Suspiros de Azúcar (03: Pequeña muñeca insaciable)

Tras la muerte de su compañera de habitación, Laura es trasladada al dormitorio de Dona, una preciosa muchacha con fama de una diabólica tentación...

Aunque pertenecientes a una misma saga, los relatos de Suspiros de Azúcar pueden leerse de forma independiente, ya que cada uno aborda una temática distinta.



Laura Accolti se había visto obligada a mudarse de habitación. Su compañera y amiga,  Nicola Giudici, había fallecido hacía a penas unos días.

― Son cosas que pasan ―le habían dicho―. El Señor siempre se lleva a los mejores...

¡Palabras vacías!

Y ahora, se veía desalojada de su dormitorio. Las normas de la Escuela para Jóvenes Damas de Santa Corona eran muy estrictas al respecto. Las habitaciones debían estar ocupadas por dos muchachas, siempre que fuese posible.

Dona Gillespie dormía sola. Su compañera del año anterior había abandonado la escuela para casarse con un rico comerciante otomano. Con la desgraciada muerte de Nicola, Laura y Dona pasaban irremediablemente a convertirse en compañeras de alcoba.

Los rumores que corrían sobre la joven inglesa eran espeluznantes.

Dona Gillespie era una auténtica muñeca. Su cabello era un torrente de hermosos bucles castaños, que la cubrían hasta los muslos. Sus enormes ojos miel, casi parecían inhumanos. Su piel era más blanca y delicada que la porcelana. Coquetas pecas cubrían sus mejillas cuando se sonrojaba. Su voz era tan dulce como la de un ángel celestial...

Pero los rumores decían que bajo su aspecto inocente se escondía un corazón manipulador y negro como el carbón. Comentaban que sus propios padres la habían enviado desde Inglaterra a Roma, para que se le pegara algo de la magnánima sobriedad de los Estados Pontificios. Pero que hasta los santos hombres del Papa habían caído presos de su embrujo. Se decía que había sido expulsada de la sede episcopal como si de un demonio se tratase. Se decía que sus padres no la querían cerca y que por eso la habían trasladado de Roma a Veneto. Se decía que era un demonio, o que yacía con uno. Se decían muchas cosas. Pero los adultos ignoraban los rumores. Y muchas de las alumnas del Santa Corona envidiaba su belleza...

Las chicas pueden ser muy crueles. Pensaba Laura, racional. No, no tenía nada que temer. Dona y ella se harían buenas amigas. A demás, cuando coincidían en clase o en los jardines, Dona siempre le había parecido una auténtica señorita. Los rumores eran sólo eso, rumores.

La mudanza le llevó poco tiempo. Orazio, el chico-para-todo del Santa Corona, se había encargado de llevar sus cosas a su nuevo dormitorio. Luego Lia, la doncella de aquella planta, había ordenado sus escasos enseres en la coqueta de la habitación.

― Es agradable volver a tener compañía ―comentó distraída Dona, cuando el servicio se hubo marchado―. Siento mucho lo de  Nicola ―se apresuró a añadir, al percatarse de las profundas ojeras que marcaban el blanco rostro de Laura.

Laura era alta y delgada. De cabellos muy rubios y ojos de un azul casi cristalino. Parecía polaca, aunque Dona sabía que era originaria de Saboya. Laura era conocida en toda la escuela por ser una virtuosa del clavicordio. Sus manos eran largas y muy finas. Pero eran perfectas para una muchacha alta y delicada como ella.

― Ah, qué envidia ―suspiró entonces Dona, sin darse cuenta.

― ¿Cómo dices?

― Perdona ―se disculpó―. Es que me he quedado maravillada con tu impresionante porte. Eres tan alta y bonita, que me siento casi invisible a tu lado.

― Oh.

Los días siguientes pasaron como en un suspiro. Laura comenzaba a acostumbrarse a los extraños comentarios de su compañera. La alababa continuamente. De haber sido un hombre, no le habría cabido la menor duda de que intentaba conquistarla con halagos.

Laura tenía una larga experiencia al respecto. Debido a su altura, muchos caballeros la confundían con una muchacha de mayor edad. Laura ya era casadera, pero su padre quería que la muchacha finalizara sus estudios, antes de comprometerla.

Ahora, la joven mantenía un pequeño romance con el criado Orazio, un joven alto, de piel bronceada y cabellos negros. No era nada serio, por supuesto. Orazio había sido objeto de adoración de casi todas las muchachas del Santa Corona. A fin de cuentas, era el único hombre joven de los alrededores. Pero Orazio la correspondía a ella. Al menos, este año. En los cursos anteriores, él se había mostrado muy interesado en la desproporcional delantera de Marianna, una chica vulgar de curvas voluminosas. Pero ahora, Orazio era sólo para ella.

Nicola les había ayudado mucho en su relación. Había preparado encuentros para ellos. ¡Dios, cómo la extrañaba!

Aún no confiaba en Dona lo suficiente como para desvelarle su secreto. Así que, desde el funeral, los dos jóvenes amantes no habían tenido ni un solo momento de intimidad. Pero aquella noche... ¡Aquella noche se había abierto el cielo para los dos! Dona debía bajar hasta Feltre para que la confeccionaran unos zapatos nuevos. No era mucho, pero parecía que la pequeña muñeca había comenzado a dar el estirón.

― Un par de horas ―le había prometido a Orazio.

Para la ocasión, el humilde sirviente se había presentado en su dormitorio completamente aseado. No olía a sudor, ni a barro, ni a grasas de las cocinas. Y lo que era más importante, no olía a cochera, el aroma más desagradable que Laura pudiera recordar.

Se le veía estupendo con el pelo recogido en una graciosa coletilla baja. Parecía recién afeitado y su aliento olía a menta a menta fresca. Laura la besó. Su lengua era suave y cálida. Permaneció perdida en la humedad de su boca durante unos largos y deliciosos minutos.

― Nunca me habías sabido tan rico ―sonrió excitada.

― ¿Crees que hoy podré tocarte bajo la ropa? ―preguntó él con timidez. Acababa de cumplir la veintena, pero aún se sentía como un adolescente. Quizás porque todo el mundo le llamaba “el muchacho”.

― ¿Marianna te dejaba?

― ¿Cómo? ―La pregunta de la joven le pillo totalmente desprevenido. Pero las mujeres eran así. Siempre comparando. Siempre con intrigas―. No ―se limitó a contestar―. A veces me dejaba que le tocase los senos. Pero nada más.

― Yo sí te dejaré. Para que veas que buena soy.

Laura comenzó a desabrocharse el alto corpiño. El vestido gris le cubría hasta los pies. Parecía más el abito de una monja que los ropajes de una dama de buena cuna. A penas tenía adornos, solo algunos detalles bordados en añil.

Las ropas de Laura cayeron al suelo con un leve susurro. El cuerpo de la muchacha era tan blanco que azules venas se le trasparentaban en muslos y pechos. A penas tenía vello púbico, y el poco que había era tan rubio como el de sus finos bucles. Sus senos eran pequeños, pero muy bien formados. Parecía un hada de los bosques, tan blanca y delgada.

Orazio a penas podía contener su excitación. Se arrancó la sencilla camisa, en un solo gesto. Había yacido con campesinas anteriormente, pero jamás había estado tan cerca de poder hacerlo con una auténtica dama. Marianna había jugado con él muchas veces, llevándolo al extremo. Pero siempre encontraba el modo de escaparse de sus caricias. Orazio ya estaba harto de juegos de niñas. El bulto de su entrepierna luchaba por el control de todo su ser.

― No me mires así, por favor ―Avergonzada, Laura comenzó a tratar de cubrir su desnudez con sus manos.

Orazio, conmovido, la estrechó contra su pecho. En un instante, los dos jóvenes yacían sobre la elegante, pero pequeña, cama con dosel.

Entonces, Laura sintió pavor. No sabía qué estaba haciendo. No sabía cómo se había dejado llevar hasta esa situación. ¿Qué pensaría su padre de ella?

― Basta, por favor ―le susurró al joven, desesperada. No quería que nadie la oyera. No quería que nadie pensara que era una vulgar ramera...―. Basta. Te lo suplico. Basta.

El joven sabía por experiencia que las mujeres siempre decían “no”. Pero también, que a la hora de la verdad, siempre gritaba “¡Si!”.

A demás, el cuerpo de Laura estaba muy caliente. Ella misma lo había invitado a su dormitorio. Ella mima se había desnudado para él. Nadie podría pensar que él la había forzado. No. Estaba claro que ella lo deseaba. Su sexo estaba muy húmedo. A penas le costó ningún esfuerzo introducir sus dedos, mientras que con la otra mano mantenía su presa sobre las muñecas de la chica.

― Oh, sí que lo deseas ―le susurró en el oído. Su cuello, su nuca, su pelo, ¡olían tan bien!―. Laura, eres tan dulce ―suspiró mientras acariciaba la garganta de la chica con la punta de su nariz.

Orazio necesitaba liberar su miembro, desatar el lazo de sus calzones. Lo intentó con la mano que había estado en el sexo de la chica. Pero sus dedos estaban mojados y el nudo era demasiado fuerte.

― Ahora voy a soltarte las manos, ¿de acuerdo?

La joven asintió. Estaba muy asustada. Rogaba por un milagro que la salvara de aquella situación. Y al mismo tiempo... ¡No, tenía que mantener la cabeza fría!

Dona irrumpió en la habitación distraída. Aveces olvidaba que ahora compartía el dormitorio. De hecho, hasta que no se hubo sentado sobre su lecho, no fue consciente de la escena que su aparición había congelado en el tiempo.

Orazio se levantó como impulsado por algún tipo de resorte, cuando la mandíbula de la inglesita cayó. Los ojos color miel de Dona parecían querer salirse de sus órbitas, mientras que él luchaba por recuperar la compostura y todas sus prendas de vestir.

― Pues no, señorita Accolti, parece que se encuentra perfectamente sana ―trató de disimular, torpemente―. Si me necesita para algo más, ya sabe donde encontrarme.

El muchacho salió despavorido. Corrió tanto, que estuvo a punto de despeñarse por las escaleras que descendían hasta la salida del Edificio Residencial.

En la habitación, Laura permanecía desnuda, tumbada sobre su cama. Desde que Dona había posado sus ojos en ella, no la había visto respirar ni una sola vez.

― Así que Orazio, ¿eh? ―Dona intentaba eliminar un poco de tensión, pero por otro lado...― Lo cierto es que no me lo esperaba ―reconoció pensativa. Laura no hizo ningún movimiento, parecía encontrarse en algún tipo de estado de shock―. Creí que este año, después del desplante de Marianna, andaría detrás de Verónica. Le ha crecido mucho el pecho.

Laura comenzó a moverse entonces con somera lentitud, para poder contemplar sus propios senos.

― A demás, Verónica es muy facilona. ¿Se dice así? ¿Facilona? ―continuó Dona con frivolidad―. Pero claro, si tú ya lo tienes en la cama... ¡Ni las tetas más grandes del mundo podrían competir con un hoyo bien prieto!

― No. No digas eso ―La voz de Laura era casi inaudible. Parecía incapaz de escapar de aquella vergonzosa situación. ¡Su cuerpo no reaccionaba! Ni siquiera parecía poder protestar ante las palabras de su compañera. Todo lo que le decía tenía mucho sentido. Marianna, Verónica. ¡Le había resultado tan fácil llegar hasta su lecho! ¡¡Qué tonta había sido!!

― No, si no pretendo juzgarte ―exclamó alegremente la pequeña inglesa―. Pero deberías tener más cuidado. La próxima vez podría aparecer acompañada por la directora Mattia o algún otro docente.

Dona se levantó. Con despreocupación, colocó sus zapatos nuevos sobre la cómoda y los contempló extasiada durante unos minutos. Laura aprovechó ese tiempo para acurrucarse bajo la cálida colcha.

― Supongo que esta noche no bajarás a cenar.

La muchacha ni siquiera contestó.

Cuando su compañera volvió al dormitorio, ella ya se encontraba profundamente dormida. No se había levantado para nada. Su uniforme yacía en el suelo, como recordatorio de su estupidez. Sus mejillas habían sido surcadas por manantiales salados de lágrimas. A Dona se estremeció al verla así. Había esperado demasiado para hacerla suya, y esta era una oportunidad que no podía dejar escapar.

Si había alargado la farsa hasta después de la cena era sólo para evitar los rumores de sus compañeras, siempre dispuestas a inventarse una buena historia.

Lo curioso era que casi nunca acertaban. Iban por ahí diciendo que ella yacía con el demonio, cuando cualquier rabo la causaba nauseas. Ella adoraba los coños. Los hoyos, las rajas, las conchas, almejas o conejos. ¡Eran deliciosos! Y el de Laura, tan rubio y peloncete... Se le hacía la boca agua con solo pensarlo.

Dona se desnudó en silencio, para luego ponerse el fino camisón blanco.

Con cucho cuidado se deslizó bajo las mantas de su compañera y comenzó a acariciarle entre los muslos. Laura, profundamente dormida, cedió a sus movimientos. La muchacha rubia se encontraba ahora abierta de piernas, bocarriba. Su sexo era muy hermoso, pequeño y oscuro. Sus labios interiores eran pétalos de flor. La perla de su concha era grande aun encontrándose plenamente relajada. Dona comenzó a lamer. Al principio con suavidad. Pero pronto no puedo evitar comenzar a succionar.

Laura despertó.

― ¿Pero qué...? ―no le salían las palabras. Sabía perfectamente lo que Dona intentaba hacer con ella.

― Si puede la servidumbre, ¿porqué no tu compañera de habitación?

― Aléjate ahora mismo, si no quieres que...

― ¿Que qué? ¿Que grites? ―preguntó divertida, introduciendo tres dedos en el interior de la húmeda almeja―. Vamos, no seas egoísta. A Orazio sí ibas a dejarle. Y lo que él te quería meter era mucho más grande que lo que yo tengo para ti

― Yo no... yo no ―Laura no podía dejar de jadear. Los dedos de Dona se movían muy deprisa dentro de ella.

― Sí, sí que ibas a dejarle ―susurró la inglesa, mordiendo levemente el muslo de la chica―. Ibas a dejar que te follase con su sucia cola de campesino.

― Yo no... yo no, no iba a permitirlo ―consiguió decir Laura entre jadeos.

― A mi no me puede engañar, guarra ―Su voz era mucho más lasciva de lo que nadie podría asociar a un aspecto tan frágil e infantil. Estaba disfrutando mucho con la humillación de su compañera. Por un lado, Laura deseaba gritar, liberarse de su acoso. Por otro, su cuerpo estaba a punto de alcanzar el éxtasis...

Dona introdujo su cara entre las piernas de su compañera, para lamer del jugo de su vientre.

― No, no hagas eso ―protestó Laura, con algo más de convicción. Su cuerpo estaba muy excitado. Sabía que estaba disfrutando con los besos de Dona, y aquello la repugnaba. ¡La estaba violando una muer!―. Tú no... No puedes hacerme “esto”. Voy a pedir ayuda.

― ¡Genial! ―exclamó su amante divertida. Sus ojos la traspasaron el alma. Parecía disfrutar muchísimo con aquello―. Será muy instructivo oírte explicar como una chica que mide 20 cm menos que tú ha podido reducirte y violarte.

― Te castigaran.

― Sí, pero no menos que a ti ―respondió sin dejar de mover sus dedos en el interior de su compañera.

Aquellas palabras desarmaron a Laura por completo. Dona tenía razón. Las dos serían castigadas. Las dos perderían su honor y su credibilidad. No, no podía pedir ayuda. Nadie la creería. Su compañera era una muñeca de porcelana, mientras que ella parecía más un espantapájaros que una señorita... Entonces, ¿porqué no conseguía poner resistencia? ¿Porqué no se enfrentaba a las invasivas caricias de Dona? “Aquello” no le gustaba. Lo que le hacía era sencillamente asqueroso. ¡Asqueroso, asqueroso, ASQUEROSO!!!!!

Laura había alcanzado el éxtasis... Se había elevado a los cielos, y ahora reposaba en calma sobre las nubes.

Tardó varios minutos en recuperarse tras la increíble explosión de placer.

― Eres odiosa ―Su voz era fría. No conseguía asimilar cómo acciones tan despreciables podían haberla hecho sentir tan, tan bien.

― Puede ― La inglesa se relamía los dedos cubiertos de jugos blancos―. Pero tu eres una perra, incapaz de imponer la moral sobre el goce. Has disfrutado como una salvaje ―sonrió divertida―. Querías gritar de placer, pero estabas tan concentrada en oponerte a lo que sentías que creo que te has hecho sangre.

Laura se acarició su labio inferior. No había sangre. Pero comenzaba a notar un fuerte escozor allí donde había mordido.

― ¿Ahora sí te reaccionan los brazos?

― No entiendo. No sé porqué no conseguía moverme ―se excusó incorporándose sobre el respaldo de la cama―. No quería. Y a la vez... ¡Deseaba tanto gozar! ―Estaba enfadada consigo misma―. Yo...

― Sí, eres una guarra ―Dona era feliz con todo aquello. Estaba harta de remilgos y falsedades. Estaba cansada de verse sola en un mundo hipócrita, que castigaba el placer de cara a la galería y en las alcobas oscuras lo utilizaba como moneda de cambio. Dona sabía algunas cosas sobre del mundo que la mayoría de las niñas del Santa Corona no conocerían hasta mucho después de sus respectivos matrimonios. Prostíbulos, concubinas, sirvientas violadas en los rincones. Los hombres parecían tener el control de aquel excitante mundo de placeres carnales. No era justo. Desde luego. Dona los odiaba. ¡Ella merecía también su parte del pastel!―. Pero tranquila. No estás sola.

Las manos de la muñeca se precipitaron a acariciar los senos desnudos de su compañera. Laura las apartó de un manotazo.

― Puede que me hayas hecho sentir ―dijo―. Puede que sea tuyo mi silencio. Puede que creas que me posees. Pero.... Yo soy la que ha gozado esta noche. No tú. Tú sólo eres una sucia devora-almejas.

Dona estalló en carcajadas.

― Eres tan divertida ―respondió feliz―. ¿De verdad crees que, ahora que sabes lo que es el placer, podrás volver a pasar nuevamente tus días en lánguida abstinencia?

Laura no pudo contestar.