Suspiros de Azúcar (07: Ni frío ni calor)

Dona, cansada de ver cómo Laura experimenta con el sexo, decide ir en busca de la muchacha que fue su primer amor...

NOTA: Aunque pertenecientes a una misma saga, los relatos de Suspiros de Azúcar pueden leerse de forma independiente, ya que cada uno aborda una temática distinta.

...

― No se puede vivir solo por y para el placer ―declaró Dona cansada de ver como su compañera de habitación lamía el miembro de Orazio, el chico-para-todo de la Escuela para Jóvenes Damas de Santa Corona.

― ¿Cómo puedes ser precisamente tú quien diga una cosa así? ―se sorprendió Laura, separando sus labios de la verga del muchacho.

― ¡¿Cómo que precisamente yo?! ―exclamó ofendida―. Puede que no lo sepas, pero no soy sólo una come-almejas depravada. Yo creo en el amor.

Laura se carcajeó de sus palabras. El amor. ¿Acaso conocía Dona Gillespie el significado de aquella palabra? La menuda inglesa era una preciosa muñeca de larguísimos y ondulados cabellos castaños. Tenía unos ojos enormes e infantiles, de un fascinante color miel. Pero, bajo ese aspecto dulce y encantador, se escondía un alma retorcida que disfrutaba de los pecados de la carne. Dona había sido su primer amante, y la había forzado para ello. Sabía que su compañera la quería mucho. Muchísimo. Pero el amor... Eso eran palabras mayores.

Laura se incorporó entre risas. Ninguna de las dos sabía lo que era amar a otra persona. Estaba segura. Ella amaba la música. Eso sí era real. Cuando tocaba el clavicordio se sentía poseída del espíritu de la composición. Todo su cuerpo vibraba. Su corazón era uno con la sinfonía. Eso sí era amor. Y no lo que hacían ellas dos por las noches, a oscuras. Eso era, única y exclusivamente, vicio.

― Si tienes envidia de lo que hago con Orazio, puedes unirte a nosotros ―se limitó a decir, volviendo a sus quehaceres, mamando con ansia el largo ariete.

― ¿Y tú? ¿No tienes nada que decir? ―Dona se dirigía ahora, malhumorada al muchacho, golpeando repetidas veces el hombro desnudo con el dorso de su pequeña mano―. ¿Es que ya no trabajas nunca?

― Don... ¡Ah! Don Matteo ha... Ah, ah, ah. Ha ido al pueblo ―consiguió responder entre jadeos―. Y con esta... esta ―tragó saliva―. Con esta lluvia no hay ¡Ay! No hay nada que yo pueda hacer, de momento.

― Nada que tú puedas hacer. Ya veo.

Orazio temía, y con motivos, a Dona. La señorita Gillespie casi nunca hablaba con él directamente y, si no tenía más remedio que hacerlo, siempre le trataba con dureza. El joven aprendiz de conserje desconocía el porqué de su antipatía. Pero estaba seguro de que ella le odiaba.

Laura y Verónica, las dos alumnas que lo usaban como mero objeto sexual, le habían asegurado que la pequeña muchacha inglesa jamás les delataría. Pero si lo hacía, sería él quien perdería el empleo y, en consecuencia, el único hogar que había conocido en los últimos diez años. Sabía que él no era nada para aquellas damas de alcurnia. Que lo utilizaban como a un pedazo de carne. Que eran ellas quienes abusaban de él. Y que, aún así, sería él quien pagase las consecuencias de sus acciones si todo salía a la luz.

Rezaba todo los días para que la señorita Gillespie no dijera nada. Por poder continuar en aquella situación todo el tiempo que le fuera posible. Porque Orazio amaba su vida actual. Dos hermosas mujeres, quizá las mas bonitas del colegio, le empleaban para su placer y disfrute. Y eso le encantaba.

― No. Yo no... ¡Ah! No puedo hacer nada, señorita ―resollaba suplicante.

Dona lo miró asqueada. No comprendía qué veían sus compañeras en él. Un hombre. El ser más vulgar y despreciable que Dios había creado. Un animal salvaje con la capacidad de quejarse mentir, lloriquear y, por encima de todo, creerse “superior”. Los hombres vivían sus vidas centrados en sus propios penes. Y, aún así, gobernaban el mundo. Dona no los soportaba. A veces sentía compasión por alguno, como por su padre, un ser débil y estúpido, incapaz de ver lo que sucedía a su alrededor... Pero sobre todo, sentía pena por las mujeres. Sentía pena y rabia. Porque ninguna parecía darse cuenta de que no necesitaban un falo para ser felices. No necesitaban ni al miembro ni al animal que había pegado a el.

Por su puesto, también era consciente de que su semilla sí era de utilidad. No entendía muy bien el porqué, pero lo sabía. Dios era un idiota. Obligar a dos seres tan distintos a permanecer unidos para crear vida. ¡Qué absurdez!

Dona apartó los ojos de la vomitiva escena y se dispuso a salir de su dormitorio.

― ¿A onde vaz? ―la boca de Laura seguía ocupada. Orazio dio un respingo al sentir el cosquilleo de la vibración producida por las cuerdas bocales de la chica.

― Voy ha seguir tu consejo.

Laura se volvió, sorprendida.

― ¿Te vas a unir a nosotros?

― ¡No! ―Dona quería alejarse de allí. Ya―. Me voy a hablar con Marianna. Me dijiste que no te molestaba que volviera a intentarlo con ella.

― ¿Marianna? ―Orazio sabía que no tenía permiso de hablar, a menos que le preguntaran o se lo ordenasen de manera directa. Pero él y Marianna habían sido algo así como novios durante años. ¿Qué iba a intentar la señorita Gillespie con el antiguo objeto de su adoración?

― Laura ―La ambarina mirada de la damita se tornó gélida como el hielo―, si no controlas a tu perro, puede que lo tenga que castrar.

Y con esas palabras Dona cerró, enérgicamente, la puerta tras de si.

Los pasillos del Edificio Residencial se encontraban completamente desiertos. El invierno se había apoderado del pequeño pueblo de Feltre, en la provincia veneciana de Belluno, y sus habitantes se afanaban en calentar sus cuerpos al fuego. Las chimeneas de la Escuela para Jóvenes Damas de Santa Corona no daban a basto. Sus alumnas se apiñaban en la Sala Común, al calor de la lumbre. El resto del edificio estaba casi vacío.

Carmine Giovanetti subió a su habitación, a toda prisa. Estaba helada. Pero no le apetecía resguardarse del frío con sus compañeras. Habían pasado ya tres meses desde su llegada al centro, y la única persona con la que le apetecía estar era con Marianna. Eso de hacer nuevos amigos no se le daba muy bien, pero Marianna había sido su compañera de ruejos toda la vida. Sus padres eran muy amigos, casi como hermanos. Y las dos niñas habían disfrutado de años y años de amistad.

En el corredor de la tercera planta, donde se hospedaban las alumnas de último año, Dona y Carmine se cruzaron, mirándose brevemente la una a la otra, y saludándose con cortesía.

― Buenas tardes, señorita Giovanetti.

― Muy buenas tardes, eh ―Carmine titubeó―, lady Gillespie.

― Oh, nada de lady, por favor ―Dona no aprobaba que se empleasen términos en inglés cuando la conversación se estaba desarrollando en otro idioma―. Aquí sólo señorita. Si no le importa.

― Claro, como guste ―Carmine se moría de ganas por llegar a su dormitorio.

― Esto... ¿hace mucho frío?

― Pues sí. Mucho ―Parecía que su pequeña compañera trataba de retenerla más de lo estrictamente cordial. ¿Es que a caso estaba interesada en entablar conversación? Carmine a penas la conocía. Parecía una chica muy educada y formal. Bueno, como casi todas allí. Que ella supiera, Dona Gillespie no tenía ningún talento en particular por el que destacara. Se la veía inteligente. Y  era bonita, desde luego. Pero de un modo demasiado infantil―. ¿Puedo ayudarte en algo?

― Bueno ―Dona dudó. No estaba muy segura de cómo abordar el tema. Carmine y Mariana compartían habitación, así que era una suerte haberse cruzado con la bella dama de Mantua―, me preguntaba si... ―No podía hacerlo―. Si se encuentra muy llena la Sala Común.

― Sí. Por eso voy a mi alcoba ―Carmine se dispuso a ponerse nuevamente en marcha.

― Entonces, Marianna... ¿La señorita Cannavaro y tú no nos acompañareis esta noche? ―Más o menos ya lo había dicho. Dona esperaba que la pregunta le hubiese quedado lo suficientemente trivial.

― Sí.

Dona maldijo su mala suerte, sin pronunciar palabra. No se atrevería a acercarse a ella con todas aquellas pequeñas cotillas pululando por ahí.

― Bueno, en realidad creo que Marianna aún se encuentra con el profesor Bartichiotto.

― ¿Y eso? ―Dona cargo su voz de fingida despreocupación, sintiendo un tremendo alivio.

― Don Rodolfo opina que Marianna no se esfuerza lo suficiente en sus clases.

― Oh. Entonces no es nada ―sonrió Dona aliviada. Al profesor Bartichiotto se le metían de vez en cuando ese tipo de ideas en la cabeza. No soportaba los cuchicheos, ni las interrupciones. Y Marianna era el tipo de alumna que no controlaba sus ganas de expresarse―. Bueno, no te entretengo más.

― Tranquila ―Carmine sentía que quizás no se había portado con su compañera cómo merecía―. Es que estoy algo destemplada. Y no veo el momento de liberarme de estas faldas mojadas y llenas de barro ―se excusó.

― No, si no pasa nada ―comenzó a descender por las escaleras―. Entiendo que quieras cambiarte. Nos vemos mañana.

― Ah, vale. Hasta mañana pues.

El edificio de la escuela estaba siendo adecentado por el servicio. Lia limpiaba los suelos de rodillas, frotando las huellas dejadas por las botas de las alumnas en el piso durante la jornada lectiva. Era el mejor momento para hacelo. Ya sólo quedaban algunos profesores en sus despachos.  Don Rodolfo Bartichiotto era uno de ellos.

― Repite la lección ―ordenó.

― ¿Otra vez? ―Marianna no podía más. Llevaba casi media hora arrodillada en el suelo. Sus doloridos brazos se mantenían a duras penas en cruz. Dos pesados libros tiraban de ellos hacia abajo. Y encima, el profesor no paraba de exigirle que repitiese la lección cada vez que se confundía en el más insignificante detalle.

― Seguiremos así hasta que lo digas del tirón.

― Por favor, profesor ―suplico la muchacha agotada―. No me obligue a empezar de nuevo ―Estaba muy cansada. Si continuaba en esa postura por más tiempo, pronto se dejaría llevar por las lágrimas.

A Rodolfo Bartichiotto aquello le excitaba muchísimo. Estar a solas con una alumna, siendo él la máxima autoridad. Pudiendo decidir los castigos a los que someter a la joven. Era delicioso y doloroso a la vez.

Aquella chica, con su redonda carita enrojecida y las extremidades temblando por el esfuerzo, con los enormes pechos subiendo y bajando en acelerada respiración, con la voz suplicante de quien implora clemencia, le hacía estremecer. Su miembro palpitante pugnaba por escapar de sus calzones. Quería tomarla allí mismo. Tirarla al suelo, liberar sus generosos senos de aquel ajustado corpiño, levantar su falda y embestirla una y otra vez. Deseaba oírla gritar de miedo y placer. Sabía que Marianna tenía una melodiosa voz. Y quería hacerla cantar...

Aquello era una idea muy tentadora que jamás llevaría a la realidad. Era un hombre bueno. O eso creía. A pesar de su mente calenturienta y de sus pecados, era un hombre bueno. Podía fantasear. Podía dejar que su cuerpo reaccionase ante semejante visión. Pero nunca, nunca haría daño a una alumna. No por el miedo a ser despedido. No por perder su merecido prestigio. No por el honor. Ni siquiera por Dios o por miedo al infierno. Simplemente, no podía hacer herir, de ninguna manera, a una inocente y dulce señorita como aquella.

― Está bien. Seguiremos en otro momento ―dijo por fin, desde la seguridad de su escritorio. No quería que la muchacha se percatara de su erección, así que decidió continuar sentado, saltándose su cortesía habitual―. Recoja sus libros y márchese, antes de que me arrepienta.

― Muchas gracias, profesor ―respondió la chica aliviada, obedeciendo al instante.

Al otro lado de la puerta, Dona esperaba con impaciencia. Cuando ésta se abrió, las palabras que con tanto esmero había preparado se evaporaron sin más al ver el sonriente rostro de su compañera, que salía presurosa de la estancia. Iba tan acelerada que por poco arrolla a la pequeña inglesa, sin pretenderlo.

― ¡Oh, Dona, lo siento mucho! ―dijo recuperando el aliento tras el sobresalto inicial―. No esperaba que hubiese nadie aquí afuera. ¿Vienes para hablar con el profesor Bartichiotto?

― No. Yo quería verte a ti ―La linda muñeca de bucles castaños bajó la mirada avergonzada. No era la primera vez que se encontraba en aquella situación. Había tratado de seducir a Mariana en varias ocasiones. Y siempre era lo mismo: Orazio por aquí, Orazio por allá. Su amiga tenía una insufrible obsesión por el aprendiz de conserje. Pero este año... ¡Esta vez tenía que ser distinta!

Ahora el muchacho pertenecía a su compañera de alcoba. Los coqueteos entre el chico-para-todo del Santa Corona y Marianna habían cesado. Era su oportunidad. Quizá su última oportunidad.

Caminaron por el pasillo, en silencio, durante un rato.

― ¿No vas a preguntarme qué es lo que quiero? ―inquirió Dona tras unos minutos de incómoda espera. Normalmente su amiga siempre era la primera en romper el silencio pero, últimamente, parecía encontrarse sumida en un estado de perpetua reflexión.

Marianna no quería preguntar. Tenía miedo de la respuesta que su compañera pudiese darle. Ya había pasado por aquello. Y era terrible. Ella quería a Dona. Durante un año entero fueron las mejores amigas del mundo. Y después... Después Dona lo estropeó todo. ¡No quería pasar por eso otra vez!

― He oído los rumores ―Marriana estaba decidida a detener aquello antes de que empezara―. Mirella le dijo a Paola que Vera aseguraba haberos visto a Laura y a ti demasiado “amigables”, en los jardines, este otoño.

― ¡¿Qué?! ―No podía ser verdad. Habían sido muy cuidadosas. ¡Por Dios, si Laura casi nunca dejaba que la tocase! Jamás tonteaban. Jamás. Tenían sexo únicamente en su habitación. Y siempre estaban atentas de no hacer demasiado ruido.

― No te preocupes. Nadie parece creer a Vera ―añadió la muchacha de lisos cabellos y tristes ojos grises, al ver la expresión de horror de su amiga―. Tu fama de retorcida conquistadora de célibes monjes es mucho más morbosa y útil para ellas, que el que puedas tontear o no con otra muchacha. A demás ―siguió, incapaz de detenerse a si misma―, Laura tiene una reputación intachable, y es admirada por todas. Nunca difundirían nada que pudiera afectarla.

― Ya, pero seguro que se ha dicho sobre mi que yazco con hombres y mujeres por igual, ¿no? ―sonrió Dona con pesar. Si Marianna estaba al corriente de semejantes habladurías, es que las palabras de Vera se habían extendido por todo el centro. Su amiga siempre era la última en enterarse de aquellas cosas. De todos modos, no le interesaban para nada ahora mismo los rumores que pudiesen circular sobre ella. Se sentía demasiado diminuta para soportar sola una carga tan grande de burlas y envidias. Su leyenda era mucho, mucho más grande que ella. No sabía cómo había empezado, ni porqué. Pero le afectaba, claro. De vez en cuando, alguien insinuaba algo demasiado cercano a la verdad y eso le traía recuerdo. Recuerdos amargos sobre Roma... ¡No! No podía caer en aquello. Tenía que volver a centrarse―. Sabes que es mentira, ¿no? ―dijo muy seria.

― A mi no me importa, de verdad ―Había llegado al punto que necesitaba para acabar con todo aquello. No podía dejárselo más claro―. Eres libre de...

― ¡No! ―gritó Dona de pronto―. No, no y no. No soy libre en absoluto.

El aire del exterior no era fío, si no gélido. El vapor manaba de las fosas nasales de la joven inglesa con celeridad. Su respiración estaba muy agitada. Quería llorar, pero no podía. Algo en su interior, había muerto hace tiempo.

Con determinación, apartó los pesados libros de las manos de Marianna, arrojándolos sobre los escalones de acceso al edificio. Esperaba que no hubiese nadie por los alrededores que pudiera percatarse de la escena. Pero, si lo había, ¿qué importaba ya? Las palabras de sus envidiosas compañeras ya no podían herirla. Las de su adorada Marianna, sí.

La empujó contra la pared de piedra con todas sus fuerzas. Dona era unos 15 cm más baja que su acompañante, y mucho más delgada. Marianna estaba ligeramente entradita en carnes: Buenas caderas, pechos voluminosos. Era muy bonita, aunque de un modo un tanto corriente. Le recordaba bastante a la Venus de Urbino o a las muchachas del Jardín de las Hespérides. Sólo que con lacios cabellos castaños y los senos mucho más sobresalientes.

A pesar de la diferencia de masas, Dona pudo con ella sin problemas. No opuso resistencia alguna. Mariana estaba muy sorprendida. Y no consiguió reaccionar a tiempo. No intentó liberarse de la presa de sus amiga, que empujaba sus muñecas sobre la pared de piedra rugosa. Se sentía triste y perdida. ¿Qué podía hacer? Otras veces se había desembarazado de su menuda compañera, regañándola por su brutal temperamento. Pero ahora... Se sentía muy cansada.

― No pretendo hacerte daño, Dona. De verdad ―comenzó a decir, sin atreverse a mirar aquellos enormes ojos color ámbar.

― Dime ―ordenó la otra chica, furiosa―, ¿qué excusa tienes ahora para rechazarme?

Marianna no contestó. Tenía la mirada baja, perdida en sus libros que habían quedado esparcidos en los peldaños de la entrada.

― ¡Respóndeme! ―chillo, con voz aguda e infantil―. Respóndeme ―Por fin, el dique se rompió. Dona dejó escapar el llanto que tanto tiempo llevaba reprimiendo. Las cálidas lágrimas le arañaban las pecosas mejillas, enrojecidas por el frío y la ira. Las fuerzas comenzaron a fallarle. Y cayó rendida al suelo, abrazando su propio pecho, mientras boqueaba desesperada, tratando de respirar.

Marianna se asustó muchísimo. No sabía cómo enfrentarse aquello. A pesar de su aspecto aniñado, siempre había considerado a Dona una muchacha muy fuerte y capaz. Incansable y decidida. Y, ahora, parecía estar ahogándose en su propia angustia. Una angustia que, sin querer, ella misma había provocado.

― Por favor, Dona, por favor ―suplicaba, arrodillada a su lado. Llorando ella también, la tomó entre sus brazos y la apretó contra su generoso pecho, acariciando sus sedosos bucles de forma amorosa―. Por favor, déjalo ya. Por favor ―repetía una y otra vez.

La nieve comenzó a envolverlas con su frío manto. Nadie vino a buscarlas. Nadie parecía haber escuchado sus gritos, sus lamentos. Sus sollozos se perdieron en el aire invernal. Estaban solas.

Dona parecía más tranquila. Mariana besó la frente de su amiga. Besó también sus mejillas y bebió sus lágrimas, esperando que aquello la hiciera reaccionar.

― Voy a estar sola para siempre ―dijo de pronto, a nadie en particular. Parecía ausente. Muy lejos de allí―. Ninguna mujer me amará jamás ―prosiguió, distante―. Seré una solterona solitaria, despreciada por todos.

― No, no es verdad.

― ¿Tan horrible soy? ―Quizá se merecía todo aquello―. Soy un monstruo, ¿no es así?

― No eres ningún monstruo, Dona ―susurró Mariana, tratando de consolarla―. Eres preciosa. Y buena. No hay nada horrible en ti.

― Sí. Sí que lo hay ―continuó martirizándose―. Soy una criatura depravada que no merece otra cosa más que desprecio.

― Eres una chica encantadora y...

― Y Dios me está castigando. Sí. Me está castigando por aborrecer su obra. Por ir contra natura. Por creerme igual, no, superior a los hombres ―Sentía cómo la oscuridad se apoderaba de ella―. Lilith. Debo ser descendiente de  Lilith y no de Eva ―Todos creían que era una especie de diablesa, y puede que tuviesen razón―. “Adán y Lilith nunca encontraron la paz juntos, pues cuando él quería acostarse con ella, Lilith se negaba ―recitó―. ¿Por qué he de recostarme debajo de ti?, preguntaba. Yo también fui hecha de polvo y, por consiguiente, soy tu igual...” ―Aquellas palabras siempre la hacían sentirse mejor. Hacían que su lucha tuviera sentido. “Creó, pues, Dios al hombre, a su imagen y semejanza, y los creó macho y hembra”, rezaba el Génesis Y, sin embargo, aquel era un mundo de hombres.

― Lilith ―repitió Marianna, sintiéndose absurda. ¿En verdad su amiga creía todas aquellas cosas? Se sentía culpable. Pues ella misma había alimentado, años atrás, las creencias de Dona sobre los textos judaicos de los Evangelios Apócrifos y los escritos del Yalqut Reubeni―. Lilith huyó al Mar Rojo y procreó con lascivos demonio cientos de lilims.

― Yo soy una lilim, pues. Mitad mujer y mitad demonio. Una aberración.

― ¡Tienes que dejar de decir esas cosas! ―La zarandeó, haciendo que parte de la capa de nieve que las cubría se desquebrajase y cayera. Marianna temía por su amiga. Dona parecía creer fervientemente en aquellas historias. Aquellas leyendas que les habían proporcionado horas de diversión cuando todavía eran unas niñas, en boca de la joven inglesa sonaban a blasfemia. A auténtica maldición.

― ¡Soy un demonio, soy-un-demonio, soyundemonio! ―gritaba enloquecida.

Mariana le cruzó la cara con un sonoro bofetón.

― Eres Dona Gillespie. Mi compañera y amiga ―dijo con calma.

La joven se acarició la dolorida mejilla. ¿Qué la estaba pasando? ¿Cómo había llegado a aquella lamentable situación? Lo único que quería era que una mujer la correspondiera. Amar y ser amada. Nada más. ¿Acaso era tan difícil?

Se había dejado llevar por la histeria y, ahora, se sentía ridícula y estúpida. El dolor había nublado su mente y la había convertido en un ser totalmente irracional.

Aquello no tenía sentido. Ella no era así.

Se levantó, tratando de conservar un mínimo de dignidad. Agradecida por la nevada. Agradecida por aquel frío tan desalentador. Agradecida por que nadie hubiese acudido a ver lo que allí ocurría. A ver cómo se degradaba a si misma.

― ¿Estás mejor?

― Sí, lo estoy ―dijo caminando en soledad hacia el Edificio Residencial.

Mariana corrió tras ella, aún preocupara.

― Espera, por favor.

Dona se debuto obediente. Deseaba oír lo que su amiga tuviese que decirle. Deseaba enfrentarse a una nueva dosis de dolor. Quizás así, el mundo le parecería real de nuevo.

― Quiero que sepas que te quiero.

―  Como amiga.

― Sí. Cómo amiga.

Dona sonrió, triste.

― Eres preciosa. Mucho más que yo ―continuó Marianna, sincera―. Y no entiendo cómo una chica como tú pierde el tiempo así conmigo...

― Vaya. Eso sí que es original ―la irrumpió, tratando de resultar irónica―. Sólo me gustaría saber una cosa.

― Dime.

― ¿Es porque no soy un hombre?

― ¿Qué? No. No, no se trata de eso en absoluto ―Si Dona supiera lo poco que le importaba aquella insignificancia...

― ¿Entonces? ―continuó inquisitiva―. Si crees que soy bonita, si te gusta mi forma de ser, si reconoces, incluso, que me quieres, ¿porqué no? ¿Porqué no me entregas tu corazón?

― Eres como una hermana para mi.

― ¿Eso es todo?

― Eso es todo ―mintió. Su corazón ya pertenecía a otra. Carmine, su amor, la aguardaba en el dormitorio que ambas compartían.