Sumisión de un marica en potencia: introducción

Un joven adolescente vive un drástico cambio en su vida. Relato introductorio

Aquel día entré en casa muy cansado. Ya en mi habitación, empecé a quitarme el luto negro que vestía hasta quedarme desnudo. Me miré en mi espejo: tenía unos ojos verdes y un rostro afilado, con un cuerpo muy trabajado y un culo prominente. Y qué decir de mi rabo, que pendía, grueso y relajado entre mis piernas, y que llegaba a alcanzar los veinte centímetros fácilmente. Mirarme así en el espejo solía animarme. Solía motivar que cogiera el móvil para provocar a mi novia y acabar follándomela. Era un auténtico hombre, a mis tan solo dieciséis años de edad. Pero hoy no era así. Mi abuelo había muerto y yo llevaba dos noches en vela. Sin embargo, no tenía tiempo para descansar: el equipo de baloncesto en el que jugaba tenía partido hoy, y se esperaba de mí que acudiera. Me vestí deportivo y me fui.

El partido fue un desastre, por supuesto, gran parte fue culpa mía, por lo cansado que estaba. Cuando estábamos en los vestuarios, mis compañeros empezaron a echarme la bronca. Estaban realmente muy enfadados y muy violentos, y yo muy asustado y muy desconcertado. Me eché a llorar, y entonces me agarraron y me violaron. Yo me revolví como pude, pero no me valió de nada. No soy gay, no me gustan los hombres y estaba anímicamente destrozado. Nada de eso me valió, por descontado. Me tenían atrapado y me forzaban a chuparles la polla, con el asco que eso me daba, y cuando se cansaban de que se la comiera, se pasaban a mi virgen culo, donde se corrían. Me dolía un montón, era mi primera vez y fueron muchos los que pasaron por mi agujero, y no fueron precisamente delicados. Al final se fueron y me dejaron allí, desnudo, llorando y con el culo chorreando semen. Me di una ducha larguísima, me vestí y me fui a casa. No salí de mi habitación en todo el fin de semana.

Cuando coincidía con ellos en clase, me daba vergüenza mirarlos a la cara, y siempre les rehuía. Hasta que, antes del primer entrenamiento de esa semana, me arrinconaron en el patio y me amenazaron: me dijeron que al final de cada partido se repetiría la escena del anterior, más violenta cuanto mayores fueran mis errores. Desde aquel momento comencé a tomarme en serio el baloncesto, cosa que jamás había hecho. Podrá pareceros sorprendente, siendo un chico tan deportista como yo, cómo se me daba tan mal: pues bien, mi nivel físico era muy alto, pero siempre he sido un descoordinado. Así que entrené por mi cuenta, y algo mejoré. Pero daba igual, al final el día del partido la presión era tal que cada vez estaba más patoso. Y las consecuencias eran cada vez peores. Y un día pasó algo peor aún: mi hermano mayor había ido a verme al partido y entró luego al vestuario a intentar consolarme, encontrándome con un rabo en la boca y otro en el culo, babeando saliva. No dijo nada: me miró con asco y se largó.

Cuando llegué a casa empezó la tormenta. Mi hermano me había acusado ante mi padre de ser marica. Le contó que me había visto follándome a todo el equipo de baloncesto. Y mi padre entró en cólera. No soportaba la idea de tener un hijo maricón, y daba igual lo mucho que yo rogara porque entendiera que a mí no me gustaban los hombres, que me estaban violando, que ni muchísimo menos lo disfrutaba. Él me decía que era una deshonra para la familia, que yo era un cobarde por tener una novia por tapadera y que iba a hacer algo por enmendarme. Me cruzó la cara dos veces y luego mi hermano me dijo que le había decepcionado totalmente. Luego me encerraron en mi habitación. Yo no entendía nada, estaba cada vez más hundido.

No me dejaron salir ni me dieron de comer en todo el fin de semana. El lunes por la mañana, mi padre entró y me dijo que me vistiera, que nos íbamos. Me hizo montar en el coche, y las pocas veces que me habló, me trató con un absoluto desprecio. Al cabo de unas dos horas, llegamos a nuestro destino.