Suspiros de Azúcar (08: Mortificación)

Carmine no entiende cómo su mente se ha podido volver tan calenturienta y depravada como para sentir deseos de otras mujeres. A modo de expiación, exigirá a su amante, Marianna, que le aplique un severo correctivo...

NOTA: Aunque pertenecientes a una misma saga, los relatos de Suspiros de Azúcar pueden leerse de forma independiente, ya que cada uno aborda una temática distinta.

...

Carmine rezaba en silencio, apoyada en uno de los modestos reclinatorios de la pequeña capilla de la Escuela para Jóvenes Damas de Santa Corona. No estaba sola, Sabrina Divella oraba a su lado.

Ambas muchachas eran extremadamente pías. Amaban a Dios sobre todas las cosas, como ordenaban los mandamientos. Eran obedientes y serviciales, amen de buenas estudiantes, incapaces de cometer falta alguna.

Sabrina era, además, una joven muy estricta y severa, tanto con ella misma como con los demás. Lucía una larga y ondulada melena azabache, que contrastaba a la perfección con su blanquísima piel. Sus ojos eran grandes y marrones. Era sencilla, pero bonita. Un poco menuda, quizás, aunque no de forma exagerada.

Carmine la miraba de reojo, entre plegaria y plegaria. Parecía anonadada con las anchas caderas de la muchacha... Cerró los ojos y rezó con más intensidad.

― Ave Maria, gratia plena ―susurraba con fervor―, Dominus tecum ―Debía expiar sus pecados―; benedicta tu in mulieribus ―Debía alejarse de la tentación―, et benedictus fructus ventris tui Iesus...

― Por favor, ¿podrías orar en silencio? ―dijo de pronto su beata compañera, con voz autoritaria―. Es que no puedo concentrarme en mis propios salmos.

― Sí ―respondió ella al instante, abochornada― Lo siento.

Carmine hizo una reverencia y se alejó de allí, no sin antes santiguarse.

¿Cómo había llegado a aquella situación?

Ideas lujuriosas parecían dominar sus pensamientos a todas horas. El deseo que sentía era tan fuerte que había minado por completo su capacidad de concentración. Mirase donde mirase, veía sexo. Cualquier forma redondeada le recordaba a las nalgas de Mariana, o a sus inmensos senos. Cualquier rajita en la tierra, cualquier grieta en la pared, le traía a la memoria el cálido agujero de su amante.

Tenía continuos deseos de acariciarse.

Estaba obsesionada. Enferma.

Al principio, rezaba por su alma pecaminosa una y otra vez. Repetía las oraciones en busca de paz. Ahora, no podía permanecer ni una hora en la capilla sin comenzar a imaginar al resto de sus compañeras desnudas.

Tenía que parar aquello, o ardería en el infierno, sin remedio.

Corrió a la habitación que compartía con Marianna, en busca de un merecido castigo. Sabía que tarde o temprano debería confesar aquellos pecados a un miembro del clero, pero sentía tanta vergüenza que, de momento, se conformaba con revelárselos a su compañera.

Su amiga se encontraba inmersa en sus labores de costura. Sentada en el lecho, los lisos cabellos castaños le caían sobre sus ojos grises, mientras cosía concentrada. Cuando se percató de la presencia de Carmine, dejó a un lado el bastidor de bordado, las agujas y los hilos y se dirigió, contenta, hacia su amada.

― Qué pronto has regresado ―La besó con ternura en los labios―. ¿Qué tal tus oraciones? ¿Ya te sientes mejor? ―Odiaba que su compañera viese la relación que mantenían como un pecado. Ella estaba segura de que habiendo amor, Dios tenía que aprobarlo. Que era la sociedad, y no su Señor, quien las mal juzgaba. Porque Cristo veía en los corazones. Y en sus corazones solo había amor.

Se sintió muy cursi por pensar aquellas cosas. Pero ella era así. Por muy depravadas que parecieran sus acciones, su corazón era como el de una niña ilusionada. Tenía la cabeza llena de príncipes y princesas. De amores imposibles, como el que ahora vivía.

Algo iba mal. Carmine estaba muy callada.

― ¿Ocurre algo?

― Estoy empeorando ―respondió, recostándose sobre su propia cama―. Mi lujuria está descontrolada. ¡No he podido completar mis salmos! ―Sus ojos verde-miel dejaron que las lágrimas corrieran libres por sus blancas mejillas―. No sé... Sniff. No sé que voy a hacer ahora. ¿Qué va a ser de mi?

― Carmine, cálmate. Por favor ―Mariana se sentó a su lado―. Dime qué es lo que te a turbado así, y encontraremos una solución.

― No hay solución. Estoy condenada ―murmuró con voz distante, sintiendo ya sobre su piel las abrasadoras llamas del infierno.

Entre sollozos, Carmine consiguió contarle a su amante los temores que la acechaban. Le gritó por ser la culpable del inicio de su decadencia. Y luego le suplicó perdón, por que ella era la única en el mundo capaz de apaciguar sus ansias. Carmine estaba muy confusa. Lloraba y golpeaba el colchón con sus puños llena de ira, desesperada.

Mariana sintió por un instante que en verdad sus acciones estaban siendo castigada por una entidad superior. No era la primera vez que una de sus amigas se derrumbaba, por tener en su interior deseos considerados contra natura.

No. Ella no podía desfallecer. Haría que Carmine se sintiera mejor. Y el mejor método que conocía era la mortificación. No entendía el porqué, pero verse castigada por sus acciones, aliviaba el sufrimiento de su amada. Conocía el hecho de que, en algunas órdenes religiosas, sus miembros practicaban la autoflagelación como medio de expiación.

A falta de cilicio; las dos muchachas habían ingeniado uno casero, hecho con una gruesa tira de esparto, en la que habían incrustado algunos espinos. Marianna había insistido, hasta salirse con la suya, en recortar las puntas de los espinos, para que estos no penetrasen demasiado en la delicada piel de su querida Carmine.

La beata joven se desnudó por completo y procedió a arrodillarse frente al Cristo que colgaba en la pared de su dormitorio. Había rociado sal gorda sobre el suelo, para que su padecimiento fuera mayor.

Se santiguó ante la cruz y levantó sus brazos, para que Marianna pudiera atar el rudimentario cilicio al rededor de su esbelta cintura.

― Más fuerte ―pidió, al ver que su compañera dejaba demasiada separación entre la piel y el esparto. Sabía que Marianna no quería herirla y que estaba en contra de aquellas prácticas que no entendía. Pero ella necesitaba sentirse castigada. Sentir que estaba pagando por sus impúdicos deseos―. Ah ―gimió cuando Marianna apretó las tiras que sobresalían en los extremos de la terrible faja―. Un poco más ―rogó, aguantándose las ganas de gritar. Las duras fibras silvestres se le clavaban en la piel de forma dolorosa. El más mínimo movimiento de caderas provocaba que la fricción le resultara casi insoportable. Pero aguantó como una jabata―. “Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” ―Las palabras de san Pablo le dieron fuerzas―. Ahora el yute.

Marianna sacó de un cajón de la mesilla de su compañera un largo pedazo de arpillera, extraída, con toda seguridad, de algún saco viejo. La enrolló con fuerza al rededor de los modestos, pero hermosísimos, senos de su amiga. Aquello no le dolería. El objetivo de aquel rudo tejido era más molestar que dañar. Sabían que Juan el Bautista llevaba una vestimenta urdida con pelo de camello y que en el Nuevo Testamento se recogía a menudo el uso de aquella tosca tela como símbolo de luto y penitencia. La aspillera le provocaría a Carmine un fuerte escozor. Pero ella así lo quería.

Mariana se dispuso a atar los brazos de la muchacha, unidos por encima del oprimido pecho, como si rezase, con sus dedos entrelazados. La cuerda de cáñamo le dejaría algunas marcas, pero confiaba en que las largas mangas del uniforme las ocultasen.

― ¿Estás bien? ―preguntó Mariana, intranquila. Todavía no habían llegado a lo peor.

― Sí. Procede.

La joven tomó, entonces, la disciplina, una especie de látigo, también de esparto,  y se dispuso a flagelar las indefensas y blancas nalgas de su amada.

― Padre nuestro ―comenzó a orar Carmine.

― Uno ―contó Marianna.

―... que estás en el cielo.

― Dos.

― Santificado sea tu nombre.

― Tres.

― Venga a nosotros tu reino.

― Cuatro.

― ¡Ah! ―gritó.

― Cinco.

― Hágase tu voluntad ―Sus lindos ojos verdes se inundaron de lágrimas.

― Seis ―Marianna sabía que, pasara la que pasase,  no debía parar.

― Así... así en el cielo cómo en la tierra.

― Siete.

― Danos hoy ―No podía más―. Danos hoy nuestro pan...

― Ocho.

― Nuestro pan de cada día.

― Nueve.

― Perdonanos. Perdona nuestras ofensas ―El llanto le era incontrolable―. Sniff.

― Diez ―Marianna moría de interna angustia.

― Como también ―la voz se le quebraba―. Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.

― Once.

― No nos dejes caer ―Se estaba derrumbando.

― Doce.

― No nos dejes caer en la tentación.

― Trece.

― No... no nos dejes caer en la tentación ―repitió, llorando a lágrima viva.

― Catorce.

― Y libramos del mal. Amén ―dijo rápidamente, tratando de evitar un último en insoportable golpe. No obstante, fue en vano.

― Quince ―terminó Marianna, orgullosa por haberse mantenido entera, hasta el final. Aquello había sido casi tan duro para ella como para su amada. ¿Y pensar que todo comenzó con pequeños castigos inocentes? La cosa se había descontrolado. Carmine parecía no encontrar límite para sus mortificaciones físicas. ¿Hasta dónde le obligaría a llegar su amiga?―. Ya hemos acabado ―Las nalgas de su compañera estaban completamente rojas, marcadas con multitud de laceraciones, algunas de ellas, sangrantes. Intentó ayudarla a ponerse en pié. Pero Carmine se resistió.

― Aún no ―Su cara estaba contraída en una horrible mueca de dolor. Las lágrimas surcaban sus mejillas, sonrosadas por el esfuerzo. De su nariz colgaban cristalinas mucosidades que se perdían en la comisura de su boca―. Aún queda el vinagre.

― Te lo aplicaré en cuanto te tumbes sobre la cama ―La voz de Marianna no admitía discusiones. Sabía que su amada quería quedarse con las rodillas sobre la sal el máximo tiempo que le fuera posible. Pero ella no estaba dispuesta a prolongar más su agonía.

Poco a poco, consiguió levantar a Carmine del suelo. Estaba entumecida, sudada y agotada. Extrañamente, eso excitó mucho a Marianna.

Tumbó el afligido de cuerpo de su compañera sobre el lecho y la obligó a colocarse bocabajo. Aún llevaba los brazos atados. Aún tenía el busto oprimido por la faja de yute. Al recostarse, el cinturón de espino se le clavó aún más en el abdomen. Pero, nada de eso importaba. Lo primero era curar las llagas producidas por el látigo de esparto.

¡El vinagre escocía como mil demonios! Marianna se lo administraba a través de un sencillo paño de cocina. Una vez superada la quemazón inicial, Carmine pudo relajarse y dejarse hacer, sumisa. En paz.

Se quedó dormida. Aún en aquella incómoda postura, se quedó dormida.

Marianna, una vez se hubo ocupado de sus heridas, la liberó del rústico cilicio y de las ligaduras que mantenían unidos sus brazos. Por orden expresa de Carmine, le dejó puesta la aspillera. Aún la llevaría por unos días, bajo el corpiño del gris uniforme escolar.

Esperaba que con todo aquello fuera suficiente. No sabía si la próxima vez sería capaz de torturar así a su niña amada. ¡La quería demasiado para todo aquello!

― Tu también eres bastante tonta ―murmuró, apartando los rubios mechones de la cara de su desfallecida compañera, para luego besar con ternura la frente perlada por el sudor.