Suspiros de Azúcar (04: Un juguete usado)

Verónica, una activa alumna del Santa Corona, descubre al chico-para-todo saliendo de uno de los dormitorios de sus compañeras. Mediante el chantaje, Verónica lo convertirá en su juguete sexual...

Aunque pertenecientes a una misma saga, los relatos de Suspiros de Azúcar pueden leerse de forma independiente, ya que cada uno aborda una temática distinta.



― Soy preciosa ―Verónica contemplada extasiada su propio reflejo.

― Es vergonzoso que la directora Mattia te consienta semejante capricho ―protestó de inmediato Sabrina. ¿Cómo era posible que una estudiante modelo como ella tuviese que compartir alcoba con semejante... mmm... ¡Fresca! Con semejante fresca?

Sabrina Divella era tan sumamente estricta consigo misma que ni siquiera a sus pensamientos les permitía salirse de madre.

― ¡Este es el único dormitorio con espejo de todo el Edificio Residencial para Damas de la Escuela Santa Corona! ―espetó asqueada―. Y yo estoy en el... ¡Oh, Dios dame fuerzas para soportar este calvario!

― Sí vas a llorar, hazlo donde no escuche tus lamentaciones. Es irritante. A demás, deberías darme las gracias ―sonrió con frivolidad―. Mira, hasta las beatas podéis reflejaros en él ―dijo arrastrando a su compañera hasta donde se encontraba acomodado el vidrio.

Verónica comenzó a jugar entonces con los oscuros bucles de Sabrina. Las dos eran blancas de piel, con el cabello moreno. Verónica lo lucía largo hasta la cintura y muy liso. Lo cepillaba cada noche con esmero, ya que le encantaba lucir bien.

― Tienes mucho potencial, ¿sabes? ―Verónica apreciaba la belleza y, desde luego, Sabrina no era ningún esperpento. Estaba siempre pálida, la pobre. Y sus formas no es que fueran escandalosas. Pero era bonita. Ojos marrones, cuerpo menudo. Caderas anchas. Sí, tenía potencial―. ¡Con mi ayuda, los hombres caerán rendidos a tus pies!

Sabrina volteó el espejo con furia, apartándose bien lejos de su compañera.

― ¡No necesito que me caigan hombres de ninguna parte! ―Sus mejillas estaban rojas por la ira―. Estaré en la capilla, rezando por que el señor ilumine tu alma y te lleve en el buen camino.

Sabrina salió de la habitación apretando con fuerza su preciado rosario.

― Idiota.

Verónica giró de nuevo el espejo. Su padre se le había traído desde Venecia, para que no echase tanto en falta su ciudad natal.¡Veneto era tan rústico! El pequeño pueblo de Feltre era la parte de “civilización” más cercana a la Escuela para Jóvenes Damas de Santa Corona que se podía encontrar. Y ni siquiera era digno de semejante apelativo. ¡Era como si sus padres estuviesen tratando de castigara! Allí, donde Cristo perdió la sandalia, despojada de sus joyas y vestidos, ataviada como una monja, rodeada de sucio campo. Sin fiestas, sin corte. Sin nada más que hacer que morirse de aburrimiento...

Bueno, por lo menos le quedaba el sexo. Eso nadie se lo podía arrebatar.

Le había costado un curso entero seducir a Rodolfo, uno de sus profesores. No era el único hombre de la institución, pero sí el más atractivo ante sus ojos. Alto, moreno de anchas espaldas. Aunque no era ningún Adonis, ni mucho menos. A sus 36 años, el profesor Rodolfo Bartichiotto se encontraba bastante entradito en carnes y lucía una espesa barba de gruesos cabellos negros. Pero era fuerte y jovial. Un semental siempre dispuesto.

Verónica gozaba con él cuando quería. Hacía años que no era doncella y jamás había estado en cinta. Así que podía beneficiárselo sin preocupaciones siempre que le viniera en gana.

Así que, ¿porqué no ahora? Eso la ayudaría a olvidarse de la angustiosa convivencia con Sabrina.

Feliz, salió del dormitorio. Tranquila, sin prisas. Rodolfo era suyo para usarlo a su antojo. Mientras echaba la llave, oyó una voz al otro lado del pasillo:

― Si me necesita para algo más, ya sabe donde encontrarme.

Orazio, el eterno aprendiz de conserje parecía estar saliendo de la habitación de una de sus compañeras. Iba tan acelerado, que a punto estuvo de despeñarse por las escaleras, al bajar. Y, visto y no visto, ya no estaba.

Verónica sabía que era muy probable que él no la hubiese visto. Pero ella había tomado muy buena nota de lo que acababa de suceder.

Orazio había salido de la alcoba que compartían Dona y Laura, el punto y la “i” de la escuela, con el rostro colorado, los calzones desatados y la camisa a medio poner.

La puerta de sus pícaras compañeras estaba ahora cerrada. Verónica no consiguió oír gran cosa, a pesar de sus esfuerzos. Dona hablaba. De eso estaba segura. Pero nadie parecía responder. A demás, ni siquiera podía entender lo que decía. Aunque creía haber oído mencionar su nombre. ¡En fin! Ya se enteraría, más tarde, de qué era exactamente lo que había ocurrido. Ahora, lo importante era no perderle la pista a Orazio.

El joven había dejado un agradable aroma a sudor y menta en las escaleras. Verónica lo siguió extasiada. No podía haber llegado muy lejos. Necesitaba un lugar cercano donde adecentarse. Seguro. Así que caminó con despreocupación hasta la choza para herramientas que había al otro lado del silencioso y vacío jardín. ¡Qué suerte para Orazio que hubiese comenzado a chispear! Rió para si misma.

El desmarañado cobertizo era un lugar oscuro y frío, lleno de trastos. Pero al abrir la puerta, la luz entro en el interior, y Verónica pudo ver perfectamente como Orazio trataba de colorar correctamente sus ropas. La intromisión de la joven lo dejó completamente paralizado.

― Señorita Bianchi ―dijo sorprendido. Le había costado reconocerla. Se encontraba a contraluz. Pero esa hermosa silueta era algo que uno archivaba en su memoria y jamás olvidaba.

― Te he visto Orazio. Sé lo que has hecho ―Comenzó a decir la muchacha cerrando la puerta tras de sí.

― He... he venido a por unas cosas para el don Matteo ―se excusó.

― ¡Vaya, mientes muy bien!

Aunque a penas nada se veía en la cabaña, el joven estaba seguro de que la muchacha sonreía. Casi podía contemplar su perfecta dentadura enmarcada por aquellos labios carnosos... ¡No! Eso era lo último en lo que debía pensar.

― He venido a por unas cosas para el don Matteo, señorita Bianchi ―Cuanto más repitiera aquello, más se convertiría en verdad.

― No. Tú lo que has venido es a vestirte, antes de que alguien se diera cuenta de que has estado yaciendo con una alumna ―protestó ella orgullosa―. Pero, ¿sabes? Yo te he visto. Sé lo que has hecho. Y ahora tu futuro en el centro depende de mi ―¡Señor, qué excitante sensación de poder― Puedo conseguir que estés fuera de esta respetable escuela en menos que canta un grillo ―Chasqueó los dedos con chulería.

― Un gallo. En menos que canta un gallo...

― Un gallo, un grillo, ¿qué más da? ―dijo molesta. Puede que no fuese una estudiante ejemplar. Pero era muy perspicaz para ciertas cosas y no iba a consentir que aquel criado se saliera con la suya― ¡Por Dios! ¿Te veo salir de la cama de una de mis queridas compañeras y crees que me voy a preocupar de cómo sea un tonto refrán? ¡¿Tan estúpida te parezco?!

― No yo... Yo, yo no estaba... Yo no he, no he, no he hecho nada. No sé de qué me hablas. Yo...

― Tuúu... Tú, amigo mío, te has metido en un buen lío.

― Por favor, señorita Bianchi ―suplicó con desesperación, viéndose atrapado―. Yo no he hecho nada...

― Ya, seguro que ha sido Dona ―siguió, tanteando el terreno―. ¡Esa diablesa! Seguro que te sedujo con malas artes, con... ¿No? ¿Dona no? ―preguntó Verónica, al ser consciente de las reacciones del chico. Intuía sus gestos en la oscuridad. No, no era Dona. Entonces...―  ¿Laura? ¿Te sedujo Laura? ―El chico bajó la cabeza―. ¡Me sorprende! Laura es muy bonita, sí. Pero creía que te gustaban las mujeres con curvas...

― ¡No! ―protestó él. Su permanencia en la escuela pendía de un hilo―. Yo no he hecho nada. ¡Lo juro! ―Lo peor de todo era que en verdad no había llegado a hacer nada con la chica.

― Té he visto salir de su dormitorio. Desnudo.

― ¡No estaba desnudo!

― ¡¿Reconoces entonces lo del dormitorio?!

― No, yo... ―Estaba perdido. No sabía que hacer o qué decir. Si Verónica iba a la directora con aquella historia, en menos de dos horas se encontraría en la calle. Recurrió al último recurso que le quedaba: La inocencia de la dama en cuestión―. ¡¡La señorita Accolti es virgen!! ¡Yo no la he llegado a desflorar!

¡Maldita sea! Acababa de meter la pata hasta el fondo.

― Osea, que no te la has conseguido follar, ¿es eso? ―Estupendo. El pez había mordido el anzuelo―. Pero lo has intentado...

La mandíbula de Orazio tembló en la oscuridad. ¿Qué iba ha ser de él ahora? Llevaba más de 10 años intentando hacerse un hueco el Santa Corona. Un trabajo fácil, con muchas posibilidades. Cuidar del jardín, atender las cocheras. Ahora era solo “el muchacho”, el chico-para-todo, pero cuando el viejo Matteo muriese, sería conserje. Un cargo respetado, en un lugar agradable y tranquilo, ¡rodeado de jóvenes bellezas!

― Por favor, no digas nada ―suplicó―. Pídeme lo que quieras. Pero no digas nada. No he chacho nada malo, no he...

― ¡Vasta! ―lo cortó, autoritaria―. No me supliques. ¡Es patético!

― Lo siento ―dijo tratando de recuperar la compostura, pero sin llegar a conseguirlo del todo―. Es que estoy nervioso. No sé lo que digo. Nunca me había pasado nada parecido. Soy un buen chico. De verdad.

― Está bien ―Verónica estaba impaciente por hacerle suyo, pero el tiempo se le estaba agotando. Pronto llegaría la hora de lacena. Y aquél lugar, fío y oscuro, le estaba poniendo los pelos de punta―. Te veré en el despacho de don Rodolfo, después de que se apaguen las luces...

― Imposible. Las puertas están cerradas. Y la señorita Mattia hace ronda en el Edificio Residencial...

― Es problema mío, no tuyo, escapar de la directora. A demás, sé dónde esconde Rodolfo la llave de su despacho ―sentenció―. Tú solo tienes que estar allí cuando yo llegue.

La lluvia se había vuelto más intensa, tras la charla, por lo que Verónica tuvo que correr para no acabar empapada hasta los huesos. En el Gran Comedor Comunal, la cena transcurrió sin incidentes. Laura no acudió a cenar aquella noche, pero sí su compañera, Dona, quien la excusó alegando que no se encontraba bien de salud. A Verónica no le extrañó en absoluto, así que comió tranquila, esperando impaciente su encuentro con el joven conserje.

Tras sus acostumbradas oraciones, Sabrina se acostó, sin dedicarle a penas palabras de despedida, mucho antes de que la directora marcase el toque de queda. Sabrina era una mujer de costumbres. Madrugaba, porque “a quien madruga, Dios le honra”, o algo así. Y en consecuencia, se marchaba a la cama poco después de cenar.

Verónica siempre había despreciado esas costumbres tan remilgadas, pero ahora daba las gracias a Dios por tenerla a ella de compañera. Otra quizás habría querido comentar el día, cepillarse el pelo hasta tarde (como ella misma solía hacer) o hacer labores de costura, a la luz del candil. Pero Sabrina dormía profundamente. Como una santa.

Abrió la puerta con mucho cuidado. Tenía mucho tiempo para salir de allí. Lo verdaderamente difícil era que nadie la viese. Las alumnas aprovechaban hasta el último minuto para charlar en el pasillo con las amigas o ir a las letrinas. Y la directora siempre esperaba en la salida del edificio, vigilante. Debía esperar a que ella comenzara con la ronda. Entonces, mientras se aseguraba de que la puertas estaban bien cerradas desde dentro, en las plantas inferiores, Verónica podría bajar rauda las escaleras sin que la viese.

Todo salió bien. No era la primera vez que escapaba de Regina Mattia. Ni tampoco sería la última.

En la escuela, Orazio la esperaba junto a la puerta del profesor Rodolfo, obediente. Parecía nervioso. Pateaba el suelo con rabia, pero sin hacer ruido. Y murmuraba, en el más absoluto de los silencios. Un relámpago iluminó el corredor, y el muchacho salió de su cólera contenida.

― Has venido.

― Por supuesto ―Verónica descolgó de la pared del pasillo la cruz flordelisada. En el clavo que la sostenía había se encontraba llave de “emergencia” de Rodolfo. La que utilizaba cuando había olvidado la suya y no quería dar explicaciones a la directora ni al arrugado conserje―. Pasa ―ordenó cerrando la puerta tras de sí.

El despacho se encontraba completamente a oscuras, pero a verónica no le supuso ningún problema moverse en su interior. Se despojó de su camisón y lo colocó en el suelo, taponando la ranura inferior de la puerta.

― Enciende el candil.

Orazio obedeció, no sin armar un poco de ruido. Verónica lo golpeó en las nalgas por ello.

― Ten más cuidado. Sí nos descubren, yo perderé mi honor, pero tú perderás el buen nombre, el trabajo y el hogar.

Él se limitó a asentir. Estaba dispuesto a hacer lo que fuese para que no lo echaran de la escuela.

Bajo la luz de las mortecinas velas, Verónica lucia estupenda. Al desprenderse de su pijama, se había quedado completamente desnuda ¡Ni siquiera llevaba enaguas y tenía el sexo rasurado! Orazio se ruborizó.

― ¿Té gusta lo que ves? ―La muchacha se sentó sobre el escritorio con osadía, apartando a un lado los botes de tinta y las plumas del profesor.

― Sí ―El muchacho tragó silaba. Llevaba toda una década sirviendo en la Escuela para Jóvenes Damas de Santa Corona. Rondaba la veintena, y aún no había yacido con muchacha noble alguna. Las campesinas de Feltre estaba bien, claro, pero lo que él en verdad deseaba se hallaba ahora justo delante de sus ojos.

― Desnúdate. ¿A qué esperas? ―Verónica comenzaba a impacientarse. Esperaba que el joven se hubiese lanzado a por ella nada más verla. Rodolfo era mayor y siempre estaba dispuesto, así que no veía el motivo para que un muchacho joven como Orazio no la poseyera en el instante.

Nervioso y excitado, al mismo tiempo, el chico se quitó los zapatos, las calzas, los calzones y la maltratada camisa en un santiamén. La oscura y lisa melena le quedó suelta al desprendérsele el lazo que la recogía. Su miembro estaba erecto, dispuesto.

Verónica casi se corrió con solo verlo. El cuerpo del sirviente era muy distinto al del profesor. Orazio era alto, sí, pero también delgado y bien torneado por el duro trabajo físico que llevaba a cabo en cocinas, cocheras y jardines. Su piel estaba bronceada por el sol, y no pálida como la de Rodolfo. Sus sexos también eran muy distinto. El maestro tenía un mango ancho, pero no muy largo, mientras que el muchacho estaba equipado con una herramienta larga, solo un poco más fina.

La muchacha se abrió de piernas, echando la cabeza y la larga melena azabache hacia atrás. Su espalda estaba arqueada, sus grandes senos señalaban al techo, duros. Orazio avanzó hacia ella, sumiso, temeroso de que algo tan bueno no fuera más que algún tipo de trampa.

― Arrodillate ―Lo detuvo la chica―. Primero quiero que me lo hagas con la lengua.

― Señorita Bianchi, no entiendo...

― ¡Hazlo! ―bramó ella irritada con la incompetencia del joven. Un cuerpo bonito, pero sin a penas experiencia―. Mete tu sucia boca mentirosa entre mis muslos y lámeme la raja.

Orazio hizo lo que le pedía. No sabía muy bien cómo iba aquello. Con las muchachas del pueblo se limitaba a fornicar como los animales. Pero quizá las niñas nobles lo hacían de otra manera más fina. Con cierta aprensión, causada por su desconocimiento, miró la rosada almeja de la chica. Nunca había contemplado una tan de cerca, abierta de par en par para él, libre de vello. Las comisuras de la raja eran grandes y rosadas, como gruesos pétalos de exótica flor. Los dos agujeros de la muchacha se encontraban expuestos ante él, abiertos y dispuestos para ser penetrados. Más arriba, asomaba un gracioso botoncito, que parecía brillar a la luz del candil. Orazio lo lamió, tanteando un poco todo aquello, tan desconocido para él. Verónica reaccionó a su caricia, arqueándose aún más.

― Muy bien. Sigue ―La lengua del muchacho era cálida, húmeda y suave. Le hacía cosquillas―. Tienes que cambiar los lametones de vez en cuando ―suspiró con gozo―. No es solo de arriba a abajo. También tienes que hacer giros. Me tienes que sorprender.

Él lo intentaba. Hacía todo lo que ella le ordenara. Tenía que conseguir su silencio, pero a demás... Aquello le comenzaba a gustar.

― Ah ―gimió la joven al sentir la repentina succión. Orazio la había empezado a devorar, hambriento―. Lo... los dedos. ¡Ah!

Obediente, el criado introdujo parte de su mano en el interior de la muchacha, con cierta bestialidad. Verónica parecía tener una dilatada experiencia. Así que no temió que pudiera hacerle daño con sólo aquello.

El pulgar apartaba a un lado los labios de la chica. El meñique le presionaba el ano. El resto se movía en la húmeda vagina como una anguila en el mar.

― ¡Ah, ah, AHHH! ―Los fuertes movimientos ondulantes pronto hicieron que Verónica explotara de gozo. La chica se desplomó sobre la mesa.

Orazio quería continuar. Quería agarrarle de los muslos con fuerza y destrozarle el hoy con su miembro. Pero temía ser denunciado y se contuvo. Sé contuvo. Se contuvo cuanto pudo. ¡Su verga iba a explotarle de no hacer algo ya!

Intentando mantener la calma, comenzó a masturbarse sobre la chica.

― ¿Qué haces? ―preguntó ella asqueada― . No hemos acabado ―Con un manotazo apartó separó mano y pene, en veloz movimiento―. ¡Si estás caliente, fóllame como es debido, puerco!

Excitado, Orazio la tomó de las nalgas e introdujo en su almeja el miembro palpitante. El coño de Verónica estaba ardiendo.

― Ah, ah, ah, ah, ah ―suspiró con la embestida del joven. El escritorio de Rodolfo temblaba bajo sus cuerpos―. Vamos. Más fuerte ―pedía la muchacha insaciable. Nunca había conocido a nadie como ella. El resto de niñitas de la escuela se limitaban a tontear, pero nunca se atrevían a llegar hasta el final. Y las chicas del pueblo... Bueno, ellas se creían muy pícaras, pero eran como muñecas, muertas bajo su cuerpo. Verónica respondía. Se agitaba moviendo las caderas. Y siempre pedía más y más.

Sin saber muy bien cómo, Orazio estaba ahora sentado sobre la mesa, con la joven cabalgando en su regazo. Se movía enloquecida, disfrutando, poseída por el placer. El aprendiz de conserje temió encontrarse bajo el dominio de una súcubo... Pero si así era, ¿qué importaba? No había disfrutado tanto en toda su vida.

― ¡Ahg! ―gimió, apretando los dientes. El último caderazo de Verónica le hizo desbordarse como un dique roto.

Los dos jóvenes alcanzaron el éxtasis a la vez. Agitando sus cuerpos. Asiendo el uno al otro con ansia voraz. La damisela le arañaba la espalda con desmedida pasión, mientras mordía su hombro intentando ahogar los gritos de placer que luchaban por salir de su garganta. Él, por su parte, la sostenía de las perfectas caderas, marcando sus dedos a fuego sobre la blanca piel de la muchacha.

Era la primera vez que Orazio conseguía dejar su semilla en el interior de una mujer. Todas las campesinas con las que había yacido acababan por suplicarle que se derramara fuera, por miedo a quedar en cinta. Él tampoco deseaba tener niños. Pero no le había dado tiempo de preocuparse por ello con Verónica. La joven había marcado el ritmo desde el principio, sin que el tuviera posibilidad de escoger...

― ¿Qué te preocupa? ―Verónica sabía que algo no iba bien―. Mientras me satisfagas, no le diré nada a la señorita Mattia. Tranquilo, ahora estas bajo mi amparo. Yo cuidaré de ti, mi dulce siervo ―dijo frotándole el pene mojado de blanca leche.

― No, no es eso. Es que temo que te haya podido dejar embarazada.

― Pues no te preocupes por eso ―Verónica se reclinó sobre el con una sonrisa en sus apetecibles labios rojos―. Yo no puedo hacerte padre.

― ¿Estás segura de eso?

― ¡Oh, sí! ―sonrió―. He tenido muchos amantes y nunca he me he quedado en estado. No soy fértil.

― Pues menos mal ―Orazio se sintió profundamente aliviado―. Aunque lo siento por ti. Sé lo importante que es para las mujeres todo eso de la maternidad, y todo eso.

― ¡¿Lo sientes?! ―la muchacha volvió a colocarse a horcajadas sobre él―. ¿No me has oído? Tengo 15 años y he follado más que muchas ancianas en toda su vida. Como he dicho he tenido muchos amantes, pero pienso tener muchos, muchos más. No me compadezcas, perro servil ―dijo apretándole con fiereza el pezón derecho―. Pienso gozar mucho en esta vida. Y cuando digo mucho, me refiero a mucho, mucho.

Los profundos ojos verdes de le atravesaron el alma como hierro al rojo la mantequilla. Orazio supo que no mentía. Supo que le usaría tanto como quisiera, hasta que se aburriera de él. Supo que era su herramienta de placer. Su siervo sexual. Un amante obligado a complacerla en todos sus caprichos. La muchacha aún le retorcía el pezón. Él se sintió excitado de nuevo.