Susan la holandesa
Hay maridos cornudos por accidente y otros cornudos por capullos.
Conociendo a Susan
Somos un matrimonio muy liberal, supongo que el hecho de que no seamos unos jovencitos ayuda bastante: Eva tiene 34 años y yo unos pocos más, 46. Ella es una hembra preciosa de buenas curvas y muy alta. Le gusta llevar su pelo, negro como el azabache, largo casi hasta la cintura, y a mí me encanta enredar los dedos en él y acariciarlo mientras hacemos el amor. Alguna vez me deja correrme con la polla envuelta en su melena pero no es muy habitual, suele cuidarlo mucho y el semen no lo considera un líquido vitamínico. Suele resultar provocativa en todos sus actos y en su forma de vestir porque le gusta sentirse observada. Sus escotes siempre están al límite de mostrar la aureola oscura del pezón lo que a mí me provoca unas ganas de bajárselos y comerle los pezones. Ni que decir tiene que el culo es otra maravilla: grande, duro, prieto... En esas faldas pequeñas y estrechas que le gusta utilizar logra que la gente vuelva la vista para admirarla lo que es su objetivo.
Este verano nos fuimos de vacaciones un par de semanas a Las Palmas de Gran Canarias. Elegimos un hotel del sur de la isla que tenía muy buena pinta, un edificio romántico de solo tres alturas, rodeado de vegetación, tres piscinas, bares en los jardines... lujo. Tuvimos la suerte de que nos tocó habitación con vistas al mar en la última planta. Aquel paisaje le ensimismaba y le gustaba salir a tomar el sol desnuda a la no muy discreta terraza. El edificio formaba una especie de ‘C’ con la abertura mirando al mar por lo que prácticamente todos las habitaciones tenían la posibilidad de fisgonear lo que ocurría en las terrazas de las otras habitaciones. A Eva este detalle le excitaba aún más y le gustaba tomar el sol totalmente desnuda, abierta de piernas, mostrándome su coño afeitado a todos los mirones del lugar.
Y es que a Eva, como digo, le encanta provocarme a mí, provocar a mis amigos, a los suyos y hasta le encanta provocar a los desconocidos. Cuando algún tío tiene que pasar por nuestra casa a hacer algún trabajillo, arreglar la lavadora, la televisión o dar barniz a los suelos, el pobre suda la gota gorda viendo a la zorra de mi esposa actuando de puta en busca de unos ingresos, pero eso sí pocas veces dejan que la penetren con lo que el pobre hombre sale de casa con un empalme de mil pares de cojones.
En el hotel, nada más llegar a nuestra planta, empezaba a quitarse ropa. Lo hacía por el morbo de que la pudieran pillar y a mi me fascinaba tocarle la vagina por esos pasillos vacíos. Su juego le llevó a que, en más de una ocasión, quedara totalmente desnuda bastantes habitaciones antes de la nuestra. Yo en el fondo deseaba que la pillaran y por eso hacía como que era incapaz de abrir la puerta, 'estas putas tarjetas nunca se como meterlas', y ella a mi lado daba botes impaciente por cobijarse en el cuarto. Verla en el pasillo con las tetas botando era lo más que un pobre hombre necesita ver para empalmarse lo máximo y ella se reía de mí viéndome necesitado de un buen polvo. Jugaba a pasar de mí pero era buena chica y en cuanto cerraba la puerta se me ponía a cuatro patas y me dejaba que me la follara como un perro. Eran tales los empellones que le metía que empujando, empujando, llegábamos hasta las proximidades de la cama donde acabábamos la faena de forma mucho más cómoda.
Ya el primer día supe que Evita me iba a tener todo el día metido en una maratón sexual. Uno es mayor para estar todo el día con la polla dura: pone excesiva tensión en tu corazón.
Habíamos llegado a la hora de comer y, una vez instalados en la habitación, nos bajamos al comedor a disfrutar de nuestra reserva de media pensión. Todo dios parecía extranjero, de vacaciones como nosotros, rubias y rubios de ojos claros, bronceados, gente guapa. Cuando subimos del comedor, Eva corrió a tomar el sol en la terraza de la habitación. 'Ya estamos', pensé yo cuando la vi ir quitándose la blusa, la falda y las bragas. Para el final siempre deja el sostén, sabe que me entusiasman ver sus tetas saltando libres y sus pezones duros. ¿Como logrará que tenga siempre los pezones a punto de explotar?
Se acomodó en una tumbona y abriéndose de piernas me pidió que la untara con crema bronceadora. Ver aquel coñito afeitado pidiendo árnica era demasiado pero me dediqué a la tarea acariciando todo su cuerpo intentando no fijarme que su vagina ya brillaba con los flujos de la muy puta.
Ella se dejaba hacer con una tonta sonrisa en los labios y aparentando que estaba dormida, pero no, las contracciones de su vagina me decían que aquella puta estaba pero que muy despierta. La conozco bien y cuando empezó a gemir suave supe que la cabrona estaba a punto de correrse. Me encanta que se corra en mi boca, me encanta beber sus flujos. Se corre de tal forma que pareciera que se está meando. Así que rápidamente me ubiqué entre sus piernas y hundí mi cara en su coño. ¡Dios como me gusta ese olor! Afanoso busqué su ojete y le metí un dedo hasta el nudillo.
Los gemidos empezaron a ser grititos cortos intercalados con ánimos para que lo hiciera más y más rápido. Pensé en los vecinos de las habitación cercanas que estuvieran en la terraza. Se lo debían estar pasando a lo grande. Me bebí sus jugos y empapé mi cara. Busqué su boca para que supiera a qué sabe su coño de puta. Eva no le hace ascos a nada y me lamió complacida.
— Necesito que me hagas una paja —supliqué.
— Cariño, estoy muy cansada, hazlo tu mismo.
Por suerte estaba bromeando y pude terminar corriéndome en su boca.
Sobre las seis de la tarde nos fuimos a la playa a pasear por la orilla. Una pareja nos saludó con la mano y nosotros les devolvimos el saludo, ¿quién coño eran aquellos? Imaginamos que eran huéspedes del hotel con los que habríamos coincidido en recepción o en el comedor. Le comento con sorna lo guapo que es él y ella me responde con la misma moneda alabando el tamaño de las tetas de ella.
— Mira que eres zorra —me río— seguro que te encantaría comerle los pezones.
Se hecha a reír y se para. Se vuelve hacia donde ha quedado la pareja sentada en la arena y parece sopesar el acercarse a ellos. Yo miro divertido. La tía, que se ha dado cuenta de que la miran, aprovecha para levantarse y dirigirse al agua. Usa tanga y sus tetas se muestran en todo su esplendor. A la legua se ve que también a ella le gusta ser observada. Hacemos que hemos llegado al final de nuestro paseo y volvemos sobre nuestros pasos. Cuando llegamos a su altura ella sigue en el agua y Eva se queda mirando al marido, novio o lo que fuera que se levanta como movido por un resorte adelantando la mano. Se presenta, Alex nosequé, apellido extranjero impronunciable. Habla muy bien el español, nos explica que llevan años en Madrid trabajando para una multinacional sueca. No es Ikea, lástima, pienso yo, es junto con Volvo las dos únicas empresas suecas que conozco y cuyo nombre pueda pronunciar. Somos compañeros de hotel. Le presento a Eva y me presento yo, Roberto. La mujer, desde el agua, empieza a hacer señas para que nos unamos a ellas.
— No va a poder ser —dice compungida Eva, no me he bajado bañador.
— ¡Que más da! —le anima Alex— ¡bañaros en ropa interior!, aquí todo el mundo lo hace.
Eva me mira divertida y sin pensárselo dos veces se quita la camiseta y el pequeño pantaloncito que lleva. Queda solo con la braga blanca, casi transparente. Su vagina queda a la vista de todos y parece disfrutar de veras. Mira a un lado y a otro, '¿Y si me quito también la braguita...?, no me gustaría estropearla', dice antes de quitarse la prenda y quedar en pelota picada ante la mirada divertida del tal Alex.
— Te acompaño, no quiero que te sientas sola —dice el cabrón bajándose el bañador.
Noto la sorpresa en la cara de mi mujer: ¡aquel jodío está bien armado! El lo sabe y le gusta lucir palmito. Yo sí llevo bañador y prefiero seguir con él puesto. Odio las comparativas (sobretodo cuando van en detrimento mío). En el agua nos presenta a su mujer, Susan, ojos azules, pelo rubio, boca carnosa, preciosa portada de revista. El cuerpo hace juego con el de su marido, ni una gota de grasa, ni un músculo descolocado. Charlamos de cosas intrascendentes con el agua hasta la cintura. Juego con Eva que salta para evitar las olas y mojarse el pelo. Alex la observa detenidamente, le mira los pezones y la vagina cuando sobresale del agua. No le corta un pelo que yo esté delante. Le devuelvo la moneda haciendo yo lo mismo con su mujer. Tiene un cuerpo perfecto, demasiado para que no haya sido obra de algún cirujano. Me atraen sobretodo los pezones, duros, oscuros, rodeados de una pequeña aureola de color más claro que parece estar allí puesta para destacar el pezón. ¿Que se sentirá mamando aquellos pezones traviesos? Ramón, cambia de pensamiento, me digo, que se te va a poner dura. Por curiosidad miro a ver si a Alex se la pone dura el observar a mi esposa y me sorprendo. ¡Dios, ese cabrón la tiene tan dura que, cuando el agua desciende, aparece como el periscopio de un submarino!, ¡al hijo de la gran puta, parece no importarle estar empalmado delante mío y de su mujer! Esta también se da cuenta.
— Será mejor que volvamos al hotel —me dice con sorna— a mi maridito le está poniendo a cien ver a tu mujer.
Me pregunto como sabe que no es ella la que le excita pero sé que es una pregunta estúpida: a todos nos caliente más el fuego en la chimenea ajena.
Quedamos para cenar, 'pero vestidos', apunta Susan la holandesa, 'no quiero ver a mi marido duro todo el rato por culpa de otra tía'. Todos reímos la gracia aunque yo no se la encuentro.
A las nueve nos encontramos en el hall del hotel. Elegimos un restaurante no muy alejado que nos recomienda el conserje (debe ser propiedad de un pariente porque el sitio es una puta mierda imposible de recomendar a nadie). Para Alex, durante la cena, no existimos ni su mujer ni yo, solo Eva que coquetea con él descaradamente. Me consuelo con Susan, está preciosa, tan rubia, tan bronceada, tan desnuda en ese vestidito todo escote y minifalda. Me pregunto si también usara tanga como en la playa. Seguro que sí aunque me entra la duda de si usará ropa interior, sostén seguro que no porque los pezones se marcan en la liviana tela. Me cabrea tanto que su marido esté dedicado en exclusiva a mi mujer que le miró, sin disimulo, los pezones a la suya. Es como si quisiera vengarme en la mujer de la atención que nuestras parejas parecen dedicarse. A ella no parece importarle y aguanta sonriente mi investigación.
— ¿Te gustan?
Despierto como de un sueño. No la escuchaba y no se qué es lo que me debe gustar.
— Perdona, ¿si me gusta el qué?
— Mis tetas, lo digo porque llevas cinco minutos sin dejar de mirarlas.
No hay enfado en su voz, es más, diría que le divierte la situación. Alex y Eva siguen a lo suyo. Miró a Susan a la cara.
— En realidad no te miraba las tetas. Me fascina adivinar tus pezones a través de la tela.
— Con el aire acondicionado tengo frío y me los pone duros. ¿Te gustaría vérmelos?
Iba a decir que no me importaría pero ella se adelanta y comprobando que nadie mira se baja el escote para mostrármelos. Pezones preciosos, duros, oscuros, erectos como balas recién disparadas. Me quedé observándolos sin recato. Siento que mi polla reacciona. Es curioso que me exciten más ahora que cuando se los miraba en la playa. Los pezones son los mismos pero la situación le añade un morbo especial: a un metro mi mujer y su marido, dos metros más allá los camareros pasando con las bandejas y no mucho más lejos el resto de comensales cenando y en medio de todos, ella con las tetas fuera del vestido, ¡es homérico!, como diría el Mickelin de 'Un hombre tranquilo'.
— Tus pezones duros, me la ponen dura —digo intentando mostrarme chistoso.
Susan se cubre el pecho y mete su brazo debajo de la mesa. Noto que su mano repta por mi pierna y alcanza mi bulto. Me siento satisfecho porque no la voy a desilusionar: es verdad que la tengo dura, dura como una estaca. Ella hace que pone cara de sorpresa. 'Es verdad, que duro estás', dice sonriendo. '¿Y ahora, qué?', pienso yo, '¿nos vamos al baño y nos echamos un buen polvo?'. Me callo y la miró expectante. Ella es la atrevida, a ella le corresponde dirigir el cotarro. No hace falta, Alex nos avisa de que va a pedir la cuenta. Ni se ha dado cuenta de que Susan me ha mostrado las tetas.
— Mi marido es muy celoso —me susurra Susan mirándole de reojo. Un poco tarde para el aviso, pienso yo—. Él puede hacer lo que le salga de los cojones con las tías pero no le gusta que yo haga lo mismo.
La compadezco, no suena muy justo. Alex se empeña en pagar. No se si será la típica pose de 'pago yo', 'no, que pago yo' pero como venganza, decido no participar en el juego y que pague el hijo de la gran puta. Le cuesta un pastón pero lo que más duele es que la cena, salvando los pezones de Susan, ha sido una puta mierda, la carne dura, el vino malo, los postres amargos y hasta el café parecía estar hecho en un calcetín sudado. Me apunto en la cabeza que no tenemos que pedir más consejos culinarios al conserje.
Alex ofrece ir a tomar una copa a una discoteca que no está muy alejada del hotel, diez minutos andando. No conocemos alternativa y aceptamos. Caminamos hacia la discoteca, Alex y Eva delante, jugando a las excitaciones, Susan y yo detrás.
— Es jodido tener un marido moro —le digo intentando que suene a consuelo desinteresado.
No me entiende, ¿moro?, no, su marido es holandés. Se ve que dominan el idioma pero no los giros lingüísticos. Le explico que moro llamamos a los celosos que tapan a sus mujeres de las miradas de otros mientras ellos no dejan de mirar a otras. Creo que lo entiende.
Me toma la mano durante un momento y me la aprieta ligeramente, parece como si quisiera darme a entender que no me preocupe, que está acostumbrada. No se que decir.
— Me ha encantado verte los pezones en el restaurante —para decir semejante chorrada mejor hubiera sido seguir callado.
— Y a mi tocarte la polla tan dura —franqueza no le falta a la holandesa—. Me gusta saber que todavía excito a los hombres.
La miro extrañado, ¿está de cachondeo?, ¿en su casa no tienen espejos? Se lo digo y ella se ríe abiertamente, risa franca, fresca, deliciosa. Su marido se vuelve mosqueado. Le tranquiliza ver que no pasa nada y que caminamos detrás de ellos. ¡Será imbécil! ¿Que quiere que pase?, ¿que nos despelotemos en la acera y follemos contra la pared? Suena bien, tengo que proponérselo a Susan. Me río de mi pensamiento.
— ¿De que te ríes? —pregunta Susan.
— Me imaginaba qué se sentiría follando contigo aquí mismo con nuestras parejas ahí delante.
— No se con tu esposa, pero no te gustaría la reacción de Alex. Ya te he dicho que es muy celoso —me recuerda.
— ¿Nunca le has sido infiel?
Me mira y sonríe. Parece sopesar si soy de fiar para secretitos.
— ¿Te refieres desde que nos casamos?
Encojo los hombros, no me refiero a nada, era una pregunta con morbo nada más pero Susan no lo entiende así y me cuenta su historia.