Sus muslos, tus muslos

Sus muslos eran interminables. Interminables columnas romanas de pétrea apariencia pero delicada textura. Su piel era morena, casi aceitunada Poderosos muslos de mujer recién traspasada la frontera de los cuarenta.

SUS MUSLOS, TUS MUSLOS

Sus muslos eran interminables. Interminables columnas romanas de pétrea apariencia pero delicada textura. Su piel era morena, casi aceitunada Poderosos muslos de mujer recién traspasada la frontera de los cuarenta. Podría haber llevado tan magnifico homenaje enfundadas en medias negras pero entonces habría parecido una devora hombres y ella no era así. Ella solo era una mujer madura que había salido de casa con un vestido negro mas corto de lo aconsejable. Quizás era adecuado para cualquier adolescente antes que para ella misma. Siempre hay un momento para enseñar y otro para tan solo sugerir. Pero también era cierto que ninguna jovencita podía lucir unos muslos como tan impresionantes como aquellos. No eran delgados pero tampoco gruesos, eran larguisimos, de tobillos finos y rodillas poderosas. Tenía las piernas cruzadas una sobre la otra y tapaba la parte inferior con un bolso. Hubiese apostado de que lo hacia para evitar que le viesen la ropa interior. Se la notaba avergonzada. Muchos hombres la miraban al pasar a su lado. Yo era uno de esos hombres.

Era una mujer de poco más de cuarenta años, el pelo corto y castaño oscuro, ojos pequeños y expresión de niña. Sus hombros eran anchos, a pesar de estar sentada podía advertirse que era una mujer alta y esplendida. Eso quedó confirmado cuando se levantó al oír la llegada del tren. Yo estaba a pocos metros de ella observándola de reojo y esperando el mismo tren. Se levantó y dio unos pasos vacilantes hacia el borde del anden mientras todos la observábamos. Sus piernas eran impresionantes. No tenía el cuerpo de una jovencita ni tampoco el de una treinteañera. El vestido se ceñía quizás en exceso en ciertas partes de su cuerpo y sus muslos tampoco eran los de una joven.

Era la mujer más hermosa que había visto nunca.

Subí con ella y tome asiento a su lado. Ahora que estaba mas cerca podía ver de reojo sus piernas, podía ver con detalle sus lunares, sus señales, sus esquinas y sus colores. Incluso podía olerla. Tuve que ponerme la pequeña cartera de trabajo encima de mi entrepierna para evitar ofrecer un espectáculo más revelador de lo necesario en un lugar como aquel.

Al cabo de un rato ella sacó un libro. El mismo libro que yo había acabado unas semanas atrás. No era un buen libro pero si una buena manera de comenzar una conversación.

-¿Le gusta ese libro? –pregunté

Ella levanto la vista del libro y sonrió. Una sonrisa de labios pequeños y dientes grandes. Sonrisa de ratón. No era de una belleza usual pero a mi me seguía pareciendo la mujer mas hermosa del mundo.

-Si.

No dijo más. Pero yo ya tenía la puerta entreabierta.

-¿Ha leído algún otro libro del mismo autor?

-Si.

Tampoco dijo más. De acuerdo. La puerta estaba entreabierta pero se abría demasiado poco a poco por lo que me decidí darle una patada y abrirla de golpe.

-¿Como te llamas?

-Nieves -contestó ella sin despegar la mirada del libro.

Siempre hay un momento que define a los cobardes de los valientes. Había llegado mi momento y tenia que decidirme si traspasar la línea o quedarme al otro lado. Pero bien pensado ¿qué podía perder?

-Necesito pedirle un favor.

Nieves no contestó y yo tampoco me atreví a decir más. Cuando llegábamos a Barcelona metí la mano en mi cartera y saque una de mis tarjetas que se la tendí.

-Se que parecerá una locura, pero necesito que venga a verme a mi casa, lo antes posible.

-¿Por que motivo?

De repente me di cuenta que su acento era diferente. Era extranjera y hablaba con una musicalidad sudamericana que en aquel momento se me escapaba.

-Si le digo el motivo real… no vendrá.

-Si no me dice el motivo real seguramente no vendré.

Por unos instantes estuve tentado de salir corriendo. El tren estaba decelerando y algunas personas se levantaban de sus asientos. Podía reconocer el paisaje a través de las ventanas sucias: estábamos llegando a mi parada.

-Necesito besar sus piernas –le dije al oído-.

E inmediatamente me levanté y salí corriendo sin esperar respuesta ni regalarme una última mirada a aquella esplendida mujer.

Estuve todo el día pensando en ella. En el trabajo, en la comida, de vuelta a casa. Estuve toda la tarde en casa, mirando el teléfono y esperando una llamada que nunca sucedió. Deseaba con todas mis fuerzas que aquella mujer me llamase y en un último e infantil intento cerré los ojos con fuerza y envié toda mi energía para que el teléfono sonase. Evidentemente no sonó.

Eran las nueve de la noche cuando el timbre de la puerta me despertó de mi concentración. Me dirigí a la puerta y allí estaba ella, al otro lado. Vestida exactamente igual que en el tren. No supe que decir. Nunca hubiese imaginado aquella situación.

-Apaga la luz –dijo ella.

Lo hice sin pensar. Ella pasó y me cogió de una mano. Su piel era suave y ella olía a perfume de rosas. La acompañé en la oscuridad hasta mi habitación, allí la tendí en la cama y en la oscuridad comencé a besar sus piernas que tenían sabor a body milk. Estuve besando y acariciando aquellas columnas por más de una hora, nunca hubiese parado. Besando cada centímetro de su piel en la oscuridad de nuestro anonimato. Sus pantorrillas, sus talones, los dedos de sus pies, todos y cada uno de ellos. Besando sus rodillas y besando finalmente sus interminables muslos con la seguridad de la frontera de su corta falda. No iba a pasar más allá. No era el momento. Ella respiraba cada vez más aceleradamente y yo estaba terriblemente excitado pero mi único universo se ceñía al territorio de sus piernas. Así debía ser. Nada más. Esas piernas magnificas. Esos tesoros de una madurez incontestable. Las piernas de Nieves, mi utopía.

No importa si después hicimos el amor o no. Eso es lo de menos. Esta historia acaba aquí. Aunque para los más curiosos les diré que esa noche no hicimos el amor. Esa noche mi único nirvana eran los limites de aquellas magnificas piernas. Los muslos más magníficos que nadie pudiese desear fueron míos. Los muslos de aquella mujer desconocida. No necesitaba más.

Tú de blanco, yo de negro,

vestidos nos abrazamos.

Vestidos aunque desnudos,

tu de negro, yo de blanco.

(Miguel Hernández)