Suspiros de Azúcar (05: Una lección de humildad)

A Laura le han robado a su amado y clama venganza. Con ayuda de su compañera Dona, conseguirá poner en su sitio a Verónica, la ramera del Santa Corona...

NOTA: Aunque pertenecientes a una misma saga, los relatos de Suspiros de Azúcar pueden leerse de forma independiente, ya que cada uno aborda una temática distinta.

...

Estaba llorando otra vez. Dona había hecho todo lo posible por consolarla, pero estaba llorando. Otra vez. Desde que Laura se había mudado a su habitación la había visto llorar ya muchas veces. Primero por la muerte de su anterior compañera de alcoba, Nicola Giudici. Luego, cuando casi es violada por Orazio, uno de los criados de la Escuela para Jóvenes Damas de Santa Corona. Y  ahora, lloraba porque su atacante se veía con otra... Si aquello tenía algún sentido, Dona no se lo encontraba.

― Deberías dejarlo correr ―le suplicó la joven inglesa a su amiga, por enésima vez―. Los hombres son todos idiotas. No tienen autocontrol. Ven unas tetas grandes y se lanzan tras ellas como si nada más en el mundo importase.

Laura comenzó a sollozar con más fuerza.

Laura Accolti era preciosa, en opinión de Dona. Tenía el rostro como esculpido en marfil. Sus rasgos eran finos y delicados. Sus ojos azules eran tan claros como el agua cristalina. Y sus cabellos rubios refulgían, cual rayos de sol, recogidos por suaves cintas de seda. Era alta y delgada, cosa que a Dona le llenaba de envidia y admiración, ya que ella era menuda como una niña. Pero, por alguna razón, Laura, en lugar de sentir orgullo por su fino porte, se avergonzaba. ¡¿Es que no se daba cuenta de lo hermosa que era?!

Dona, compasiva, acarició las húmedas mejillas de su compañera con sus pequeñas dedos, secando las frías lágrimas.

― Perdona. No quería hacerte sentir peor ―suspiró con dulzura, mientras con disimulo juntaba su rostro al de su amiga―. Yo estoy de tu parte. Ya lo sabes ―Dona la besó en la frente con mucha delicadeza―. Te apoyaré en lo que necesites ―Sus labios se unieron en un fugaz beso ya que, enseguida, Laura se apartó. Aquello no le gustaba nada. Pero había comenzado a acostumbrarse a los continuos acosos de su compañera. Así que, en lugar de quejarse, procuró no darle demasiada importancia.

― Me dijo que era hermosa ―continuó centrada en problemas más importante para ella que la extraña fijación de su amiga por el sexo femenino―. ¡Me dijo que me deseaba! Creí que me quería.

― Pues creíste mal. Los hombres no saben amar. No quieren con el corazón. Sólo con su miembro.

― Tú eres igual que ellos.

Dona le cruzó la cara con una sonora bofetada.

Podía soportar muchas cosas. Podía vivir en un mundo injusto, dominado por los hombres, sin a penas quejarse por ello. Podía ver como chicas, a quienes ella quería, se entregaban a indeseables estúpidos, que sólo buscaban poseerlas como a meros objetos. Pero no soportaba que le hablasen de aquel modo. Ser comparada con un hombre era para ella el peor de los insultos. Podría haberla llamado degenerada, invertida, ramera o come-almejas, como bien solía hacer cuando se hartaba de sus caricias. Ya estaba acostumbrada. Pero aquello...

Laura no lloró más en toda la noche. El golpe de su compañera le había dejado completamente helada. Las lágrimas no servían para nada. El golpe la trajo de vuelta a la realidad. Estaba muy cansada de ser una victima.

― Perdóname ―Dona sabía que lo que había hecho no estaba bien. No tenía derecho. Laura le había dejado bien claro lo que opinaba de ella y de sus gustos en el amor.

Dona Gillespie era muy menuda. Su altura era inferior al metro y medio. No tenía curvas de mujer. Sus pechos eran casi inexistentes, dos bultitos que a penas sobresalían. Sus caderas estaban sin formar. ¡Incluso su vientre era muy infantil! Los rasgos de su cara también eran aniñados. Enormes ojos miel, pequeñas pecas sobre las mejillas y labios finos y rosados. Tenía 15 años y aparentaba unos 10. Quizá por eso, sumado a su odio a los hombres, Dona había desarrollado una fijación especial por mujeres que parecían más adultas de lo que eran en realidad. Ella adoraba a Laura. Tan alta y bonita.

―Sé lo que piensas de mi ―dijo, sabiendo lo lejos que se encontraba de conseguir que su amiga la comprendiera―. Pero, si tú me aceptases, yo nunca te dejaría escapar.

― No sabes lo que dices ―bufó la chica con marcado desprecio―. Me he fijado en cómo miras a Marianna.

Dona no dijo nada.

― No sé que te pasa. Pero no eres mejor que él.

Lo que Dona sentía por Marianna era enfermizo, y lo sabía.

Tenía 12 años y acababa de llegar al Santa Corona desde Roma, cuando se metió en su cuarto a hurtadillas e intentó hacer suya a la joven de senos prominentes y ojos grises. Pero Marianna, a diferencia de Laura, se había resistido.

― ¡Tú me has tentado a venir! ―se había justificado ella, entre sollozos.

Recordaba perfectamente cómo había ocurrido todo. Era primavera y el curso estaba a punto de llegar a su fin. Las dos muchachas de cabellos castaños se habían hecho buenas amigas desde el principio. Ambas eran alegres, y más atrevidas que el resto. Y entonces, Marianna dijo aquello...

― ¿Y vosotras cómo os gratificáis? ―Lo dijo sin darle la menor importancia. Sabrina se había estado quejando de que Marianna hacía ruidos antes de quedarse dormida―. Es que no puedo controlar mi respiración. No quiero molestar. Pero no sé hacerlo de otra manera.

Después de aquello, Sabrina pidió un traslado de habitación, y no volvió a hablar con la joven para hada que no tuviese relación con las tareas de clase.

Pero Dona era distinta, ella apreciaba aquel placer que sus manos le proporcionaban. Acababa de descubrirlo y le encantaba. Y entonces pensó que quizá podrían aliviarse la una a la otra. El cuerpo de su amiga se encontraba en pleno desarrollo, y Dona sentía una gran curiosidad por ver las diferencias entre los dos sexos. Cuando se lo expresó a Marianna, esta rechazó su proposición con educadas formas.

Dona se presentó igualmente en su dormitorio. Tenía la convicción de que Marianna estaba poniendo a prueba su determinación. Trató de seducirla con palabras inocentes y, por fin, la besó.

― ¡No! ―gritó su amiga, apartándose de ella―. Nunca podría. ¡Lo amo a él! Orazio...

Orazio. Siempre Orazio.

Ahora, el joven aprendiz de conserje la atormentaba a través de Laura. ¡¿Es que todas las mujeres por las que ella tomaba interés sólo podían tener ojos para ese estúpido muchacho?!

El chico-para-todo de la Escuela para Jóvenes Damas de Santa Corona no tenía nada en particular que pudiera hacerle merecedor del cariño de “sus chicas”. Y sin embargo, consciente de ello o no, siempre se le anticipaba en sus conquistas...

Orazio era apuesto, alto y moreno. Pero también vulgar e inculto. Siempre daba excusas cuando las cosas se le escapaban de las manos. Siempre parecía rondar por todas partes, mirando a las estudiantes. Coqueteando.

Dona empezaba a hartarse de aquello. Con el tiempo, había conseguido superar el desplante de Marianna. Aún le dolía. Aún la deseaba. Pero ya no de la misma forma. Hace tres años, su amiga había sido un jardín por explorar. Algo que descubrir. Después de un par de experiencias con el sexo femenino, Dona ya sólo la veía como un asunto pendiente. Pero, claro, aquellas no eran palabras que pudiera declarar libremente a su actual compañera de alcoba.

Laura se marchó a dormir. No tenía nada más que decir y estaba cansada de llorar.

La cara que Dona había puesto al mencionar a Marianna había sido todo un poema, lleno de sorpresa, añoranza y furia. Su amiga estaba enferma. Pero la necesitaba. Cuando Dona la abrazaba se sentía querida. Cuando la miraba con sus grandes ojos color miel, la hacía sentir deseada. Amada. ¡Estaba enferma!

A pesar de todo, Laura sabría que la necesitaba. Quería vengarse de Verónica. ¡Esa ramera le había robado a su primer amor! Él tenía parte de culpa, claro. Nadie podía poner en duda que era un cretino. Pero Verónica, con su cuerpo escultural y sus enormes senos, era la artífice de su sufrimiento. Ella lo había seducido. Había aprovechado el delicado momento en el que los dos jóvenes se encontraban, para arrebatárselo de las manos.

Necesitaba descansar.

Cuando, a la mañana siguiente, el sol la bañó con su cálida luz, Laura despertó con un humor inmejorable. Canturreaba distraída en clase. Saludaba y sonreía a todo el mundo. Incluso recompensó a Dona con un húmedo beso, por haberla escuchado la noche anterior.

― ¿A qué viene semejante cambio?

― Me ayudaste mucho, Dona ―respondió, acariciándose la mejilla donde su compañera la había golpeado―. Me diste una buena dosis de realidad.

― Lo siento ―se disculpó ella a su vez―. No debí...

― No, no. No te disculpes ―Laura estaba radiante―. Lo necesitaba.

― Aún así ―susurró Dona con cierta vergüenza―, lo siento. De verdad. Si pudiera compensarte de algún modo ―Sinuosa, comenzó a acariciar el interior de los muslos de Laura. Estaban en los jardines, pero había cierta privacidad. El aire frío del otoño hacía que las muchachas del Santa Corona corriese a resguardarse al calor de la chimenea de la Sala Común. Le había sorprendido que su amiga la citase allí afuera, pero ella no podía negarle nada.

Laura no apartó sus manos. Se limitó a sonreír, indulgente.

― Lo cierto es que sí hay algo que puedes hacer por mi ―dijo, por fin―. No es el tipo de apoyo que te gustaría darme, pero... ―se encogió de hombros.

Dona apartó sus manos y la observó con recelo. Aquella actitud la desconcertaba.

― ¿Qué puedo hacer por ti? ―preguntó llena de curiosidad.

― Quisiera vengarme de Verónica.

― ¿Por qué de ella?

― Por ser una ramera ladrona.

― Ah, ya ―Dona se sentía algo decepcionada. Verónica era altanera y una vanidosa, pero era al muchacho a quien ella detestaba―. ¿En qué has pensado? ¿En pagarla con la misma moneda seduciendo nuevamente a Orazio? ―El plan era ridículo, pero propio de lo que haría una chica “normal”. Ella cogería al muchacho y lo castraría. Pero Laura quería vengarse de Verónica, no de él.

― No, lo cierto es que no ―Laura estaba confusa. Deseaba al joven aprendiz. Pero por encima del placer, la muchacha valoraba su castidad. Si retomaba sus coqueteos, tarde o temprano tendría que llegar hasta el final. Y no estaba dispuesta a ello. Si quería garantizarse un puesto en la corte de Saboya, tenía que mantener intacta su virginidad, o ningún noble desearía desposarla―. Puede quedárselo si quiere. Pero me gustaría verla humillada. Quiero que se sienta tan mal como me he sentido yo por su culpa. Pero no se me ocurre cómo hacerlo.

― Vayamos al cuarto ahora mismo ―Dona se encontraba tremendamente excitada. Pensaba que lo que más le gustaba de Laura era su dulce feminidad. Pensaba que era hermosa como un hada de los bosques, pero ahora veía que era traviesa y retorcida como... bueno, como un hada también.

Protegidas por la intimidad del dormitorio, las dos muchachas comenzaron a conspirar. Y durante horas lo único que hicieron fue hablar de los castigos a los que someterían a la muchacha. Después, felices de sentirse perversas, se desnudaron e hicieron el amor.

Laura, que siempre se mostraba reacia y lo único que buscaba era sentir rápidamente el gozo que la boca de su compañera le provocaba, había tomado la iniciativa. Sostenía a Dona sobre sus piernas, como a una muñeca, acariciando su sexo libre vello. Con la mano con la que rodeaba su pequeña espalda le amasaba el minúsculo pecho, mientras que sus lenguas danzaban acompasadas en un mar de saliva cristalina.

Como buena teclista, Laura poseía unos dedos largos y finos, perfectos para acariciar el interior de su diminuta amante.

― Ah, ah ―suspiraba Dona entre beso y beso, más feliz y extasiada de lo que se se había sentido jamás en su vida―. ¡Más fuerte! ―suplico, abrazándose al esbelto busto de Laura. Cobijada entre los modestos pechos de su amiga, Dona alcanzó el máximo placer―. Ahora yo a ti ―rogó aún jadeante, introduciendo su redonda carita entre las piernas de su amada. Dona movió su lengua, acariciando la perla rosada de Laura con maestría. Se sentía hambrienta. Así que succionó el coño de la chica, propinándole suaves mordiscos en la blanca piel, arañando con sus dientes las ingles de la muchacha. Laura no tardó en rebosar de placer.

Consumidas por el agradable cosquilleo de la anticipación, el siguiente día lo pasaron absortas en sus propios pensamientos y los preparativos para los juegos de la siguiente velada.

Cuando cayó nuevamente la noche, una tormenta se desató en los alrededores de la pequeña villa de  Feltre. El colegio estaba siendo azotado por la lluvia, cuando Verónica cayó dormida. Sobre su almohadón reposaba vacía una botella de exquisito licor de grosellas. La joven estaba acostumbrada a recibir regalos de sus amantes. El frasco llevaba anudado una cinta violeta, formando un hermoso lazo. A fin de que nada extraño pudiera sospechar.

Cuando la muchacha despertó, supo que ya no estaba en su alcoba. Aquella habitación no tenía espejo. La colcha sobre la que reposaba no era de seda, y carecía de encajes. Era un dormitorio común, sin personalidad, como lo había sido el suyo antes de que ella decidiese adecentarlo.

― Hh... ―intentó hablar, pero algo le obstruía la boca y la garganta. Trató de moverse. Pero no pudo. ¡Estaba inmovilizada! Atada de pies y manos, en una posición incómoda y vergonzosa. Se encontraba bocarriba, con los brazos entrelazados a sus piernas abiertas, unidos por correas en muñecas y tobillos. Las ataduras se le enrollaban al rededor de los muslos, con lo que no le era posible articular las rodillas. Podía mirarse directamente el coño rasurado, ya que tenía su cara muy cerca de él.

― ¡Qué alegría! ―exclamó una voz infantil a su lado―. Por fin te has despertado.

Dona. ¿A qué estaba jugando la pequeña diablesa con cuerpo de niña?

― Pues ya era hora ―Alguien, a quien no veía, estaba a su espalda―. Ya me empezaba a temer lo peor ―Hablaba bajito, pero Verónica estaba segura de que se trataba de Laura.

A diferencia de ella, sus dos captoras se encontraban vestidas con sus camisones blandos. Laura llevaba a demás el liso pelo rubio suelto, cosa bastante extraña en ella. Dona, por su parte, se había recogido los larguísimos mechones castaños en dos coquetas trenzas. Ambas la miraban con satisfacción.

― Has sido una chica muy mala, Verónica ―la pequeña muñeca inglesa le sobaba los pechos con desmedida fuerza. Le estaba haciendo daño.

― Me has robado a mi hombre, y es no está nada bien ―Laura tomó una de las velas del candil más cercano y se la acercó al rostro. Sus fríos ojos azules resplandecieron―. Tú no te respetas a ti misma. No cuidas tu cuerpo. Se lo entregas a cualquiera por puro placer. Y no son rumores ―sentenció―. Tu sexo no esta intacto. No eres virgen. ¿Fue Orazio el primero? No. Creo que no.

De un soplido, no sin cierta teatralidad, Laura apagó el cirio.

― Permiso ―dijo introduciendo la vela en el desprevenido agujero de Verónica, quien bramó un silenciado querido y comenzó a forcejear con fuerza. Si lograba golpear la pared, quizás acudiese alguien a quejarse del escándalo. Pero ni siquiera estaba cerca―. No te resistas. Toda la escuela sabe que no puedes soportar tener el coño vacío mucho tiempo.

El cirio le estaba haciendo mucho daño. Era demasiado rígido y Laura lo movía sin tacto, de dentro a fuera y en círculos amplios, como si su agujero fuese tan solo un mortero de cocina. Finalmente, la cera cedió, partiéndose por la mitad. La joven teclista introdujo, entonces, sus finos y largos dedos en el interior de Verónica para así extraer el trozo de vela.

Al ver que se alejaba, Verónica se sintió algo más relajada. Dona continuaba acariciándole los senos, cada vez más duros y excitados.

Ella había sometido a los hombres a su voluntad. Era tan hermosa y pícara que ninguno se le escapaba. A sus 15 años, ya había gozado de muchos amantes. Y se sentía orgullosa. No era como esas mojigatas religiosas que aborrecían el sexo sin siquiera haberlo catado. Ella adoraba el placer. Así que no pudo evitar dejarse llevar por las expertas caricias de la pequeña Dona.

En ese momento, algo la golpeó en las nalgas. Un cepillo de cerdas, muy juntas. Hubo un segundo azote, y un tercero. Los pelos del cepillo parecían querer traspasarle la ya enrojecida piel de sus posaderas.

Dona le apartó  con delicadeza sus enmarañados cabellos negros del rostro, para que pudiese ver mejor lo que hacía su compañera.

― Eres tan perversa ―le suspiró la muñeca al oído―. Y nadie, hasta ahora, te ha castigado. Eso está muy mal.

Laura giró el peine de lisa madera blanca y la atizó un fuerte golpe en su sexo.

― Es nuestro deber educar a este coño tan hambriento, ¿no, Dona?

Volvió a golpear.

― Sí. Tiene que ser castigado ―Dona le mordió el lóbulo de la oreja, mientras que su otra torturadora continuaba con los azotes.

Verónica no podía más. Por algún motivo, el cosquilleo que seguía a cada azote había endurecido la perla de su almeja. Cada vez estaba más caliente. Quería suplicar. Sí. Quería suplicar que la penetrasen con algo. ¡Con lo que fuera!

Dona le pellizcó con fuerza los pezones, retorciéndoselos. Y Verónica no pudo contenerse más. El jugo blanco se derramó con lentitud hacia su ano. Laura disfrutó con la visión.

― Es mucho más guarra de lo que creíamos ―dijo contenta.

― Dime ―le susurro la otra―, ¿quieres que paremos?

Verónica asintió.

Dona apartó sus manitas de los enormes pechos de su victima, quien comenzó a retorcerse disgustada.

― ¿Qué la pasa? ―Laura había empezado a sentirse nerviosa. No sabía muy bien cómo iban a continuar llegados a ese punto. Tenían a una compañera atada y desnuda sobre su cama. Le habían azotado, penetrado y pellizcado. Pero Dona parecía tranquila. Le había asegurado, una y otra vez, que Verónica no abriría la boca y que, si lo hacía, podían chantajear a Orazio para que dijese lo que a ellas más les conviniera. A fin de cuentas, todo el mundo sabía que Verónica era una ramera, mientras que Laura gozaba de una fama impecable y los rumores que corrían sobre Dona estaban muy lejos de acercarse a la verdad.

― Esta putita quiere más ―Dona besó el cálido cuello, apasionada, propinándole pequeños mordiscos, que hicieron que su víctima se estremeciera de placer.

― Creía que quería que parásemos ―Laura estaba confusa.

― Sí. Pero miente ―Dona colocó con cuidado la cabeza de Verónica sobre su regazo―. Tú no quieres que paremos, ¿verdad? No. Lo que en realidad quieres es que demos de comer a ese coño insaciable que tienes.

Verónica, en contra de lo que le dictaba su orgullo, asintió. No podía más. Necesitaba ser penetrada urgentemente.

― Mmm. No sabes lo que me cuesta contenerme para no quitarte la mordaza. Me encantaría besar esa boca de zorra que tienes ―suspiró―. Si me prometieras que no vas a gritar...

Verónica asintió, desesperada.

Dona liberó su boca del paño húmedo con el que se la habían taponado. Y la besó con dulzura.

― No vas a mencionarle nada a nadie sobre lo que aquí ha ocurrido, ¿verdad?

― Verdad ―respondió con esfuerzo, por la garganta reseca.

― Sabes que nadie te creería.

Ella se limitó a bajar la mirada avergonzada. Todos en la escuela sabían lo que era.

― Ahora, ―siguió Dona―. Voy a volver a ponerte esto ―Cuando la joven trató de protestar, ella le introdujo el pañuelo en la garganta, sin miramientos―. No queremos que nadie oiga tus quejidos de perra ―La pequeña inglesa buscó a su compañera de juegos con la mirada―. Laura, esta vez necesito que tú te encargues de sobar bien a esta puta, ¿quieres? Así podrás mirarle directamente a la cara y comprobar lo débil que es. Yo, mientras tanto, pienso introducirle mi puño en su almeja ―A Verónica se le abrieron los ojos de par en par―. Tranquila, tengo unas manos muy pequeñitas ―sonrió.

Laura, se colocó a espaldas de su rival, sosteniéndola sobre su pequeños pecho. Verónica la miraba asustada y ella no pudo evitar que en sus labios se le dibujara una fina sonrisa.

Verónica observaba hipnotizada los helados ojos azules de la esbelta muchacha. Sus manos eran suaves y cálidas, y le producían cosquillas en los costados de su cuerpo indefenso y desnudo. Cuando llegaron hasta sus enormes senos,  los empezó a acariciar con suavidad, desde la base hasta la punta, pellizcando ligeramente los erectos pezones.

― Sí que eres débil ―Le susurró al oído con voz gélida―. No te gustan las mujeres. Tranquila, a mi tampoco ―añadió divertida―. No te gusta nadie se aprovechen de ti. Y, no obstante, estás dispuesta a hacer cualquier cosa por alcanzar el máximo placer ―Con ternura, Laura besó su frente―. En el fondo, me das mucha pena. Ningún hombre honrado, de buena posición, querrá casarse contigo jamás. Tus padres, los pobres, deben de estar pasándolo fatal pensando en qué será de la guarra de su hija ―Verónica cerró sus enormes ojos verdes. Aquello la hería mucho más que las cosas que le habían hecho hasta ahora―. Con suerte, terminarás como cortesana. O puede que consigas engañar a algún viejo decrépito para que te haga su esposa ―Aquello la animó un poco. Para Verónica ser una joven y atractiva viuda era un destino de lo más apetecible. Y como cortesana, sería respetada en ciertos círculos, y tendría a sus pies a hombres muy poderosos, que la amarían y respetarían más que a sus propias esposas―. ¿Te gusta? ―Aún estando amordazada, Laura podía ver la sonrisa de Verónica en las comisuras de sus labios y en sus lindos ojos verdes―. ¡Eres muy, muy puta! ― Exclamó mientras apretaba con fuerza sus pezones.

Dona eligió ese momento, para introducir su mano entera en el interior de la húmeda cavidad. Dentro de ella, la cerró, con cuidado de no arañar las delicadas paredes con sus uñas. Y así, Dona empezó a bombera con fuerza, de atrás a delante. Lamiendo, de vez en cuando, la rosada protuberancia del sexo de la muchacha.

― Mira como disfruta la muy guarra, Laura.

Verónica no tardó en alcanzar el éxtasis. Su coño había gozado de lo lindo. Y el haberse visto sometida era un cambio agradable para ella, tan acostumbrada a dominar. Ya no tenía miedo, ni tensiones, ni angustias. Estaba relajada y feliz. Era una puta, sí. Pero una puta contenta.

Laura y Dona la liberaron de sus ataduras. Le devolvieron la ropa y la llave de su habitación.

Verónica se despidió de ellas, besándoles las mejillas.

― Esta noche me habéis enseñado una lección de humildad ―dijo―. Os estoy agradecida.

― ¿Sin rencores? ―preguntó la muchacha rubia pensando en cuanto le había hecho sufrir la morena al robarle a su amado.

― Sin rencores ― Ahora estaban en paz.