Sumisa y mascota

Un hombre convierte a su prima en su sumisa y mascota y, no contento con esto, la lleva a una convención bdsm dedicada a las sumisas-mascotas

Apagué el motor del coche, esbocé una sonrisa perversa y me volví hacia el asiento trasero. Allí estaba Carlota la conejita, mi mascota. Era una chica joven, de veinte años, y muy guapa. Grandes ojos azules, cabello castaño claro que le caía hasta la cintura y unas curvas juveniles que provocaban el deseo en cualquiera que la mirase. Carlota no era su verdadero nombre, sino el nombre de sumisa con que yo la había bautizado. Se llamaba Gemma, y era mi prima segunda. En esos momentos vestía tan solo un corto vestido de una pieza, pues así se lo había ordenado yo antes de recogerla esa misma mañana, y lucía además tres complementos: una diadema rematada con orejas de conejo, un collar de cuero con una plaquita en la que podía leerse Carlota y un plug anal rematado por una cola en forma de pompón que emulaba la de los conejos.

—Hemos llegado —dije.

Carlota se mantuvo con la mirada fija en el suelo del coche, tratando de fingir que no me había escuchado. No la malinterpretéis, no es que mi conejita sea una mascota desobediente o poco entregada, sino que en ocasiones se ve superada por su propia vergüenza y su timidez. Había sido así desde el principio de nuestra particular relación, cuando inicié a mi joven prima segunda en el mundo de la sumisión y la adiestré como mascota. Pero de eso os hablaré otro día, tal vez.

Me llevé la mano al bolsillo y, sin que me viese, extraje un pequeño mando de control remoto y pulsé un botón rojo. De inmediato Carlota comenzó a convulsionarse a causa de la descarga eléctrica que su collar emitía. Durante no más de tres o cuatro segundos tembló sin control alguno de sí misma, hasta que levanté el dedo del botón. Una parte de mí deseaba seguir algunos segundos más, pero la experiencia me decía que un abuso de la descarga haría que se mease encima. No quería que lo hiciese dentro de mi coche.

—He dicho que ya hemos llegado.

Víctima todavía de ligeros temblores y con los ojos húmedos, Carlota levantó la mirada del suelo y asintió. Se quitó el vestido, quedando “vestida” tan solo con el collar, el plug y la diadema, y aguardó. Salí del coche, cogí la correa que llevaba en el bolsillo y, tras abrir la puerta de atrás, la enganché al collar. Propiné entonces un suave tirón y mi mascota bajó del coche de inmediato, olvidadas sus dudas gracias a la descarga eléctrica con que la había obsequiado. Cerré la puerta del coche, activé la alarma y con Carlota caminando a mi lado me dirigí hacia la XXIII Feria de Mascotas BDSM, el gran evento anual al que siempre había querido ir y que había sido en buena medida el motivo de que convirtiese a mi prima en lo que ahora era.

La Feria de Mascotas BDSM, pese a tan peculiar nombre, se celebraba en un hotel cerrado al público específicamente para la celebración del evento. Los asistentes dejábamos los coches en el parking, tomábamos el ascensor y llegábamos hasta la segunda planta, adaptada para la ocasión. Según el folleto que había estado viendo en aquella planta había una gran sala en la que distintas empresas establecían sus puestos para ofrecer todo tipo de accesorios y juguetes, así como libros o películas sobre el tema. Contaba también con un par de salas menores en las que a lo largo del evento se celebraban charlas y actividades, así como presentaciones de libros sobre BDSM o de nuevos productos. Había deseado asistir al evento desde que descubrí su existencia, pero nunca antes había cumplido uno de los requisitos fundamentales para ello: llevar contigo a tu mascota.

Bajamos del ascensor, di un pequeño tirón de la correa, lo que hizo que Carlota apresurase su paso para ponerse a mi altura y me mirase con esos enormes ojos azules que parecían no haber roto un plato en su vida.

—Excelente mascota la suya. Contrariamente a lo que pueda parecer, no se ven demasiadas conejas.

Me volví para ver quién se dirigía a mí y advertí que se trataba de un hombre de mediana edad y bien vestido que portaba una correa unida a una mujer con más clase de lo que cabría esperar de una mascota. Esta debía rondar los cuarenta años, pero, a diferencia de Carlota, estaba magistralmente maquillada y lucía zapatos de tacón y ropa interior que permitía ver sus intimidades sin dificultad. Me llamó la atención especialmente su mirada desafiante y altiva, que contrastaba llamativamente con el hecho de que, a juzgar por su cola y sus orejas, fuese una perra, el tipo de mascota considerado más común y vulgar, tanto que, según había leído en foros y páginas web, buena parte de los Amos asistentes al evento sentían rechazo por él.

—Gracias —respondí con una sonrisa nerviosa; era mi primera interacción en la Feria de Mascotas y quería dar buena impresión a toda costa—. Se llama Carlota.

La aludida se sentó sobre sus rodillas junto a mí, tal y como le había indicado que debía hacer en esas situaciones. La perra, por su parte, se limitó a lanzar a mi mascota una mirada de altivo desprecio.

—La perra es Lucy —indicó el hombre—. Tiene muy mal carácter, pero es una mascota obediente y entregada.

Un chasquido de dedos bastó para que la perra se acercase a nosotros y bajase la mirada al suelo, a fin de no cruzarla con las nuestras. Acto seguido colocó las manos tras la cabeza, abrió las piernas y permaneció a la espera.

—Vaya, no lo parecía —confesé.

—¿Desearía echarle un vistazo?

Mi primer impulso fue hacerlo, pero me contuve. Esa mujer era todo lo opuesto a lo que era Carlota, y no acababa de resultar de mi interés. Sabía que era frecuente que los Amos realizasen intercambios de mascotas, lo que claramente era la intención de ese hombre, pero sabía que no me sentiría completamente cómodo con esa perra. Además, acababa de llegar a la feria. Solo de pensar en todo lo que esta tenía que ofrecerme todavía, se me ponía dura.

—Agradezco la oferta, pero acabo de llegar y me gustaría echar un buen vistazo antes.

—Claro, cómo no —respondió el hombre con una sonrisa que trataba de ocultar su decepción—. Si cambia de opinión, búsqueme. Me encantaría tener la oportunidad de jugar con Carlota.

—Por supuesto. Hasta luego.

Mi mascota se puso en pie de nuevo, regresó a su posición original y me siguió, ajena a la mirada de ira que le propinó Lucy, quizá por celos o quizá porque era muy protectora con su Amo. No me importaba, la Feria de Mascotas era una gran y dulce tarta y yo apenas le había dado un pequeño bocado.

Seguí mi exploración del evento, paseando mis ojos por los distintos puestos de venta, hasta que me atrajo uno que vendía jaulas para mascotas. Sonreí perversamente solo de pensar en Carlota encerrada en una de ellas y me dirigí hacia allí, pero un tirón de la correa me detuvo. Sorprendido porque mi mascota hubiese hecho algo semejante me encaré con ella dispuesto a castigarla, pero advertí que había sido accidental, pues se encontraba absorta en la escena que se desplegaba en un rincón de la sala. Allí un hombre de no más de treinta años y aspecto cuidado charlaba de forma distendida con una madura que, pese a su edad, lucía un cuerpo escultural cubierto por un vestido rojo que no hacía sino resaltar sus magníficos atributos, atributos que a todas luces habían pasado por más de una operación. Su charla distendida y los cafés que ambos sujetaban me hizo suponer que estaban tomándose un descanso de la Feria de Mascotas. Sin embargo no eran ellos a quienes miraba mi Carlota, sino a los que sin duda debían ser sus mascotas. A los pies de los dos Amos un enorme negro de cuerpo digno de una escultura griega montaba a una mujer de veintimuchos, gordita y de grandes tetas. Esta, con el culo levantado para que el negro la penetrase con más facilidad, jadeaba y babeba sobre el suelo mientras una polla que habría tenido problemas para caber en un vaso de cubata taladraba su coño sin miramientos. Sin poder evitarlo me recoloqué el paquete, pues tenía la polla durísima, y miré a Carlota. Mi joven mascota no apartaba la mirada del espectáculo, absorta y anhelante. Sus pezones estaba firmes y duros, señal de la excitación que había hecho mella en mi conejita, y estaba seguro de que tendría el coño empapado. Miré de nuevo hacia la excitante pareja y solo entonces advertí que del trasero del negro sobresalía una cola de caballo y que la gordita, por su parte, lucía un ridículo rabito rosa y en espiral y orejas de cerdo, lo que dejaba poca duda respecto a la categoría de cada uno.

Di un fuerte tirón a mi mascota para que me siguiese y eché a andar hacia allí, atraído por la curiosidad. Cuando estuve lo bastante cerca para escuchar la conversación de los Amos me detuve y fingí que observaba un puesto repleto de fustas de todas las formas y tamaños.

—Este caballo tuyo es una maravilla —decía el hombre de aspecto cuidado, cuyos ojos no se apartaban del grotescamente grande miembro del negro—. No había visto nunca una herramienta tan deliciosamente enorme.

—Si te gusta dejaré que te lo lleves un rato, así podré compensarte por lo sucedido —dijo la escultural mujer del vestido rojo—. Pollón es un semental, me temo, y me resulta muy difícil contenerlo cuando se siente atraído por una hembra. Al parecer tu cerdita le ha gustado.

—No me sorprende. Guarra es bastante tonta e inútil, la verdad, pero tiene la sorprendente capacidad de atraer a los machos. Ya ves, ni siquiera es particularmente atractiva. Pero no puede pasar mucho tiempo sin tener una polla dentro, así que no estoy del todo seguro de si este incidente ha sido cosa de tu caballo Pollón o de Guarra, mi estúpida cerda.

—Hagamos una cosa —propuso la mujer de rojo—. Mi habitación es la 3-17, ¿por qué no venís ambos después de comer?

—Me parece muy buena idea —contestó el hombre, cuyo bulto en la entrepierna era bastante evidente—. Ahora, ¿qué tal si separamos a los animales? Creo que estamos llamando la atención.

Decidí que más tarde tendría que buscar a esa mujer, pues no quería dejar pasar la oportunidad de ver a Carlota follada por un semental así. Solo de imaginar en sus gritos de dolor y placer cuando la penetrase semejante herramienta sentía deseos de acercarme para presentarme. A juzgar por la expresión de deseo de mi conejita, no dudaba en que ella deseaba lo mismo que yo.

—Disculpe, ¿podría hacerme un favor?

Ensimismado como estaba en mis propios pensamientos no me había dado cuenta de que una joven no mayor que Carlota se encontraba junto a mí y me miraba sonriente. Debo confesar que me sorprendió, pues no la Feria de Mascotas no era la clase de evento frecuentado por atractivas jovencitas, pero más sorprendido quedé al advertir que llevaba dos correas en una mano y que cada una de ella iba unida a una chica de no más de quince años, ambas con orejas de gato, collares con cascabeles y sendas naricillas con sus respectivos bigotes gatunos pintados en el rostro. Solo cuando volví a mirar a la que debía ser su Ama advertí que las tres parecían idénticas, con la salvedad que la Ama era unos pocos años mayor. Su cabello pelirrojo y su piel clara y pecosa, unido a su gran parecido, me llevó a la conclusión de que debía tratarse de miembros de la misma familia. No era algo extraño, a fin de cuentas yo había domesticado a mi prima segunda, pero sospechaba que su parentesco era más cercano que el nuestro. Las gatas, además, eran gemelas.

—Sí, claro, dime. —Era consciente de que había balbuceado torpemente y de que no podía evitar mirar alternativamente a la bonita y juvenil Ama, cuyo estilo era similar al de mi propia Carlota, y a las dos gatitas gemelas que en esos momentos rodeaban a mi mascota con intención juguetona. Una de ellas comenzó a darle con la pata a la cola de Carlota, mientras la otra le mordisqueó una oreja. Mi sumisa, sin saber muy bien cómo reaccionar, me lanzó una mirada suplicante que ignoré deliberadamente.

—¿Podría vigilar un momento a mis gatitas? Necesito ir al baño.

Asentí estúpidamente y cogí las correas que me tendía la chica, quien, tras lanzar una risita burlona, se marchó corriendo hacia los servicios. No pude evitar que mi mirada se clavase en su culo, bien marcado por unos vaqueros, mientras se alejaba.

—Parecen muchas mascotas para una sola persona. ¿Están en venta, por un casual? Podría interesarme comprar una de las gatitas, o quizá la conejita. A Mú le vendría bien una compañera.

Advertí que quien me había hecho tan inquietante oferta era un hombre mayor bien vestido, de alrededor de sesenta años y mirada sucia. Vestía traje y zapatos caros, lo que me hizo suponer que debía ser un hombre de recursos. Su oferta así parecía confirmarlo. Eché un vistazo al otro lado de la correa que llevaba de la mano y para mi sorpresa me encontré con una mujer de edad indefinida, particularmente obesa y de tetas gigantescas. Llevaba un cencerro al cuello.

—No, lo siento —dije con una sonrisa forzada—. Me temo que no están en venta.

—Cuando cambies de opinión, llámame.

Sin darme tiempo a reaccionar deslizó una tarjeta de color marfil en el bolsillo de mi camisa, echó a caminar de nuevo y propinó un fuerte tirón a la correa para que la vaca lo siguiese, cosa que esta hizo de forma remolona mientras sus grandes ubres se mecían de aquí para allá.

Alguien me tocó el hombro y, al volverme, vi a la joven pelirroja. Sonreía, agradecida.

—Muchas gracias, no podía aguantar más —dijo de manera que me resultó particularmente infantil mientras recuperaba las correas de sus dos mascotas—. Estamos en la habitación 3-03, si vienes más tarde te daremos las gracias como es debido. ¡Hasta luego! ¡Vamos, Mía, Lía!

Echó a correr de nuevo, esta vez con las dos gatitas pelirrojas tras ella. Intercambié una mirada confusa con Carlota; todo aquello estaba sucediento tan rápido que apenas teníamos tiempo de asimilar un encuentro cuando nos encontrábamos inmersos en otro. Un hombre de aspecto agresivo pasó por delante de nosotros; arrastraba tras él a una chica-zorra en cuyo collar podía leerse Kitsune. Me llamó enormemente la atención, pues la zorra tenía rasgos orientales.

Abrumado por todo lo que había visto decidí que necesitaba un descanso para pensar bien en qué haría a continuación. Di un suave tirón a la correa y Carlota y yo nos dirigimos hacia la cafetería. Necesitaba un café.