Suspiros de Azúcar (09: Amantes de escuela)
Tras unas estresantes Navidades con la familia, el profesor Bartichiotto regresa a su trabajo, deseoso de reencontrarse con su alumna y amante, Verónica...
NOTA: Aunque pertenecientes a una misma saga, los relatos de Suspiros de Azúcar pueden leerse de forma independiente, ya que cada uno aborda una temática distinta.
...
El profesor Rodolfo Bartichiotto descendió del carruaje con sumo cuidado. El suelo estaba muy resbaladizo a causa de la reciente helada. Había pasado unos días terribles, en la cercana ciudad de Conegliano, con su familia y estaba deseando regresar a la agradable rutina de la Escuela para Jóvenes Damas de Santa Corona.
Su madre había vuelto a mortificare con el hecho de que aún no había encontrado una buena esposa. ¡Ya tenía 36 años! A ese paso acabaría sus días solo y, peor aún, sin dejar descendencia.
La anciana mujer se había pasado las Navidades organizando encuentros para su hijo con damas decentes. En opinión de Rodolfo, aquello sólo significaba que se trataba de señoras aburridas y sin personalidad, demasiado beatas para su gusto. Muchas de ellas le habían parecido bastante cultas. Una cualidad nada despreciable para el maestro. Pero, a pesar su clase e inteligencia, aquellas mujeres le sabía a... poco.
Estaba a gusto con su soltería. Su vida era agradable, centrada únicamente en las escasas exigencias de su trabajo. A demás, no le faltaban diversiones. Actualmente, mantenía una relación de lo más excitante con una de sus alumnas. Una joven realmente hermosa. Exuberante. De generosos pechos, brillantes ojos verdes y bellísima melena azabache. Una indecente niña de 15 años, a la que ni siquiera había desflorado él. ¡Dios, cómo deseaba estrecharla entre sus brazos!
― Ya pensábamos que no llegaría a tiempo para el inicio de las clases ―lo saludó la directora del Santa Corona, la señorita Regina Mattia, una mujer adusta y severa.
― Ha sido por la nevada ―se excusó Rodolfo, disgustado por el recibimiento.
En el interior de la escuela hacía calor. Las chimeneas estaban todas encendidas. Las alumnas caminaban en pequeños grupos por los pasillos, embutidas en sus largos uniformes grises.
El dormitorio del profesor Bartichiotto se encontraba en el mismo estado en el que lo había abandonado días atrás, sólo que más limpio. Dejó el morral sobre la cama, descorrió las cortinas y se miró en el espejo del lavabo. Estaba demacrado por el largo viaje. Vertió agua limpia de la jarra sobre la jofaina y se aseó. La barba incipiente le daba un aspecto informal, bastante atractivo. Pero sabía que recibiría un severo rapapolvo por parte de la estricta directora si no se afeitaba de inmediato. Se enjabonó la mandíbula, cogió su navaja y procedió al rasurado con destreza profesional. En el último momento decidió dejar el bigote, así como algo de barbita. A Verónica le gustaba el vello facial en el hombre, le parecía un rasgo muy masculino. Y a él le encantaba complacer sus caprichos, tanto como le fuese posible. Además, aquel corte le ayudaba a disimular su ligera papada.
Rodolfo era un hombre alto y robusto. Grande. Tenía buenas carnes, como solía decir su madre, pero no estaba excesivamente obeso. Gozaba de agilidad y mucha energía. Era muy vital. Muy... activo. Tenía los ojos castaños y una buena mata de pelo moreno sobre la cabeza. Cabellos ondulados, ni muy corto, ni muy largo. También era bastante velludo en el pecho y en sus pobladas cejas. Un hombre viril, desde luego.
Se sentía en la flor de la vida. Era feliz.
Sonrió a su reflejo, seductor. Su perfecta dentadura resplandeció a la luz del ocaso.
Se deshizo de la larga casaca azul, que aún llevaba arremangada tras el acicalamiento. Así cómo de los zapatos y las medias calzas. Quedando sólo con el chaleco marfil y el calzón de tafetán añil. Pronto se desvestiría por entero, listo para descansar.
Toc, toc, toc. Alguien llamaba a su puerta desde el exterior.
El profesor Bartichiotto se dispuso a abrir. Primero sólo una rendija, para ver de quién se trataba. Luego, por entero, dejando paso a la doncella que había al otro lado del umbral.
No reconoció a la muchacha como una de las sirvientas habituales que atendían al claustro. No vio su rostro. Tenía la cabeza gacha, como era costumbre, y llevaba la melena recogida con un pañuelo blanco a modo tocado. Las largas faldas marrones barrían el suelo con el bamboleo de su caminar. Cuando estuvo en el interior, la joven cerró la puerta.
― Me disponía a retirarme... ―comenzó a decir Rodolfo con educación, hasta que de pronto la chica alzó la cabeza. Dos preciosas esmeraldas lo observaban divertidas. Una pícara sonrisa se dibujo en los carnosos labios de la doncella―. Tú.
Verónica lo envolvió con sus brazos, fuertemente.
El maestro pudo disfrutar del delicioso aroma de su pelo, aún cubierto por la cofia de lino.
La joven se apartó de él unos centímetros, contemplándolo con adoración.
― Te he echado de menos ―dijeron al unísono, rompiendo en carcajadas.
Rodolfo acarició el delicado cuello de la chica y besó su boca, apasionado. Aquella calidez lo hizo estremecer. Verónica siempre conseguía encenderle con su mera presencia.
― Pero, dime, ¿cómo has llegado hasta aquí? El acceso a este ala del Edificio Residencial no está a disposición del alumnado. ¿Cómo has conseguido la llave? ¿Cómo has entrado?
― ¿No es evidente? He entrado por la puerta del servicio, cielo ―suspiró, pasando sus dedos de forma distraída por el dorado bordado del chaleco marfil de Rodolfo.
― No me puedo creer que un simple disfraz haya servido para para engañar a la señorita Mattia.
― Pues créelo ―sonrió espléndida. Con desparpajo dio una vuelta, para que el profesor pudiese admirar su vulgar atuendo―. ¿Te gusta?
― No sé qué decir ―titubeó. Las mujeres eran muy suyas para esas cosas.
― Pues, a mi no ―respondió ella, en su lugar―. La tela es espantosa. Estoy deseando desnudarme ―Y, de un empujón, postró al profesor sobre su lecho.
Verónica se colocó entre sus piernas y comenzó a desabrocharse el corpiño, liberando sus generosos pechos en las narices del maestro. Éste arrojó la tela al suelo y comenzó a lamer los pequeños pezones con ansia. Hambriento, devoraba sus senos con excesiva fuerza. Aquello a Verónica le encantaba. Bartichiotto era un animal salvaje y como tal fornicaba.
Se deshicieron, entre besos, mordiscos y violentas caricias, de lo que les quedaba de ropa. Quedando desnudos, uno frente al otro.
Verónica pasó sus dedos por los rizados cabellos del pecho del profesor y tiró de ellos con fuerza. Rodolfo contuvo un gemido de dolor y la trajo hacia si, para continuar sobando el perfecto cuerpo de la muchacha.
Era delgada, pero con carne allí donde importaba. Tenía unas piernas firmes, unos glúteos redonditos y respingones muy, muy apetecibles.
― ¡Ay! ―La azotó.
― Tienes un culo increíble, pequeña ―gruñó, como una bestia, abriendo sus nalgas y acariciando su ano.
― Ahí no ―protestó ella. Era algo que ambos deseaban desde hacía tiempo. Pero Verónica tenía miedo.
― Tranquila ―susurró él con ternura, apartando sus manos―. Jamás te haré nada que tú no quieras.
Aquello desanimó un poco a la chica. En el fondo le excitaba mucho que la forzase. Sentía deseos de dominación cuando se encontraba con un amante sumiso. Pero con Bartichiotto... Le encantaba su fiereza. Su fuerza. Deseaba que la poseyera por completo, que la dominase.
Pero el profesor era demasiado bueno. Dócil y salvaje al mismo tiempo. Como un perro bien entrenado que sólo muerde cuando se le ordena. De hecho, a Verónica le había costado bastante tiempo seducirlo. Su ética le impedía aprovecharse de una alumna.
― Sodomízame ―pidió, volteándose, ofreciendo su minúsculo orificio.
― No ―repuso Rodolfo contrariado. Aquella práctica iba contra toda regla sagrada. La Biblia se mostraba bien clara al respecto. No podía, no debía... ¡Oh, Dios! Lo deseaba desde lo más profundo de sus entrañas.
― No pasa nada ―dijo ella, liberándolo de toda duda―. Quiero hacerlo.
― ¿Estás segura?
― Claro ―sonrió.
Rodolfo le agarró con fuerza de las caderas, acercando el sexo de la chica hasta su boca. Ella estaba doblada por la cintura, con sus agujeros completamente a disposición del maestro.
― Qué rico hueles ―bramó, inhalando el aroma de su néctar. Su coño, completamente rasurado, estaba empapado―. Joder, sí que lo deseas ―Y con una única y larga lengüetada paso sus jugos de su raja a su culo.
No sin cierto reparo, el profesor Bartichiotto introdujo su lengua en el ano de la muchacha. Del gusto, las piernas de Verónica perdieron su estabilidad. Pero él logró agarrarla a tiempo y colocar su cálido cuerpo sobre el lecho.
― No sé si podré contenerme ―suspiró la chica. Era probable que durante la penetración gritase. Y entonces, serían descubiertos por los profesores de las habitaciones contiguas y todo habría acabado para ellos―. Amordázame ―rogó, recostada en la cama, mesándose un mechón caoba, en gesto infantil.
― ¿Lo dices en serio?
― ¿Porqué iba a bromear?
Rodolfo se levantó de un salto, caminó hasta su mesilla, encendió el candil, y buscó entre sus cosas uno de sus elegantes pañuelos de seda bordada. Luego, se tumbó a espaldas de la chica y la jaló del pelo.
― Eres toda una tentación ―le susurró al oído, mientras mordisqueaba el cartílago de su oreja.
― Soy una ramera gratuita ―rió ella―. Una putita a su plena disposición, maestro.
El profesor, sumamente excitado por las palabras de la chica, introdujo sus dedos en el interior de la húmeda cavidad de su alumna.
― Ah.
― No gimas tan fuerte, pequeña ―ordenó, moviendo sus dedos rechonchos a mayor velocidad.
― El... el pañuelo. No puedo, no... ah. ¡Ah! ―Antes de que pudiese llegar al máximo goce, Rodolfo saco la mano de su entrepierna― Por favor, fóllame ―suplicó. Cuando había placer de por medio, Verónica perdía el orgullo. La lujuria se apoderaba de todo su ser.
― Tranquila, querida. En seguida te relleno el ojete.
Los ojos de Verónica se abrieron de par en par. Rodolfo vio miedo en ellos, pero también deseo.
Le colocó la mordaza con cuidado de no enredar el nudo en los cuidados cabellos de sus amante. Verónica era muy coqueta. Una cosa era trajinársela como a una cualquiera y otra, muy distinta, malograr su impecable y cuidado aspecto.
― ¿Estás bien?
Ella asintió.
Deseosa de ser penetrada, se colocó a cuatro patas. Se sentía como una perra callejera. Y le encantaba fornicar de ese modo.
― Quieres que te dé ¿eh? ―Rodolfo palmeó su trasero como si se tratase del de un animal―. ¡Dios, qué guarra eres!
Ella sonrió bajo la seda roja, feliz con el trato recibido.
Bartichiotto se colocó tras ella, de rodillas sobre el colchón de plumas.
― Primero voy a darte por ese coño vicioso que tienes ―le advirtió. Quería que se relajara. Si no, no habría manera de hacerlo. El ano de la chica era un orificio realmente estrecho. Necesitaba que se dilatase.
Comenzó a embestirla con fuertes sacudidas. Masajeándo sus nalgas, azotando la blanca piel, de vez en cuando. Su verga no era muy larga, pero sí bastante ancha. Verónica la gozaba, en forzado silencio.
Poco a poco, Rodolfo fue acercando sus manos hacia el pequeño agujero de su alumna. Aquella zona estaba muy mojada, a causa de las segregaciones de su sexo. Con los dedos bien húmedos por los jugos de la joven, comenzó a abrir el delicado orificio. Primero introdujo uno, no sin cierta dificultad. El interior de la chica allí era suave y muy prieto. Notaba su miembro al otro lado de la íntima pared de Verónica. Era una sensación bastante rara. Pero no le disgustó.
Luego, trató de meter un segundo dedo, ensanchando más y más el agujero. La chica comenzó a sacudirse. Rodolfo no sabía si de dolor o de placer. Pero esperaba que fuese de placer, ya que no estaba dispuesto a parar.
Sacó su garrote palpitante del interior de Verónica, chorreando de néctar de mujer. Y, con un solo movimiento y la ayuda de sus manos, lo introdujo hasta el fondo de aquel virginal trasero.
Ella se estiró al máximo, como tratando de escapar, pero sin llegar a separar su tierno culito del miembro de Rodolfo.
El maestro comentó a montar a su alumna de nuevo.
Verónica sentía, excitada, el grueso vello púbico de Rodolfo rozándole las nalgas, haciéndole cosquillas. Así como sus testículos golpeando, empapados, en sus labios inferiores. ¡Dios, qué sensación! A penas podía contenerse. Comenzó a acariciar su entrepierna, poseída por el placer.
La seda, empapada en saliva, a penas conseguía silenciar sus gritos. Rodolfo la cogió del pello y ella comenzó a jadear como una animal salvaje. El brusco tirón debería haberle hecho daño, pero a penas lo sintió sumida entre tanta satisfacción.
― Te lo voy a echar todo, perrita ―gruñó el corpulento profesor, antes de dejar que su verga explotase en una riada de espeso semen.
Cuando terminó, dejó que Verónica se desplomase sobre el lecho, agotada. Él se quedó parado, contemplando como su semilla escapaba del interior de la muchacha y empapaba la fea colcha marrón.
Verónica se deshizo de la mordaza.
― Ah, ah, ah ―respiraba llena de agitación, tras el inmenso placer. Tiró la seda roja al suelo, junto con sus vestiduras de doncella y se incorporó. A cuatro paras, se arrastro por la cama hasta su maestro, y procedió a lamer los restos de semen que habían quedado en su miembro.
― No tienes por qué hacer esto ―dijo él, sintiendo un arrebato de culpabilidad.
― Ya, pero me encanta ―Verónica lamia con vehemencia aquel trozo de carne, aún duro, tras el coito. Estaba delicioso. Delicioso.
― ¿Cómo se puede tener tanto vicio? ―preguntó el maestro, viéndola disfrutar.
― No lo sé ―comentó ella, sofocada―. Dímelo tú, Rodolfo. Tú eres el profesor.