Sumiso, cornudo y feliz
Eras muy exigente, me dijiste. ¿Exigente? Sí, caprichosa y dominante. Y además muy ninfómana y probablemente te pondré los cuernos. Ningún chico me aguanta. Yo sí te aguantaría, te confesé casi suplicando. Y tú me diste la oportunidad de demostrártelo.
Te había visto muchas veces por la calle, siempre acompañada de un chico. Salías con alguno, pero pasaos unos días te veía con otro. Eras muy joven, rubia, con el pelo rizado y tenías unos muslazos y un culo que eran toda una tentación. Pero eras muy joven. Mucho más que yo y pese a que me sentía muy atraído hacia ti, jamás había pensado mirarte de forma descarada porque sabía la diferencia de edad y que para ti era trasparente. Ni me veías. Eso supuse.
Vivíamos en la misma acera, dos o tres portales por medio, y siempre que te veía me extrañaba de que cambiaras tanto de chico. Que te duraran tan poco. La verdad es que eras una mujer muy atractiva, con un cuerpo de guitarra y un culo prominente y enloquecedor. Eras el deseo en carne viva. Podías conseguir al tío que te propusieras y lo sabías. Y lo hacías. Pero se conoce que ninguno te convencía porque cambiabas de chico a los pocos meses.
Fueron pasando los días, los meses, y los años, y un día que noté que llevabas ya algún tiempo sin salir con nadie, me atreví a pararte en la calle e invitarte a tomar un café. Tú me miraste y me dijiste que sí. Y me quedé sorprendido, pero muy contento, como es natural.
Cuando nos vimos en el café charlamos sobre cuestiones banales, me dijiste que me conocías como vecino, que me habías visto muchas veces por la calle y que te caía bien. Así que llegado el momento en el que había cogido confianza, te pregunté por qué no tenías novio ni te habías casado. Por qué te duraban tan poco los chicos. ”Es que soy muy exigente”, me respondiste.
Y me encogí de hombros, no lo entendía. Entonces me confesaste lo que te ocurría: que no encontrabas al hombre de tus sueños porque eras una mujer muy exigente.
¿Exigente?...
Digamos que caprichosa y dominante.
Asentí y me quedé callado, pero tú me aclaraste que los chicos no cumplían tus requisitos, que todo procedía de una experiencia que tuviste cuando eras niña pues viste a los padres de una amiga en su cuarto y eso te traumatizó ya de niña. “Para bien”, me aclaraste.
Fue en casa de una amiga, cuando jugabais al escondite y te ocultaste en la habitación de sus padres, tras un armario. Al rato de estar allí agazapada entraron sus padres, se desnudaron y viste como ella le ponía una correa de perro en el cuello, le ataba una cadena y lo llevaba a la cama donde lo echó de bruces y comenzó a azotarlo.
Aquello te causó una extraña sensación porque aunque no entendías muy bien qué ocurría, te excitaste y tuviste tu primer orgasmo, sin tocarte el sexo. Sólo con mirar aquella escena, porque lo que más te sedujo fue que el hombre, pese a estar siendo azotado en el culo por su mujer, tenía la polla dura. Le gustaba ser azotado, castigado y humillado. Y eso a ti también te gustó.
La búsqueda.- Tanto que estuviste toda la adolescencia buscando un hombre como aquel, y luego en la universidad, pero no diste con ninguno porque aunque habías conocido algún chico sumiso, no lo era lo suficiente. No pasaba la prueba, ni el listón que tú te habías impuesto. Así que te dedicaste a follar con casi todos los alumnos de tu clase de la facultad, eras ninfómana, según me dijiste, porque buscabas insistentemente el placer que sentiste cuando pequeña. Y sobre todo a ese chico sumiso que te complaciera.
Una amiga te dijo que ya que te comportabas como una puta al follar con todos y te gustaba tanto, que, al menos, cobraras por ello porque sabía de algunas chicas universitarias que iban a un piso en el que se prostituían y cobraban. Ella podría trabajar en el que le gustaba, follar a los tíos y además ganarse un montón dinero para sus caprichos porque a aquel piso iban sobre todo ejecutivos casados con posibles.
Fue así como empezaste a trabajar de puta y según me dijiste, te corrías con todos los clientes porque eras y eres ninfómana y te vuelve loca follar. “Y encima me pagaban”, me aclaraste. Aunque seguías sin encontrar a ese chico al que dominar. Así estuviste algunos meses, ganando mucha pasta y follando dos o tres veces al día tras salir de clase, hasta que un día llegó al piso un chico joven, un ejecutivo que pedía servicios especiales.
La madame que regentaba el piso preguntó quién de vosotras quería dar el servicio y cuando comentó las peculiaridades que pedía el chico, tú te ofreciste voluntaria. Y lo dominaste con tanto fervor, con tanto ardor y con tanto ímpetu que el chico quedó prendado de ti y volvió al piso muy a menudo.
- Es que cuando él veía que lo azotaba y que yo tenía el coño mojado y que incluso me corría de placer al hacerlo, todavía sentía más placer.
Pero él estaba casado, aunque corrió la voz por Internet y pronto tuviste muchos nuevos cliente; la mayor parte de ellos ejecutivos que pagaban muy bien, pero que estaban casados. Y los que estaban solteros no superan el listón que tú te habías puesto. No quise preguntarte por ese listón, me daba miedo saberlo, pero tú seguiste contando que allí seguiste hasta que terminaste la carrera y comenzaste a trabajar.
Desde entonces había salido con muchos chicos, pero ninguno superaba tus expectativas.
Soy ninfómana –me aclaraste. Soy muy puta y dominante, casi cruel y ningún chico aguanta lo que le hago.
Yo por ti haría eso y más –te confesé de pronto, sin darme ni cuenta de lo que decía.
Lo siento, pero ya estoy cansada de buscar y decepcionarme con los hombres.
Por favor, te lo suplico. Ponme a prueba.
¿Estás seguro de que aguantarás?
Sí, por favor. Ponme a prueba.
¿Sabes que jamás follarás conmigo?
Sí, me lo imaginaba.
Veremos si lo soportas.
Curso aprobado .- Y me pusiste a prueba. Y aprobé el curso porque jamás intenté penetrarte. Ni se me pasó por la cabeza. Tu coño era de Diosa y mi polla (mi pito, según decías), no era digno de profanar tu sagrado coño. Pero tengo que abreviar porque dentro de poco vendrás a casa y no quiero que leas este diario. Aprobé el curso, ya digo. Aprobé “el primer curso”, como tú decías. Y soporté con placer que me obligaras a limpiarte la casa de arriba a bajo, hacerte la colada, esperarte de rodillas a que volvieras a casa…Y que me azotaras, te mearas en mi cara en la bañera o me dieras bofetadas sin venir a cuento, porque sí, porque podías hacer, porque te salía del coño y te daba placer.
De hecho después de recibir tus hostias, me acercaba de rodillas a tu coño para lamerlo y estaba mojado. Qué digo: estaba encharcado. Te corrías al hostiarme una y otra vez. Tenías orgasmos múltiples al dominarme.
Así que había aprobado el primer curso, pero me faltaba la licenciatura. Había superado que me ataras los brazos en cruz a unas argollas de la pared enfrente a tu cama y que me pusieras pinzas en los pezones, mientras tú te masturbabas delante de mí y te corrías de gusto al ver mi polla dura por el dolor. Te excitaba verme sufrir y gozar con el dolor y tú te corrías una y otra vez, a veces durante más de media hora y echabas unos chorritos por tu coño tras cada orgasmo.
Recientemente, incluso, me clavas agujas hipodérmicas en los pezones y te quedas mirando como caen los hilillos de sangre por mi pecho, mientras te masturbas y te corres una y otra vez com,o una perra salida.
Soy ninfómana y sádica. Muy sádica –me decías al correrte.
Pero, ¿te hago feliz?
Sí, porque eres un buen masoca, pero todavía te falta la licenciatura.
La licenciatura
La licenciatura fue al día siguiente. Me desnudaste, ataste los brazos en cruz, me clavaste agujas en los pezones y te volviste a echarte sobre la cama para mirarme y masturbarte. Pero en esta ocasión te corriste pocas veces. Te noté extraña.
- Es que no quiero cansarme, porque hoy te licencias. Si apruebas –añadiste enigmática.
Y saliste a la calle para volver al poco tiempo con un chico del que me habías hablado porque era compañero de trabajo.
- Este es el cornudo –le dijiste a él señalándome-. El aspirante a cornudo. No sé si podrá superarlo o le ocurrirá como a tantos otros: que prometen mucho pero a la hora de la verdad, se echan para atrás. No pueden soportarlo.
No dije nada. No podía. Tenía un nudo en el estómago y me sentía humillado. Muy humillado. Pero también sentía una extraña sensación de entrega, de abandono. Luego supe que a ese estado se le llama el “subpacio D/s”, pero entonces no lo sabía. Aunque tú sí que lo sabía, eso supuse, porque te acercaste, miraste mi pito y viste que estaba duro, muy duro.
- Parece que el cornudo está excitado, que sí aprueba la licenciatura –le comentaste al chico, mientras lo desnudabas, te arrodillabas, le chupabas la polla y te lo llevabas luego a la cama.
A tu cama de matrimonio porque aunque éramos pareja, yo dormía en el suelo, en la alfombra y jamás había pisado tu lecho. No podía profanarlo, según me decías, mientras asomabas la cabeza y mirabas hacia abajo, a donde yo reposaba procurando verte dormir. Ver tu hermoso cuerpo desnudo o vestido sólo con braguitas. Ver esos precisos pechos que jamás había besado, chupado, ni lamido. Ese coño que no había besado, excepto cuando te apetecía sentir mi lengua por encima de la braga. Pero siempre con la braga puesta. Y tu culo, ese culo que sí que había chupado, lamido, besado y vuelto a lamer durante horas, hasta que conseguía que te corrieras sólo con mis lamidas.
Y te pusiste a follar con él. Y digo pusiste porque eras tú la que te clavabas encima de él y te lo follabas mientras me mirabas y me decías lo cornudo que era, lo excitado que yo estaba y los orgasmos que tenías al humillarme, hacerme cornudo y follar con tu amante.
- Follar sin hacerte cornudo no me da placer, es como la cerveza sin alcohol, pero follar delante de ti, mientras tienes los pezones clavados por agujas, estás atado y tienes la polla dura al verte y saberte cornudo, son orgasmos de muy alta graduación.
Y yo asentía, te miraba y te daba las gracias por hacerme cornudo. Y así estuviste hasta que te cansaste de correrte y él ya no pudo más. Lo morreabas para excitarlo, para que se le pusiera de nuevo dura, pero él ya no podía. Entonces se te ocurrió una idea. Viniste hacía mi, me desataste, me quitaste las agujas de los pezones y llevaste mi cabeza a la polla de tu amante para que se la chupara.
- Excítalo para mí. Haz que se le ponga dura para que me lo pueda follar otra vez.
Y eso hice, metí su polla en mi boca, chupe y lamí como si me fuera en ello la vida y conseguí que se pusiera de nuevo dura, aunque no fue por mi trabajo sobre su polla, sino porque él se excitó al ver que mientras se la chupaba tú me azotabas el culo y me decías cornudo tras cada azote. Eso lo puso como una moto y cuanto tú te diste cuenta, me aparataste, te encaramaste encima de él y volviste a follártelo.
- Joder, que placer me das cornudo. No pudo vivir sin ti, sin tus cuernos.
Y volviste a follártelo dos veces más hasta que te quedaste exhausta y él se levantó y se fue. Sé que te despediste de él morreándote en la puerta, besándolo con unos labios que yo jamás había besado y que sabía que jamás besaría.
Has aprobado la licenciatura –me dijiste cuando regrésate de despedir a tu amante.
Gracias por aprobarme.
Bien, ahora ya puedes lamerme el coño. Ese es tu premio de cornudo: lamerme por fin el coño después de haber follado con otro macho. Sólo después de haberlo hecho. Jamás podrás lamérmelo si antes no ha sido follado por otra polla. ¿Lo aceptas?
Sí, amor mío.
¿Me amas?
Sí, mucho.
Aceptas ser cornudo sumiso?
Sí, mi vida.
Me alegro porque no puedo vivir sin estos orgasmos cornudos, porque los otros son de broma. Los buenos, los pata negra, son los que siento al humillarte y hacerte cornudo.
Lo sé, amor mío. Y lo comprendo.
Me alegro. Vamos a ser muy felices.
Y nos casamos. Ahora estoy esperando a que vengas con tu amante. Me atarás las manos en cruz, me clavarás agujas en los pezones y te pondrás a follar con tu nuevo amante mientras te corres de gusto varias veces. Muchas veces porque eres multiorgásmica y ninfómana y sólo saboreas los orgamos pata negra, los que tienes cuando me causas dolor, me humillas y me haces cornudo. Sólo así alcanzas el placer de verdad, la plenitud. Y sólo así eres feliz. Y yo soy feliz.
Estamos hecho el uno para el otro –me habías dicho en el altar, antes de dar el “sí, quiero”.
Lo sé, amor mío –te había contestado al ponerte el anillo que a veces dejas en la mesilla para cogerlo, ponértelo en la mano abierta y que tu amante se corra sobre él y lo llene de leche.
Déjale claro al cornudo quién es aquí el macho de verdad –le decías mientras lo masturbabas para que se corriera sobre nuestro anillo de boda.