Suspiros de Azúcar (01: La recién llegada)
Carmine, es enviada a una escuela para Jóvenes Damas. Allí se reencontrará con Marianna, una amiga muy querida...
Aunque pertenecientes a una misma saga, los relatos de Suspiros de Azúcar pueden leerse de forma independiente, ya que cada uno aborda una temática distinta.
Carmine caminaba sola por los pasillos de la Escuela para Jóvenes Damas de Santa Corona. Su padre, el señor Giovacchino Giovanetti, se encontraba ultimando los últimos detalles sobre el traslado de su hija. Carmine deseaba se alojada en la misma habitación que una antigua amiga de la infancia. La horrorizaba la idea de tener que hacer nuevas amigas, de vivir en aquél lugar frío y desconocido para ella...
― No quiero ir, padre había rogado cuando el señor Giovanetti fue a comunicarle la noticia―. Siempre he estudiado en casa, con mis hermanos. ¿Porqué ahora me mandas tan lejos de ti?
― Carmine, corazón ―suspiró su padre cargado de paciencia―, han pasado dos meses desde la boda de tu hermano Edoardo. Y Carlo lleva ya mucho tiempo fuera de casa, atendiendo negocios en Austria. ¿No crees que ya es hora de que emprendas el vuelo tú también?
― ¿Y qué pasa con madre? ¿Y el pequeño Tito? ―rogó a la desesperada―. ¡Ellos aún me necesitan!
Pero sus súplicas de nada le sirvieron. Cuando al señor Giovanetti se le metía algo en la cabeza, uno no tenía ninguna posibilidad de hacerlo cambiar de parecer.
Carmine tenía ya 15 años y no era ninguna ingenua. Sabía que las verdaderas intenciones de su padre eran alejarla de su hogar para poder decidir qué sería de su futuro.
Era una joven muy bonita, de cabellos color centeno y ojos verde-miel. Sus formas eran atléticas. Criada con tres hermanos, había resultado una niña mucho más ruda de lo que a sus padres les hubiese gustado. Pero también era piadosa y obediente. Cuando no estaba estudiando con alguno de sus profesores particulares, estaba rezando en la capilla de la finca o cuidando de su pequeño Tito. ¡Sí, era una hija ejemplar, sin dudas! Por eso su padre no conseguía comprender que ahora se mostrase tan tozuda.
Por supuesto, el señor Giovanetti hacía todo lo posible para que Carmine se encontrase un hogar en la escuela de Santa Corona. Sabía que era inevitable que extrañase su majestuosa mansión en Mantua, a su madre, a su hermano e, incluso, al servicio. Por ello, había decidido que su adorada hija no estuviera sola.
El señor Cannavaro, un viejo amigo de la familia, tenía ingresada desde hace algunos años a su hija, Marianna, en la escuela. Cannavaro y Giovanetti eran viejos amigos. Pero mientras que uno parecía disfrutar de una suerte inagotable, el otro había debía soportar el peso de una vida de desgracias. La familia Cannavaro era antigua y noble, pero con el paso de los años, las guerras y las intrigas palaciegas, los Cannavaro habían descendido en la escala social hasta casi desaparecer. A demás, Edoardo Cannavaro había tenido que afrontar la muerte de su mujer y de varios de sus hijos. Ahora ya solo le quedaba Marianna y los pequeños mellizos Nestore e Ilaria. Ayudar a los Cannavaro se había convertido en una obligación para Giovacchino Giovanetti. Aunque no de sangre o nombre, eran su familia.
Confiaba en que la compañía de Marianna hiciera más amena la estancia de Carmine en la escuela. Las dos muchachas eran buenas amigar, de casi la mima edad.
Carmine pudo respirar aliviada, cuando su padre salió del despacho de la directora con una sonrisa bajo el tupido bigote.
― Hija, ya está todo ―anunció dándole un abrazo a la niña de sus ojos.
― Muchas gracias padre ―Saber que se encontraría nuevamente con su compañera de juegos la alivió mucho más de lo que esperaba.
― No hace falta que te diga que has de estudiar y ser obediente, ¿cierto?
― No, padre.
Carmine esperó a que el carruaje saliera a través del arco amurallado de la escuela. Luego, con paso presuroso siguió a la directora de Santa Corona, la señorita Regina Mattia, hasta el interior del Edificio Residencial para Jóvenes Damas.
Su habitación constaba de dos pequeñas camas con dosel, una cómoda, una mesita a cada lado de la cama, con un candil y cerillas, un hermoso crucifijo de madera (con la imagen de nuestro Señor en cerámica) sobre la pared y un lavabo con espejo y toalla al lado.
― Las letrinas están al final del pasillo ―comunicó seria la directora―. Si necesitas algo, la doncella de esta planta se Lia. Ella te atenderá, solo tienes que tirar de aquí ―dijo jalando de un cordel, al lado de las escaleras―. La cena es a las seis. Se puntual.
Lia no tardó en aparecer por su dormitorio.
― La señorita Mattia me envía para que la ayude a ordenar sus cosas ―susurró, abriendo la puerta con sumo cuidado.
Al otro lado del umbral, un joven de unos 20 años, cargaba con su baúl.
― Claro, pasad.
El muchacho dejó el enorme cajón de madera a los pies de lo que supuso sería su nueva cama.
― Ahí duerme la señorita Marianna ― anunció la muchacha con un hilo de voz. Parecia más delicada que la más lánguida de las doncellas. Su piel era muy blanca, y más pálida parecía si se la comparaba con sus brillantes cabellos color zanahoria.
― Muchas gracias ―dijo despidiendo a los dos jóvenes criados. Al menos, parecía que el servicio era eficaz.
Con todo colocado, y sin nada mejor que hacer, Carmine decidió salir a explorar las instalaciones. Las jóvenes aún estaban en sus respectivas clases. Ella empezaría mañana, y eso la desasosegaba profundamente. Nunca había asistido a clase con otros que no fueran sus hermanos.
De pronto los pasillos se llenaron de bullicio. Una estampida de jóvenes uniformadas lo inundó todo. Chicas de todas las edades caminaban apresuradas en un mar de murmullos y risitas adolescentes.
Entonces, Carmine la vio. Entre un grupo de gallinitas cacareadoras, Marianna, con sus lisos cabellos castaños, sus tristes ojos grises, sus labios canosos y sus pronunciadas curvas. Más mujer que niña. Su amiga. Su compañera de travesuras. Ahora, parecía abstraída en sus propios pensamientos. Muy lejos de lo que había a su alrededor.
Carmine caminó hacia ella. Su verde vestido resplandecía entre uniformes grises. Con un solo golpe los libros que Marianna llevaba en brazos cayeron al suelo.
― ¿Pero qué...? ―se volvió furiosa, pensando que sería Orazio, el chico-para-todo.
Su sorpresa se reflejó en sus rostro, como la luna en un estanque.
― ¿No vas a recoger los libros, torpe? ―preguntó Carmine altanera, ganándose en un instante la antipatía de las compañeras de Marianna.
A Marianna le costó bastante hacer entender a sus amigas que sólo se trataba de una broma. Marianna y Carmine disfrutaban metiéndose la una con la otra, tanto que, a veces, se le iba de las manos y llegaban a los golpes. Sus padres las habían separado en un par de ocasiones, cuando eran niñas. Ahora, parecían conformarse con rencillas más sutiles.
Todas parecieron satisfechas con explicación, y las dos muchachas no tardaron en encontrar una excusa para dirigirse al dormitorio que ahora compartían.
― ¿Qué te parece? ―Marianna esperaba nerviosa escuchar las historias que Carmine traía de Mantua, pero antes que nada deseaba saber su opinión sobre la escuela. Ella llevaba años allí encerrada. Todos los veranos, cuando iba al palacio de los Giovanetti, le contaba historias sobre sus compañeras, sus profesores e incluso de su accidentados amores y desamores con Orazio...
― Le he visto ―respondió la muchacha rubia con una pícara sonrisa, sabiendo a dónde la habían llevado los pensamientos a su amiga.
― Claro, la directora te habrá enseñado la sala de música, el gimnasio...
― ¡No, tonta! Me refiero a tu chico ―la ayudó con paciencia.
― Ya no es mi chico.
― ¿Otra vez con lo mismo?
Todos los años, al finalizar el curso, Marianna y Orazio comenzaban sus coquetos primaverales. Luego el curso finalizaba, muchas veces antes de que siquiera hubiesen cruzado palabra. Marianna viajaba entonces a donde su padre creyera oportuno. Con el inicio del curso, los jóvenes volvían a encontrarse, pero su relación parecía encontrarse más mustia que los árboles del otoño, y ya no volvía a pasar nada hasta la siguiente primavera.
― Este año es distinto ―Marianna pareció muy seria de pronto―. Hemos hablado.
― Ya veo.
― Después de lo que pasó entre nosotras este verano, yo no...
― Solo fue un juego ―la interrumpió Carmine no queriendo oír más. La había costado 33 Ave Marías y 50 Padres Nuestros, volverse a sentir limpia otra vez....
Era una noche sin luna. Ninguna de las dos conseguía conciliar el sueño. La boda de Edoardo, con todo su lujo y sus invitados, había sido el acontecimiento del verano. Su marcha había dejado el palacio vacío. Los días parecían hacerse eternos, y en las noches no hallaban descanso. Carmine había perdido las ganas de jugar, de reír. Y Marianna no sabía qué hacer para alegrar a su amiga.
Así que aquella noche, la sacó de su habitación, casi a rastras. Envueltas en sus sinuosos camisones blancos corrieron hacia el lago. Se desnudaron y sumergieron en las negras aguas.
Las algas del fondo las hacían cosquillas en los pies. Los peces las asustaban con sus inesperadas caricias.
Carmine volvía a reír. Sus carcajadas eran tan fuertes que su amiga, temiendo que las escucharan, se abalanzó sobre ella, para taparla la boca. El suelo era muy escurridizo, y no pudo evitar que sus cuerpos se juntaran demasiado. Carmine sintió entonces los voluminosos pechos de Marianna sobre los suyos. Las manos de la joven de ojos grises la apretaban con fuerza. Sus corazones latían excitados.
Marianna separó su mano de la boca de Carmine, avergonzada, y retrocedió unos pasos.
― Qué tonta eres ―suspiró la rubia volviendo a tomar el control de sí misma― . Nos hemos bañado desnudas cientos de veces.
― Y, a pesar de todo, esta vez es distinta ―declaró Marianna precipitándose sobre su amiga.
Los labios de las dos jóvenes se fundieron en un apasionado beso. A Carmine nunca la habían besado de aquella manera. Ella era una joven casta y pura, libre de esa clase de deseos. Se había criado con tres hermanos, y jamás había mostrado interés alguno en los hombres. Cuando otras damas la preguntaban, ella siempre respondía que ya tenía hombres más que de sobra en su vida y que no le interesaban los romances ni los coqueteos. Ahora, la lengua de Marianna recorría su boca, hambrienta de sus besos. Sus manos acariciaban sus fríos y húmedos senos.
― Ah... ―suspiró cuando su amiga comenzó a acariciarla con más fuerza. Sus cuerpos se encontraban entrelazados, desnudos, en la negra laguna.
Las manos de Marianna se deslizaron resueltas hacia su sexo... Y entonces, Carmine comenzó a tiritar.
― Casi morimos de neumonía ―sonrió Marianna, recordando los días posteriores, abrazadas bajo las mantas, tratando de darse calor la una a la otra. Y, hasta en esos momentos en los que la fiebre consumía a ambas, los deseos de Marianna por su compañera no disminuían. ¡Por Dios! Qué lejanos parecían entonces los tonteos con Orazio. Era verdad que los fuertes brazos del chico, su olor a sudor, sus besos furtivos, la habían llenado de gozo. Pero el deseo que sentía por Carmine era abrumador. Desde aquella noche en la laguna, no podía pensar en otra cosa. El colegio, sus amigas, los profesores, ¡todo carecía de importancia! Ya que lo único que deseaba era volver a perderse en el suave cuerpo de Carmine.
Entonces, sin poder contenerse ni un segundo más, Marianna estrechó a Carmine entre sus brazos con ternura.
― ¡Señor, qué bien te huele el pelo! ―suspiró, hundiendo su nariz en la nuca de su amiga. Sus dedos deshicieron el recogido que lo adornaba, arrojando sobre la mesilla la redecilla enjoyada, mientras que con su otra mano intentaba desliar el lazo del corpiño verde.
― Cuando lleve el uniforme, esto resultará más sencillo ―Carmine se dispuso a echarle una mano con los nudos.
― Sigo sin poder creer que estés aquí ―Marianna incoó sus dientes en el blanco cuello de su amante.
― Ahg ―protesto esta, tumbando a su compañera de un solo empujón―. Ahora me toca a mí ―le susurró al oído, mientras le mordisqueaba el lóbulo con carillo.
― Esto te va a costar muchos Ave Marías ―sentenció Marianna entre risas.