniéndose en pie y alentando a su amiga de que hiciera lo mismo―. No se puede hacer nada.

― Eso no es cierto ―Siempre había elección, aunque esta fuera la muerte. Por supuesto, aquella era una idea que jamás pronunciaría en voz alta delante de Carmine. El suicidio era un pecado de máxima gravedad―. Podemos huir ―dijo sin más. No era una idea muy original, pero sí la más sencilla.

― ¿A dónde? ―La joven se desplomó sobre su lecho, agotada―. Es encantador que pienses de una forma tan inocente, pero huir es imposible.

― ¿Por qué?

― Pues porque nos encontrarían enseguida.

― No tiene porqué.

― A demás, no podría... Mi madre, mis hermanos, incluso a mi padre, los echaría tanto de menos que creo que me moriría de pena ―suspiró―. No lo soportaría. No. Es imposible.

― Yo sí podría ―dijo Marianna con dureza. Ella quería a su padre, por supuesto, y había sido como una madre para los mellizos, cuando la suya murió. Pero, aún así, lo haría. Si aquella era la única forma de seguir junto a su amada, lo haría, sin volver la vista atrás―. Me dolería muchísimo, pero no menos que perderte.

Carmine sonrió. ¡Habían hecho tantos planes juntas! Iban ha ingresar en un convento de Parma y por la noche saldrían a hurtadillas de sus celdas y haría el amor hasta que fueran dos viejecitas arrugadas. ¡Qué lejos quedaba ahora todo aquello!

No se podía escapar al destino.

Marianna se sentó en la cama, a su lado, hundiendo el colchón con su peso.

― Le mataré ―declaró, rompiendo el agradable silencio.

― No digas tonterías.

― No voy a permitir que ningún hombre sea tu dueño. No dejaré que seas infeliz.

Carmine rompió en carcajadas, ante aquello. ¡Era realmente encantadora! Pensar que podía matar a un vizconde. Y luego, ¿qué? ¿Un romántico suicidio? ¿Antes la felicidad de su amada que su propia vida? Marianna era como un cuento de hadas andante. Tenía la cabeza llena de finales trágicos e historias de amores imposibles. Adorable. Era sencillamente adorable.

― Aunque me colgaran, merecería la pena ―repetía, una y otra vez. No podía creer que Carmine tomara a broma sus palabras. Ella hablaba muy enserio.

― Eso es lo mejor de ti ―sonrió, recuperando el aliento―. Puedes soltar barbaridades inmensas y creerlas a pies juntillas sin notar qué es lo que falla.

― Yo sólo quiero estar contigo.

Carmine premió su inocencia con un beso, cálido y húmedo. La boca de Marianna respondió, ansiosa, sedienta de su saliva.

― No permitiré que te alejen de mí ―suspiraba acalorada, sintiendo las caricias de Carmine como fuego sobre su piel. Su amada no dijo nada. Estaba ocupada, perdiéndose en la voluptuosidad de su cuerpo. En sus anchas caderas, en sus grandiosos senos. En la suavidad de su piel.

Carmine la liberó del ajustado corpiño, y le besó los pechos como una criatura hambrienta.

― ¡Ah! ―gimió Marianna, sintiendo el dulce mordisco en sus pezones endurecidos.

Carmine no solía dejarse llevar de aquella forma. Quería creer que era su amiga quien la seducía con sus caricias y no al revés. Por eso se cuidaba de no tomar jamás la iniciativa. Y, sin embargo ahora...

Marianna la apartó con brusquedad.

― Te estás despidiendo de mi ―musitó con voz quebrada.

― Sí ―reconoció Carmine. Jamás en su vida se había sentido tan triste.

Marianna apretó, con la mano izquierda, la parte superior de su voluminoso seno, como intentando llegar hasta su propio corazón.

― Yo estoy dispuesta a luchar ―No iba a rendirse. Y, desde luego, no iba a aceptar aquellas caricias de consolación.

Se levantó de la cama con brusquedad y comenzó a desvestirse, arrancándose en gris uniforme sin ninguna delicadeza.

― Sólo soy lo que ves, nada más ―dijo con teatralidad, mostrando sin tapujos sus formas redondeadas. Los enormes senos se encontraban ligeramente caídos, por la fuerza de su propio peso. El lacio vello púbico cubría su sexo. Sus muslos eran redondos, carnosos. Sus caderas anchas―. Pero pienso emplear cada centímetro de mi ser en hacerte feliz.

Carmine sonrió de nuevo.

― Vuelve a la cama ―la invitó, palmeando el colchón.

― Sólo si me prometes que esto no es una despedida ―rogó sin moverse del sitio, con la piel de gallina a causa del frío invernal―. Sólo si me prometes que tú también estás dispuesta a luchar por lo nuestro.

― Lo prometo.

Carmine se desvistió lentamente, bajo la atenta mirada de su amada. Tenía las caderas bien formadas, pero delgadas, así como el vientre liso sobre el que se marcaba la última de las costillas y el hueso de la pelvis. Sus pechos eran pequeños, con forma de pera. Sus piernas y brazos fuertes, torneados por el ejercicio físico en la campiña. El bello de su sexo era espeso y más oscuro que sus cabellos color centeno. Su piel era blanca y suave.

Ambas muchachas se recostaron desnudas bajo las mantas, calentando sus cuerpos, piel con piel. Y comenzaron a besarse y acariciarse con ternura.

― Ojalá se detuviera el tiempo en este instante ―rezó Marianna, hundiendo la cabeza entre los modestos senos de su amiga, embriagándose con su aroma.

― No digas eso ―Carmine la agarró del pelo y tiró para atrás, obligándola a levantar el rostro, para clavar sus verdes ojos en el infinito gris de los tristes luceros de la muchacha―. Quiero vivir muchos, muchos momentos como este ―declaró, besando los carnosos labios de su amante.

― ¿Lo dices en serio? ―suspiró feliz ella, colocándose a horcajadas sobre Carmine.

La joven se limitó a asentir, ruborizada.

Marianna sonrió pícaramente, comenzando a mover sus caderas como si de un hombre se tratara, frotando la perla de su sexo contra la de su amada. Con una mano en uno de los pequeños senos de Carmine y la otra por detrás de sus propios glúteos, acariciaba los agujeros de ambas, mezclando sus jugos, juguetona. Sus lisos cabellos castaños se movían con cada envestida, golpeando su piel y haciéndole cosquillas.

Carmine se agarró a sus hombros con fuerza, clavando sus cortas uñas sobre la blanca carne, para atraerla hacia sí. La púdica muchacha necesitaba besar a su amante, sentir su cálida lengua en el interior de su boca, morder aquellos labios jugosos y rosados.

Sus piernas se entrelazaron, manteniendo el movimiento, ligeramente descompasado de quien todavía no ha aprendido a bailar pero que trata de seguir la música lo mejor que puede.

El placer había comenzado a invadirlas de tal forma que Marianna a penas podía pensar. Se dejaba llevar por sus propias arremetidas, mientras Carmine, más lúcida, acariciaba divertida su cuerpo, haciéndole gemir con el roce inesperado de sus dedos sobre senos, abdomen, nuca, pezones o muslos.

Loca de placer, invadida por una corriente de eléctricas sensaciones y casi sin fuerzas, Marianna se dejó caer sobre su amada, vencida por el goce que acababa de experimentar.

Carmine, aún insatisfecha, le dio la vuelta a la situación, colocándose ahora ella encima. Frotando su entrepierna contra el robusto muslo de Marianna, como si de un perro en celo se tratara.

Sus tetillas rozaban las inmensas mamas de su amante. Cada sacudida le hacía estremecerse, hasta que ella también se vino abajo, derrotada por la culminación de su sexualidad.

Tumbadas bajo las cálidas manas, una junto a la otra, las dos muchachas permanecieron en silencio durante largo rato, abrazadas, sin dejar de acariciarse.

― Si fuera al revés ―dijo Marianna entonces―, si fuese yo quien se tuviera que casar con el vizconde, te metería en mi casa como maestra para nuestros hijos. Viviríamos un reencuentro tremendamente romántico, ¿no crees?

Carmine la miró extrañada. ¿Es que a caso seguía pensando que ellas podían hacer algo para cambiar su destino?

― Tendrías que estudiar mucho y conseguir que tu padre no te casase con nadie ―se detuvo. Aquello no tenía sentido―. De todos modos, no soy yo quien se debe casar con el tal Tito.

― Sí. Tú podrías soportarlo mejor que yo ―sonrió Carmine, apesadumbrada. La idea de que un hombre la tocase de forma sexual le repugnaba. Pero Dios los había creado hombre y mujer. Aquello era lo correcto y no sus inclinaciones antinaturales hacia las mujeres.

― Muchas mujeres tienen amantes ―continuó Mariana―. Aunque no las decentes, claro ―se apresuró a añadir―. Por supuesto, yo estoy en contra de la infidelidad. Pero también lo estoy del matrimonio sin amor, de lo matrimonios por conveniencia que tanto se estilan en nuestra sociedad.

― Ya ―Carmine a penas la escuchaba. Su mente había quedado atrapada en la telaraña de una idea: Si fuera Marianna la prometida con el vizconde y no ella, no tendría que sentir el horror de ser su esposa. No tendría que sentir un pene invadiendo sus sagradas entrañas―. Desearía que mi aspecto repugnara tanto al vizconde como a mi el suyo...

― Imposible. Tú eres preciosa ―dijo acariciando su rostro angelical.

― Podría dejar de serlo ―era una idea alocada. Pero era la mejor que tenía.

― ¿Insinuás que pretendes hacerte daño?

― Tú me seguirías queriendo, ¿no es así?

― Claro ―contestó Marianna de inmediato―. Pero no sé si podría dejarte llegar a esos extremos.

― Hace una hora hablabas de matar a mi prometido.

― Eso es distinto ―repuso ofendida―. Él es un indeseable. Un tipejo que ha comprado tu mano, sin tener en cuenta tus sentimientos.

― ¿Mis sentimientos? ―Su propio padre no había reparado en ellos. ¿Por qué iba a hacerlo entonces un completo desconocido?

― No temas ―la consoló Marianna― Yo velo por ti.

Aquello asustó a Carmine. Marianna no tenía mesura. Pero también la reconfortó. Había alguien a quién sí le importaba.