Suspiros de Azúcar (06: Vida desinhibida)
Laura es feliz. Disfruta del sexo con Dona, su compañera de habitación. Y ha perdonado a Verónica, su rival en el amor. Pero quiere más...
NOTA: Aunque pertenecientes a una misma saga, los relatos de Suspiros de Azúcar pueden leerse de forma independiente, ya que cada uno aborda una temática distinta.
...
Laura estaba radiante. Acababan de finalizar las clases del día en el Santa Corona, una distinguida escuela para doncellas de noble cuna, en la provincia veneciana de Belluno. Sus jóvenes alumnas, correteaban presurosas por los pasillos, entre murmullos y risas. Aquel día todas se paraban a felicitar a la joven teclista.
― ¡Has estado maravillosa! ―decían unas.
― Ha sido el mejor recital de clavicordio que hemos tenido jamás ―replicaban otras.
Todas querían agasajarla con alabanzas por su magnifica interpretación. Había tocado Württembergische, una preciosa sonata del compositor Carl Philipp Emanuel Bach. ¡Y había estado espléndida!
Ahora, caminaba henchida de orgullo hacia su dormitorio. Sus compañeras le suplicaban que se detuviera a hablar con ellas un rato, que fuese con las demás a la Sala Común. Todas deseaban alabar su talento. Pero Laura no quería detenerse. Denegaba todas las invitaciones con elegante cortesía. Dona la esperaba en la habitación que ambas compartían en el Edificio Residencial. La muchacha menuda y de aspecto infantil se había adelantado para evitar la avalancha de felicitaciones e ir preparando su propia celebración privada.
Laura tenía la certeza de que hoy iba a ser el mejor día de su vida, y no deseaba perder un solo minuto.
En la alcoba, Dona había corrido las sobrias cortinas y encendido los cirios. Había esparcido pétalos de flores sobre la colcha. Había lavado y perfumado su pequeño cuerpo adolescente, y recogido sus largos y ondulados cabellos castaños en una bonita trenza. Aguardaba impaciente a Laura, desnuda sobre la cama, sosteniendo entre sus manos dos copas de vino sacramental, robado directamente de la capilla de la escuela.
La bella teclista entró en el dormitorio con el corazón palpitante por la emoción. Sus largos y lisos cabellos de oro refulgían bajo la luz de las velas. Su nívea piel le concedía un aspecto angelical.
Laura caminó hacia el lecho, dejó ambas copas sobre una mesita y besó a Dona en los labios llena de ternura, agradecida por el gesto de su amiga.
― Te has tomado muchas molestias por mi ―susurró, abrazando con fuerza el cálido cuerpo de su compañera―. ¿No estarás intentando seducirme? ―sonrió, incorporándose.
― No hay de que ―se limitó a responder Dona, con cierto rubor.
La alta muchacha rubia comenzó a desvestirse con lentitud, para que su amante pudiese deleitarse con sus delicadas formas. Su cuerpo era delgado, de largas piernas y pequeños, pero perfectos, senos. Sobre su sexo resplandecían, escasos, dorados y lisos vellos. Su flor se veía magnífica, rosada y húmeda.
Sin poder contenerse por más tiempo, la pequeña Dona se abalanzó contra la entrepierna de su amiga y comenzó a lamer con ansia, agarrándose de las blancas nalgas de Laura para no caerse de la cama.
― Espera ―suspiró la joven, recostando a su compañera sobre el florido lecho.
Las dos muchachas comenzaron a besarse, a acariciar sus cuerpos, suaves e inmaculados. Dona liberó a Laura de las cintas de seda azul que adornaban sus cabellos, y los finos hilo de oro cayeron sobre ella como polvo de hada.
― Eres tan bonita ―murmuró agradecida la damita inglesa. Su amante era larga y liviana como una sílfide de los vientos. Su rostro afilado la observaba desde las alturas con fríos ojos color cielo.
Laura se limitó a sonreír. Dona era encantadora. A su lado se sentía admirada y querida. Sabía que su pequeña amante envidiaba su alta estatura, ya que ella era una muñeca de grandes ojos color miel y graciosas pecas sobre las mejillas sonrosadas, sin apenas pecho y caderas aún por formar.
La imagen general de la escena hizo que la teclista se sintiese un poco ridícula. Ella se encontraba sobre su pequeña amiga, como un monstruo hambriento que acabase de caer sobre su víctima.
― ¿De qué te ríes? ―preguntó Dona, desconcertada.
― Formamos una extraña pareja, ¿no crees?
― Sí. Una bonita parej... ―Laura acalló sus palabras con un apasionado beso.
Ambas tenían entrelazadas las piernas. Con sus sexos muy juntos. Rozándose. El corazón les latía con mucha fuerza, bajo sus cálidos pechos.
Laura comenzó a mover sus caderas con violentas embestidas, mordiendo el blanco cuello de Dona. Por su parte, la pequeña inglesa movía sus dedos, de forma rápida y sin pauta alguna, entre sus rajas.
La sensación general era muy extraña. Ninguna sabía lo que iba a hacer la otra segundos después. Todo era inesperado, sorprendente.
― Ah ―Dona no podía más. Estaba a punto de alcanzar el éxtasis―. No pares. No pares, por favor ―suplicaba, jadeante.
Laura aumentó el ritmo de sus arremetidas, y su pequeña compañera no pudo soportarlo más.
― Ha sido... ha sido increíble. Increíble ―suspiraba Dona feliz―. ¡Te quiero tanto!
― Preferiría que no dijeras esas cosas ―Laura no compartía la fijación de sus compañeras por las mujeres. Si hacía lo que hacía, era porque con Dona... Bueno, con Dona se sentía como en casa. Ella le había hecho entender el significado de la palabra placer. Antes de que la menuda muchacha llegase a su vida, Laura tenía miedo. Miedo de sentir. Miedo de pecar. Miedo de que la hirieran. Ahora ya no―. Nunca te he dado las gracias ―musitó, con cierta timidez―. He aprendido mucho en estas semanas contigo.
― Yo nunca te he pedido perdón.
― ¿Perdón? ―Aquello la sorprendió―. ¿Por qué?
― Ya sabes. Por haberte forzado la primera vez, digo ―Había actuado con dureza en el pasado. Puede que incluso con furia. Se había mostrado fría, depravada. Y lo había disfrutado mucho. Mucho―. Me propasé ― reconoció con una sonrisa pícara en sus finos labios.
― Sí. Lo pasé muy mal... Bueno, al principio ―Laura también sonreía―. Pero ahora me siento liberada. Conozco mucho mejor mi cuerpo. Sé lo que me gusta y lo que no. Estoy muy contenta.
Dona no podía ser más feliz.
Ding, dong. Las campanas de la catedral de Feltre comenzaron a sonar en la lejanía.
― Ah, tengo que irme ―exclamó de pronto Laura, apurada. Tenía que vestirse y rápido.
― ¡¿Qué?! ¿A dónde? ―La magia se había roto.
― He quedado con Verónica ―respondió, mientras se ataviaba a toda prisa con el gris uniforme.
― Con Verónica ―repitió Dona pensativa, con a penas un hilo de voz. Últimamente, su amante se relacionada demasiado con Verónica, la muchacha más hermosa y exuberante de toda la escuela. ¡Una autentica furcia! Sin principios ni moral. No es que ella fuera un ejemplo de castidad, claro. Dona era realista. Tenía sus vicios, sus perversiones. Pero Verónica era una auténtica guarra―. Os habéis hecho muy amigas, ¿no? ―musitó, con el corazón destrozado. No podía hacer nada por que Laura la amase. A ella le gustaban los hombres. Entonces, ¿por qué iba a verse ahora con la que había sido su rival en el amor? Ambas se habían visto enfrentadas por las atenciones de Orazio, un muchacho del servicio. ¿Y ahora quedaban juntas como dos buenas amigas? Dona decidió lanzar la pregunta sin rodeos.
― Vamos, no seas así ―se limitó a responder su amada, acariciando su rostro con sus largos y delicado dedos―. Verónica y yo ya estamos en paz.
Laura y Dona se habían vengado de la ramera ladrona, secuestrándola una noche de su dormitorio. La habían atado, insultado, azotado y violado con violencia. Y Verónica lo había disfrutado como la perra viciosa que era.
― Sólo quiere devolverme el favor ―Laura besó los dulces labios de su enfurruñada compañera―. Dice que puede enseñarme algunas cosas sobre los hombres. Para que no tenga miedo cuando llegue mi noche de bodas.
― Todavía queda mucho para eso ―Dona cubrió su cuerpo desnudo con la colcha de su cama, dejando que los coloridos pétalos cayeran al suelo.
― Este es nuestro último año ―se limitó a decir Laura―. Mi padre me ha permitido finalizar mis estudios. Pero, en cuanto cumpla los 16, tendré que escoger al mejor de mis pretendientes y casarme con él.
― ¿Y qué es lo que vas a hacer? ¿Qué te va a enseñar esa? ¡¿Cómo ser una buena ramera?! ―preguntó al borde de la histeria la joven inglesa.
― Vamos, Dona ―siguió la teclista, toda la paciencia que podía reunir―, no hace falta que te pongas desagradable. No voy a hacer nada con ella. No es esa mi intención.
― ¿Entonces?
― Lecciones de anatomía masculina. Nada más.
― ¡¿Qué?! ―Eso era el colmo. Dona comprendió de pronto cómo iban a desarrollarse los acontecimientos a partir de ese punto... Y también sabía que no había nada que ella pudiese hacer. Decidió no pensar en ello. Rememoraría los agradables momentos pasados con Laura y se dejaría arrastrar por el agotamiento causado por su disgusto―. Creo que esta noche no bajaré a cenar.
― Vamos. No te me enfades ―suplicó su amiga, incapaz de marcharse dejándola de aquella forma―. Sólo voy a familiarizarme con el cuerpo de un hombre...
― Con el cuerpo de Orazio ―la interrumpió, con la voz amortiguada bajo las mantas.
― ¿Cómo lo...?
― Ahora que es el muñequito de Verónica, no hace falta ser muy lista para saber lo que pretendéis.
Toc, toc. Laura se vio obligada a levantarse del lecho de su amiga y ver quién estaba llamando a la puerta.
― Verónica. Hola.
― Al ver que no acudías a nuestra cita he decidido acercarme por aquí. ¿Ocurre algo? ―Los profundos ojos verdes de la guapísima muchacha escudriñaron la habitación.
― No, es solo que Dona no se ha tomado muy bien nuestro pequeño proyecto.
― Por mi podéis hacer lo que os venga en gana ―dijo una aguda voz distante.
― Dame sólo un minuto ―Laura cerro la puerta, dejando a su visitante al otro lado.
Dona salió de debajo de la colcha. Tenía las mejillas secas, pero sus ojos se veían enrojecidos.
― Por favor, no me hagas sentir culpable ―Este debía ser el mejor día de su vida y la persona que más placer la regalaba, hora, la estaba haciendo pasar un trago bastante amargo―. Es que no comprendo cuál es el problema.
― ¡El problema es que me abandonas por una verga y una fulana! Ese es el problema ―La trenza se le había deshecho. Sus bucles castaños caían sobre su rostro, ocultándolo de la fría mirada de su compañera―. Yo te lo he dado todo. Mi cariño, mis caricias. Y él... ¡Por el amor de Dios! Él intentó violarte. Si no llega a ser por mi... Lo habría logrado ―Lágrimas saladas comenzaron a recorrer sus mejillas―. Y ahora, vuelves a sus brazos ―La voz le temblaba―. Todo. Me lo ha quitado todo ―Dona odiaba verse así. Odiaba su inútil llanto y odiaba la impotencia que se había apoderado de ella. Se sentía vulnerable y débil. ¿Cuantas veces alcanzaría la felicidad, sólo para que después Orazio se la arrebatara? El recuerdo de Marianna, su primer amor, volvió a sus pensamientos. También ella la había rechazado por el chico-para-todo del Santa Corona, años atrás.
La mirada de Laura se endureció. Aquellos ojos azules eran capaces de leer en su alma, como si esta fuera un libro abierto.
― Yo siempre he sido sincera contigo ―se excusó la muchacha rubia―. Tú has hecho que pueda explorar mi sexualidad sin tapujos. Y te lo agradezco. Te quiero mucho. De verdad. Pero no puedo amarte ―Laura nunca le había parecido tan madura como en aquel instante. Su voz era un tempano―. Si lo que quieres es una relación, yo no puedo proporcionártela. Al menos, no una relación de verdad.
Donas secó sus lagrimas con el dorso de sus pequeñas manos. Le escocían sobre la piel enrojecida.
― Lo sé ―Pero eso no evitaba que le doliera...
― Si lo intentas de nuevo con Marianna, no me enfadaré ―Laura conocía el pasado de su amante.
― ¿Marianna? Yo no...
― Ahora, Orazio ya no es un inconveniente. Ella le dejó bien claro que no pensaba seguir por más tiempo con sus tontos coqueteos ―Ahora Orazio era de Verónica, y pronto volvería a ser de Laura también―. Piénsalo. Tienes una nueva oportunidad.
Con esas palabras la elegante muchacha abrió la puerta y abandonó la habitación. Dejando a Dona sola, sumida en sus pensamientos.
Volvía a llover en el exterior. El otoño ya casi había llegado a su fin. Las alumnas se refugiaban del mal tiempo al calor de la chimenea de Sala Común. Verónica y Laura la atravesaron tratando de pasar lo más desapercibidas posibles, bajo sus gabanes de piel.
En el exterior, Los jardines se habían convertido en un auténtico barrizal. Las dos muchachas caminaron por ellos con cuidado de manchar sus botas lo menos posible.
Así Laura fue conducida por su nueva compañera de correrías hasta el cobertizo de las herramientas del conserje, donde Orazio aguardaba a la dueña de su placer y disfrute, con impaciencia. El joven no esperaba que ésta trajera compañía, por lo que su cara fue un auténtico poema al reencontrarse con el antiguo objeto de su deseo.
― Se... señorita Accolti ―exclamó sorprendido, tratando de mantener la compostura, a pesar de que se encontraba ya casi desnudo―, señorita Bianchi ―se apresuró a añadir, saludando a Verónica―. Eh, estaba adecentando un poco esto, por orden de don Matteo.
― El rey de las excusas ―rió Verónica divertida, dejando su abrigo sobre el perchero que el muchacho había colocado a la entrada de la casucha―. Seguro que nuestro respetable conserje quedará muy complacido con tu trabajo. Aunque me sorprende que te pidiera que instalases mantas sobre el suelo y semejantes candiles ―Era muy divertido verle sufrir, consumido por la vergüenza y la desesperación―. Además, no creo que sea necesario que te desvistas para estos quehaceres.
Laura rió con disimulo. Orazio era todo un espectáculo. Estaba descalzo, vestido tan sólo con sus calzones de lana marrones. El resto de su ropa se encontraba esparcida por el suelo, o colgada en el perchero y los enseres de jardinería. Sus lacios cabellos ceniza le llegaban hasta los hombros. Bajo su piel de bronce se marcaban los músculos desarrollados en las largas horas de faena. Y lucía una recién recortada perilla. Sello de gusto absoluto de la nueva dueña de su corazón y su entrepierna.
― No te preocupes, cielo ―dijo Verónica, tranquilizadora, acariciando sus pectorales― La señorita Accolti ha venido para unirse a nuestros juegos.
Orazio no podía creer lo que estaba escuchando. Laura Accolti era un ángel caído del cielo. Un ser puro al que él tubo la desfachatez de ofender. Se arrepentía, desde lo más profundo de su ser, de haberla forzado, de haberse propasado con una dama tan linda y noble. Pero de no haber sido por aquella metedura de pata, no se encontraría ahora disfrutando del espectacular cuerpo de Verónica Bianchi, la muchacha más ardiente que hubiese conocido jamás.
― La señorita Accolti y yo hemos estado hablando mucho sobre ti, Orazio ―se dispuso a explicar Verónica, recostándose sobre el improvisado camastro―. La señorita Accolti se disgustó mucho, al enterarse de nuestra... relación.
― ¿Re... re, re, relación? ―Orazio tragó saliva. Se sentía mareado. Aquello no podía estar pasando. Su trabajo dependía de su reputación ¿A caso se la había jugado su amante, desvelando su secreto?
― Oh, no te preocupes, querido ―Verónica acarició uno de los fuertes muslos del joven, tirando un poco de la única prenda que lo separaba de la desnudez―. Laura y yo hemos decidido compartirte. Al fin y al cabo, ambas somos mujeres maduras, civilizadas.
― ¿Compartirme? ―¿Aquello sería un sueño o una pesadilla?
― Me sentí muy mal por cómo te dejé aquella vez ―intervino la hermosa Laura, desprendiéndose de su empapado sobretodo y colgándolo, igualmente, sobre el perchero―. Te deseo mucho, Orazio ―dijo, aproximándose más al muchacho―. Pero debes entender que no puedo permitir que nadie ponga en peligro mi virginidad.
― Lo... lo entiendo, señorita Accolti. No se preocupe ―Estaba a punto de explotar. El miembro se le marcaba de sobremanera, a través de la gruesa lana. Debía mantener el control.
― Pero me preocupa ―siguió ella, acortando aún más las distancias, colocando sus finas y blancas manos sobre los anchos y morenos hombros del muchacho―. He venido a compensarte.
― No, no hay nada que compensar. En todo caso, yo...
Laura cerro su boca con sus labios. Estaba acostumbrada a hacerlo con Dona, cuando no le gustaba lo que estaba oyendo. Con cuidado acarició su lengua y su paladar. Despacio, muy despacio. Sabía a manzana y frutos del otoño.
― Sigues teniendo un gusto muy rico ―Laura pestañeó, coqueta.
― Le obligo a que coma manzanas para que su semen sepa mejor ―Verónica azotó al muchacho en las nalgas. Aquel joven semental era suyo, pero estaba dispuesta a compartirlo con su nueva amiga―. Pronto lo comprobarás ―Colocándose de rodillas tras el muchacho, Verónica que desató los calzones y se los bajó hasta los tobillos, dejando expuesta la erección palpitante de su siervo. Con maestría, la joven comenzó a menear el falo de Orazio poniéndolo aún más duro, mientras que mordisqueaba con sus perfectos dientes los firmes glúteos del chico-para-todo.
Él, por su parte, se limitaba a suspirar agitado. Quieto, muy quieto. Temeroso de lo que fuera a pasar a continuación. Deseaba fornicar como una bestia salvaje, pero si se dejaba llevar por sus instintos podía perder todo por lo que había trabajado durante tantos años. Su vida entera se encontraba en mano de aquellas chicas.
― Arrodillate, Laura ―ordenó de pronto Verónica. Su tono no admitila discusión―. Hoy vas a aprender cómo hacer que un hombre goce de ti, sin que tengas siquiera que desvestirte.
Laura obedeció sin rechistar. Verónica le había explicado algunas cosas en los últimos días. Sabía perfectamente para qué estaba allí. Había ido a aprender. Y eso pensaba hacer.
La verga del muchacho tenía un color oscuro, casi morado, producido por la acumulación de sangre. El tallo era largo y recto, recorrido por múltiples venas que a Laura le resultaron un poco desagradables a la vista. La cabeza, semi cubierta de piel, era rosada y brillante. Parecía húmeda y blandida. En su punta había una especie de rajita. Laura tenía la sensación de que aquella cosa la observaba.
― No pongas cara de asco ―la reprendió su amiga, que masajeaba los arrugados testículos del chico con suma maestría.
Laura abrió la boca como Verónica le había explicado y, con los ojos cerrados, se introdujo el miembro del joven todo lo que pudo. Sabía amargo. No pudo evitar alejarse, moviendo la cabeza a causa de la repulsión que le produjo aquel extraño regusto acre.
― No es necesario que haga esto, señorita Accolti ―proclamó con timidez Orazio, reprimiendo al máximo sus instintos.
― ¡No tienes permiso para hablar, criatura servil! ―Verónica lo azotó con dureza―. Limítate a permanecer quieto ―dijo con más dulzura, acariciando sus glúteos.
Laura lo intentó nuevamente. Esta vez, llenando bien su boca de saliva, para luego derramarla sobre el ariete del muchacho, evitando así el desagradable sabor inicial. Aguantando la respiración, se tragó el falo todo lo que su boca le dio de si. Y, como Verónica le había explicado, con su lengua comenzó a acariciar de arriba a abajo el miembro cuan largo era.
Desde su posición, Orazio veía cómo la cabeza de aquella criatura inmaculada se movía acompasada, convocándole un tremendo placer. Los dientes de la chica le hacían cosquillas, pero a parte de eso, era una mamada perfecta. Tenía ganas de agarrar aquella melena dorada y tirar de ella, para mover al objeto de su deseo como le viniese en gana. Pero había recibido la orden de no moverse. Y no podía desobedecer.
No obstante, fue Verónica quien, ansiosa y excitada, jaló con sus manos los cabellos de su amiga, obligándola a moverse más y más deprisa.
Laura no podía respirar. Se estaba ahogando. Necesitaba parar. Pero no podía. Se sentía absorbida por la inercia de sus propios movimientos. Su corazón latía con fuerza. Su cuerpo estaba caliente y su almeja lubricaba desesperada, deseosa de ser penetrada. Cuando Orazio derramó su blanco simiente en su boca, sintió un grato alivio. El espeso líquido tenía un sabor mucho más dulce de lo que esperaba. Aunque procuró tragárselo rápido, ya que la textura era viscosa, como una flema. Pensar en aquello le produjo arcadas. Pero logró contenerse y tragárselo todo.
― Ah ―espiró, por fin.
― ¿A que no ha sido tan duro como imaginabas? ―preguntó Verónica, que apenas soportaba su propia calentura.
― Oh, ha estado más dura de lo que creía ―respondió la chica malinterpretando las palabras de su amiga.
Verónica estalló en carcajadas. En ese momento, las campanas de la catedral de Feltre comenzaron a tañer, marcando las seis de la tarde, la hora de la cena en la Escuela para Jóvenes Damas de Santa Corona..
― Venga ―Se incorporó Verónica, para luego recoger su abrigo del perchero―. Tu público te espera ―Ayudó a Laura a ponerse también en pie.
― ¿Mi publico? ―Para la joven teclista el recital de aquella misma mañana había sucedido en una vida anterior. No podía apartar los ojos de Orazio que, aún desnudo, recogía sus cosas del cobertizo. Se sentía flotar en una nube. Y lo peor de todo era que no se encontraba satisfecha en absoluto. Quería más. Mucho más.
― No te preocupes ―Verónica le peinaba, amorosa, con sus dedos sus dorados cabellos, tratando de recomponer los lazos de seda que los adornaban―. Esta noche, ambas le pediremos a Dona que nos castigue un rato ― rió divertida.