Susana: ¡No me llames Susanita! (2/4)

Cuando ves que alguien no sabe dónde están guardadas las toallas, es porque no es su casa. Y si además ésa casa parece ser de la última persona a quien querrías ver... ármate de valor.

Permanecía quieta como una estatua, con una mano apoyada en mi bolso y la otra aferrada al pomo de la puerta. Intentaba saber cómo reaccionar, en ese momento estaba totalmente colapsada. Intentaba pensar rápido: "Estoy encerrada en esta maldita casa y detrás de mí… joder, joder, joder…"

  • ¿No vas a saludarme? – dijo con un toque sarcástico.

No había nada que hacer, la situación era esa y no podía pasarme toda la noche dándole la mano al pomo de la puerta, así que me armé de valor, saqué mi orgullo y me giré decidida, mirándole directamente a los ojos. Allí estaba él, algo más mayor, con esa mirada penetrante que tanto me había gustado y que ahora odiaba con toda mi alma, muy bien vestido, y como siempre…asquerosamente seguro de sí mismo. No entendía por qué narices había planeado todo aquello, pero si esperaba encontrarse a la pánfila que fui en el pasado, lo tenía claro. Ahora era más lista y tenía más mala ostia que antes.

  • ¿Ni un "hola"? – me dijo él, con una sonrisa en los labios.
  • Hola – dije con chulería, sin apartar mi mirada de la suya – Ale, ya te lo he dicho, ¿puedo irme?

Él sonrió y negó con la cabeza. ¡Cómo me tocaba las pelotas esa respuesta! ¿Qué se pensaba? ¿Qué podía volver a decirme lo que hacer?

  • Vaya… - soltó él, mirándome de arriba a bajo – Estás un poco más gorda.
  • Y tú menos cachas – contesté al instante – Es lo que tienen los años, que nos afectan a todos

Él se echó a reír. ¡Dios mío, cómo odiaba esa risa! Respiré profundamente y decidí aguantar esta batalla absurda con orgullo y prepotencia, al igual que él. Si creía que recurriendo a mis kilitos de más iba a amilanarme, es que era más idiota de lo que recordaba.

  • ¡Ja, ja, ja! Siempre con tus gracietas… ¿te dije alguna vez lo mucho que me gustaba…?
  • ¿Qué quieres? – pregunté, interrumpiéndole – No creo que me hayas hecho esta emboscada penosa para hablar de mi sentido del humor.
  • Bueno, si quieres irte… ¡Ah, no! Que no puedes… ¡Ja, ja, ja!

Preferí morderme la lengua. Ágata, de pie entre ambos, seguía la conversación como si fuera un partido de tenis.

  • Volveré a insistir – dije, algo más cabreada - ¿¡Qué coño quieres!?
  • Charlar un ratito, Susanita, sólo eso.

Ése nombre golpeó en mi cabeza como un gong. ¡En estos seis años no había vuelto a dejar que nadie, absolutamente nadie me llamase así!

  • ¿Quieres hablar? ¡Pues habla!

Se sentó y dio un toquecito en el sofá para que me sentara a su lado.

  • No pienso acercarme a ti – dije, soltando una risa nerviosa.
  • ¿Qué pasa? ¿Te doy miedo?

No pude evitar echarme a reír.

  • "Miedo" no es la palabra que tenía en mente, precisamente

Él volvió a reirse.

  • ¡Joder! ¡Ja, ja, ja! Sincera como siempre. No has cambiado en nad
  • ¡He cambiado en TODO! – contesté, molesta - ¡No tienes ni idea de lo mucho que he cambiado!
  • ¿En serio? – preguntó sarcásticamente – A ver, cuéntame.
  • Pero bueno, ¿crees que puedes encerrarme en una casa, aparecer en mi vida de este modo tan cutre y encima te tengo que contar qué tal me va? Pues mira: me iba todo de maravilla hasta hace 10 minutos.
  • ¡Qué afortunada! – dijo poniendo su mano en el corazón burlonamente – De verdad, me alegro muchísimo por ti.
  • Vete a la mierda- dije entre dientes.

Su sonrisa desapareció al instante y se quedó mirándome fijamente. Odiaba tanto esa mirada, había temido tanto esa mirada… Sabía perfectamente lo que significaba, sabía que cada una de mis respuestas le estaban tocando los cojones, pero esta última parecía haberle molestado más de la cuenta. Se levantó y poco a poco caminó hacia mí. Casi de forma involuntaria, reculé a medida que se acercaba, hasta quedar con la espalda pegada a la puerta. Al quedar a pocos centímetros de mí, paró.

  • Si me tocas un pelo… - le dije amenazante y con las piernas temblorosas.
  • Lo sé – contestó secamente – Tranquila, sigo con la misma política: las mujeres de los demás….

  • no se tocan – dije yo, terminando la frase que tan bien conocía.

  • A no ser que me den vía libre… - puntualizó.

  • ¡Ja, ja, ja! Espera sentado, guapito – contesté, riéndome en su cara.

¡Joder! En otra ocasión, por ese comentario me hubiese llevado una buena torta y era más que evidente que se moría de ganas, sus ojos le delataban. Pero no podía hacerlo, ahora mismo, éramos dos iguales. Ese detalle hizo que me creciese por dentro. Seguía estando nerviosísima, pero he reconocer que me estaba gustando la situación.

¡Tenía una oportunidad maravillosa para decirle todo lo que no me atreví, para vacilarle todo lo que quisiera y de cabrearlo sin consecuencias! Aún nerviosa, le sonreí. ¡No era una sonrisa dulce o de complicidad, sino una sonrisa de prepotencia! ¡¡Qué gusto, madre mía!! Vi como apretaba los dientes, su respiración era más pronunciada, sus fosas nasales se abrían más y más y apretaba los puños. "¡Jódete!" – pensaba para mí – "¿Querías hacerme una emboscada para verme con la cabeza gacha? Pues te ha salido el tiro por la culata, cabrón". Para mi sorpresa, él me devolvió la sonrisa. ¿Era una sonrisa hipócrita? No, no lo parecía.

  • Susanita, cómo sabes cabrearme… - dijo, sin borrar la sonrisa de sus labios.
  • Lo sé – contesté crecida – Y tengo cuerda para rato, así que: puedo seguir cabreándote, porque me lo estoy pasando realmente bien… o puedes abrir la puta puerta.

Acercó su cuerpo sólo un par de centímetros más y apoyó las manos en la puerta, quedando rodeada entre sus brazos. Aun sin ni siquiera rozarme, podía notar su cuerpo sobre mí, sus ojos clavándose en los míos, su respiración cerca de mi cuello y su olor, seguía usando el mismo perfume… ¡Cómo olvidarlo!

Acercándose a mi oreja, me susurró:

  • Um… deja que lo piense – de nuevo usaba el mismo tono de sarcasmo – Sigue cabreándome

Se alejó de inmediato y volvió a sentarse en el sofá. Respiré profundamente algo más aliviada, tenerlo más lejos hacía que me sintiera un poco más tranquila.

  • ¡Ágata! – dijo él secamente, haciéndole un gesto para que se acercase hasta él.
  • ¡Ágata, quédate quieta! – solté yo sin pensar. ¿Por qué había dicho yo eso?

Ágata me miró con impotencia y se encogió de hombros.

  • Creo que te he dado una orden – insistió, algo más cabreado.

Al oír el tono de voz, Ágata fue hacia él como un rayo. Aunque me jodía que le hubiese hecho caso, no podía culparla, unos años antes yo hubiese hecho lo mismo.

Ella se puso de rodillas entre sus piernas y se quitó la camisa, dejando al aire sus pechos. Él, sin ningún tipo de consideración, empezó a estrujarlos entre sus manos mientras volvía a dirigirse a mí:

  • Cuando Ágata me dijo que te habías hecho tan amiga de ella pensé: "¡No puede ser! ¿Dónde está la Susanita desconfiada?"
  • Sigo siendo desconfiada – contesté, intentando fijar mi mirada en sus ojos y mi mente en la conversación – Pero ya ves, para una vez que le doy una oportunidad… me la mete doblada.

Ésa afirmación hizo reaccionar a Ágata.

  • Susana, te juro que

El bofetón que resonó por toda la habitación logró callarla al instante. A mí en cambio, consiguió tensarme de la cabeza a los pies.

  • ¿Alguien te ha preguntado? – dijo él, furioso.
  • No, no… lo siento Señor. – respondió ella, asustada.

Él volvió a su labor, apretando sus pechos con fuerza y pellizcando sus pezones. Ágata soltó un gemido ahogado, más de dolor que de placer. Tal vez no debí meterse donde no me llamaban, pero no sé bien por qué, salí en su defensa:

  • No hace falta que pagues tu mosqueo con ella – dijo, alzando la voz- ¡No es una pelotita antiestrés!

Él soltó una carcajada.

  • ¡¡Ja, ja, ja, ja!! ¡Es que siempre me haces reír! Incluso cuando me tienes cabreadísmo como hoy, me haces reír! ¿Por qué tú no me haces reír así? – preguntó retóricamente a Ágata.
  • Yo…yo no
  • Déjalo – concluyó, viendo que no había entendido nada.

Ágata siguió allí, entre sus piernas, dejándose hacer mientras él continuaba sobándola sin piedad. Ella, prudentemente, le miró buscando un gesto de aprobación. En cuanto lo encontró, acercó la mano a su paquete y empezó a acariciarlo por encima del pantalón. Evité fijar mi mirada en ellos. ¡Ya era suficientemente bochornoso estar allí de pie, como para ponerme a mirar! Ya tenía más que suficiente. Abrí el bolso y busqué mi móvil.

  • Susanita… - dijo él, con la voz un tanto agitada – Me ha encantado…volver a verte
  • Sí, ha sido un reencuentro precioso – dije sarcásticamente sin mirarle, mientras seguía rebuscando – Pero ahora… tengo que
  • ¿Buscas esto?

Levanté la cabeza y ahí estaba mi móvil, en su mano.

  • ¡Eres un cabrón! – exclamé, enfurecida.
  • ¿Lo quieres? – dijo, moviéndolo entre sus dedos como si fuese el juguetito de un perro – Ven a buscarlo.

Ni lo pensé. Sólo quería llamar a Marcos para que me sacara de allí y olvidar toda esa mierda. Me dirigí hacia él decidida a cogerlo. En ese momento, él metió el móvil por debajo del pantalón, justo en su entrepierna. ¡Su puta madre! ¡No pensaba tocarle, ni acercarme más!

  • Puedes quedártelo – le dije con prepotencia – ¡y metértelo en el culo si te apetece!

Él volvió a reírse. Yo, en cambio, perdía el control.

  • ¡¿Te lo estás pasando bien?!
  • ¡No sabes cuánto! – contestó, sonriente y orgulloso.
  • Pues, la verdad, si esto te parece tan divertido…deberías salir más – añadí, con chulería - ¡Me traes aquí para hablar y no me has dicho nada interesante! ¿Qué querías? ¿Qué viera como tu nueva zorrita te sobaba la polla? – Hice una pausa y decidí añadir la guinda, así que susurrando le vacilé - ¿Es que… es que necesitas público para que se te…?
  • Susanita... – dijo conteniéndose.

En ese instante, un claxon sonó tres veces. Ágata se puso de pie en seguida:

  • Señor, ¿abro la puerta?
  • Tranquila, sólo es un aviso. Tiene llave

¡Dios mío, qué bien sonaba eso! ¡Me daba igual quién fuese, no me importaba si al abrirse esa puerta aparecían cientos de chicas desnudas, o la señora da la limpieza, en cuanto abriesen, me largaba de allí! Me acerqué al sofá y quedando frente a él, aproveché mi último minuto en la casa para quedarme bien a gusto:

  • Me alegro de haberte vuelto a ver para poder decírtelo: ¡Eres un cabrón, te odio, te detesto y espero no volver a verte nunca! - Él escuchaba mis palabras atentamente, prácticamente sin pestañear - Y ¿sabes qué creo? Que te jodió demasiado que fuera yo la que te dejase… porque eso no se cura con una zorrita nueva. No, esa espinita se queda clavada

Su cara de cabreo era monumental, al fin y al cabo era humano, y como todo humano, tenía sus puntos débiles. La ventaja es que yo conocía algunos de los suyos y acababa de jugar sucio, dándole donde más le dolía. Me dirigí hacia la puerta en cuanto escuché el ruido de las llaves al otro lado. Antes de salir, y poniendo el pie a punto para trabar la puerta, me giré y le grité:

  • ¡Y odio que me llames Susanita, hijo de puta!

La puerta se abrió y… no salí corriendo, mis pies no reaccionaban, mi cuerpo parecía haberse quedado en pausa. Con los ojos como platos, sólo logré decir, con la voz temblorosa:

  • ¿Mario?

¡Gracias por leerme! ¡Y comentad, aunque os haya parecido una mierda!

¡Os lo agradeceré mucho!

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