Sur

Segunda parte de Norte

El día amaneció algo nublado, casi como si se hubiera solidarizado con mi estado de ánimo. Repasaba minuto a minuto lo que había ocurrido hacía tan solo unas horas, mientras remoloneaba en la cama y me dejaba enredar más y más por las sábanas. Me arrepentía de no haber ido a devolverle los grilletes a Rea aquella misma noche, pero el cansancio me había hecho tomar la decisión más egoísta y correcta solo a corto plazo.

Debí de haber tenido algún sueño húmedo aquella noche, pues me había despertado con un ardor intenso en mi bajo vientre y mis caderas moviéndose de forma inconsciente. Mis manos encontraron mis muslos entre la tela blanca y se adentraron entre ellos, solo para descubrir que estaba todavía más mojada que la noche anterior. Antes de ocuparme de aquello cogí el móvil de la mesilla, para comprobar la hora y asegurarme de que iba a llegar a tiempo a desayunar en el buffet libre. Eran las diez y siete, y cerraban a las diez y media.

No me quedó otra que gruñir frustrada y salir de la cama tan rápido como me había metido en ella el día anterior. Me di una ducha veloz sin mojarme el pelo —que ahora estaba ondulado por la marca de la trenza— y diez minutos después estaba cruzando la puerta en dirección a la cafetería.

Desayuné a la velocidad de la luz y nada más llegar a la recepción vi, a través de los cristales, que en el jardín estaba teniendo lugar la primera sesión de yoga para bolleras del fin de semana. Me parecía increíble que hubiera tanta gente a pesar de cómo terminó la fiesta inaugural de la noche anterior… Aquel pensamiento me llevó a preguntarme si Rea estaría entre esas mujeres en mallas que saludaban al sol como si les fuera la vida en ello. Traté de ver sus rostros, pero no me pareció reconocerla, por lo menos en el grupo que podía ver desde allí.

Me pasé la mañana sentada en uno de los sillones, viendo cómo la gente iba y venía. De vez en cuando, ojeaba alguna de las revistas de la mesita, poniendo especial atención en la National Geographic. Cuando me aburrí de paisajes extraordinarios que no podría visitar jamás, subí a la habitación a dormitar hasta la hora de comer.

A las dos de la tarde tenía la misma hambre que recién salida del buffet, y ya estaba cansada de vagar por el hotel. Acaricié la idea de bajarme un rato a la piscina, pero iba a ser lo mismo. Estaba aquí, pero mi cuerpo y mi mente se morían por volver a ver a Rea. Miré los grilletes, que seguían sobre la mesilla, y acaricié el patrón. ¿Querría verme ella también?

Decidí dejarme llevar por el optimismo y busqué algo que ponerme. Me decanté por un crop top que dejaba parte de mi abdomen a la vista y una falda ajustada. Obvié el sujetador y me puse uno de mis tangas básicos.

Bajé un piso y anduve por el pasillo hasta que divisé el 116. Del pomo colgaba un cartel de “no molesten”; nada más verlo reduje la velocidad de mi marcha. Sin embargo, no pensé que mi visita fuera una molestia y me atreví a golpear la puerta un par de veces. Rea tardó muy poco en abrir para recibirme con aquel albornoz blanco y el pelo rubio todavía mojado.

—Tengo algo tuyo —susurré a modo de saludo.

La mujer abrió más la puerta y me dejó pasar al interior de la habitación. La maleta seguía abierta sobre la mesa de cristal, por lo que pensé que tal vez ella también sentía que habíamos dejado algo a medias. ¿Significaría aquello que quería seguir utilizándola conmigo? Me invadió entonces un torrente de dudas: ¿y si había conocido a alguien más en las últimas horas? Definitivamente, como todas cayeran igual de rápido que yo con el jueguecito de “sígueme” de Rea, podía asegurar que sí.

No obstante, me di cuenta de que aquello no me importaba. ¿Y qué si había estado con alguien más? Mientras los juguetes estuvieran limpios el resto daba igual. No había ido al festival con la intención de encontrar al amor de mi vida, sino más bien de disfrutar. De exprimir al máximo el carpe diem , por lo menos los cuatro días que duraba el evento.

—Gracias, ya los echaba de menos —dijo con voz ronca, como si se hubiera levantado hacía poco.

Todavía con los últimos pensamientos dando vueltas por mi cabeza, me acerqué a ella y rodeé su cintura. Me fijé en las perlas de agua que aún estaban en la piel de su cuello. Dirigí mis labios a aquella zona y lamí en dirección ascendente, hasta llegar a su oído.

—¿Y a mí? ¿Me has echado de menos?

Sin saber cómo, Rea empujó mi cuerpo y me dejó de espaldas a la pared de un golpe seco. Su índice acarició mis labios y se deslizó por mi clavícula para hacerse un hueco en mi escote. Jadeé por el roce, por la intensidad de aquel momento, por el muslo de la mujer colándose entre mis piernas.

—¿He respondido a tu pregunta?

Antes de permitirme hablar, su boca ya me devoraba en un beso hambriento, con una brusquedad que me dejó inmóvil unos segundos hasta que fui capaz de corresponderla con la misma dureza. De pronto, todo aquel rollo me apetecía mucho y la agresividad que Rea parecía desprender me resultaba más atractiva de lo que nunca hubiera imaginado.

Una de sus manos presionó mi pecho y oí cómo la otra rebuscaba algo en el maletín. Abrí los ojos para tratar de ver con qué iba a sorprenderme esta vez, pero su sonrisa socarrona me interceptó. Miraba mis pezones que, erguidos, se marcaban sobre el top. De un movimiento rápido me hizo darme la vuelta, dejándome de nuevo de cara a la pared. Sus manos abandonaron mi cuerpo unos instantes y algo cubrió mis ojos.

Negro.

Por el olor me pareció que se trataba de cuero, aunque no era demasiado ligero. Llevé la mano por inercia al antifaz, mientras Rea se ocupaba de cerrar la hebilla, y descubrí que tenía algo metálico adherido. Creí notar unas cadenillas en los dedos, así como unos hierros que me recordaron a la forma de los grilletes. Entonces, el aliento de la mujer en mi oído me hizo derretirme por dentro.

Esta vez parecía tener más prisa que la noche anterior, quizá por eso se deshizo de mi ropa sin miramientos, y me dejó únicamente el tanga. Ella también hizo lo propio con su albornoz, pues sentí el calor que irradiaba su cuerpo contra el mío. Evoqué lo que había pasado en el ascensor, ambas en la misma posición, con más prendas de por medio y menos confianza. Quién me hubiera dicho que iba a acabar en su habitación, privada del sentido de la vista y suspirando contra la pared, mientras esperaba que me tocara de una vez.

Como si me hubiera leído la mente, coló su mano entre esta y mi anatomía. Bajó por mi abdomen y acarició mi pubis por encima de la tela. Susurró algo ininteligible cuando descendió, probablemente al descubrir mi humedad. Reprimí un gemido mientras deslizaba las yemas de sus dedos por mi sexo, sin dejar de notarla contra mí. Entonces, la sentí apartarse y luego algo frío y redondo, igual que la noche anterior. Tenía mucha curiosidad por saber de qué se trataba, y luego Rea me regaló un cosquilleo muy agradable en una de mis nalgas. Fue sustituido, a los pocos segundos, por un azote menos preciso que los que ya me había dado. La fuerza estaba más dispersa, dividida en secciones, como si se tratara de pequeños tentáculos, que fueron subiendo por mi columna y me erizaron la piel.

A juzgar por la rapidez con la que me azotaba luego de haberme acariciado, deduje que se trataba de un único artilugio en lugar de dos. No pude evitar preguntarme cómo un solo objeto podía hacerme sentir placer de dos modos tan distintos: con caricias suaves y con azotes fuertes. Rea había hecho un cóctel con aquellos dos componentes, como si fuera experta en la materia. ¿El resultado? Mi excitación creciendo por momentos, desesperada por descubrir cuál sería el siguiente objeto que saldría del maletín.

No tardé en descubrir la respuesta. Poco después me ayudaba a voltearme y se ensañaba con mis pezones, mordía y succionaba de tal modo que pensé que podría alcanzar el orgasmo, sin que tuviera que tocar de nuevo entre mis piernas. Se alejó un momento, pero regresó con algo distinto al látigo. Esta vez fue algo suave y cilíndrico, ligeramente puntiagudo, lo que subió por mi vientre, que me hizo estremecer. Rea lo paseó por entre mis pechos y me arqueé por completo por lo sensible que seguía la zona.

Por si aquel contacto no fuera suficiente, enseguida lo acompañó un zumbido y el hormigueo se volvió más intenso cada vez. El cilindro comenzó a vibrar y estimuló uno de mis pezones al tiempo que la mujer arañaba el otro. En completo silencio, parecía como si el juguete nos amortiguara del mundo, como si fuera lo único externo entre ella y yo. Suspiré extasiada e hice una mueca cuando consideré que ya se había detenido lo suficiente en mi busto. Acaricié la idea de decirle «Tú eres del norte, pero te quiero más al sur». En lugar de eso, me decanté por un gemido necesitado, que Rea pareció comprender enseguida. No dejaba de sorprenderme la forma en la que estaba pendiente de cualquiera de mis reacciones y sabía descifrarlas con una facilidad que me asustaba.

—¿Qué quieres? —Su voz, que arrastraba toda consonante que encontraba a su paso, parecía uno más de los artilugios de placer que utilizaba para desarmarme. Para llevarme al límite. Si aquella era su intención, estaba muy cerca de conseguirlo.

—Que me toques de una vez.

—Ya te estoy tocando —murmuró contra mi cuello.

—Sabes a qué me refiero. —Fui todavía más contundente, pero no podía aguantar más. La excitación, la espera y la impaciencia me consumían.

—¿Dónde quieres que te toque?

Como única respuesta, tomé su mano y la guie a mi entrepierna sin rodeos. Rea tomó el relevo y, de un movimiento rápido con los dedos, apartó la tela. Sentí sus yemas al esparcir la humedad por todo mi sexo para luego centrarse en mi clítoris con movimientos precisos. Varios centímetros de piel más arriba, el juguete comenzaba a descender y deseé que mi previsión fuera acertada. La vibración bajaba más despacio que rápido pese a mi ausencia de templanza. Por fin se posó en mi centro y gemí fuerte, cerré los ojos y arqueé todo mi cuerpo para disfrutar del contacto. Aun así, duró poco y bajó más, hasta posicionarse justo en mi entrada. Jugueteó en la zona unos segundos hasta que me animé a ponerle fin:

—Vamos, entra… —ordené, aunque mi voz estaba inevitablemente teñida por la súplica.

Rea mordió mi hombro y, de una embestida seca, me introdujo el vibrador hasta que noté el mango frío y metálico en mis labios más íntimos. Ahogué un gemido que tan solo fui capaz de liberar cuando mi cuerpo se hubo acostumbrado a la invasión y moví las caderas para incitar a la mujer a que sacara el juguete para volver a meterlo. No obstante, lo empujó un poco más hasta que dio con aquel punto que hizo que me recorriera un escalofrío de pies a cabeza. Jadeé y mordí su hombro mientras sentía que mis piernas temblaban. Entonces, inició una cadencia de movimientos erráticos, entraba y salía de mi interior para llevarse con cada sacudida algo de la poca cordura que me quedaba.

Comencé a sentir cómo el placer se concentraba y tomaba fuerza, como si se tratara de un tornado. Crecía exponencialmente, sin prisa pero sin pausa, y ya comenzaba a arrollar todo lo que encontraba a su paso: mi sentido común, mi iniciativa. Todavía podía crecer un poco más, aunque sentía que no había vuelta atrás. Creí necesitar ese orgasmo como el aire que respiraba. Aun así, el teléfono que dormía en la mesita de noche tenía otros planes e irrumpió en lo que se había creado entre nosotras, para hacer que Rea frenara todo lo que hacía.

Se apartó, sacó el juguete —lo cual me provocó una sensación de vacío que no había experimentado nunca— y descolgó. Enterré la cara entre mis manos mientras la oía a unos metros de distancia, que se me antojaban kilómetros: “Gracias por avisar”. Dejó el vibrador empapado sobre la mesa y me miró con una expresión que mezclaba disculpa e indiferencia.

—Tengo que irme —me dijo, y antes de poder contestar añadió—: Pero quiero volver a verte.

Asentí, reuniendo una dosis de frustración que amenazaba con explotar de un momento a otro. En el fondo, sabía que no podía culparla a ella, aunque fuera la segunda vez que teníamos que separarnos en mitad del juego.

—Ven después, a partir de las dos —Hizo una pausa—. Quiero pedirte algo.

—Dime.

—No te corras sin mí. Haré que haya valido la pena —Y lo soltó así, con sus labios a dos o tres centímetros de mí, dejándome un último beso que recordaría hasta la madrugada.

—Veré qué puedo hacer.