Suspiros de Azúcar (02: Floreciendo al Placer)

La trágica muerte de una compañera, consigue mantener en vela a dos jovencitas en un internado de Veneto. Carmine descubre entonces cómo hallar pacer por sí misma...

Aunque pertenecientes a una misma saga, los relatos de Suspiros de Azúcar pueden leerse de forma independiente, ya que cada uno aborda una temática distinta.

Las clases de la tarde acababan de llegar a su fin, en la Escuela para Jóvenes Damas de Santa Corona, en Belluno (Veneto). Sus jóvenes alumnas, ataviadas con sobrios uniformes grises, corrieron presurosas a sus respectivas habitaciones. Aquella noche no habría cena. Nicola, una dulce muchacha de 15 años, acababa de fallecer a causa de fuertes dolores de tripa.

Las normas del centro instaban al recogimiento. El servicio llevaría a los dormitorios de doncellas y profesores fuentes con agua, queso y pan. Nada más.

Las lágrimas recorrían incansables los rostros de las muchachas. Gemidos y lamentos se ahogaban tras las puertas de las estudiantes. La que más se lamentaba era Laura Accolti, la compañera de cuarto de Nicola. Sus sollozos retumbaban en las paredes de las habitaciones contiguas...

― ¡No lo soporto más! ―exclamó Carmine exasperada. Acababa de llegar al centro. A penas conocía a nadie, y aunque siempre había creído ser una muchacha muy sensible y comprensiva, la ola de lamentaciones la estaba haciendo enloquecer. Ella había llorado, como todas, e incluso era probable que hubiese rezado por el alma de Nicola más que las demás. Dios siempre acompañaba sus pensamientos, incluso en sus momentos más pecaminosos...

― Tienes la cara colorada ―A Marianna le parecía exagerada la actitud de su compañera, a quien siempre había considerado una señorita de lo más refinada y comedida. Pero también conocía la otra cara de Carmine. Su lado más temperamental. Sus deseos más oscuros.

Ambas compartían el lecho. El deseo que sentían la una por la otra dejaba desarmada toda su moralidad. Besos y caricias lo inundaban todo. Y a la mañana siguiente, lo único que podían hacer era rezar a Jesús, rogando su perdón.

― Eres tonta, Marianna ―suspiró entonces la joven de cabello color centeno y cuerpo esbelto de delicadas formas. Su amante tenía una irritante tendencia a interpretar lo que le viniese en gana. No es que fuera poco empática, pero a veces le costaba procesar la información.

― Ah, ya entiendo ―dijo ruborizándose.

― No me malinterpretes ―la detuvo con un gesto, antes de que se levantara de la cama para ir obediente hasta la suya―. Hoy no estaría bien.

― Eso mismo opino yo ―respondió recostándose de nuevo―. A demás, no podría concentrarme...

― ¡Por eso me irrita tanto! La procesión se lleva por dentro. Creo yo.

― Bueno, todos hemos perdido a alguien, y te aseguro que...

― No, no, no ―la interrumpió incómoda―. No quiero hablar de eso. Por favor.

La dulce doncella Lia entró entonces para servirles la precaria cena de aquella noche. La muchacha era todo un encanto. Cuerpo blanco y delgado, cabellos rojizos enmarañados en dos graciosas coletas y enormes ojos de cervatilla color avellana. Cual liviano espectro hizo su trabajo, sin decir palabra, y desapareció.

― No eme gusta como la miras ―dijo Marianna con una sonrisa, mientras mordisqueaba un pedazo de queso.

― Qué absurdo que seas tú quien me diga eso ―Las palabras de su amiga la habían molestado ligeramente. Ella jamás había posado sus labios sobre los de otra persona que no fuera su compañera, y sin embargo Marianna...

― ¿No me digas que estás molesta por Orazio?

― Pues un poco sí ―contestó, quitándole de las manos la hogaza de pan―. El año pasado me jurabas que lo amabas tanto que por cada segundo que pasabas lejos de su lado en tu corazón se clavaba una espina. Qué sólo su abrazo podría liberarte de semejante dolor y desasosiego... Y ahora, yaces conmigo y me reconoces que él no es más que una sombra del pasado.

― Y es verdad. Nunca el olvidaré, pero ahora soy tuya.

― ¿Y cuando me olvidarás a mí?

― Nunca ―susurró antes de presionar sus labios contra los de su compañera.

― Esta noche no ―Consiguió detenerla antes de que sus hábiles manos traspasaran la frontera del gris uniforme.

― Ah ―Marianna se sentía agotada―. No quieres que te toque, no quieres estar en silencio, no quieres hablar... Dime de una vez como puedo complacerme, o te juro que te asfixio con la almohada ―sonrió.

― No jures en vano ―le reprochó Carmine severa, antes de romper en carcajadas.

― Sssshu. Laura puede oírnos.

― Pues no te preocupa que oiga mis gemidos cuando me acaricias ―le susurró en el oído mientras acariciaba los enormes senos de su amiga y amante―. Por cierto ―se detuvo de pronto-, ¿como lo sabias?

― Que como sabía qué.

― Que acariciando ahí se podía uno sentir tan bien.

― ¿Nunca te lo has hecho sola?

Carmine negó con la cabeza. Hasta hacía a penas unos días, el máximo placer que la muchacha había experimentado era el de relajarse y orinar cuando lleva mucho rato aguantándose las ganas.

Marianna ante aquella afirmación, explotó en carcajadas. Parte del agua que estaba bebiendo se le salió por la nariz, y le llevó varios minutos recuperarse de la tos que le sobrevino al ahogo.

― Coff, coff, coff ―tosió por última vez―. No me puedo creer que no te hayas tocado jamás.

― Pu... pues no ―respondió su amiga ofendida―. ¿Cómo se me iba a ocurrir a mí algo tan asqueroso?

― Pues bien que te gusta cuando yo te toco ―Marianna acomodó su cabello en una cola de caballo, y se dispuso a ponerse el pijama y apagar el candil.

Carmine la imitó, pero en lugar de meterse en su cama, fue hasta la de su compañera, para recostase sobre sus dos grandes pechos.

― Cuéntame, ¿cómo lo descubriste tú?

Marianna trató de rememorar entonces su primera experiencia. No lo recordaba muy bien. Era pequeña. Tenía unos 8 o 9 años cuando una noche, en el palacio de Mantua de Carmine, mientras lloraba acurrucada por su amor en Belluno, había llevado sus manos hasta el interior de sus muslos. Pronto los gemidos de dolor se convirtieron en suspiros de placer...

― Me gustaba imaginarlo abrazándome, besándome ―suspiró.

Por aquel entonces ella era solo una niña, mientras que el mozo de cuadras ya era un adolescente. Eso la excitaba aún más. Sus hombros eran muy anchos y era alto, espigado. Su rostro aún era infantil, pero ya comenzaba a vérsele ridículos pelillos en la zona del bigote. Orazio era el muchacho más joven que ella conocía. Se veían a diario en la escuela, y solo con escuchar su voz, sentía que todo su mundo se tambaleaba....

― Eres una cursi y una pervertida ―la interrumpió Carmine, asestándole un fuerte codazo en las costillas. Se sentía celosa. Orazio no era nada para ella. Así que no podía entender el interés de su amada en alguien que a sus ojos resultaba tan insignificante. ¡Ni siquiera podía decirse que fuera atractivo! Alto, moreno de piel y cabellos, pero de facciones demasiado comunes. A Carmine le parecía vulgar y desgarbado. ¡Y la mujer a la que ahora amaba se había pasado años y años obsesionada con él! No, no podía entenderlo.

Marianna se frotó las doloridas costillas.

― Me has hecho daño.

― Qué quejica te has vuelto ―Con cuidado apartó la mano de la muchacha y le besó dulcemente en el incipiente moratón.

― Ahora yo debería castigarte a ti ―observó Marianna con excitación.

― Ah, está bien ―suspiró con fingido cansancio―. Retuérceme lo pezones cuanto gustes ―dijo levantándose la camisola por encima de los senos. Carmine ya se había acostumbrado a los inofensivos “castigos” de su amante. Cada vez que ella se pasaba de la ralla con sus bromas y malos tratos, Marianna la se vengaba haciendo con ella cuanto gustase. Acostumbrada a las penitencias de los párrocos y a los castigos de los profesores, los pellizcos y azotes que Marianna le propinaba lo único que conseguían era excitarla aún más.

Marianna, con un movimiento fugaz, se colocó sobre Carmine y comenzó a lamer uno de sus pequeños y rosados pezones con suma delicadeza. Primero en círculos sobre la aureola, luego con lengüetadas más vivas y, finalmente, con pequeños mordisquitos en la protuberancia ya endurecida.

El otro seno de Carmine era atendido por la mano de la voluptuosa muchacha de cabellos castaños y ojos grises. Y entonces pudo sentir cómo el fuerte muslo de Marianna le apretaba el sexo, con ondulantes movimientos, de arriba a abajo, de arriba a abajo.

― Por favor ―suplicó entonces―, tócame...

Marianna se detuvo de repente.

― Se supone que te estoy castigando ―dijo dolida, al darse cuenta de lo dedil que era. No podía centrarse en nada con aquel hermoso cuerpo tan cerca del suyo.

Los lamentos de Laura se habían silenciado. Ninguna de las dos se había dado cuenta hasta ese momento.

― A demás, se supone que habíamos quedado en que esta noche no haríamos nada de esto...

― Demasiado tarde ―objetó Carmine, totalmente excitada―. Ahora no me puedes dejar así.

― Oh, sí que puedo ―protestó su amante saliendo de la cama para acomodarse el camisón―. Has sido mala conmigo, así que hoy tendrás que acabártelo tú sola.

― ¡¿Qué?! ―exclamó sorprendida―. No puedes hablar en serio.

― Tienes que pagar por tus pecados, mi pía Carmine ―Sus manos le acariciaron el rostro en la oscuridad―. Has sido mala. Debes hacer penitencia.

― “Eso” no es una penitencia. No lo dices en serio.

― “Eso”, como tu dices, te da tanto reparo que creo que a este paso tú jamás me tocarás.

― ¿Se trata de eso? ―preguntó dolida―. ¿De que nunca he tomado la iniciativa? Dejo que peques con mi cuerpo. Y yo...

― ¡Para mí no es ningún pecado! ―Mariana no creía que aquello se encontrase reflejado en las Santas Escrituras. La Biblia hablaba sobre sodomía y yacer con hombres que no fueran tu esposo, pero las mujeres siempre aparecían durmiendo juntas, y no se decía por ningún lado que aquello estuviese mal. Las damas compartían el lecho con sus doncellas más apreciadas. No, no había nada de malo en lo que hacían. ¡Era Carmine, no una chica cualquiera! No era como esa ramera de Dona, a quien no le importaba qué conejo estaba devorando... No. Ellas se querían. Se amaban. No era ningún pecado. Jamas a sus ojos.

― Yo no lo tengo tan claro ―protestó Carmine. Sabía que lo que hacía con Marianna estaba mal.

― Cumple tu penitencia ―Con rudeza abrió las piernas de su amante y se colocó entre ellas.

La oscuridad era tal que apenas podía ver lo que tenía delante de los ojos. Pero sí que podía oler los dulces jugos de Carmine, ese néctar que la hacía enloquecer. Lo lamió con delicadeza―. Ahora sigue tú. Vamos, lámete los dedos, no se te vaya a irritar ―la apremió.

Carmine obedeció a regañadientes. No quería hacer aquello, le daba mucho asco. A demás, sentir la mirada de Marianna, tan concentrada “allí abajo”, la producía una vergüenza indescriptible. Pero era una chica obediente. Había golpeado a Marianna con demasiada dureza, y merecía ser castigada.

Introdujo dos de sus dedos entre sus delgados labios, y comenzó a lamerlos con suavizad. Cuando sintió que no podían estar más mojados, los bajó hasta la parte superior de aquel bultito que Marianna siempre le acariciaba. Era una zona muy sensible. Sintió cosquillas y se detuvo.

― Cuanto más lo alargues peor será ―Las palabras de Marianna le salieron a trompicones. Tenía la respiración agitada.

― ¿Pu... puedes ver? ―preguntó Carmine, completamente ruborizada.

― Un poco. Sigue, vamos.

La joven acarició su pubis. Con reparo al principio, pero luego con mucha más determinación. Sus cortos cabellos rizados se le enredaban entre los dedos, con cada movimiento. El bultito aquel tan sensible se extendía por debajo de su piel, endurecido. Cuando lo tocaba directamente se hacía cosquillas, no podía evitarlo; pero si lo acariciaba por encima de la piel... ¡El placer era increíble!

Carmine comenzó a frotarse con más fuerza. Sentía mucho calor. Y, entonces, sin casi darse cuenta, una corriente de placer recorrió todo su cuerpo, despedida desde su sexo.

― Ah, ah, ah ―jadeó tras haber alcanzado el clímax―. ¡Dios mío, yo... no sé! ¡¡Oh, Dios mio!! ―El corazón le palpitaba tan fuerte que creía que se le iba a salir del pecho.

Marianna comenzó a lamerle, nuevamente. Su néctar la hacía enloquecer.

― Yo siempre me encuentro con rapidez ―comentó la joven, desde los muslos de su compañera―. Pero cuando te lo hago a ti, me cuesta más encontrar el momento de acelerar...

― ¡Ha sido increíble!

― Espero que no pienses en deshacerte de mí, ahora que ya sabes hacerlo por ti misma...

― Qué tonta eres, Marianna ―Carmine le propinó un fuerte beso en los labios a su compañera. ¡La quería tantísimo!

Las dos muchachas se quedaron dormidas, abrazadas. El amanecer les traería un día cardado de lamentos y pesares. Velatorio, funeral. Todo un torrente de lágrimas adolescentes. Pero aquella noche, Marianna y Carmine podían dormir con una dulce sonrisa en los labios.