Sueños infundidos

Aunque lo he encuadrado en esta categoría, este -largo- relato contiene escenas de sexo de todo tipo: fantasías, amor filial, autosatisfacción, erotismo, control mental...

——SUEÑOS INFUNDIDOS——

—ELLA—

Aún lo recuerdo.

Acababa de levantarme y me miré al espejo del baño, camino del inodoro para mear. No me resultó extraño en absoluto que la cara que se reflejaba en la superficie fuese la de un hombre. Es más, una especie de alivio me recorrió al descubrir que la cara seguía siendo la misma. Quizá el pelo revuelto y una marca de la almohada en la mejilla derecha afeaban el conjunto. Unas legañas adjuntas a unos párpados medio abiertos indicaban un sueño efectivo. Y la sensación de acariciarme el mentón, sintiendo como las yemas de los dedos raspaban en la barba incipiente, me produjo un bienestar que consideraba placentero.

Cuando abrí el pantalón del pijama y saqué el pene erecto surgió una sensación de fastidio. También de satisfacción. Jamás había visto un pene desde este ángulo. En realidad, jamás había tenido pene. Era enorme. No tanto como otros penes que había chupado o acogido en mi vagina y ano, pero aquella vista de un pene naciendo de mi pelvis velluda, brotando como una caña, de un tallo grueso y surcado de venas, terminando en un glande casi cubierto por el prepucio, era alucinante. Creo que transmití parte de mi asombro a aquel cuerpo, porque la mano que sostenía el aparato y que trataba de inclinarlo hacia abajo para facilitar la tarea de micción, deslizó el glande hacia abajo, dejando a la vista todo el glande y parte del tallo del pene. Luego, tras empuñar el tallo, comenzó a sacudir el pene.

Me estaba masturbando. Una sensación incómoda me sobrevino al sentir el tacto áspero de la palma de la mano sobre la corona del glande durante el frotamiento. Relámpagos de placer nacían del glande y se manifestaban en contracciones del vientre y el perineo. También en el ano. Fue entonces cuando descubrí (o los sentí golpear en la mano) el escroto con el par de testículos en su interior. Era gracioso, incluso absurdo, el tener colgando como una bolsa de plástico que llevas de la mano, el escroto peludo bambolearse al son de los movimientos de la masturbación. La otra mano se ahuecó bajo los testículos y los dedos atraparon los dos testículos, de una consistencia similar a dos enormes habas esponjosas. Apretaron el interior del escroto, comprimiendo los testículos. Me di cuenta que la sensación de micción había desaparecido, ya no notaba la vejiga repleta de orina presionar el vientre. Doblé las piernas como si montase a caballo y los testículos parecieron agradecer el sentirse libres, colgando dentro de su bolsa manoseada por la mano. Unos impulsos aterradoramente desconcertantes nacían del pene y se iban diseminando por todo el torso, haciendo contraer los músculos de forma caótica. La respiración aumentó y sentí como los latidos del corazón aumentaban el ritmo.

Entonces se detuvo. Dejé libre el pene y el escroto, con el elástico de la cintura del pantalón del pijama enmarcando el sexo y me encaminé hacia el dormitorio. Era gracioso y a la vez fascinante andar sintiendo el pene erecto bamboleándose como una vara de zahorí. Ese bamboleo, sin embargo, me recordaba a mis pechos cuando los libero del sujetador. Aunque en un grado menos bamboleante, mis mamas también se agitan siguiendo el paso de mis piernas, meciéndose pasivas sobre mi pecho. Pero ahora la sensación era distinta porque ese mecer se concentraba en un único órgano que brotaba de la pelvis y cuya disposición era nueva para mí, por más que en el cuerpo donde me encontraba la sensación fuese familiar.

Al entrar en la habitación la negrura me invadió y un olor a sudor y estanqueidad asaltaron mis fosas nasales. Sin embargo, en medio de aquella noche, conocía la disposición de los muebles y, sobre todo, la de la cama. Esquivé una silla que no pude evitar rozar con el muslo y las plantas de los pies pisaron un alfombra mullida, antesala de la cama. Entonces oí los ronquidos. Eran difusos, lejanos, aunque sentía el calor del cuerpo que los producía muy cerca. Me arrodillé sobre el colchón y avancé de rodillas hasta el cuerpo. Me detuve unos instantes, sintiendo en las sienes el palpitar de la sangre agolparse con premura. La premura que precede al sexo. Supe que el cuerpo que tenía junto a mí era el de una mujer, aunque la oscuridad de la habitación inhabilitase mi vista. Una imagen me vino a la cabeza, como en una pantalla de cine que se ilumina estando la sala a oscuras. Una mujer de altura media y con grandes curvas, algo menos exageradas que las mías, apareció en la pantalla. Vestía un traje de dos piezas, algo recargado para mi gusto, y de color café. La falda era corta, hasta el medio muslo, y la chaqueta carecía de hombreras. Bajo la chaqueta una blusa de color coral dejaba translucir unos pechos abultados, algo más grandes que los míos. Su cara redondeada contenía unos ojos ovalados y unos labios gruesos, pintados de un rojo intenso, casi fosforescente. Un cabello espeso y rizado de color rubio descendía por los hombros y parecía llegar hasta los omoplatos. La mente del hombre, mezclada con su imaginación, la desnudó en un instante. El cuerpo mostraba las marcas de un bronceado lejano, donde aún se distinguían unos pechos y un pubis de color claro. Los pezones eran muy oscuros y gruesos y el pubis estaba afeitado dejando una gruesa tira vertical que apuntaba hacia la vulva. Como si de un zoom se tratase la imagen ahora mostraba un plano detalle del sexo de la mujer. Estaba recostada sobre el aire, en un entorno grisáceo, átono, que impedía ubicarse, con las piernas recogidas. Veía con todo detalle la vulva rosada de la cual nacían dos pequeñas crestas de gallo que convergían en un diminuto agujero, la entrada de la vagina, de la cual rezumaba una humedad que delataba una excitación previa. Las nalgas ocultaban la entrada del ano pero algunas arrugas convergentes en el orificio eran visibles, así como algunos pelos que el afeitado había desdeñado por su inaccesibilidad o por estar ocultos durante la cópula. Igual hacía yo, sonreí condescendiente.

Me acosté sobre la colcha junto a la mujer, presionando el pene sobre un costado de la mujer, la cual aquietó su respiración. Incliné la cabeza, buscando con los labios el rostro pero encontrando en su lugar el cabello. Lo aparté con la mano para descubrir la frente y besé con delicadeza la piel. Estaba algo aceitosa. Descendí sin despegar los labios por la sien hasta detenerme en la mejilla. El roce pareció desperezar a la mujer que sonrió haciendo que las mejillas se hinchasen. Era una sensación placentera, como una brisa que te envuelve en un día frío, cálida y acogedora. Los labios de la mujer buscaron los míos y nos besamos con una ternura que es difícil de describir, aunque sus efectos sí se presentaban diáfanos, relajando el cuerpo y mermando la excitación que poseía aquel cuerpo masculino. La mujer se giró sobre sí para colocarse enfrente de mí y, mientras una de sus manos se posaba mi cara, traspasando parte del calor a mi piel, la otra rebuscó debajo de la cintura hasta asir el pene. Estrechamos nuestros cuerpos, permutando el calor de nuestras pieles. Su lengua surgió de entre los labios para entrelazarse con la mía, deslizándose la saliva en nuestras bocas. Me contorsioné para introducirme bajo la colcha sin despegar los labios mientras una mano seguía reteniendo mi cara junto a la suya y la otra agitaba con suavidad la piel del pene, produciendo una excitación que se iba agigantando. Deslicé una mano bajo el pantalón de su pijama para recorrer con mis dedos la curvatura de su nalga y terminar por converger en el nacimiento de sus muslos, allí donde aún persistían varios cercos de vello púbico. Sentía entre mis dedos el latir del corazón de la mujer reflejado en el agitado pulsar del anillo del esfínter, pero los dedos buscaban otro orificio más cálido, aunque menos accesible con la postura en la que la mujer se encontraba. Ella pareció darse cuenta del inconveniente y se encaramó encima de mí, obligando a colocarme boca arriba. Nuestras lenguas, locas de la excitación ya no atinaban a introducirse dentro de la boca y deambulaban como posesas alrededor de los labios embadurnando de saliva espesa la piel a su paso. La bajé los pantalones del pijama hasta la mitad del muslo, igual que ella hizo con los míos y nos ayudamos de los pies para, doblando las piernas como ranas a punto de saltar, llevar las prendas hasta los tobillos y desprenderse de ellas, dejándolas en un extremo de la cama. Su sexo estaba caliente, aún más que el mío, cuando la parte baja del tallo de mi pene incidió entre los montículos de su vulva. Después de los pantalones vinieron las chaquetas del pijama. La mía no precisó de su eliminación, sino solo de su recogimiento hasta el cuello, exponiendo el pecho al escrutinio de su boca y las tetillas al abrazo de sus labios. Se deslizó lo suficiente en la cama para asir con sus dientes mis pezones y chupar con energía. Más descargas placenteras inundaron mis entrañas e hicieron que el corazón latiese con más viveza. Hundí los dedos en su cabello para encontrar un asidero al que sujetarme en el estado de placer que me embargaba y dejé que jugara con los pezones todo el tiempo que quisiese. En un momento dado, mientras una de mis tetillas era objeto de sus dientes inquisidores, se desabotonó la chaqueta y la tiró lejos de sí, dejando que sobre mis pelvis descansasen los pechos, amoldándose su magro contenido a las curvas de mi cintura. Continuó atormentando mis pezones durante varios mordiscos mezclados con sonrisas contenidas, para, de improviso, ascender por mi cuello, de nuevo hasta mi cara, y besarnos de nuevo con fruición. Deslizó una mano entre nuestros cuerpos y empuñó mi pene dirigiéndolo hasta la entrada de su sexo. El internamiento del tallo en el estrecho orificio, provocando que el prepucio se replegara al paso, me produjo un estremecimiento de las tripas que expresé con un gruñido de satisfacción. El interior estaba candente, muy húmedo. Interné el pene hasta sentir como las crestas de gallo de la vulva se replegaban al paso, dificultando la penetración, y deslicé el pene fuera del orificio para impregnar los pliegues circundantes con la lubricación de la vagina, volviendo a hundir  el tallo en el oricio sin obstáculos ahora a su paso. Nuestras pelvis y gruñidos se sincronizaron al son de las penetraciones. La oscuridad envolvía la escena pero el calor unido a los ruidos que producíamos y que provocábamos en la cama me hacía ubicar con precisión. Era una oscuridad placentera, acogedora.

Fue entonces cuando sonó el teléfono móvil situado en una mesita cercana a nosotros. La pantalla se encendió y la iluminación que rasgó la oscuridad pareció un relámpago demoledor. Fue entonces contemplé mi rostro en el de aquella mujer que estaba encima de mí, exhibiendo una mueca en su cara de consternación ante la interrupción del sonido y de la luz; una mueca, sin embargo que aún contenía los ecos del placer de la cópula que estábamos teniendo en forma de ceño fruncido, ojos entrecerrados y labios humedecidos.

Y, entonces, desperté.

—ÉL—

Estaba oscuro. Pero estaba oscuro porque yo quise que todo estuviese oscuro a mi alrededor. Si cerraba los párpados conseguía una oscuridad casi total, pero una débil luminosidad, filtrada a través de la membrana de los párpados, salpicaba de luces multicolores mi campo visual cuando me frotaba los párpados alrededor de los ojos y sobre ellos.

Había veces, incluso, que no necesitaba de ningún frotamiento: veía las luces multicolores sin necesidad de darme un masaje ocular porque la migraña era tan intensa que parecía nacer enraizada en lo profundo del cerebro, extendiéndose hacia la periferia. Solía tomar dos direcciones, la nuca y los ojos. Cuando el cuello era el objetivo se agarrotaban los músculos alrededor de los huesos cervicales impidiendo que pudiese siquiera girar la cabeza para saber quién había entrado en el local. Si las raíces tomaban la dirección de los ojos, las luces multicolores no tardarían en aparecer, en poblar todo el universo visual cuando cerrase los párpados. Si mantenía abiertos los ojos, lo suficiente para poder controlar durante varios segundos el monitor que mostraba la imagen de la cámara de seguridad, algo parecía quemarse en el interior del globo ocular. Algo que ardía y se consumía dentro, sobre todo en el ojo izquierdo, que empezaba a supurar lágrimas sin esperanza posible de una pronta remisión. Era el hombre triste, el hombre que miraba al monitor con gesto imperturbable mientras restañaba las lágrimas de un ojo con una bola hecha con papel de pañuelo de cuatro capas.

Si a alguien tenía que maldecir por padecer una migraña crónica que sobrepasaba lo comúnmente aceptado como cefalea era a mi madre, de la cual poseía una información fidedigna de cómo se desarrollaría mi enfermedad y cuáles podrían ser sus consecuencias en un futuro demasiado próximo. Quizás golpeándose la sien contra la pared haciendo saltar escamas de escayola. Los golpes cuando era pequeño parecían débiles intentos de un espíritu por comunicarse por medio de código morse. De pequeño, mientras estudiaba en la mesa de la habitación, oía a las paredes vibrar, y si aplicaba las yemas de los dedos sobre la superficie de gotelé, advertía un débil murmullo que reverberaba a medida que se iba expandiendo y regresando por las paredes de la casa. A veces se detenían al cabo de pocos minutos, aquellos que hacían falta para provocar, como luego pude atestiguar, un dolor mayor que mitigase el producido por la cefalea.

Los murmullos de dolor de mi madre fueron convirtiéndose en lamentos y los lamentos en gemidos y los gemidos en gruñidos y los gruñidos en bufidos. Y después de los bufidos llegaron los golpes. Golpes secos que sacudían aquellos objetos de peso liviano colgados de la pared y que hacían tambalear los libros que se aposentaban sobre las baldas al aire que colgaban del salón.

Golpes y más golpes. Hasta que un día, el especialista decidió que la extirpación del tejido causante de las cefaleas era la única solución. Pero era una solución desesperada, postergada por las complicaciones que la cirugía podía causar en el cuerpo de mi madre, con arritmia y otros desórdenes que hasta entonces habían inclinado la balanza hacia la química de los medicamentos.

Mi madre entró en el quirófano hacía tres años y aún no ha salido de él. Murió a los pocos minutos de la perforación craneal. El corazón, que había amenazado con provocar desastres, cumplió. Y todo se acabó, se terminó, se extinguió.

Un padre que jamás apareció en mi vida se presentó en el tanatorio y le estreché la mano sin saber quién era, sin conocerle de nada. Pero nunca me han confirmado que fuese mi padre, por lo que mis ganas de matarlo podrían estar equivocadas. De todas formas ya no recuerdo su cara porque la mía, mientras atendía las condolencias de familiares, amigos y compañeros tenía un pañuelo restañando las lágrimas que surgían de mi ojo izquierdo, ofreciendo la estampa de un hijo que destilaba tristeza cuando solo atendía a un inmenso dolor de cabeza que se manifestaba en el lagrimeo de un ojo.

Sandra, mi hermana, también tiene dolores de cabeza pero no llegan a sobrepasar la agudeza necesaria para ser considerados poco más que una molestia que no dificulta en nada su trabajo y que elimina con facilidad con una simple aspirina.

El que trabajemos en el mismo negocio no parece ofrecer ninguna garantía de que su invulnerabilidad a las cefaleas crónicas legadas por vía materna pueda ser transmitida a mi cerebro en una suerte de curación inter-corporal. En realidad no hay ninguna cura, como tampoco la proporcionan los clientes que entran en el local, cuyas cabezas parecen inmunes a las cefaleas que, según me confesó mi madre cuando recibí los mordiscos de los dolores, todos sufren, pero que solo en algunos, aquellos que alguien o algo ha seleccionado, les provocan un atroz tormento.

Sandra terminó la carrera de ciencias empresariales hace dos años y ahora está intentando terminar el segundo año de ingeniería, lo cual, a sus veintidós años la sitúan en una categoría de personas formada por un minúsculo porcentaje. Y sin embargo sigue trabajando como puta de cabina. En el sex-shop que ella y yo heredamos hace tres años cubrimos las apetencias sexuales de decenas de clientes diarios que se asoman por nuestro establecimiento en busca de algo de consuelo.

El consuelo no tiene porqué aplicarse a la mitigación de una carencia afectiva o sentimental, sino que, como mi madre me enseñó (cuando fui lo bastante mayor para no dejarme deslumbrar por aquellos enorme falos y vaginas de látex embutidos en cajas de colores estridentes con imágenes de actores y actrices desnudos) el consuelo también se puede emplear para satisfacer las carencias que el cuerpo necesita.

Ignoro si mi hermana alguna vez ha sacado algo de provecho, aparte del de pagar nuestras facturas, con el masturbarse delante de desconocidos que le abonan sus servicios. Ella dice que, a veces, disfruta. Yo, a veces también, la creo.

Cuando murió mi madre, aquella parte del local que los clientes más asiduos habían querido olvidar con el postrer contoneo de prostitutas de andares encorvados, cuerpo desnutrido y facciones pegadas a los huesos por los chutes de droga, fue sustituida por los contoneos de mi hermana. El negocio nunca dio más que para proveer de un alquiler en un piso antiguo y comida compuesta, sobre todo, por verduras y los domingos, filetes de pechuga de pollo. Cuando mi madre dejó de provocar desconchones en las paredes (o sea, que murió, pero pronto la tarea fue retomada por mi cabeza), Sandra y yo nos enfrentamos a la simple realidad de poseer un negocio que acumulaba pérdidas y que originaba desesperanzas y disgustos a partes iguales.

Los proveedores no podían ofrecernos los últimos modelos de las mercancías que vendíamos porque no podíamos afrontar el coste de adquirirlos, de modo que no podíamos vender más que objetos que provocaban una mezcla de repulsa y sorna cuando captaban la atención de los clientes primerizos. Los demás evitaban siquiera entrar al sex-shop. No disponíamos de prendas de lencería provocativas y los distribuidores de revistas pornográficas, salvo alguno al que mi madre suplicó en el pasado, no proporcionaban ningún consuelo visual a los clientes (ni económico para nosotros).

Dentro de aquellas paredes no crecía la esperanza —ni tan siquiera la vaga promesa de una posible esperanza—, solo unas cuantas baldas herrumbrosas donde se acumulaban artilugios empolvados y estanterías cubiertas de cajas de colores deslucidos en la que los actores aún lucían bigote y las mujeres exhibían un ramillete de vello púbico en el sexo.

Los bancos nos negaban hasta el último céntimo al que nos rebajábamos mendigar y al carecer de familiares tampoco podíamos conseguir el crédito suficiente para poder afrontar la remodelación que el local necesitaba, el que ambos necesitábamos para seguir subsistiendo.

Hasta que Sandra decidió que ella misma ocuparía el interior de la cabina menos maltrecha para ofrecer sus orgasmos fingidos. Empeñaría su cuerpo desnudo o insinuado bajo lencería morbosa a las miradas siempre dispuestas a babear por un coño húmedo, unas tetas traviesas y una mirada preñada de lujuria siempre insatisfecha mientras descargaban sobre varios pañuelos de papel el semen producto de una paja fragmentada en espacios de diez minutos.

—Hay otras formas —le dije precipitadamente cuando me informó de sus intenciones una noche mientras bajábamos la reja metálica del sex-shop, hacía tres años. Un coche de ronco motor y luces halógenas, detenido tras un semáforo, nos iluminaba a mí y a Sandra en la calle.

—Las habrá, pero ésta es una de ellas —dijo mientras me sujetaba con el pie la cerradura de la reja al pestillo del suelo. Ya lo tenía decidido.

Corrí el pestillo y la miré desde mi posición acuclillada. Su vista deambulaba por el escaparate en busca de algún consuelo, uno distinto de todos los que nuestra madre nos había enumerado tiempo atrás. Bajo el abrigo raído que llevaba encima, una falda de dimensiones reducidas dejaba entrever, desde mi posición privilegiada y su postura de piernas abiertas, una braga cubierta de remiendos en los elásticos por donde se escapaban mechones de vello oscuro. Luego, el coche que esperaba ronroneando en el semáforo que había detrás nuestro, se puso en movimiento y la luz halógena que me había permitido descubrir la intimidad que su braga desvencijada no alcanzaba a ocultar, se desvaneció en un instante.

Me incorporé y fijé la mirada en la cara de mi hermana. La miraba como hermana y como puta treatera a la vez, porque eso era lo que había manifestado querer ser, y comprendí que, con un peinado desbaratado y un maquillaje exiguo, aparte de otros arreglos corporales y depilatorios, su plan podría funcionar. Siempre que se pudiese comportar y, sobre todo, parecer como una puta y no como una hermana.

—ELLA—

Desperté sonriendo.

Había sido demasiado real para ser un sueño. Casi me resultó decepcionante deslizar la mano debajo del pantalón del pijama y encontrarme con mis bragas, sin asomo de ningún bulto que delatase un pene hinchado unido a sus testículos. Me llevé las manos a los pechos y, en efecto, allí estaban. O seguían estando. Continuaba sonriendo.

A diferencia del hombre con el que había soñado ser, yo sí tenía realmente ganas de orinar. Aunque sospechaba que, tras palparme las bragas en busca de un pene invisible, la mancha húmeda que tenía en la entrepierna no correspondía con unas gotas de pis incontenidas. Cuando fui hasta el cuarto de baño y me senté en la taza del inodoro, dejé que el pis discurriera con libertad y me quité las bragas mientras tanto. Al tocar el forro interior de la prenda, en la parte húmeda que correspondía a mi sexo, confirmé con una sonrisa que no era pis, sino las lubricaciones propias de una excitación sexual.

Eché las bragas al cesto de la ropa sucia y me miré en el espejo. No tenía el pelo rubio, ni tan siquiera rizado como la mujer de mi sueño, la mujer que me follaba. El perfil de mi cara seguía siendo redondeado y el cabello castaño. Enrollé un mechón entre los dedos para imaginar cómo luciría mi pelo estando rizado pero lo descarté de inmediato, un cabello rizado solo añadiría volumen, engordando el ya de por sí aspecto de mi rostro. De lo que sí estaba segura es que los labios eran muy parecidos. Tampoco me los pintaría de rojo intenso, claro, pero el labio inferior estimaba que era del mismo grosor.

Lo que sí echaba de menos era el pene. Me bajé los pantalones y miré desde arriba el bulto velludo que sobresalía de mi pelvis, más allá del montículo del vientre. Se vislumbraban, apartando un poco los mechones púbicos, los labios mayores. El resto era completamente inaccesible a la vista. Si me miraba al espejo tenía una vista algo más generosa, claro, pero la vista habitual, sin auxilio de un reflejo, no proporcionaba demasiada información sobre mi sexo. En cambio, con un pene todo era diferente. Resultó curioso pensar que durante todo el sueño no pudiera ver mi pene en un estado fláccido. Supongo que es el estado habitual que tiene, no creo que los hombres vayan por ahí la mayor parte del día con el aparato armado, no sería cómodo. Y tener el pene erecto, como había podido comprobar, te sometía la voluntad. Era desconcertante el tener pegado a tu pelvis un bicho el cual, al estar erecto, dirigiese tus pensamientos en un único destino: sexo y solo sexo. No es que ahora comprendiese mejor a los hombres cuando les decimos que piensan con la polla, pobres. Es que no tienen otro remedio. Cuando tienen a su amiguita empalmada, se les nubla la razón, la poca que tienen, y solo pueden pensar en una cosa. ¿Qué razón habría para que el hombre del sueño, aquel en el que me transmuté, despertase a la chica que dormía con él para follar? Creo que la razón provenía del glande, de las hormonas liberadas al sacudirse la picha. En ese momento, solo se piensan en una cosa. Estás concentrado, sí, casi paranoico. Tienes que follar, esparcir tu simiente en el coño que más a mano tengas. Y si está dispuesto a recibir tu pene, tanto mejor. Y si no hay coño, pues te masturbas.

Un revoloteo procedente del salón me sacó de mis pensamientos. Me subí los pantalones y me acerqué hasta el salón. Al ver el reloj del pasillo me di cuenta que eran las siete y media, poco tiempo faltaba para que sonase el despertador y tuviese que seguir mi rutina diaria. Pero antes, subí la persiana del salón y me acerqué hasta el soporte en forma de arco donde colgaba en un extremo la jaula. En el interior de ella, Robin, mi periquito de dos años, se desperezó removiendo el plumaje y bostezando. Chasqueé la lengua varias veces, emitiendo unos ruidos que mi mascota entendió a la primera, respondiendo con un paseo lateral sobre la barra horizontal en la que estaba posado. Lo azucé introduciendo la punta del dedo en un barrote y acudió contento ha pellizcarme la yema y después se rascó la cabeza con el borde de la uña.

—Tampoco hoy te puedo soltar, cariño —murmuré dejando que se frotara la parte trasera de la cabeza contra la uña.

Robin no me entendió, claro, pero emitió un arrullo quedo que parecía una respuesta a unas palabras de mimo. Comprobé que tuviese el agua limpia y suficiente alpiste para el día de hoy y me encaminé hacia la ducha.

Me desvestí doblando con pulcritud el pijama y dejándolo sobre la cisterna del inodoro para luego meterme en la ducha y cerrar la mampara detrás de mí. Abrí el grifo y giré el monomando hacia el agua caliente esperando paciente a que el agua saliese templada para poder colgar la alcachofa en el soporte que tenía encima de la cabeza. Cuando, tras un minuto, comprobé que el agua seguía saliendo helada, suspiré con fastidio y cerré el grifo para encaminarme hasta la cocina. Embutí los pies mojados en las pantuflas y caminé desnuda hasta la caldera donde miré ceñuda la luz roja que parpadeaba en el cuadro de mandos. Indicaba que el aparato estaba bloqueado. Era frustrante que una caldera que había funcionado bien durante dos años ahora se negase a trabajar. Tres técnicos habían intentado hacerla entrar en razón, pero ninguno de ellos parecía haberlo conseguido, a juzgar por el estado en que se encontraba ahora. Pulse el botón diminuto situado bajo el panel de mandos y la luz roja se apagó. Probé con el grifo de la cocina y, tras unos segundos de agonía, la caldera comenzó a funcionar. Volví hasta el cuarto de baño sintiendo y oyendo el chapoteo de mis pies mojados en el interior de las pantuflas y, tras cerrar la mampara tras de mí por segunda vez, volví a solicitar agua caliente. Esta vez sí hubo suerte, porque en otras ocasiones había tenido que volver a la cocina, cabreada, y volver a desbloquear la caldera y reintentar la petición de agua caliente. Quizá fuese hora de llamar a otro técnico para que mirase la dichosa caldera. Mientras me aplicaba el jabón en el pelo me pareció oír a lo lejos, entre el atronador ruido del agua de la ducha, un sonido que me recordó algo. Hasta pasados unos segundos no caí en la cuenta que era el despertador del dormitorio. Tuve que reprimir las ganas de chillar de rabia, pero, empapada y con el pelo cubierto de jabón, cerré el grifo, me cubrí con una toalla como pude y corrí hasta el dormitorio para apagar el maldito aparato cuya fiabilidad desdeñaba a la de la caldera. Para cuando volví a dejar que el agua que surgía de la alcachofa me cubriese de nuevo, ya estaba templada, lejos de la calidez que antes me envolvía.

—Joder —mascullé cuando, tras unos segundos, el agua no se caldeó hasta volver a la temperatura que antes tenía. La caldera se había bloqueado de nuevo.

Tras la ingrata tarea de ducharme, embutida en un albornoz, desayuné el café con leche de cada día y luego me sequé el pelo con el secador. Me quedaba media hora escasa para salir de casa e ir al trabajo. Y en esa media hora debía peinarme, vestirme, maquillarme, sacar algo de comida del congelador para la cena, hacer la cama y barrer un poco, al menos la comida y los desperdicios de Robin, alrededor de su jaula.

Al final solo pude, como casi todos los días, peinarme y maquillarme. Y bastante mal, por cierto. De donde no hay tiempo no se puede sacar. Trabajo como teleoperadora para una empresa contratada por una operadora de telefonía móvil. Para llegar al trabajo debo coger el autobús del parque tecnológico de la empresa donde estoy subcontratada, que está al lado de un pueblo cercano. Y el autobús sale a la hora que sale, sin esperar por nadie. Más de una vez he tenido que pagar un taxi para llegar a mi hora porque había perdido el autobús, y esos días, la mitad del sueldo se me va en la carrera. Es por ello que procuro, por mi bien, estar a la hora, esté como esté la casa. Al fin y al cabo, cuando vuelva, tiempo tendré de recogerla.

Mi recorrido hasta la parada del autobús, en la plaza de Zorrilla, suele incluir callejas más o menos oscuras, según la época del año, y cuando llego a la plaza España, sigo recto por la calle Panaderos, que casi siempre está en obras y hay que andar con pies de plomo para no tropezar con las planchas de acero que cubren las zanjas abiertas en las aceras, además de cuidar los tacones de los zapatos en los charcos de arena húmeda que suelen quedar diseminados a traición. Muchos de esos cercos de arena suelen enmascarar un adoquín suelto o recién colocado. O la falta de adoquín. Eso siempre garantiza un traspié, en el mejor de los casos. En el peor, doy con el culo en la acera y la caída suele acarrear el despellejamiento de una rodilla, un feo moratón en un muslo o una torcedura de tobillo. Todo ello incluye el llegar tarde a la parada, por supuesto. De modo que, desde hace varios meses, suelo salir con cinco minutos de adelanto. Tardo, de media, unos treinta minutos  en llegar a la parada, llegando el autobús a las ocho y media. Pues salgo de casa a las siete y cincuenta. Siete y cincuenta y cinco si me retraso.

Hoy he terminado saliendo de casa a las siete y cincuenta, por lo que puedo permitirme el lujo de tropezar o detenerme tras las rejas de un escaparate a mirar de reojo unos zapatos nuevos o un abrigo. Pero llego hasta la parada del autobús sin detenerme ni estamparme en el suelo. El autobús suele llegar a las ocho y veinte. Ya hay bastante gente esperando en la parada. No todos van al trabajo porque hay varios autobuses con destinos diferentes. Hay uno que te lleva hasta el parque tecnológico, otro que te lleva al pueblo que hay lado, Boecillo, y un tercero que hace un recorrido más largo, deteniéndose en los pueblos que hay entre Valladolid y Boecillo. El nuestro es siempre el primero porque es el que tiene más prisa por llegar, al fin y al cabo, de nuestra llegada a la hora prevista dependen bastantes sueldos.

Cuando me meto en internet y consulto las noticias recientes suelo encontrarme con mucha discriminación e ignorancia respecto a nuestra profesión. Un teleoperador no solo es alguien que te llama la hora menos prevista para ofrecerte un producto del que no tienes la menor intención de contratar o, incluso, de prestar atención sobre de qué se trata.

“Buenos días, acabamos de mejorar la cobertura de internet en su domicilio. Un agente especializado le informará sobre las ventajas de nuestro servicio”, y después, tras unos segundos, hablo yo. O también: “Buenos días (o buenas tardes, la máquina interactiva cambia el saludo a partir de las doce del mediodía), un asesor le informará sobre las ofertas que tenemos disponibles para usted”, y luego, también, entro yo. Esto es una venta en frío, porque el cliente no suele tener la más mínima intención de escucharte ni de atenderte. Hay que tener bastante estómago para tragar los insultos que te escupen. También hay ventas en caliente, cuando es el cliente quien ha demandado información, indicando que de tal a cual hora podemos llamar para informarle sobre tal producto o servicio. La mayoría de las veces tienen prisa por conocer la oferta, como si el momento elegido para ponerse en contacto con él hubiese sido el peor posible.

—Quizá —muchas veces he tenido ganas de soltarles—, debería haber indicado que podemos llamarle entre las diez y las diez y media, pero no a las diez y veintiún minutos, porque estará ocupado.

Solemos ser, la mayoría, mujeres. Hay pocos hombres porque se supone que nuestra voz es más cálida y fácil de digerir, mientras que la suya, aunque suene más creíble (discriminación, ya se sabe), es seca y átona.

No solemos llenar el autobús porque a diferencia de mí, este trabajo no es el principal en el núcleo familiar (como se suele llamar), más bien es un trabajo de segundo nivel. Es por ello que la mayoría van al trabajo en su coche, un artículo de lujo que solo puede asumirse si el núcleo tiene otro trabajo, más profesional, donde el sueldo sea, al menos, generoso. Porque nuestra nómina, ella sola, no sirve para pagar una hipoteca, un crédito personal, un coche (con sus gastos propios), un hijo o varios, las comidas, el gasto familiar y los caprichos. En mi caso, sí; incluso puedo permitirme el lujo de la compra de unos zapatos bonitos al año. Pero es debido a que he renunciado a un coche, unos caprichos. No tengo pareja ni hijos, pero, a cambio, tengo un alquiler que puedo asumir. En cuanto a las comidas…, bueno, mis padres, que viven en otro barrio de la ciudad, a diez minutos en autobús urbano, me ayudan bastante.

Raquel, una amiga del trabajo, suele esperarme en la parada y, aunque los demás suban al autobús, ella espera hasta que llego o se va el autobús. Alguna vez hemos salido de copas los fines de semana, pero como se casó hace un año y ahora está embarazada de cinco meses, nuestras escapadas han sido interrumpidas de una forma bastante abrupta. Me lo contó un día como quien no quiere la cosa.

—¿Quedamos para salir este fin de semana, tú y yo, a ver qué nos encontramos?

—No puedo, Susana, estoy embarazada.

Me quedé paralizada durante unos segundos mientras nos sonreíamos mutuamente.

—No jodas —acerté a decir. No se me ocurrió nada mejor. La verdad es que alguna vez me había hablado sobre la idea de tener hijos, pero no pensé que fuese a ser tan rápido, hacía pocos meses que se habían casado.

—Hubo algo de eso, claro. De joder, quiero decir.

—Bueno, pues enhorabuena, claro, ¿de cuánto estás?

—Dos meses, creo.

—¿Dos meses crees?

—Tengo unos cuantos días probables, pero estoy en un rango de entre siete y ocho semanas.

Yo hacía casi un año que no echaba un polvo desde esa conversación. Ahora será más tiempo. Si contamos las masturbaciones, los números se agigantan. En esto del sexo hay bastantes discrepancias en cuanto a lo que es echar un polvo y masturbarte para saber si cuentan ambos como sesiones de sexo. Alguna vez, con Raquel, mantuvimos una discusión en un bar motivada por las ganas que ella tenía de que Joaquín, por aquel entonces su novio, hiciese realidad una fantasía erótica que ella siempre había deseado. Quería que, al levantarse, se encontrase a Joaquín haciéndola unos huevos fritos para el desayuno, con su beicon y zumo de naranja, vestido con un delantal como único atuendo y con la polla en ristre. A lo mejor, pensé entonces mientras íbamos al trabajo, hace siete u ocho semanas se cumplió su deseo. En el bar, después de describirme con muchos detalles el delantal con el cual quería vestir a Joaquín, la confesé que hacía varios meses que no echaba un polvo. Varios meses que ya se habían convertido en casi un año.

—Pero me masturbo frecuentemente —añadí como atenuante mientras apuraba el vaso de vodka con limón.

—Eso no es echar un polvo, no cuenta.

—¿Cuándo te quedas más a gusto, cuándo te lo haces tú o cuanto te lo hacen?

—¿Hablas de sexo o de comida?

—De ambos temas —respondí mientras pedía al camarero que me sirviese otro combinado.

—No es lo mismo, Susana, no compares la comida que te haces en casa con la que te ponen en un buen restaurante.

—Habría, en ese caso, que seleccionar muy bien el restaurante a dónde vas a comer porque no todos te van a servir la comida a tu gusto. Es más, si tuvieses los mismos ingredientes que en tu casa, la comida te sabría mejor. Te la has hecho tú misma y eso tiene un mérito doble.

—Pero nunca vas a poder sustituir un buen restaurante con sus camareros, su limpieza y la presentación.

—Te ahorras un buen dinero, merece la pena.

—O sea —murmuró Raquel, inclinándose hacia mí —, que prefieres una buena paja a un mal polvo, ¿no?

—Incluso con un buen polvo puede darse el caso que no disfrutes tanto como con una mala paja, tú conoces mejor que nadie a tu coño para saber qué es lo que necesita.

—Eres una marrana, Susana, hablas como los tíos.

—Porque me gusta su forma de pensar. En pocos casos, claro, no dan para mucho. Quizá solo para éste.

Nos miramos unos instantes con cara seria para terminar sonriendo y luego riendo tanto que se me escapó el vodca que tenía en la boca por entre los labios.

Esa noche acabamos tan ebrias que teníamos que apoyarnos la una en la otra para poder caminar.

—No puedo volver así a casa, Susi, déjame dormir en la tuya. Como Joaquín me vea en este estado me echa una bronca monumental.

Susana me mostró el mensaje de texto que acaba de enviar a su novio para decirle que hoy se quedaba conmigo a dormir y no pude decirla ya que no. Tampoco lo hubiese hecho.

Fuimos a mi casa y nos tumbamos en el sofá, una a cada lado, con varios cojines bajo la cabeza y otros tantos en nuestras barrigas. Nos movíamos como chinches y reíamos como chiquillas contándonos lo primero que se nos venía a la cabeza.

—El trabajo es una mierda. Se habla de despidos después del verano —dijo entre risas.

—Se habla mucho, Raquel, pero luego se hace poco. ¿Cuánto tiempo hace que estamos en la empresa?

—No sé, siete u ocho años, creo.

—Y en todos ellos, antes de que termine el verano, se oyen cosas así.

—Pero este año es diferente, Susi, este año es diferente. ¿Quieres follar?

Estábamos envueltas en la penumbra de la noche que se adueñaba del salón a través de la persiana entornada. La cara de mi amiga estaba oculta por los cojines que había sobre nuestros vientres y no pude comprobar si hablaba en serio o no.

—¿Por qué? —pregunté sonriendo.

—Porque hace mucho que no follas, me dijiste. Y porque tienes unas tetas muy bonitas.

—¿Y Joaquín?

—Nos vamos a casar en unos meses, ¿qué más da si me follo a una amiga antes de la boda? Además, entre mujeres el polvo no cuenta como infidelidad.

—Lo dirás tú.

—Lo digo yo, Susi. ¿Quieres follar o no?

—Claro que no, Raquel, estás muy borracha. Mañana no te acordarás de nada.

—Pues mejor, ¿no?

—Pues no —repetí—. Buenas noches.

Me levanté y le tiré una manta encima mientras me iba a la cama.

—¿Puedo dormir contigo? —preguntó bajo la manta.

—Vale —dije, tras dudar unos instantes.

No recuerdo nada de aquella noche. Quizás retozásemos como becerras bajo las sábanas. Por desgracia, no lo sé. Y, a la mañana siguiente, tras despertarnos el móvil de ella porque Joaquín se preocupaba por no saber aún nada de su novia, la pregunté qué habíamos hecho durante la noche.

—Nada, solo dormir —me respondió echándose las sábanas por encima de la cabeza—. Bueno, no me acuerdo, a lo mejor follamos, yo qué sé, me duele mucho la cabeza.

De modo que, a día de hoy, no sé si ya me he acostado con una mujer o no. Ante la duda, y si es para convencerme que ha transcurrido poco tiempo desde el último polvo, decido que sí, que Raquel y yo esa noche hicimos cosas guarras.

—ÉL—

Al cabo de dos meses mi hermana había acumulado tantas ganancias como la tienda había proporcionado en dos años, lo que permitió la necesaria renovación que el sex-shop requería para poder seguir viviendo.

Cambiamos la decoración, tiñéndolo todo de color bermellón, tanto las estanterías como las paredes, las cortinas, las cenefas del suelo. Incluso nuestro uniforme, el cual había pasado a ser la ropa menos usada que teníamos a una ropa exclusiva para trabajar. El dinero llama al dinero y nuestras ganancias nos permitieron solicitar un préstamo al banco sin dar la sensación de mendigar un crédito sino de pedir por adelantado un dinero que devolveríamos con intereses sin ningún contratiempo y con unas cotas de morosidad nulas. Renovamos el surtido de juguetes eróticos, importamos revistas de cualquier parte del mundo, vestíamos con los trapos más escandalosos a aquellas y aquellos que se atreviesen. Incluso ampliamos el negocio montando una segunda cabina donde actuaba una muchacha, Patricia, de coleta rubia, tetas neumáticas y coño perforado con anillas. El peep-show contó con una platea más amplia, donde podía recrearse las dos en sus movimientos lúbricos sin el coarto de pisar una tarima podrida. Añadimos más cabinas, multiplicándose los ingresos. Tres sesiones a la semana, dos horas de baile ininterrumpido, orgasmos a las medias y las enteras, quince euros por diez minutos de contoneos.

—Hasta cuándo harás de puta de cabina —la pregunté una noche mientras salía del cuarto de baño privado del local tras una de sus sesiones. Puta de cabina sonaba mal y hacía rebajar a mi hermana a la categoría de fulana enclaustrada—. Con Patricia ya sacamos suficiente.

—Hasta que me canse —dijo agriando la mirada y desviándola, evitando confrontarla con la mía. Estaba desnuda, con solo una toalla que cubría su sexo—. Además, a veces disfruto, sobre todo cuando tú me miras. Sé que, a veces, pagas por verme.

No supe qué responderla. Se me acercó y me agarró de la cintura mientras unos dedos ya experimentados me acariciaban las mejillas. Incliné la cabeza hacia la suya y nuestros labios se encontraron. Su boca sabía a especias picantes y su lengua vivaracha desatrancaba mis reticencias incestuosas. Sus manos bajaron hasta mi trasero y se introdujeron dentro del hueco entre mi piel y los pantalones del uniforme bermellón. Sus uñas trazaban senderos de lujuria sobre mi piel. Cuando me quise dar cuenta, tenía sus dos tetas entre mis manos y mamaba de sus pezones con ansia desbordante.  Sus dedos peinaron mi cabello y su cuerpo se mecía con cada succión que propinaba a sus pezones. Olía su sexo encendido llamarme más abajo. Carlos, Carlos. Bajé la cabeza y hundía mi cara en el misterio absoluto del sexo de mi hermana, intentando abarcar con mis labios los pliegues de su vulva. La carnosidad hecha lujuria, la gula del comer coño, el desfallecimiento del orgasmo. Mi hermana se corrió deshaciéndose sus piernas y nalgas entre mis manos, sintiendo como su más íntimo secreto me era revelado. Solo para mí, solo para su hermano.

—Tengo que ducharme de nuevo —dijo tras recomponerse—. Lo siento, pero tendrás que pajearte tú solo; tengo prisa, de verdad. Lo siento, Carlos.

Un dolor de cabeza (y otro de huevos, no menos desdeñable, pero abordable) me surgió a traición cuando me quedé solo. Durante la comida de coño de mi hermana había remitido hasta hacerse invisible. Y cuando volví a la realidad, había reaparecido. Además, y para torcer más las cosas, unos tipos de mirada poco menos que aviesa, se presentaban con demasiado frecuencia para murmurar y asediar a Patricia y a mi hermana. Ese día pude echarlos del local porque estaban ebrios y colgados. Quizás otro día no pudiese.

Me di cuenta de tres cosas: que amaba el cuerpo de mi hermana, que mis dolores de cabeza aminoraban y remitían si mi mente se ocupaba con el sexo y que en la tienda necesitábamos a alguien que pudiese ayudarnos con la creciente clientela y que supiese hacerse cargo de los asiduos de las cabinas que enturbiaban con sus amenazas veladas a la poca virtud que pudiese quedarles a Patricia y a mi hermana. Y que pudiese añadir, para probar, una sesión semanal de contoneo en las cabinas para el público gay. Mi desgarbada figura, unida a mi incapacidad para actuar cuando las cefaleas alcanzaban un punto crítico que se iba repitiendo cada vez con más asiduidad, me excluía de forma tajante. Además, no tenía ningún interés en mostrar mis genitales inflamados por el deseo a otros hombres.

Fernando fue la solución. Unos días antes, en la sección de ofertas de trabajo de la edición dominical del periódico local había aparecido nuestro anuncio:

“Se requiere: Hombre fornido, buena presencia, con experiencia en la disuasión no violenta. Se ofrece contrato indefinido tras periodo prudencial de prueba. Buen sueldo. Se ruega a los interesados que llamen al siguiente número: …… Sex-shop «La Mariposa Roja»”

Se presentaron decenas de candidatos y la gran mayoría rechazaban el trabajo cuando les informaba de la sesión en cabina. Hasta que dimos con él, con Fernando.

Fernando, como casi todos los demás, había sido portero de discoteca. Además de poder aplicar la categoría de enorme a su cuerpo, tenía un rostro agradable y, además, era simpático. Y muy bromista.

—Antes de pasar al tema del sueldo, el horario y las condiciones laborales, hay un tema que me gustaría hablar con usted. El trabajo incluye el realizar uno o dos sesiones semanales en un peep-show.

—¿Pipa-show? —preguntó Fernando.

—No, peep-show, ¿conoce el funcionamiento de un peep-show?

—¿Una cabina donde menearse y acabar follando?

—Lo de follar por ahora está descartado, solo masturbarse, pero sería más o menos eso. Para un público gay.

—Soy gay.

—Es usted gay —repetí yo. Era el primer aspirante que declaraba ser homosexual. Quizás alguno de los anteriores también lo fuese, pero Fernando lo proclamaba sin rubor alguno.

—Soy gay —declaró de nuevo.

—¿Le incomoda lo del peep-show?

—Me gustaría probar.

—Bien, para eso tenemos el periodo de prueba.

—Haremos un ensayo de cómo me meneo, supongo.

—Así es.

—Con un público gay, supongo.

—Claro.

—Y me quedaré en pelotas.

—Es lo suyo.

—Bien, vale, de acuerdo. Por cierto, si le da la vuelta a mi currículum, verá que trabajé durante dos años como actor porno.

Di la vuelta a la hoja y tras la entrada que Fernando me había señalado, aparecía enumerada una ristra de títulos de películas junto con el año en que se habían editado.

Levanté la vista y sonreí algo avergonzado. Fernando seguía imperturbable, aunque sé que por dentro se estaba riendo bien a gusto.

—Perfecto —acerté a decir.

Lo de perfecto se quedó corto cuando Fernando empezó a trabajar y actuar. Pronto nos dimos cuenta que nuestro fornido adonis, con su sola presencia tras el mostrador, impedía cualquier clase de disturbio y que sus sesiones copaban las cabinas. Tuvimos que, a petición del público ansioso de disfrutar de la vista de su cuerpo cimbreante, añadir un día semanal a sus actuaciones.

Pero, al margen de los beneficios que reportaba el negocio, suficientes para vivir sin florituras pero sin miserias, las migrañas asolaban mi ánimo con, cada vez, mayor frecuencia. Era muy doloroso permanecer en el mostrador atendiendo a los clientes y soportaba con creciente malestar las veces que tenía que moverme. Cada paso retumbaba dentro de cabeza y las luces más exiguas y los ruidos más débiles me cegaban y aturdían obligándome a apoyar en cualquier asidero para no derrumbarme. Salir a la calle exigía vencer una ansiedad que me atacaba y volvía  atacarme cada vez con mayor crudeza. Y las caricias que mi hermana me prodigaba (y la prodigaba) en momentos puntuales eran más que insuficientes.

Fue por aquel entonces cuando empecé a golpearme, al igual que mi madre, la cabeza contra las paredes, en busca de un dolor superior que me permitiese olvidar durante varias horas el dolor que me carcomía el cerebro.

Las gafas de sol se convirtieron en objetos imprescindibles y los tapones para los oídos en aliados que no debían faltar. Incluso sopesé la idea de vender mi parte del negocio a mi hermana y alejarme a cualquier lugar donde la oscuridad y la calma sonora pudiesen aliviarme. El consejo de una operación por parte del especialista para extirpar la parte del cerebro causante de los relámpagos de dolor, al principio desestimada por el poco éxito que provocó en mi madre, era ahora considerada como una opción que, día a día, la creía cada vez más necesaria.

Hasta que una mañana, un cliente me oyó lamentarme al salir de la puerta del negocio, cuando las campanillas sonaron al abrirse la puerta.

—¿Dolor de cabeza? —se interesó a punto de salir.

—Migraña aguda —respondí.

Cerró la puerta y me tendió una tarjeta que sacó del interior de su abrigo.

—Pruebe con esto. La mía no creo que fuese tan horrible como la suya, pero seguro que encuentra algo de consuelo. A mí me funcionó.

Consuelo, dijo.

Entreabrí los ojos para mirar al hombre que aún mantenía la tarjeta en el aire y la acepté con un gesto de agradecimiento.

Cuando el cliente se marchó leí el contenido.

“Raymundo Archer. Experto en técnicas de relajación y comunión con el espíritu.”

Debajo aparecía un teléfono móvil y una dirección de correo electrónico.

Al día siguiente llamé por teléfono al número de la tarjeta. Escuché una locución indicando que mi línea de teléfono móvil había sido desactivada por el impago de una factura. La llamada se transfirió de forma automática con el departamento de cobros de mi operadora de telefonía móvil. Una teleoperadora con acento sudamericano me atendió.

—Buenos días, mi nombre es Yessi, del departamento de Cobros, ¿en qué puedo ayudarle?

—En realidad yo no les he llamado. Quería hacer una llamada y una máquina me ha indicado que la línea estaba cortada por impago de factura. Pero le aboné ayer.

—La línea desde la que llama pertenece a la empresa que tiene la deuda, ¿verdad?

—Sí, pero ya no hay deuda.

—Entiendo —comentó. Tras una pausa que se alargó hasta los dos minutos mientras escuchaba el sonido de un teclado de ordenador usado de forma furiosa, continuó: —¿Cómo realizó el abono?

—Por transferencia bancaria. Ayer.

Transcurrieron otros dos minutos. Ahora, junto al sonido del teclado, los botones de un ratón que se posaba una y otra vez sobre una superficie de metal o madera resonaban cada poco.

—No nos consta el pago.

Era la tercera vez que ocurría en lo que iba de año. Es cierto que, hasta que no normalizamos los ingresos del negocio, no pude hacer frente a las facturas en el día establecido. Pero en este caso podía contemplar el resguardo de la transferencia bajo la balda del mostrador.

—Páseme con bajas, por favor.

—¿Disculpe?

—Quiero dar de baja las líneas de la empresa.

—Como no, ahorita le paso. Haga el favor de no retirarse.

Y entonces sonó la melodía de la operadora móvil durante varios minutos. Estridente y cicatera; cada vez las elegían más a conciencia para agudizar mi dolor de cabeza, el cual comenzaba a descender hacia el ojo izquierdo.

—Buenos días, mi nombre es Susana, del departamento de Bajas, ¿cómo puedo ayudarle?

Quedé durante unos instantes mudo. Era una voz de mujer, española, no sabría distinguir la edad, pero la asociaba a una muchacha. Un tono dulce, meloso, casi hipnótico que supuso un bálsamo instantáneo para mi cefalea. Olvidé cuál era el motivo por el que quería darme de baja.

—Buenos… días —balbuceé—. Me han cortado la línea por impago de una factura que aboné ayer.

—Entiendo —respondió—. La empresa es… “La Mariposa Roja”.

—Sí.

Transcurrieron unos minutos del mismo sonido de teclear. Su respiración era claramente audible, tendría el micrófono demasiado cerca de la boca. El aspirar y expirar se sucedieron a través de la línea, infundiendo un ritmo que se asemejaba al palpitar de mis sienes, retardando el dolor que se iba acumulando tras el ojo.

—En efecto, ya nos consta el pago como realizado. Acabo de activar sus líneas, deberá esperar unos minutos para que el cambio se registre en la red, ¿alguna otra consulta?

—¿Desde dónde me atienden? —pregunté deseoso de poder ubicar geográficamente a la muchacha.

—Desde Madrid, caballero, ¿alguna otra consulta?

Su demanda de más consultas sonaba a urgencia, una urgencia por resolver la llamada cuanto antes. Pero ansiaba saber más de la muchacha tras la línea. Quizás fuese coincidencia, pero, cuando hablaba o cuando respiraba, mi dolor de cabeza detenía su avance. Y ello, a parte del sexo con mi hermana, no lo habían conseguido ni tratamientos ni medicamentos. Su respiración se aceleró y el sonido parecía arrastrarse a través de la línea hasta mi teléfono como un susurro, una caricia que abotargaba mi dolor, que me sumía en un estado de relajación próximo al descanso.

—¿Alguna otra consulta, caballero? —urgió de nuevo.

—Indíqueme sus apellidos y extensión, por favor.

—Mi extensión es la 200451, mis apellidos no estoy obligada a comunicárselos.

Anoté el número tras la tarjeta de visita de Raymundo Archer.

—Si indico que me transfieran con esa extensión, ¿me atenderá usted, Susana?

—En efecto. Veo que no desea realizar más consultas, caballero; terminaré la llamada, pues.

Y la llamada se cortó tras la caricia de una respiración suya.

Al instante, como liberado del obstáculo, la migraña, furiosa por haber sido obstaculizada, incidió con malevolencia sobre mi ojo y comencé a llorar.

Apagué y encendí el teléfono móvil tras unos minutos. Llamé al teléfono de Raymundo Archer y una locución me indicó que la próxima reunión se celebraría esa misma tarde a las seis y media en el salón de reuniones del hotel Melia Parqué. No quedaba lejos de aquí; anoté el nombre y la hora debajo y colgué.

—ELLA—

—Buenos días, guapa —la saludo cuando llego a la parada del autobús a las ocho y veinte. El autobús acaba de llegar y los compañeros del trabajo están empezando a subir al vehículo. Su barriga de cinco meses ya es bastante evidente. La sienta muy bien; algún día tiene que contarme cómo es su vida sexual con Joaquín durante el embarazo. Dicen que se te dispara la libido. Al menos, la mía lo hace cuando la veo con las tetas hinchadas y los ojos brillantes.

—Hola, Susi.

Subimos al autobús y ella ocupa el asiento junto a la ventanilla mientras yo me siento a su lado, en el asiento junto al pasillo. El autobús aún esperará hasta las ocho y media antes de salir en dirección al parque tecnológico. Por ahora, la mitad de los asientos están vacíos. Lo habitual es que se llenen y que, algún día, alguien tenga que ir de pie. En teoría no está permitido, pero es posible argüir como excusa el llegar tarde al trabajo porque no has podido sentarte en el autobús. Además, los conductores (los que recibirán la multa si nos para la guardia civil) ya nos tienen avisados: "Si no podéis sentaros porque no hay asientos, durante el trayecto colocaros en sitios poco visibles, como en las escaleras de la salida o en el peralte del suelo de los últimos asientos. Tú no quieres llegar tarde al trabajo y yo no quiero que me pongan una multa. Y todos tan contentos".

—¿Qué pronto has llegado hoy, no? —me pregunta Raquel acomodándose el bolso entre el respaldo del asiento delantero y su barriga.

Asiento con la cabeza si prestarla atención porque la tengo puesta en un chico que está sentado delante de mí, junto a la ventanilla del extremo opuesto. Tiene un bulto enorme entre las piernas y mira, casi con desesperación, a las mujeres que pasan a su lado. Entiendo su turbación. El alien que tiene entre las piernas está despierto y le obliga a mirar con afán procreador a las hembras que tiene cerca. El mío durante el sueño me hizo lo mismo. Cuando está erecto es como si se activara un interruptor en el cerebro que cambia de “modo normal” a “modo sexo”. Tiene las manos crispadas sobre los muslos y su mirada parece escanear el cuerpo de cada mujer que tiene cerca, adivinando qué ropa interior tiene puesta y la talla del pecho y caderas. Seguro que, con bastante fiabilidad, imaginará el cuerpo desnudo de la escaneada. En su cara se le notan unas ganas enormes por follarse a todas nosotras, una detrás de otra. No recuerdo si ya estaba sentado cuando Raquel y yo pasamos a su lado. Si así fuera, también nos habrá escaneado. Quizás haya notado que hoy llevo un sujetador sin aro y las tetas se me remueven dentro de la prenda cuando apoyo el tacón sobre una superficie dura. Si es así, me alegro que al alien que tiene bajo la bragueta le haya excitado. A los hombres les encanta que los pechos te bailen, como dos gacelas inquietas a punto de correr.

—¿Hace cuánto que no privas, Susi? —me pregunta Raquel tomándome del hombre y agitándome. Las gacelas se revuelven inquietas y atraen, indefectiblemente, la mirada del chico, que se gira para mirarme en una de sus barridas visuales en “modo sexo”. Quizás haya oído, incluso, el sonido de mis mamas agitarse.

—¿Por qué lo dices? —pregunto girándome hacia Raquel, esquivando el escáner del chico.

—Pues porque te me has quedado embobada mirando el lapicero del niño.

Raquel y yo, la última noche que quedamos para  tomar una copa el fin de semana, inventamos un lenguaje en código para hablar de temas sexuales sin despertar sospechas cuando estábamos rodeadas de gente. Como si eso sirviese de algo. Lo único que hacíamos era levantar aún más sospechas.

—No miraba el lapicero —mentí. No pude evitar sonreír.

—Ya.

Yo también, descubrí, tenía un escáner en la mirada. Un escáner que me proporcionaba el tamaño exacto del lapicero del chico. Y no era tan grande como el hombre que fui durante el sueño. O, al menos, no tan bonito. Lo mismo da el tamaño, claro, pero, puestos a pedir si tengo elección, mejor que sobre que no falte. Además, y es lo más importante, yo dibujaría mejor.

El edificio de la empresa no queda lejos de la parada donde nos deja el autobús en el parque tecnológico, a unos cien metros. Un guardia de seguridad nos escanea con la mirada (no sé si está en “modo normal”) cuando deslizamos la tarjeta por una ranura para traspasar un torno que nos da acceso al interior del edificio. Cada uno vamos a nuestro puesto según una lista que dejan a diario a las entradas de cada puerta del call-center. Un largo pasillo en un extremo del edificio en forma de rectángulo nos da acceso a las puertas de entrada. Dentro hay muchas hileras de mesas que delimitan los puestos de trabajo por mamparas de cristal. En cada puesto disponemos de un ordenador, una centralita personal y unos auriculares con soportes en los extremos donde colocar unas almohadillas personales para preservar una higiene mínima al ponértelos. Bajo la mesa, si tienes suerte, hay un apoya-pies. Tras estar ocho horas sentada, es muy recomendable tener algo donde apoyar los pies, mejor que apoyarlos sobre las punteras de los zapatos o los soportes del pie de las sillas, que, aun siendo ortopédicas, no eliminan el cansancio de las piernas.

Nuestra centralita es nuestro aparato más importante. Más que el ordenador. La centralita tiene una pequeña pantalla donde se muestran los códigos correspondientes a los grupos de recepción de llamadas que asumes. 404 indica que atenderás llamadas de clientes particulares, 408 que realizarás llamadas a clientes particulares y así con todo. Cuando son las nueve en punto tienes que introducir tu código personal, indicando que estás en tu puesto de trabajo (que ese día has ido a trabajar) y luego te colocan los códigos que ese día te asignen. Y cuando terminas tu jornada, borras tu código y así indicas que ya no estás. Lo mismo da que estés delante del ordenador si no introduces tu código; para la empresa no estás ahí.

Raquel y yo rara vez nos sentamos juntas. Como en el colegio a las amigas del alma, nos colocan en pupitres en esquinas opuestas para evitar las conversaciones. Mientras se enciende el ordenador, descubro de reojo al chico del lapicero varios puestos más a mi derecha; sigue en “modo sexo” y aún recuerda a mis gacelas correteando revoltosas.

Las nueve en punto, según unos enormes relojes digitales colocados en las paredes. Introduzco mi código personal (hola, estoy en mi puesto) y, tras unos segundos, aparecen los códigos de las llamadas. Hoy atenderé reclamaciones de clientes particulares y autónomos. Recibo la primera llamada cuando me acabo de colocar los auriculares.

—Buenos días, le atiende Susana, del departamento de reclamaciones, ¿en qué puedo ayudarle?

—Vamos a ver, señorita —surge una voz ronca de mujer cansada—, tengo delante de mí la factura que me acaba de llegar, tarde y mal hecha, como siempre, ¿por dónde empezamos?

Cada hora disponemos de una pausa de cinco minutos. Se supone que debemos salir del call-center y deambular por el pasillo; es una pausa para descansar la vista. No salimos todos en tropel, claro, sino que esa hora se alarga o acorta para que coincidamos los menos posibles y se mantenga un nivel de servicio mínimo. La primera llamada de una revisión de la factura fue seguida de una segunda de revisión y luego una tercera, también de revisión. Cuando llegaron mis cinco minutos, salí al pasillo y me apoyé en la pared mientras me frotaba los ojos tras las gafas. Cuando los abrí tenía al chico del lapicero a mi lado.

—¿Qué tal hemos empezado? —preguntó sonriendo con mirada falsamente abatida.

—No parece que tú lo hayas hecho muy bien —señalé. Simulando un frotamiento de ojos superfluo, me fijé en el bulto que tenía entre las piernas. Seguía estando empalmado. El chico estaba en “modo sexo”, por lo que todo lo que él dijese estaría teñido de un matiz depredador. Por supuesto, en nuestra conversación no estaría hablando con el propio chico, sino con su polla, la cual había tomado el control de todos los movimientos del cuerpo donde estaba sujeta.

Sin embargo no dijo nada más durante los siguientes minutos. Yo tampoco quise iniciar una conversación que sabía dónde se iba a dirigir. De vez en cuando giraba la cabeza y saludaba a alguna compañera con un gesto de la cabeza. Aprovechaba el movimiento de cuello para echar un vistazo a mi escote. Al tercer miramiento me dieron ganas de arremangarme la blusa y sacarme las tetas. “¡Míralas, coño, grandes pero normalitas!”. Cuando quedaban pocos segundos para que terminase mi pausa, murmuré un “hasta luego” y entré en el call-center. No me hacían falta, pero si tuviese ojos en la nuca le pillaría calibrando el tamaño de mi culo.

No volvimos a coincidir hasta la hora del almuerzo, a las doce y media. La hora quedaba indicada en una tabla que nos aparecía al iniciar sesión en el ordenador con nuestros datos personales. Después de colgar al cliente, dejé los auriculares con un deje de fastidio sobre el teclado y me acerqué hasta el puesto de Raquel. Esperé unos segundos y, cuando mi amiga levantó la vista hacia mí, agité el tupper que había sacado del bolso. Negó con la cabeza mientras transcurría su llamada y me sacó el suyo, ya vacío, de su bolso. Acaba de comer, por lo que me tocaba alimentarme sin compañía.

Salí al pasillo y encaminé mis pasos hacia el comedor, una sala al fondo del pasillo donde se encontraban las máquinas automáticas de café y unas cuantas mesas y sillas. La sala carecía de una televisión o cualquier elemento recreativo, solo mesas, sillas y máquinas de café. Antes de llegar al comedor se me arrimó el chico del lapicero.

—¿Qué tienes para comer? —preguntó con una sonrisa parecida a la de hace unas horas. No me hizo falta bajar la vista hacia su paquete para comprender que estaba, o seguía, en “modo sexo”.

—Unos trozos de tortilla de patata que me sobraron de ayer.

—Yo traigo un bocadillo de atún —. Sonrió enseñándome el paquete envuelto en papel de aluminio.

Suspiré. No pensé en lo que dije a continuación; tampoco me apetecía comer sin Raquel.

—¿Quieres privar?

El chico parpadeó unos instantes confundido.

—¿Qué si tengo ganas de comer, dices?

—No, que si quieres privar.

—¿Dónde quieres privar?

Me mordí el labio inferior mientras miraba a nuestro alrededor. Nos encontrábamos enfrente de la puerta del comedor y algunos compañeros nos rodeaban para entrar o salir de él. Noté como el pulso se me aceleraba y la respiración se entrecortaba. Había pensado en cogerle la mano y llevármelo a los servicios de mujeres. Pero ahora dudaba. No dudaba si hacía o no lo correcto, eran otros mis impedimentos. Treinta minutos, compañeras meando y cagando a nuestro alrededor, mantenimiento del maquillaje, ligeros retoques en el peinado, charlas triviales. Un ligero rubor me iluminó la cara y el chico, esta vez, no confundió los indicios.

—Ven —dijo echando a andar.

Le seguí como un cachorro indefenso y aterrado. Tenía un paso rápido, de andares apresurados. Cruzamos los tornos de la entrada del edificio y se detuvo en las escaleras que iniciaban la planta del edificio, bajo la marquesina del nombre de la empresa.

—Este es un buen sitio, no suele haber nadie —explicó. Se sentó en una de las escaleras y me sonrió mientras desenvolvía su bocadillo.

Joder. Adiós al follar.

Me senté a su lado y coloqué el tupper sobre mis rodillas. Noté el trozo de tortilla del interior frío. Cuando fui a destaparlo, aún con dedos temblorosos, el recipiente resbaló entre mis muslos a causa de las medias y mi comida se desparramó escaleras abajo. Contemplé los trozos de tortilla adornando los escalones.

—Vaya putada —comentó el chico mientras masticaba un de su trozo de bocadillo.

Algunos gatos callejeros, que se habían acercado a nosotros para recibir las migajas que quisiésemos darles, olisquearon con timidez los trozos de tortilla y luego se lanzaron, como poseídos por un hambre atroz, a devorar mi almuerzo.

De modo que cuando volví al trabajo las tripas se me revolvieron clamando atención y mi coño se resignó a permanecer otro día más sin ser alimentado.

—¿Comiste sola? —me preguntó de repente Raquel en el autobús, de vuelta a la ciudad.

—No —contesté sin querer extenderme en explicaciones. Pero Raquel no quiso conformarse.

—¿Con quién? —preguntó al cabo de unos segundos.

—¿Con quién qué? —dije aparentando ignorancia.

—Que con quién comiste, Susi.

—Con nadie —claudiqué—, salí a las escaleras y se me resbaló el tupper entre las rodillas; toda la comida fue a parar a los gatos silvestres, luego entré dentro y me tomé dos cafés de máquina, estaban horribles. Previamente —ya que me había obligado a soltar la lengua, me prodigué en detalles—, le había solicitado al chico del lapicero de esta mañana que tuviésemos un momento de privación, pero me entendió mal, o no quiso entenderme, y como le había pedido un lugar discreto donde privar, salimos a las escaleras a comer. No a privar, sino a comer.

Raquel me miró con los ojos entornados. Desvié la mirada hacia el frente, evitando sus ojos.

—No quiso privar —murmuró—.Al chico se le presenta la oportunidad, en el curro, con una compañera que a la que luego vería día sí, día no, con el lapicero afilado, dices, y tú con el sacapuntas preparado.

—Yo con el sacapuntas preparadísimo, vamos —confirmé.

—Y no quiso privar. O no te entendió —repitió, removiendo el dedo en la llaga.

Negué con la cabeza y me fijé de soslayo en las arrugas de su frente, las cejas arqueadas y su sonrisa a medio dibujar. Estaba esperando cualquier confirmación por mi parte para empezar a reírse a carcajadas, o para desestimar cualquier elemento de sorna si no había confirmación.

Miré de nuevo al frente, hacia el respaldo del asiento delantero. Tras unos segundos de duda, terminé por sonreír. Sus carcajadas no se hicieron esperar. Dejé que se riese a gusto.

Por dentro, sin embargo, desmintiendo mi sonrisa exterior, continuaba resignada, tristemente resignada.

—ÉL—

La entrada a la reunión costaba cincuenta euros que un hombre con traje oscuro cobraba al entrar. Un buen número de personas hacían cola para entrar. Cincuenta euros. El negocio no iba mal, pero tampoco podía permitirme tal dispendio.

Tras las gafas de sol sopesé la idea de desprenderme del dinero a cambio de la posibilidad de poder remitir mis males. Al final acepté y, tras pagar, entré a la sala de reuniones.

No había demasiada gente, todos se iban sentando lo más cerca posible de un escaño que sobresalía al inicio de la sala donde había colocado un pedestal con un micrófono. Un hombre bajo y rechoncho, de barba entrecana y afilada  de ojos escudados tras unas gafas de cristales teñidos de amarillo, parecía escudriñar nuestros movimientos.

Me fijé en que, aunque la gente tendía a sentarse lo más cerca posible del púlpito, dejaban varios asientos entre ellos, creando la sensación de un desconocimiento que desmentía el murmullo que se oía cuando estábamos esperando para entrar en la sala. Casi todos se conocían, se habían saludado o habían hecho gestos de saludo. Pero se sentaban apartados unos de otros.

Había personas de diferentes edades y sexos y, aunque parecía haber marcadas diferencias entre ellos, casi todos exhibían un rasgo común: llevaban puesta ropa amplia y cómoda. Un chándal de andar por casa, unos pantalones holgados, camisetas desgarbadas, ausencia de cinturones. No había escote en la ropa femenina, ni tampoco maquillaje en sus rostros.

Tras unos minutos, el orador empezó a hablar, a la vez que una suave música de fondo, compuesta de sonidos de la naturaleza como agua corriendo tras riachuelos, pájaros cantando y hojas secas pisadas. Las luces de la sala fueron disminuyendo hasta que una penumbra cercana a la oscuridad lo envolvió todo. Me quité las gafas de sol y me arrellané en mi asiento. Varias personas a mi lado se quitaron sin disimulo los zapatos y zapatillas y se desabrocharon los botones superiores de la camisa o blusa, o se sacaron la parte inferior de la camiseta del interior del pantalón. La comodidad era, por lo visto, muy importante.

El hombre tras el púlpito se presentó como Raymond Archer. El tono de su voz era grave y pausado. Pidió que cerrásemos los ojos y nos liberáramos de cualquier opresión en el vestuario. Sus palabras resonaban por toda la sala gracias a varios altavoces repartidos por las paredes, a la vez que los pájaros trinaban y el correr del agua envolvía toda la sala. Varios suspiros se oyeron.

Cuando giré la cabeza, a dos asientos de distancia a la izquierda, una mujer de una edad indeterminada por la penumbra se había desecho de su blusa y su falda  que había colocado en el asiento que había entre nosotros más cercano a ella y se había acomodado en el asiento. No llevaba sujetador y la ausencia de bragas creo que también era posible, aunque no podía distinguirlo. Sus brazos se apoyaban en los apoyabrazos de la butaca y su respiración ruidosa pero lenta hacía que su pecho subiese y bajase. Las tetas se desparramaban hacia sus costados. Cuando me giré hacia el otro lado, tras el pasillo central, varias personas también se habían desprendido de sus ropas. No hasta el punto de quedarse desnudas como la mujer, pero, en definitiva, sí para sentirse lo más cómodas posible. Hice lo propio, quedándome en calzoncillos. La excitación de sentirme rodeado de tanta gente en ropa interior o desnuda había provocado una erección que se distinguía perfectamente bajo mi slip.

Raymundo Archer nos invitó a cerrar los ojos y respirar con calma, contando varios segundos mientras inspirábamos, los mismos al retener el aire y otros tantos al expirar.

Tras varias respiraciones de este tipo alcancé un estado de relajación próximo al sueño. Luego nos indicó que imaginásemos una pantalla de cine en nuestra imaginación, una gran tela blanca donde visualizásemos y dotásemos de textura, olor y sabor objetos sencillos como una aromática naranja o una dulce manzana. Luego nos fue proponiendo objetos más complicados como una cafetera o un plato de comida. Nuestra tarea era visualizar el objeto, rotándolo para verlo desde diferentes ángulos, acercando nuestra vista hacia los detalles y experimentando las sensaciones que nos provocaba el objeto.

A continuación nos pidió que imaginásemos a una persona, aquella en la que más confiásemos, con la que más tratásemos y cuya imagen fuese sinónimo de tranquilidad para nosotros. Mi hermana Sandra ocupó mi pantalla de cine y, aunque traté de visualizarla vestida, mi mente se negaba una y otra vez, terminando por despojarla de cualquier prenda, exhibiendo su cuerpo desnudo como varias veces la había visto tras el cristal de la cabina, como varias veces la había tenido sobre mí o bajo mí. Sin embargo, pude ocultar su rostro tras un halo negro, una fina gasa oscura que desdibujaba su perfil. Pero sus pechos vibrantes, sus caderas redondeadas, su pubis rasurado o sus muslos rutilantes no dejaron de asediarme. No pude reprimir un latigazo de incomodidad cuando mi polla se revolvió tras los calzoncillos, arañando la tela y pugnando por desembarazarse de ella. Me quité los calzoncillos más como una necesidad que como una muestra de exhibición.

La persona que habíamos visualizado, nos indicó Raymundo, tenía la respuesta a nuestras preguntas, porque, añadió, todos tenemos una o varias preguntas. Hemos cargado con ellas toda nuestra vida y nada ni nadie han sabido darnos una respuesta a ellas. No la respuesta que esperamos oír, tampoco la que imaginamos. Es la respuesta que ansiamos conocer y que no nos importa asumir.

Yo no tenía ninguna pregunta que hacerle a mi hermana, sino más bien un ruego, una demanda, una súplica: que mis dolores de cabeza cesaran.

Mi hermana sonrió tras el velo oscuro y en lugar de hablarme comenzó a moverse con una cadencia que conocía muy bien. Sus caderas se agitaron débilmente, transmitiendo el movimiento a sus pechos, vibrando al son del movimiento. Su melena se descompuso adquiriendo la forma de una llama invertida que se sacudía como desperezándose, eliminando un agarrotamiento propio de la inactividad. Su piel desnuda adquirió el brillo que la purpurina reflejaba y comenzó una sesión de baile que adquirió un ritmo creciente. Acuclillándose hacia mí sus muslos parecían brotar de su pubis y, bajo él, su vulva goteaba el sudor que mi imaginación la había transmitido. Sus pezones oscuros se hincharon y se mecieron hacia los lados mientras su danza se iba convirtiendo, sin yo poder evitarlo, en una sesión de sexo. Mi punto de vista se trasladó entre sus pies vislumbrando su sexo entreabierto. Descendió hacia mí o yo me introduje en su interior porque luego visualicé el interior de su vagina. Las rugosidades viscosas y rosáceas de su sexo se abrieron a mi paso y mi imaginación dotó a la imagen de un movimiento ascendente y descendente que se correspondía con una penetración. Los gemidos de Sandra me inundaron la pantalla de cine donde me sumergía en el interior de su vagina. El chapoteo entre sus lubricaciones se fue haciendo cada vez más intenso, rivalizando con los sollozos de mi hermana. La cueva donde me hundía y de la cual emergía con mayor rapidez se iba estrechando al retirarme y se dilataba al penetrar nuevamente en ella. Vibraba y se sacudía, las paredes rosadas se cernían sobre mí, el olor a sexo sediento me asfixiaba, los embates de mis internamientos parecían retumbar en las paredes de su coño. Hasta que, con un aullido, toda mi visión se cubrió de un blanco lechoso que anegó la cueva.

Abrí los ojos asustado y sentí el semen recorrerme el vientre y enfriándose. Advertí que mi mano aún sujetaba mi polla, palpitante tras el orgasmo. La penumbra seguía cubriendo la sala y la música de sonidos del bosque seguía murmurando alrededor de mí. Giré la cabeza para comprobar que las demás personas no hubiesen notado mi masturbación. La muchacha que tenía a dos asientos de distancia aún seguía espatarrada en su butaca y, tras el pasillo interior, los demás continuaban en una posición parecida a la que recordaba al cerrar los ojos.

Me limpié con unos pañuelos que llevaba en el bolsillo del pantalón y me subí los calzoncillos. Fue entonces cuando advertí que el dolor de cabeza había remitido hasta convertirse en un suave palpitar en mi sien, molesto pero soportable, igual que cuando mi hermana me obsequiaba con una sesión de sexo incestuoso. Pero la sensación de tranquilidad que aún sentía era muy superior y, sobre todo, por encima de todo, lo más impresionante, es que la tranquilidad era persistente.

Por fin había encontrado algo que, aunque no eliminaba mis dolores, los empequeñecía hasta volverlos tan insignificantes que los hacía risibles.

Cuando miré el reloj me sorprendió comprobar que ya habían transcurrido más de dos horas desde que me había sentado en el asiento. Al cabo de unos minutos la voz de Raymundo Archer volvió a escucharse por los altavoces y las luces comenzaron a adquirir un fulgor más acusado. Sin embargo, las gafas de sol no me eran necesarias.

Nos vestimos y, tras indicarnos que la próxima sesión sería dentro de una semana, en esta misma sala, Raymundo Archer nos señaló una mesa cercana a la salida donde nos informó que disponíamos de libros y cedés de música que nos permitirían retornar al estado de relajación que habíamos vivido siempre que quisiéramos.

Compré todo lo que pude con el dinero que llevaba en la cartera.

—ELLA—

Entré en casa cuando eran las seis pasadas. Robin me saludó con un aleteo y un chasquido de pico que, imaginaba, querían decir un “¡Hola, Susana, te echaba de menos!”. Dejé el bolso sobre el sofá y me acerqué hasta la jaula para responderle con unos chasquidos de lengua. Mi periquito se alegró con los ruidos y se paseó sobre el palo horizontal con saltitos laterales. Cuando metí el dedo entre los barrotes se acercó contento a pellizcármelo con rapidez.

—Seguro que tú sabes la respuesta, Robin —murmuré mientras dejaba que Robin se divirtiese con mi dedo—. Dile a tu mamá como puede follar.

Robin siguió pellizcándome el dedo, ajeno a mi pregunta. O quizás supiese la respuesta pero, como no podía hablar, era incapaz de decírmela. Dicen que hay periquitos que hablan, que repiten aquello que escuchan con asiduidad. Robin es mi segundo periquito, precedido por Alex, que murió hace años, cuando vivía en casa de mis padres, pero tampoco él pronunció una palabra. Y Robin tampoco parecía romper la tendencia. Una noche, hace años, mientras veía un documental en la tele tumbada en el sofá, hablaron sobre la capacidad de imitar los sonidos por parte de los periquitos. Tenía el volumen bajo porque mis padres estaban ya en la cama. En el documental, un hombre con una gran barba de cerdas canosas y gafas gruesas de pasta, Félix Uborne, un experto internacional en periquitos y agapornis, comentaba que la capacidad de estos pájaros para imitar el habla humana era muy limitada y, aunque ofrecía algunos consejos para acelerar, o iniciar, el proceso, no me enteré de mucho. En parte por el bajo volumen de la tele.

La otra razón era que me había deslizado en el sofá apoyando la espalda en el cojín y doblando la cabeza sobre el respaldo, teniendo las piernas flexionadas y los pies apoyados en la mesita. En cuanto se me apareció ese apéndice velludo y de cerdas canosas a la vista, unos calores me recorrieron el vientre y se posaron sobre mi sexo, anidando sobre mi vulva. Desde mi posición, vestida con un albornoz abierto, aireando mis pechos desnudos, me arremangué las bragas dejando asomar el arbusto de mi vello ensortijado, superponiendo mi vello oscuro sobre la barba canosa. El experto en periquitos había, de repente, rejuvenecido diez años. Desenrosqué el vello añadiendo unas patillas a Félix, quitándole dos o tres años más. Quizás pudiésemos hacer algo con ese cráneo pelado que brillaba grasiento. Corrí hasta el cuarto de baño y volví a tumbarme en el sofá, ahora sin bragas, con un peine de púas finas en la mano. Cardé el vello para darle un volumen apropiado pinzando con los dedos la raíz de los mechones que tenía apresados; el ensortijado natural del vello púbico hacía doloroso el desenredado del pelo, muchos pelos quedaron apresados entre las púas. Continúe, pacientemente, peinando el matojo, esperando con ansia el plano en la tele que mostrase a Félix.

—Félix, venga, sal ya, que te voy a dejar muy guapo —murmuraba.

Pero el documental acabó y Félix no volvió a aparecer. Quedé bastante decepcionada, con mi matojo esparcido por mi sexo enrojecido por los tirones. Había conseguido separar con maestría el vello en dos partes asimétricas y cada una de ellas parecía nacer de mis labios mayores, perfilados como dos montículos en mi posición. Calculo que gasté unos diez minutos en dejar mi vello púbico según Félix necesitaba pero no acudió a recibir su regalo.

—Hijo de puta —mascullé.

Para entonces tenía introducido la mayor parte del mango del peine en mi vagina. El mango era fino y largo, con forma de abrecartas y, al igual que el primo-hermano que le había adjudicado, también servía para abrir recipientes; en este caso, el mío. La punta del mango me alcanzó la cérvix cuando hundí el peine hasta el fondo, presionando las púas del extremo sobre el clítoris. Si el contacto con el extremo inferior del útero resultaba molesto, la presión de las púas sobre el extremo carnoso de mi vulva era deliciosa. Removí el mango por el interior de mi sobre carnoso mientras otorgaba a mi clítoris un espeluznante masaje. Gruñí satisfecha.

No dudo que el orgasmo me hubiese alcanzado en pocos instantes, ya empezaba a sentir las convulsiones del vientre, pero, en ese momento, escuché la puerta del dormitorio de mis padres abrirse. Solo me dio tiempo a cubrirme con el albornoz y adoptar una postura menos despatarrada, más acorde con la decencia que se le presupone a una responsable veinteañera.

—Susana, ¿no tienes mañana examen? —preguntó mamá.

—Es verdad, me había quedado dormida —dije acompañando mis palabras con un bostezo poco convincente. Me levanté con las piernas muy juntas, apretando los muslos sobre el peine cuyo mango seguía en el interior de mi vagina.

—Cuando termines los exámenes ya podrás quedarte dormida donde quieras.

Fueron los veintitrés pasos más angustiosos de toda mi vida. Sentía como el mango se iba deslizando sin remedio con cada movimiento de pierna, ayudado por los fluidos lubricantes de mi interior.

—¿Te pasa algo, hija?

—Es la regla, mamá, que me duele mucho.

Por fortuna yo no era pródiga en detalles sobre mis menstruaciones o mi madre habría recordado que había terminado de sangrar hacía una semana. Fue hasta el cuarto de baño y revolvió entre la cesta de las medicinas hasta encontrar las pastillas contra el dolor. Para entonces ya me encontraba en el dormitorio, sin un mango de peine con forma de abrecartas en mi coño.

—¿Te duele mucho? —preguntó tendiéndome la pastilla azulada. En la otra mano tenía un vaso de agua.

Simulé un pinchazo en el vientre, a la altura de los riñones y me doblé sobre mí, reverenciando a no sé quién, presionando en la barriga con las manos. Asentí entornando los ojos y apretando los labios. Qué gran actriz soy. Tomé la pastilla y me la tragué acompañándola de un trago de agua.

Al día siguiente sí que me dolería de veras la barriga. Pero aprobaría el examen.

—¿No quieres responder o no puedes, Robin? —pregunté de nuevo a mi periquito.

Pero Robin seguía a lo suyo, pellizcándome el dedo. Sin ganas de hablar.

Recordé que tenía la cama por hacer y que la casa estaba por barrer. Hoy por la mañana, con las prisas por salir, no había sacado nada del congelador para la cena, con lo que, otra noche más, me haría una pizza o un bocadillo. Un bocadillo de atún, sonreí irónica.

Menudo idiota. La verdad es que a los tíos les plantas una hembra en celo y no se dan cuenta. Y luego querrán hacer algo cuando no tienes ninguna gana. Típico de ellos. De todas formas, pensándolo bien, creo que es mejor que no hubiésemos follado aquel chico y yo. A saber si tendría limpia la herramienta. Mucho bulto pero, al final, resultó que el niño estaba pensando en otras cosas. O quizás si estuviese empalmado, pero yo no era su tipo.

—¿Y por qué no habría de ser su tipo? —me pregunté. Tenía buenas tetas, no de las fijas en el pecho, vale, tampoco es que los pezones mirasen al cielo o a los ojos del que los mira, lo admito (suponiendo una altura similar a la mía, claro). Son de los móviles, de los inquietos, de esos que te pones a bailar en un bar y ya puede ponerte una banda prieta en el pecho, que aquello se va a agitar como dos gorriones revoloteando sobre el nido. Tengo caderas, eso sí que es cierto, buenas caderas. O muchas caderas, quizá. Pero me lavo el coño a diario, lo cual, en contra de la creencia popular sobre la admirada higiene femenina, no es algo que se pueda presuponer en cualquier mujer. Y lo más importante, joder, tenía ganas de un polvo rápido. Pero rápido, rápido; estaba caliente para recibir el lapicero en mi coño sin preámbulos, sin dedos inquisidores, sin lenguas estimuladoras, sin arrumacos o frotamientos compulsivos sobre la vulva. Solo quería un polvo, hostia puta. Y quería salir de donde nos hubiésemos escondido para hacerlo con los ojos lánguidos y una sonrisa entornada, denotando a una mujer satisfecha por dentro y por fuera.

—¿Pero por qué no quiso follar? —insistí, dejándome caer en el sofá. Hoy no tenía ganas de barrer ni de hacer la cama—. ¿O es que era idiota?

Porque, vamos a ver, si a un tío te presentas con la cara ruborizada, mordiéndote el labio inferior, mirando a los lados inquieta y cuando su mirada se posa en la tuya y la de él queda cegada por el destellar de tus ojos, ¿qué más da lo que le preguntes? Quieres nabo, comer nabo, vamos, y lo mismo da con unos labios que con otros. Tienes hambre y punto. Solo faltaba que le gritase en el pasillo de la empresa:

—¡Que quiero follar, joder, a ver si te enteras, que quiero follar!

Tumbada en el sofá, agradecí el mullido de los cojines sobre mi espalda. Me quité los zapatos de tacón y luego las medias. Apoyé los pies sobre la mesita que tenía enfrente y me los tapé con una manta doblada que tenía al lado. El sueño comenzó a rondarme y, en unos de esos instantes de lucidez donde la modorra se hace más intensa pero aún te quedan retazos de lucidez que asoman por tus ojos, me quité la falda y la blusa para no arrugarlas más de lo que estaban ya y me acabé tumbando sobre el sofá, echándome la manta por encima.

Desperté sobre las diez y media. O, al menos, creía que eran las diez y media, porque al levantarme con las piernas temblando aún, al acercarme al reloj que tenía en la balda del mueble que había sobre la tele, parecía marcar esa hora. O quizás fuesen las siete menos diez. Pero la oscuridad en la que estaba sumido el salón obligaba a entender que ya era de noche. Había dormido casi cuatro horas. Menuda siesta, pensé, toda la tarde desperdiciada por un momento de debilidad, auspiciado por la comodidad de los cojines del sofá. Maldito sofá.

Sin embargo, algo resultaba extraño. Quizá fuese producto de mi tambaleo constante al caminar, dirigiéndome hacia el cuarto de baño para soltar el pis acumulado. O que aún tenía los ojos casi cerrados y, entorpecidos aún más por la oscuridad de la casa, debía alargar las manos delante de mí para evitar puertas entornadas u obstáculos imprevistos.

Entré en el cuarto de baño y encendí la luz del espejo. Al mismo tiempo que recordaba no tener ninguna luz en el espejo, la cara que vi ante el cristal fue la de  un hombre. Yo era un hombre. Quise sonreír y sonreí. O sea, forcé los labios para estirarlos y dejar que las comisuras se ocultasen tras los pliegues elásticos de las mejillas y los músculos de mi cara me obedecieron. Sin rechistar.

Me lleve una mano por la barbilla cubierta de vello duro y oscuro y aprecié la sensación de aspereza sobre las yemas de mis dedos. Tenía los ojos verdes y un lunar en una esquina de la mandíbula. Labios finos, sobre todo el superior.

—Me cago en todo —murmuré.

Sonreí y me oculté los labios con los dedos, divertida, al escuchar mi tono de voz. Grave, potente, vibrante. Dedos gruesos, morenos, velludos, en realidad todo el dorso de la mano era velludo y enorme y ascendiendo por el antebrazo, más vello, oscuro y denso. Levanto los brazos y bajo las axilas, aún más vello. Desciendo la mirada hacia el pecho y más vello salta a mis ojos. Incluso en las areolas. Alguna vez me han salido pelos oscuros en la areola. Me dan un asco horroroso porque imagino la lengua masculina que se pose sobre mis pezones y sorba la carne. Si tiene que encontrarse con unos pelos molestos y oscuros, dañinos a la vista, me querría morir de la vergüenza. Pero ahora, como macho velludo que soy, tengo la areola cubierta de vello. Vello rizado, si hablamos con propiedad. Solo aparece, libre de pelo, el pezón, que ahora es tetilla. Deslizo la mano por el pecho, sintiendo el tacto aterciopelado del vello bajo la palma. Tengo las tetillas tiesas, erectas. Mi vista se desliza más hacia abajo y allí, sin ropas que lo oculten, el pene, también erecto, me saluda con su ojo-glande, cubierto parcialmente por el prepucio. Desciendo los dedos por el vientre y apreso el tallo de mi sexo entre mis dedos, obligando a adquirir al tallo una posición horizontal. Es grande. Tengo una polla grande. No enorme, pero sí de una anchura hermosa, como si engordase el tallo al poco de nacer del pubis y se afilase al terminar en el glande.

—Te llamaré Susano —dije sonriendo al pene. Retiré las manos y el pene volvió a adquirir la posición vertical, como si un invisible muelle tirase de él. Quizá estuviese diciéndome que sí. Ahora entiendo por qué hay chicos que bautizan a sus pollas con nombres estrambóticos. No es el nombre en sí, sino el que dispongan de uno para referirse a su mini-yol. La polla es autónoma, caprichosa y demanda con asiduidad mimos. Follar o pajearse. Pero tengo que ocuparme de ella. Es como tener un Robin pegado al coño, un animalito vivo al que tengo que alimentar y prodigarle atenciones. Y cuidarlo, claro, porque bajo el tallo distingo el escroto, también cubierto de vello oscuro (dos testículos confinados en una bolsita de cuero). Allí guarda mi polla sus juguetes cuando no juega para que cuando se divierta mucho, eyacule semen con alegría y yo me muera de placer. Los dos felices.

Empuño mi Susano con fuerza y siento tensarse los músculos del brazo, músculos que antes no tenía, potentes, vigorosos. Dentro de mi mano siento revolverse a Susano, siento las venas gruesas que recorren el tallo inyectar sangre con dificultad. El glande adquiere un tono oscuro, penetrante. Aprieto más, sintiendo el dolor de la presión y como el glande acumula la sangre espesa en su roja y granate cabezota. El dolor se propaga por mi verga al son de los latidos y cuando, al fin libero la presa, el pene agotado pierde gran parte de su firmeza y se deshincha, adquiriendo un aspecto fofo y desnutrido. Duele, sí, pero no es un dolor echado a perder.

—Yo mando, Susano —murmuro sonriente—, ni se te ocurra hacerme una jugarreta de las que tú ya sabes.

Pronto recupera el estado inicial; la verga se endurece, asciende y vence con enconado esfuerzo a la gravedad.

—Estoy loca, Susana —me digo—. Estoy en un sueño, con el cuerpo de un hombre y estrangulando (enseñando) a una polla quién manda.

Pero loca o no, la lección que supuse haría darse cuenta al pene de quien manda no ha surtido efecto, cuando oigo en la habitación de al lado a una mujer hablarme:

—Carlos, ¿no vienes, cariño?, te estoy esperando.

Algo se esparce desde mi vientre hacia el resto de mi cuerpo. Una sensación calurosa, embriagante. Algo que me cosquillea y me aturde la cabeza. La verga tira hacia arriba y se endurece aún más, sobresaliendo con osadía el glande del prepucio. El corazón me late furioso y las sienes me palpitan como tambores. No conozco esta sensación, pero la interpreto de forma inequívoca: estoy tan sediento de sexo que haría lo que fuese para aliviar este tormento.

Camino hasta el origen de la voz y al salir del cuarto de baño me topo con un pasillo. Apago la luz del cuarto de baño y ninguna otra encendida me indica a dónde debo dirigirme. Pruebo en la habitación que tengo a mi derecha, enciendo la luz y veo un dormitorio con la cama deshecha y un espejo como cabecero. Es lo más hortera que he visto en mucho tiempo, pero no tengo ganas de detenerme en otras atrocidades decorativas. La persiana subida indica que es de noche. Pruebo en la habitación de al lado, pero tampoco obtengo resultado, aquí no está la mujer. Parece un cuarto vacío, refugio de trastos inútiles y del tendedero y la tabla de planchar. Hay braguitas y tangas tendidos. La lencería es bonita. Constato, tras coger una braguita entre mis dedos, que también ella tiene incapacidad para contener sus lubricaciones, la mancha que se ha comido el color bermellón de la prenda en el doblado interior que acoge la vulva lo evidencia. Esta es de las mías, pienso, mujer caliente de coño húmedo. Pero tampoco ella está aquí. Entro en el salón y palpo la pared para encontrar el interruptor. Los otros estaban en un lugar lógico, pero aquí no hay suerte, quizá esté al otro lado del marco. En lugar de encontrar el interruptor, mis dedos se topan con la piel caliente. Adivinaría con los ojos cerrados, o a oscuras como estoy ahora, si la piel que toco pertenece a hombre o mujer, y esta es piel de mujer, piel caliente y suave, piel que si asciendo por ella con mis dedos, voy encontrando el inicio de unos pechos de pezones erectos, y ascendiendo aún más, permitiendo que las mamas recuperen su gravedad, trepo por el esternón hasta el hoyuelo de las clavículas, convergiendo en un cuello sobre el que asciendo aún más encontrándome con mechones de cabello ondulado que ocultan una mandíbula en la que voy siguiendo con mi pulgar los indicios de una sonrisa tras la cual unos labios tensados y entreabiertos me guían hasta mi destino.

Guio mis labios hacia los suyos y su lengua, que aguarda agazapada tras la trinchera de los dientes, surge sorpresivamente e invade mi boca. Hundo mis dedos en el cabello. No me hace falta la vista para saber que se ha peinado con delicadeza y mimo, cuidando unos bucles donde mis dedos se pasean revoltosos. Un cabello que, de otro modo, no luciría bajo mis yemas ni dejaría posos aterciopelados entre mis nudillos. También aprecio el sabor del pintalabios que penetra hasta mis encías; un gasto superfluo, dado que la mayor parte del tinte estará ya repartido entre nuestros morros y encías.

Me apoyo en la pared, apresando entre mis antebrazos su cabeza, impidiendo una posible huida, pero ella no huye, más bien ataca, apresando el pene con una mano y con la otra mi nalga derecha, que siento fría al contacto ardoroso de sus dedos. Mi pecho presiona el suyo y coarta nuestras respiraciones, obligándonos a respirar con más decisión, tanto más cuanto nuestras bocas están ocupadas y solo nuestras fosas nasales pueden aspirar el aire. Mi respiración se hace ruidosa, al igual que la suya, mientras las lenguas escancian saliva en boca ajena y sus manos extraen pedazos de placer al frotarme la verga y clavarme las uñas en el culo. No puedo quedarme atrás en esta guerra, deslizo las manos por sus hombros, palpitantes por el movimiento de sus manos, y desciendo los dedos por los costados, advirtiendo unas costillas que se anuncian a mi paso a cada respiración pronunciada. Llego hasta la gruesa cintura y converjo en el pubis velludo, ya húmedo del deseo. Aprisiono entre mis dedos el vello y oculto los mechones entre mis dedos, apresando la ensortijada madeja en un puño y obligando a la mujer a gruñir acusando el dolor, acaso placer (no sé si le gusta). El movimiento sobre mi pene se detiene, sus uñas ya no horadan mi nalga, su lengua se detiene húmeda  a las puertas de mi boca. Mi mano dispone de la decisión de provocar placer o dolor. Un nuevo gruñido que nace de su garganta me obliga a tomar una decisión rápida.

Apreso entre mis dedos una teta sin liberar el vello púbico de la otra y acaricio el pezón con el pulgar mientras aprieto el puño con la otra mano. No me he decidido mujer, no sé si provocarte dolor o placer, mientras tanto, déjame mamar uno de tus pechos.

La consistencia de la carne de la mama es parecida a la mía, quizás más granulosa. El pezón, como suponía, no tiene ningún gusto peculiar, ningún aumento de temperatura. No hay razón alguna para que los hombres te chupen la teta como posesos, como si de tus pechos surgiese un líquido que prolongase, o mantuviese, la vida. En mi caso no obtengo placer alguno al permitir que me babeen las tetas. Sé de mujeres que han llegado a correrse pero yo, que un día me tiré dos horas largas excitándome las tetas de mil y una formas, no conseguí placer alguno. Solo acabé con la piel casi despellejada y los pezones inflamados.

Pero a esta mujer sí le gusta. Un gemido grave surge de su pecho cuando apreso entre mis labios el pezón y succiono con energía, mientras con la otra sujeto el interruptor que puede provocar dolor o placer en el cuerpo. Su vientre se estremece y acusa el deseo que le emana de la vulva, aquella que huelo más abajo, de un perfume penetrante. Ahí está la fuente de mi desdicha mental, esos efluvios que surgen de la vulva, del interior de la vagina, me están enloqueciendo. Muerdo el pezón y obtengo un salvaje aullido que se acompaña de unos dedos que se hunden en mi cuello, clavándome las uñas. El vientre se convulsiona y se inician los preliminares de un orgasmo, unos movimientos que conozco muy bien. Rápidamente libero el vello púbico y hundo el dedo medio en el interior de la vagina para intensificar el éxtasis de la mujer, oprimiendo hacia la vejiga. El interior está chorreante, viscoso y candente. Los muslos vibran y las carnes de la mujer se agitan mientras mis dientes siguen pellizcando el pezón y mi dedo escarba en el coño. La mujer termina por soltar un grito.

Y entonces, desperté.

—ÉL—

Las primeras sesiones de relajación empecé a realizarlas, tal y como se aconsejaba en los libros de Raymundo Archer, nada más levantarme, en la cama.

Las migrañas, al poco de despertarme, eran poco más que un zumbido que, a medida que avanzaba el día, se convertían en atronadores descargas que me partían la cordura.  Es por ello, que, en mis inicios como visualizador, la sensación de descanso y relajación tenían un poso de éxito que yo no esperaba conseguir cuando las aplicase al mediodía o por la tarde, cuando las migrañas se agudizaban.

Aparte del ejercicio de visualizar a mi hermana follándome (porque mi imagen de ella siempre estará asociada al sexo hermanado), practiqué otros muchos. Algunos sin ninguna utilidad evidente, como la de explorar en mi pantalla de cine interior las habitaciones de la casa o la de darme un garbeo por la ciudad, imaginando que cambios encontraría en mi deambular. Otros ejercicios sí me resultaron de un provecho asombroso. Recreé un lugar idílico compuesto de una playa caribeña donde el ocaso es permanente y el rumor de las olas lamiendo la arena se fundía con el de la brisa que recorría el paraje. Tumbado sobre una cama de hojas de palmera mullidas disfrutaba de una sensación de abandono y regocijo que, al terminar el ejercicio, se prolongaba durante varias horas en el día.

Sin embargo, cada vez que en mi pantalla de cine recorría mi casa, caminaba por la ciudad o me solazaba en la playa, Sandra terminaba por aparecer. El atuendo que llevaba iba variando, pero siempre constaba de lencería de diferentes colores y texturas, tantas como íbamos añadiendo al stock de la tienda, tantas como luego me gustaba disfrutar quitándoselas. Cualquier trapo le sentaba perfecto, amoldándose a sus curvas, potenciando sus atributos, insinuando lo que ya era imposible insinuar aún más.

Y acabábamos follando sin remedio.

Sandra me solía invitar varias veces a la semana a una sesión en su cabina, sobre todo cuando sus ingresos permitieron realizar aquel dispendio. Tanto Patricia como Fernando proporcionaban suficiente dinero como para que ella dejase la cabina y su vida no estuviese circunscrita a seis horas a la semana en las que su cuerpo era paladeado por decenas de miradas ansiosas y donde se brindaba con semen a la salud de sus bailes lúbricos.

Pero cualquier conversación que derivase hacia el asunto o que tocara cualquier tema al respecto era acallada con un gruñido o una mirada seria. Nuestros encuentro sexuales fueron menguando para mi pesar y, me consta, también para el suyo. No soportaba ver todos aquellas pollas ansiosas por enterrarse en todos sus agujeros y si no hubiese sido por Fernando, alguna desgracia habría tenido lugar, sin duda.

—A veces disfruto —era lo máximo que conseguía sacarle.

Patricia me dio su opinión cuando una noche quedamos para ir a tomar una copa.

—Sandra necesita saberse deseada. Míralo como una droga, un estimulante. O un veneno lento. Al igual que tú necesitas de tus sesiones diarias de yoga o lo que eso sea, ella requiere de las miradas para poder seguir viviendo. Su cuerpo se nutre de ellas.

—Mi hermana disfruta exhibiéndose —resumí.

—Y cobra por ello —añadió Patricia sonriendo.

Bebí otro trago de mi cerveza y me di cuenta, al fijarme en Patricia, que tenía la cara lavada, sin rastro de maquillaje.

—Lo siento, pero no me había dado cuenta de lo guapa que eres.

Patricia dio otro trago a su cerveza y me miró borrando su sonrisa.

—¿Quieres ligar conmigo? —preguntó seria.

Negué con la cabeza sosteniendo su mirada por unos instantes hasta que terminé por desviarla hacia la jarra de cerveza que tenía entre las manos.

—Sandra y yo estamos saliendo —dijo con el mismo tono de voz.

Su declaración no produjo en mi cara ningún signo de sorpresa. Ni siquiera parpadeé. Quizás por ello mi respuesta fue igual de átona.

—Sois lesbianas.

—Estoy segura de que ella no lo es, pero, ¿qué más da lo que seamos? Ella me quiere, yo la quiero. Y ya está. Disfrutaremos de nuestro amor mientras dure.

Di otro trago a mi cerveza y asentí. Porque, en el fondo, sus últimas palabras eran una declaración de intenciones que pretendían zanjar cualquier discusión posible.

Una semana más tarde, cuando la clienta se acercó al mostrador y preguntó sobre vibradores femeninos, su timbre de voz evocó en mí la misma sensación que habían sentido meses atrás.

—¿Qué diferencia hay entre los vibradores con forma de pene y los que no tienen esa forma?

Parpadeé confundido. No por la pregunta sino porque aquella voz estaba seguro que pertenecía a la misma persona que me había atendido por teléfono cuando solicité la reactivación de las líneas móviles. Estaba seguro que era ella, Susana, la teleoperadora del departamento de bajas.

—Depende de la usuaria. Los nuevos modelos consiguen un orgasmo más intenso porque están estudiados para estimular las zonas concretas de la vagina y el clítoris que producen placer.

—Entonces, ¿qué hacen los otros, son peores?

—El sexo está en la cabeza y no más abajo. Hay mujeres que se excitan solo con tocar el pene y sentir su forma, sin necesidad de que el aparato estimule su clítoris, vagina o ano.

—Es cierto —convino ella sonriendo. Un ligero rubor asomó a sus mejillas. Y como dándose cuenta de su embarazo, añadió—. Es un regalo de cumpleaños para una amiga.

No tenía forma de saber si el dildo sería para una amiga o para ella. Por mi experiencia podría decir que, seguramente, fuese un regalo para sí misma.

No suelo fijarme en las caras de los clientes, sobre todo porque si mantienes fija la mirada sobre alguien en el local parece como si estuvieses recriminándole que haya entrado en un local donde se vende sexo. Me servía para ello de los monitores de las cámaras de seguridad que había instalados con disimulo por el techo.

Acompañé a la muchacha a mostrarle los modelos que había disponibles indicando a Fernando que se ocupase del mostrador. Mientras le iba informando de las particularidades de cada aparato ella parecía ir tomando nota de cada uno de ellos, entornando los ojos cuando no la convencía alguno de ellos o sonriendo cuando alguno parecía satisfacerla. Era algo más baja que yo y, aunque el abrigo abotonado ocultaba su cuerpo, intuía unas curvas rotundas, provocadoras. Tenía la cara redondeada con unos pómulos gruesos y una nariz que se ocupaba de rozar con la yema de los dedos en un gesto que denotaba un momento de reflexión o duda. Los labios eran carnosos y sus ojos oscuros. Carecía de maquillaje aunque el cabello castaño liso y teñido en mechas delataba algo de preocupación por su aspecto físico. Sus dedos proporcionaban algo más de información que el resto de su cuerpo. La ausencia de manicura o laca indicaba un trabajo u ocupación donde se utilizaba el trabajo manual con asiduidad y un ligero abultamiento en el canto inferior de la mano delataba un uso continuado del ratón y el teclado de ordenador.

Con el pretexto de alcanzar un modelo situado en una balda superior me acerqué lo más que pude hasta su cara y el tono de su respiración, exagerando las expiraciones, me confirmó que la que tenía enfrente de mí era la misma mujer que me había activado las líneas de teléfono.

Pagó en metálico, por lo que no pude comprobar su identidad merced a la obligada muestra de su DNI para pasar la tarjeta por el datafono. Pero era una confirmación que no necesitaba. Se llevó un vibrador de los últimos modelos, bastante caro.

Nuestra relación terminó cuando atravesó la puerta para salir.

Sin embargo, accediendo desde el ordenador al disco duro donde se almacenaban las grabaciones de las cámaras, copié los últimos minutos donde aparecía Susana a una memoria USB.

Aquella noche la pasé en vela aislando las escenas grabadas donde aparecía ella y modificándolas, retocando las imágenes hasta conseguir varios minutos de video continuos donde Susana aparecía de cuerpo entero y varios segundos donde su rostro ocupaba todo el cuadro.

Creo que fue aquella noche cuando empecé a obsesionarme con ella.

Las grabaciones de video me sirvieron para poder escanear su imagen física en mis visualizaciones. Durante varios días fui componiendo su rostro en mi pantalla de cine interior, añadiendo los detalles que no aparecían en las imágenes de las cámaras y dotándola de un cuerpo que, bajo el abrigo y las ropas que la vestían debajo, debía, más que suponer, intuir. La imagen de Susana fue fundiéndose con la de mi hermana, sustituyendo aquellas curvas que solo podía imaginar por las del cuerpo real de Sandra. Seguramente mis suposiciones sobre las medidas de sus pechos o el color de su vello púbico fuesen equivocadas, pero dentro de mi mente, al cabo de varios días de caderas borrosas o nalgas bosquejadas, el cuerpo desnudo de la teleoperadora emergió como una Venus salida de la espuma, dispuesta a poblar mis fantasías interiores.

—ELLA—

Desperté cabreada, claro, muy cabreada. Este sueño había sido mucho más detallado que el que tuve la noche anterior, había sentido muchos pormenores y sensaciones que para mí eran nuevas, pero mi alter-ego masculino seguía sin correrse. Por la noche había tenido sexo con la mujer y ahora, en la siesta, había masturbado a la muchacha. Pero mi macho onírico seguía sin correrse.

No era la misma mujer que me había follado en la cama, era otra distinta, olía diferente, su coño olía diferente. La verdad es que el aroma que surge del sexo femenino, ignoro si ocurre igual que en el masculino, tiene mucho que ver con la limpieza y con lo que se come. Una vez vi un documental (de adolescente me pasaba las noches viendo documentales) en el que se indicaba por medio de animaciones e infografías como el olor del sexo femenino va acumulando e intensificando el número de feromonas a medida que se acerca la regla. No solo en cuanto a los humanos, también en otras especies animales. El aroma de la vulva, según se desprendía de las conclusiones, es algo a lo que el macho de la especie es incapaz de resistirse. Aunque él no lo sepa, está atrapado en una red de feromonas que convergen en el coño de un hembra. Recuerdo que imaginé cómo sería entonces una caminata por una gran calle de New York atestada de hembras de distintas razas, edades y periodos menstruales. Un hombre con buen olfato se volvería loco de sexo, se emborracharía de feromonas que cuajarían el aire. Tendría, no solo que abrirse paso entre los miles de personas que pueblan las aceras, tendría, además, que sumergirse en una inundación de moléculas cuya única función es ponerle duro el cipote y trajinarse a cuantas más hembras pudiese, mejor. Sin embargo, los desodorantes corporales eliminarían esa inundación de feromonas y lo reduciría a débiles regueros casi inapreciables.

Estiré los brazos y las piernas y consulté bostezando el reloj del salón. Eran las nueve menos cuarto; había dormido cerca de dos horas y media.

Lo que más echaba de menos era no conservar a Susano. Ese órgano, amiguito de incomodidades públicas al hincharse, incomodidades producidas por feromonas femeninas procedentes de coños ansiosos, me estaba produciendo morriña. ¡La madre que me parió!, pensé, estoy echando de menos no tener pegado al pubis la polla del hombre desconocido que había soñado ser.

Bueno, hombre desconocido no; Carlos, le llamó la mujer. Un nombre común, Carlos o Carlitos. Carlos, mejor, porque ya tenía suficiente pelo en los huevos y la polla era bien hermosa. Una bonita polla erecta, surcada la piel del grueso tallo y el prepucio de venas hinchadas y sinuosas, como gusanillos inquietos. Y un glande rosadito y unos testículos bien aprovisionados de semen. Entonces pensé que, por una parte, mejor que no me hubiese tirado a la muchacha del sueño. No me había puesto condón e ignoraba si la mujer estaría tomando algún anticonceptivo. Me disgustaría mucho, aunque fuese un sueño, que la mujer se quedase preñada por un polvo rápido. Bueno, rápido no, porque seguro que tras reponerse del orgasmo que le produje, la mujer se habría agachado y me hubiese practicado una felación. O, quizá, se habría restregado todo el cuerpo sobre la polla, embadurnándose del olor a nabo. Tenía pinta de ser muy guarrilla. Pero, lo que sí tengo claro es que no habría sido un polvo rápido, la mujer habría aguantado varios polvos sin desfallecer. Y Carlos hubiese estado a la altura, por supuesto, por no hablar de Susano.

Cuando me incorporé sobre el sofá noté una humedad en el cojín, a la altura de la entrepierna.

—No jodas que me he meado —bufé asqueada.

No era pis, al fin y al cabo, porque al arrodillarme sobre la humedad, los efluvios de mi coño me asaltaron las fosas nasales. Además tenía la braga totalmente empapada. Me había meado, sí, pero por otro agujero.

—Lo que faltaba —murmuré.

Vaya putada. Todas estas humedades delataban un orgasmo, o varios, con seguridad acaecidos durante el sueño, y lo peor era que ni los ecos del último resonaba aún en mi abdomen. Me había corrido y ni siquiera recordaba cuándo ni cómo fue, pero por el tamaño de la mancha, si sé que no estuvieron nada mal.

Ya era de noche y el pobre Robin estaba subido a un columpio que colgaba de la parte superior de la jaula y que usaba como cama. Cuando se despertaba, bajaba al palo.

Fui hasta el cuarto de baño y me quité la braga húmeda y el sujetador. Como no me apetecía ducharme, me senté a horcajadas sobre el bidé y abrí el grifo del agua caliente, me lavaría el coño hasta dejarlo limpio. Sentada así, como un cowboy de las películas, enfrente de los azulejos del baño y sintiendo el agua tibia salpicarme la entrepierna y el ano, suspiré. Se avecinaba un momento de bajón emocional.

Mujer, caucásica, de veintiocho años, cabello largo, castaño y ondulado, pechos aún erguidos y culo aún contenido. Fiel conservadora del vello púbico. Teleoperadora con un sueldo ínfimo y sin pareja. Recientes orgasmos sin recuerdo acerca de ellos. Añora tener un pene. Sentada sobre un bidé para lavarse el coño. Y sin cena a la vista.

El agua ya estaba caliente. Cuando empecé a frotarme la vulva deseé que hubiese estado más fría, me estaban entrando los calores típicos del inicio de una masturbación. Apoyé la frente sobre el azulejo y me incliné para introducir mi sexo en la dirección del chorro de agua. Al instante empezaron a temblarme los muslos, el vientre empezó a agitárseme y apoyé los antebrazos en la pared. La lengua caliente de agua recorría mis labios interiores y lamía sin descanso. Mecí la pelvis hacia los lados buscando que la lengua llegase hasta el orificio de la vagina aunque el clítoris dejase de recibir el chorro. Sentí como me deshacía por dentro, y apoyé las mejillas en la superficie tibia del azulejo, buscando un consuelo frío a mis calores. Comencé a gemir y cuando me acordé que estaba en mi propia casa y, aunque una rejilla sobre una esquina de la puerta llevase los sonidos hasta los demás pisos, desatranqué la válvula que limitaba mis ganas de chillar y aullé de placer. Grité como la mujer del sueño al que Carlos había llevado al orgasmo cuando me sobrevino el mío, avivado por el chorro constante de agua caliente del bidé. La saliva que me encharcaba la parte inferior de la boca desbordó por la comisura de mis labios cuando saqué la lengua y lamí con desesperación el azulejo tibio sobre el que apoyaba la mejilla.

Cuando recuperé el dominio sobre mí, noté el gargajo de saliva colgándome viscoso del mentón y goteando sobre el esternón, entre las dos tetas. Ignoraba si durante el sueño habría sentido más o menos satisfacción durante el orgasmo, pero no dudaba que esto era lo que ahora necesitaba, una buena corrida.

Pero, mientras me enjuagaba toda la geografía de la vulva con agua fría, tuve que admitir que a mi orgasmo le falta algo importante, un pene que me horadase la vagina junto a un chorro de semen que, contenido tras un capuchón de látex, me arrancase aullidos de placer.

Eso era lo que, en efecto, necesitaba. Una polla que me llenase el interior. Un pedazo de realidad surgió de otra parte de mi cerebro solicitando atención sobre la comida, el dinero, la hipoteca, la familia, el trabajo. Pero, ahora mismo, lo que necesitaba de veras era una verga. Y esta necesidad eclipsaba todas las demás.

Un dildo, supuse, colmaría todos mis anhelos. Grande, irrigado de venas gruesas y zigzagueantes, dilatado en el centro del tallo y achatado en el extremo.

Lo gracioso es que, se supone, debería tener ya uno.

Hace seis meses, más o menos, fue el cumpleaños de Belén, una de las compañeras de trabajo. Raquel la conocía de la infancia y yo fui invitada a la celebración, de rebote. Tres días antes de la cena con la que seríamos agasajadas surgió la cuestión de qué la íbamos a regalar. Belén estaba a medio casar con un mecánico de taller, de los que lo mismo te endereza una chapa abollada del coche como te tunean el “buga” con un alerón trasero cubierto de luces de neón verdosas. Las compañeras de trabajo que disponían del lujo de un coche habían descubierto en la amistad de Belén un filón para poder modificar sus ciclomotores de adolescente convirtiéndolos en unas motos de baja cilindrada o dar los retoques suficientes para pasar la ITV sin problemas. El novio de Belén, al margen de la clientela femenina surgida al amparo de Belén, creo que no tenía demasiado trabajo. El taller estaba situado en un polígono aledaño de la ciudad, lejos del alcance de una avería ocasional o un ruido sospechoso en el garaje o la ciudad.

Aparte de Raquel y yo, las demás invitadas no tenían nada que ver con el trabajo. Mi amiga conocía de vista a otra chica pero las demás eran desconocidas para nosotras. Una de ellas propuso que la regalásemos un consolador. La idea, por descabellada y graciosa, fue aceptada de forma unánime y el encargo de elegirlo fue recayendo en cada una de nosotras, desestimándolo con los apuros disfrazados de excusas más o menos elaboradas, hasta que me tocó a mí excusarme. No me negué.

—Parece que me hubieseis invitado solo para comprar la polla —la comenté a Raquel cuando me comunicó que sobre mí se depositaba la tarea.

De modo que cuando me presenté al restaurante con la bolsa negra sin el logotipo visible del sex-shop donde había comprado el aparato, algunas no pudieron dejar escapar una sonrisilla. El regalo del juguete erótico era el primero y como portadora me fue concedido el privilegio de acercarme a su silla y entregárselo en mano.

—Qué me habréis regalado, putas —rió Belén. Llevábamos ya tres botellas de vino blanco entre las cinco y algunas estaban más achispadas que otras.

Rasgó el paquetito cubierto de papel coral y se encontró con el cacharro, frente a frente. La caja no ofrecía mucha información, ni tampoco había ilustraciones o fotos de coños saciados con el aparato penetrándolos.

—¿Qué coño es esto? —dijo cuándo lo saco de la caja y depositó con esmero los distintos artilugios que componían el consolador sobre la mesa, al lado del plato del postre recién terminado.

La única que reía era yo. Supongo, y así lo esperaba, que la mayoría esperase ver un pene robusto y talle grueso, con un glande rosado y unos cojones bien gordos. Una polla de plástico, vaya. En su lugar, del envoltorio plástico, Belén había sacado un artilugio de goma con forma de pelador de patatas sin mango (sin cuchilla, claro), del tamaño de la palma de la mano, de colores azul índigo y negro mate, compuesto de dos extremos, uno más grueso que el otro, con formas futuristas y líneas aerodinámicas, fino en la base y engrosándose el extremo más grande para acabar ambos en un extremo romo, sin rastro de venas hinchadas ni glande sonrosado. Tampoco sin testículos, evidentemente. El tamaño no sobrepasaría al de un yogur. Acompañaba el cuerpo del dildo una especie de pintalabios de acero con una tapadera negra de rosca, un bote de lubricante al agua y un manual plastificado, doblado sobre sí bastantes veces. Junto con el paquete había incluido una pila pequeña que no formaba parte del paquete; la había comprado en el supermercado de la esquina.

Hasta Raquel tragó saliva intentado asociar sin éxito las formas que exhibía el cuerpo de goma con una verga estándar.

—Venga, tías, va, ¿para qué carajo sirve esto? —repitió Belén tomando el cuerpo de goma y mirándolo con una expresión de total ignorancia.

Sentí como las miradas de las aludidas convergían en mí, demandando una explicación. No tuve más remedio que ofrecer una demostración.

—Supongamos, Belén —comencé desenroscando el supositorio metálico e introduciendo la pila—, que un día tienes ganas de alegría y jolgorio, pero que tu chico no está por la labor.

Belén empezó a abrir los ojos de incredulidad, intentando asimilar lo que yo estaba diciendo.

—Tú quieres nabo, pero, oye, chica, que no hay manera —introduje el supositorio en el orificio que había bajo el cuerpo de látex, accioné el interruptor de la base y coloqué el artilugio vibratorio sobre la mesa, boca arriba. Al instante los cubiertos empezaron a repiquetear y las copas a vibrar —. No desesperas, muchacha; enfúndate este cipote anatómicamente perfecto, donde incluso puedes, si te atreves, a estimular tu orificio anal, gracias a esta mini-polla que sobresale —y acompañé la explicación dando un toque a la punta del extremo más pequeño.

El silencio que obtuve en la mesa fue equiparable al sonido abotargado que producía el consolador, transmitiendo la vibración sobre los cubiertos y el menaje de la mesa.

Belén se inclinó para divisar más de cerca el artilugio moverse en círculos sobre el mantel y luego desvió la mirada hacia mí. Era una mirada que adjuntaba un principio de ceño fruncido y un entornado de ojos que, por fortuna, también incluía una sonrisa medio dibujada.

—Gracias —dijo tomándolo entre los dedos. Alguna sonrisa se escuchó detrás de mí, carente de la gracia que debía haber tenido si el consolador hubiese tenido aspecto y color de polla tradicional.

María, otra chica, creo que se llamaba así, fue la que dijo aquello que la mayoría estaban pensando, chafada su idea de sacar los colores a Belén.

—Se supone que esto tenía que ser un cipote del cagarse —dijo—. Quedamos en que Susana compraría el cacharro, pero en su lugar ha traído un chisme que hasta me intriga que sensación produciría en mi coño. Déjamelo, anda.

El aparato vibrante fue pasando entre las manos de todas ellas. Examinaron con una curiosidad desusada el dildo probando la elasticidad y la torsión de ambos extremos. Tampoco faltó la consabida prueba de la sensación que se recibía al empuñar el extremo dedicado a la vagina. Cuando me tocó el turno, obvié las pruebas y se lo devolví a su dueña, que lo apagó, temerosa de haber consumido la batería.

—Viene con una muestra gratuita de lubricante al agua —comenté—. Dice que no es alergénico pero, por si acaso, úntate una gota por el coño y espera unas horas antes de embadurnar el cacharro con el potingue y metértelo.

—Es el consejo de una experta —sonrió Raquel. Una sensación de unanimidad barrió toda la mesa.

—Vaya, si hasta es decorativo; lo podrías poner en el salón sin que desentonase —dijo una chica cuyo nombre ya no recuerdo.

—¿Cómo es el tuyo, Susana? —preguntó María.

De pronto, sin proponérmelo, me había convertido en un gurú de los cipotes de látex, una eminencia en el arte de prodigarse placer a sí misma con la ayuda de artilugios futuristas. La idea no me gustaba, pero me sentía cómoda con ella, porque era la invitación perfecta para formar parte del grupo de amigas y obtener un lugar destacado en él. Si conseguía rematar bien la faena con una jugosa, no importa cuán fantasiosa, anécdota, todo estaría encarrilado.

—Parecido, un poco más grande —comencé—. Al principio no puedes empezar con los tamaños grandes, son bastante intimidatorios, te asustarías al ver un cacharro con el grosor de un huevo que imaginas no podrá tragar tu vagina, ya no te digo el estimulador del ano. El mío, después de probar otros, tiene varias velocidades y dispone de estrías en la superficie que maximizan el tacto. Te recomiendo al principio cubrirlo con mucho lubricante y tenerlo entre las manos o los muslos durante unos minutos para calentarlo porque el contraste de temperatura es muy fuerte.

—¿De verdad te… da gusto? —preguntó María tomando de nuevo el aparato entre sus manos.

Respondí afirmativamente con la cabeza acompañando el gesto con una sonrisa enorme, tan grande como la mentira que estaba urdiendo y la fama que me estaba granjeando entre las chicas.

El resto de la noche surgieron cada poco tiempo alusiones al aparato y yo respondía las consultas que medio en broma, medio en serio, me iban llegando. Creo que era la única que no tenía la secreta perversión de adquirir uno de estos ingenios en cuanto pudiese. Mis respuestas eran más producto del sentido común que de la nula experiencia que intentaba ocultar. Al final de la celebración adquirí, sin duda alguna, un billete de honor para poder formar parte del grupo. Sería, entre todas ellas, la experta en temas sexuales, picante pero sobria, amiga de las confidencias de cama y anhelos insatisfechos y confidente de las fantasías eróticas más peregrinas.

Creo que fue esa la razón por la que las veces que quedé con ellas fueron menguando y, al final, se redujeron a unos simples mensajes de texto de cortesía. Cada vez que quedaba con el grupo me asaltaban todas ellas en turnos reglados en lo que esperaban fuese una consulta gratuita a un experto en sexología que las diese la respuesta definitiva o la opinión especializada sobre las cuestiones más rimbombantes. Ya no era una amiga, era una especialista renombrada que si no salía en las revistas y la tele era debido a mi humildad. Recuerdo, incluso, que una vez, con un temor incomprensible en el cuerpo manifestado por un temblor de labios acusado, Raquel me susurró:

—¿Es posible usar el consolador al revés, la parte gorda para el culo y la otra para el coño?

—Si lo lavas bien y no te hace daño, no veo la razón para no hacerlo —contesté mientras sorbía un batido con una pajita.

Luego, tiempo después, descubriría que aquel apéndice corto que nacía de la inflorescencia que era el cuerpo central del dildo negro-azulado estaba destinado a estimular el clítoris y no el ano. Probablemente Raquel ya lo supiera, ya que se habría leído las instrucciones de la hoja plastificada unas cuantas veces, pero el uso que yo le presupuse aumentó, más si cabe, mi fama.

Raquel fue la única con la que mantuve el contacto debido a que nos veíamos a diario en el trabajo. Como buena amiga no buscaba mi consejo más que en ocasiones contadas. Algún día, pensaba, tendría que contarla que todo había sido una fanfarronada.

Pero ahora que tenía el imperioso deseo, o la febril necesidad, de hacerme con una polla de látex no necesitaría confesarla nada. Seguiría siendo el gurú del sexo, especialista en masturbaciones ayudadas de artilugios de líneas aerodinámicas.

—ÉL—

Estábamos sentados alrededor de la mesa del salón y sobre el tapete había ya un buen montón de naipes descartados. Las fichas que representaban el monto de nuestras apuestas eran ya bastante numerosas. Al lado de nosotros, en extremos opuestos de la mesa, nuestras fichas respectivas eran ínfimas comparadas con la cantidad apostada total. Era una mano que había que ganar. Susana calibró durante unos segundos sus cartas, mirando de refilón el borde de cada una de las cinco que tenía en una mano mientras con la otra manoseaba la única ficha de cien puntos que aún le quedaba.

—Sueles andar desnuda por casa, ¿no? —pregunté para romper el silencio que se prolongaba ya durante varios minutos. En mi sueño visualizado era un auténtico pervertido.

—¿Hay algún problema? —respondió sin desviar su mirada de los naipes.

La vida es un juego. Y los juegos se ganan o se pierden. Las cosas importantes se apuestan porque cuanto más cuesta ganarlas, tanto más importa perderlas, solo así su valor sigue vigente. Cuando pierden su valor se convierten en minucias que solo provocan desgana.

—Mis tetas, sin sujetador, tienen la mala costumbre, mientras ando, de entorpecer el movimiento de los antebrazos, golpeándose entre ellas. Es como tener un billar en movimiento en mi pecho. Te encantaría.

—No querría perderme ese espectáculo —convine.

—No tendrás esa posibilidad. Póker —sentenció mientras extendía boca arriba las cinco cartas que antes guardaba celosamente entre sus dedos. Cuatro ases y un caballo me miraron del revés. No sé por qué me ganaba en mi sueño; yo controlaba mi visualización.

—Me temo, Susana, que tendrás que acometer esa tarea —dije mostrando mis cartas. Extendí un repóquer de doses sobre sus cuatro ases y un caballo.

Susana —su cara tenía nombre de Susana— miró con ojos entornados las cartas y luego me dedicó una mirada con desprecio, como si me considerara indigno de poseer esa jugada, o quizás si resultara yo digno de ella pero no a estas alturas de la partida. Sus ojos mostraron la decepción de la derrota. Sin pronunciar palabra, más que un suspiro de aceptación, se levantó de la silla y apoyándose en ella, se subió hasta la mesa mostrando un equilibrio que en ese momento parecía faltarle en el ánimo. Su cuerpo desnudo, solo cubierto por un sujetador y unas braguitas de encaje, se me mostró en todo su esplendor. Me aparté un poco de la mesa para presenciar el destape.

Se llevó las manos a la espalda, en busca del cierre del sujetador y lo desabrochó dejando que las tetas, vencidas por la gravedad, descendiesen bajo las copas del sujetador. La mesa se tambaleó cuando elevó una de las piernas para deshacerse de las braguitas haciendo que el sujetador se deslizase por entre sus brazos. Los dedos del pie que la sostenía se aferraron bajo el montón de fichas sobre el que se había apoyado. Las fichas se deslizaron traicioneras baja la palma del pie y, perdiendo el equilibrio, Susana, con una pierna aún en alto trabada con la braguita en el tobillo, se dejó caer sobre mí. Sus brazos maniatados con las tiras del sujetador tampoco ayudaron restablecer una verticalidad que ya no existía. Despegué mi trasero de la silla y me preparé para sujetarla. Su rostro no denotaba sorpresa, quizás previera el resultado de su tonta maniobra. Si fuese así, esta mano de la partida aún no había terminado; había ido, en su última apuesta, con todo lo que le quedaba.

Yo creía controlar mi sueño.

El sujetador y la braguita cayeron al suelo cuando la recogí y su cuerpo aún tembloroso sobre mis brazos. Su respiración ruidosa no desmentía la vena de su cuello palpitando a mil por hora. Se agarró a mí y el perfume de sus axilas ascendió hasta mi nariz, empapándome de su excitación. Había estado a punto de matarse, pero dibujó una sonrisa que correspondí. En ella se expresaba la gratitud de la prueba a la que había sido sometido y que había superado sin vacilación. Inspiraba aire y lo expulsaba con la nariz, ejerciendo un influjo similar a las mareas que lamen una playa.

Nos besamos permitiendo que nuestras lenguas rebuscasen en boca ajena la saliva del otro. Se sentó sobre mi regazo aún abrazada a mi cuello. Mis dedos recorrieron la piel de su espalda recreándome en los bultos que sus músculos iban creando mientras y sus manos iban en busca de los botones de mi camisa.

—Siento tu polla hincharse y presionar contra mi muslo —murmuró mientras me lamía el cuello.

Agarré una de sus tetas y la amasé con ternura, sintiendo el pezón arañarme la palma de la mano.

—Libérala —respondí con voz entrecortada. Su lengua se recreaba en el lóbulo de mi oreja izquierda y sorbía el pedazo de carne como si fuese un caramelo.

Susana se arrodilló en el suelo frente a mí, bajo la mesa, y me despojó de los pantalones y los calzoncillos mientras terminaba de deshacerme de la camisa. Quedé desnudo igual que ella cuando lanzó los calcetines lejos, a la oscuridad del resto del salón. Fuera de mi pantalla mental de cine.

Separé las piernas para que mi pene se mostrase entero, con el glande asomando por el prepucio y el escroto cubierto de vello. Agarró con una mano la bolsa donde se ocultaban los testículos mientras con la otra empuñaba la verga y se la llevaba a la boca.

Hundí los dedos en su cabello liso y despeiné su flequillo ahondando en su frente, exhalando suspiros mientras, más abajo, sus labios formaban un sello sobre mi pene que iban subiendo y bajando, cubriendo la piel de saliva que iba resbalando sobre el vello púbico.

La agarré del pelo y la conminé a incorporarse para situarla encima de mi polla. Con manos diestras, Susana, guió el glande entre la maraña de pliegues de su sexo y se sentó sobre ella. Se apoyó sobre el respaldo de la silla mientras yo orquestaba sus movimientos clavando los dedos en sus nalgas. Sus pezones revoloteantes arañaban mi pecho. Su aliento frenético me infundía fuerzas insospechadas. Su ojos rutilantes me desgarraban mi autocontrol.

A los pocos minutos me llegó el orgasmo y el semen regó el interior de la vagina de Susana.

Abrí los ojos mientras sentía el semen enfriarse sobre mi abdomen. Era la cuarta vez que follaba con Susana en mi mente y no acaba de sentirme totalmente a gusto. La personalidad que imaginaba que la caracterizaba variaba según las sesiones de visualización y el asombro inicial, ante unas palabras y unos gestos que no había previsto, se iban diluyendo según se iban sucediendo las sesiones.

En esta última Susana era poco más que una puta de tres al cuarto.

Realizaba mis sesiones por la noche, cuando más calmado me encontraba y el ajetreo de la calle casi enmudecía. Miré el despertador que ofrecía una hora casi intempestiva, entre las siete y las ocho, ocultos los dos últimos números de los minutos por el teléfono móvil, y me estiré para sacudir de mi cuerpo los últimos retazos de sueño.

Me levanté para ir al baño y limpiarme, pero me encontré en el pasillo con mi hermana que salía del baño. Acababa de arreglarse para ir a la universidad. Había tomado la decisión de aprobar el mayor número de asignaturas posibles aunque había faltado a casi todas las clases. Una vaharada de perfume impregnó todo a mi alrededor.

—Te acabas de masturbar, hueles igual que el tufo a semen que apesta en las cabinas.

—Es lo único que me ayuda a sobrellevar los dolores de cabeza —expliqué sin tener porqué dar una razón de mis necesidades autocomplacientes. Pero era mi hermana y la debía sinceridad. La próxima semana se iba a mudar a un piso que habían alquilado Patricia y ella. Por desgracia, creo que no iba a echarla de menos. La iba a seguir viendo en la tienda cada día pero aquella complicidad que bullía entre nosotros desde que me invitó aquella primera vez a su primer baile había ido convirtiéndose en un azoramiento que luego degeneró en molestia para acabar convirtiéndose en un principio de rencor. No entendía por qué dentro del sex-shop me comportaba como un profesional y fuera de ella como un pervertido que arañaba cualquier migaja de sexo que pudiese ofrecerme mi imaginación.

—Te estás convirtiendo en un obseso. Si no lo eres ya —añadió con un gesto de asco en su cara—. Cada vez que nos cruzamos me desnudas con la mirada y te recreas en mis tetas y mi culo. Y no creas que no te he visto hacer lo mismo con Patricia cuando ha venido a casa. Y con cualquier compañera de clase que traigo. Cuando te miro, descubro como tus ojos siguen un rastro que imaginas ha dejado el coño ajeno. Te crees que nadie se da cuenta pero tú eres el único que lo piensas porque más de una compañera ya no quiere volver por temor a ser estudiado su cuerpo como si fuese un atlas. Tenemos que quedar en una cafetería. Mi propia casa está habitada por un degenerado que solo piensa en sexo, sexo, sexo. Joder.

—Lo siento —dije.

—No lo sientas, con eso no haces nada. Deja de mirarme como si intentases adivinar el color de mi sujetador bajo la ropa, mi cara está más arriba, Carlos.

Alcé la mirada para encontrarme con la suya. Sus ojos evidenciaban una situación que había intentado eludir pero que no había tenido más remedio que enfrentar. Tenía los labios pintados de un rojo intenso, brillante, que me recordó a ese primer baile que ejecutó delante de mí.

Noté mi pene comenzar a empalmarse y cometí el error de bajar la mirada hacia él. El bulto bajo el pijama evidenciaba una erección que producía pliegues en la tela que convergían en el glande sobre el cual un cerco húmedo delataba una humedad relacionada con la eyaculación anterior.

Cuando levanté la mirada Sandra me arreó una bofetada sobre la mejilla que sonó como una explosión. Al instante un calor me recorrió la cara y el resto del cuerpo. La vergüenza que sentía era superior a cualquier sentimiento parecido que hubiese recordado.

—Me das asco —dijo escupiendo las palabras. Con la cara girada y los ojos entornados evité sostener su mirada—. Esta tarde me mudo, no soportaría verte delante de mí ni un segundo más.

Se marchó con un portazo como despedida.

Entré al baño y me duché para luego volver a mi dormitorio y volver a tumbarme en la cama. Necesitaba algo de consuelo y, si fuese posible, algo de comprensión. Quizás de ninguno de estos sentimientos nadie esté completamente servido, pero estaba seguro que en el interior de mi mente encontraría una posibilidad.

Fue aquella mañana cuando creo que todo empezó. Ese día le tocaba abrir la tienda a Fernando y despachar a Patricia, la cual llegaría a las doce, el resto de la mañana. No tenía por qué aparecer por allí hasta la tarde por lo que me cubrí con las sábanas y alcancé el estado de duermevela que requería. Los ecos del tortazo de Sandra aún resonaban en mi cara pero fueron fáciles de acallar.

No me propuse ninguna fantasía en particular más que la de imaginar cómo sería una mañana si despertase teniendo a mi lado en la cama a Susana.

Me visualicé desperezándome y estirando mis brazos y piernas bajo las sábanas. Junto a mí, a la derecha, Susana seguía durmiendo recostada sobre un lado del cuerpo, conservando la ropa igual de sujeta a su cuerpo que como la había dejado la noche anterior antes de que se durmiese.

Me levanté y caminé hasta el cuarto de baño para mear. De repente sentí la respiración ruidosa detrás de mí. Imaginé que era Susana detrás de mí que se acababa de levantar, pero al girar la cabeza no vi a nadie. Cuando me sujeté el pene para orinar, el tacto del miembro sobre mis dedos se me antojó extraño, como si nunca antes hubiese poseído un pene y el tacto o el peso me resultaran novedosos. Era como usar la mano izquierda pero de un modo aún más extraño.

El pene comenzó a hincharse al compás de una excitación que no había previsto. Me sentía raro y consideraba insólito que me encontrase de pie ante el retrete, portando un pene en la mano que ya comenzaba a sostenerse por sí solo en el aire. Los dedos de mi mano izquierda se posaron sobre el escroto y palparon el interior con curiosidad, apreciando el tamaño y textura de los testículos mientras la otra mano comenzaba a estimular el pene, iniciando una lenta masturbación.

Sentí la urgencia del contacto de mi cuerpo con el de Susana. Volví hacia el dormitorio y me abracé a ella estampando mi sexo entre sus nalgas a través de nuestros pijamas.

Seguía escuchando la respiración furiosa detrás de mi cabeza mientras tenía enfrente de mí la de Susana que se desperezaba con una sonrisa que presagiaba un despertar tumultuoso. Se giró hacia mí mientras nos besábamos y abrazábamos. Nuestras manos buscaban la piel caliente del otro bajo los pantalones del pijama y mis dedos alcanzaron el esfínter rodeado de vello fino para converger sobre el sexo que había comenzado a humedecerse.

Nos deshicimos de los pijamas y se colocó sobre mí para clavarse el pene sobre su sexo en un movimiento de caderas circular. Mantuvimos el contacto de nuestros cuerpos hasta que Susana se separó del mío para permitir el movimiento de su pelvis sobre mi sexo. Cabalgó sobre mi polla mientras gemía deleitándose en las sensaciones que la provocaba el internamiento de mi pene en su interior. La respiración que oía detrás de mí y que parecía soplarme tras la oreja se hizo cada vez más agitada a medida que la excitación de Susana se iba acrecentando.

Entonces sonó el móvil y toda mi ensoñación se volatilizó en un segundo. Miré con rabia el móvil mientras la melodía seguía sonando y, tras unos segundos de espera, terminé por cogerlo. Llamaban desde la tienda.

—¿Carlos? —oí la voz de Fernando.

—¿Qué ocurre? —pregunté con tono irritado, para luego explicarme sin que nadie me lo hubiese pedido—. Estaba durmiendo.

—Patricia ha llamado diciendo que tiene gripe, que no irá hoy a trabajar. Estoy solo en la tienda.

—Mi hermana está en clase —dije sabiendo que Fernando ya tendría conocimiento del renovado interés de mi hermana por retomar la carrera—. Ya voy para allá.

Volví a ducharme de nuevo y desayuné un café con leche. Al instante noté las punzadas en la sien, penetrando en el interior de mi cabeza provocándome un dolor como hace semanas no recordaba. No conocía el motivo pero la última sesión de relajación, interrumpida por la llamada, no había obrado ningún efecto sobre mi dolor de cabeza. Más bien había eliminado cualquier protección que quedase, dejando vía libre a que la migraña destrozase todo a su paso.

—Estás muy mal —comentó Fernando cuando me coloqué detrás del mostrador —. Tienes los ojos inyectados en sangre y una ceja te palpita.

—Tengo un dolor de cabeza horrible —expliqué.

—¿Te has tomado algo?

Negué con la cabeza. Desde mi juventud, cuando los dolores comenzaron a asediarme, había dejado de tomar cualquier calmante. Los analgésicos me producían ardor de estómago, independientemente de que hubiese comido algo antes o no. Ya tenía bastante con los martillazos en mi cabeza como para preocuparme de un dolor añadido en mi vientre. Sin embargo, consideré justificado explicar el porqué.

—No los tolero, solo me calman mis sesiones de relajación.

Fernando que no tenía conocimiento de mis métodos, ni tenía porqué, me dio unas palmadas de ánimo en la espalda y se escabulló tras puerta que había al lado para colocar la mercancía que acaba de llegar.

El día había comenzado con un sol radiante que presagiaba una jornada libre de nubes y lluvia. El buen tiempo suponía una afluencia mayor de clientela que, si bien incidía siempre en una mejor cuenta de resultados al final del mes, en ese momento solo me provocaba una angustia creciente ante el temor de que no pudiese permanecer el resto del día en la tienda como ya había ocurrido otras veces.

El martilleo constante se agudizaba cada vez que la puerta se abría y la luz del exterior se filtraba en la tienda, arremetiendo con la esperanza, cada vez más vana, de proseguir con mi tarea.

Cuando llegó la hora de cerrar al mediodía, suspiré aliviado, pero consciente de que la tarde se presentaba mucho peor. Fernando tenía los martes, jueves y viernes sesión de cabina, y aunque Patricia coincidía también con él este día, su ausencia disminuiría la afluencia de público, ayudándome a acometer mejor la tarde.

Después de comer abrí la tienda y me parapeté tras el mostrador. Me había puesto las gafas de sol sin importarme qué pensasen los clientes al ver al gerente con gafas de sol en un local a media luz. Quizás, como ya tenía comprobado, muchos desistirían de realizar una compra impulsiva o quizás meditada pero, ante todo, reprobable para la puritana y retrógrada visión de mis gafas de sol. Nunca es fácil admitir que te masturbas casi a diario o que no sigues con la mirada el balanceo del culo de esa morena de pantalones ajustados que se ha cruzado delante de ti en la calle. El morbo vende, y da igual que venga de la realidad o de la artificiosa caja tonta a través de películas porno. Un sex-shop vende, ante todo, morbo. Quizás para algunos una vagina artificial o para otras un vibrador que aglutine todas sus fantasías pero que nunca lo usen. Quizás no, porque solo saber que dispones de un objeto que permite recrearte en el anhelo que no quieres alcanzar pero sí saborear es lo que se busca aquí dentro.

—No vendemos sexo, hijo —explicó mi madre cuando tuve la razón suficiente, que no necesaria, para comprender que regentaba un sex-shop. Luego añadió al ver mis ojos posarse sobre aquellos objetos que sublimaban las fantasías de las personas, encerrados en cajas de colores y con imágenes de actores y actrices desnudos: —. Vendemos ilusiones.

Y en verdad, cuando pasaron los años y mi razón alcanzó para comprender sus palabras, pero poco más, supe que mi madre tenía razón. No la idolatraré indicando que todo lo que me dijo fuese verdad. Pero las cosas importantes, pocas en realidad, sí.

Por ello, porque las personas que entraban en la tienda iban en busca de una esperanza que no querían anhelar o teniéndola, y deseando deshacerse de ella, querían olvidarla, mis gafas de sol obstaculizaban sus pretensiones, imaginándose criticadas por un vendedor cuyos ojos podían ahuecarse en un rictus de sorpresa al descubrir el pene de látex de mayor tamaño del mercado o la película porno de las orientales más velludas. Incluso una mirada que denotase una complicidad insinuada era un muro que hacía casi imposible cerrar la venta.

Pero el dolor de cabeza que amenazaba con reventarme los ojos, sensibilizados hasta los límites humanos de la cordura, era motivo suficiente para llevar puestas las gafas de sol.

—Quítate las gafas de sol, Carlos —oí una voz detrás de mí. Era mi hermana y como explicando la razón de su presencia tras el mostrador, añadió: —. Vengo a sustituir a Patricia en la cabina, pero como baila a las nueve me encargo de la caja hasta entonces. Vete a dormir a la trastienda si no aguantas, pero a las nueve te quiero aquí. Sin gafas de sol.

Me resguardé de la luz mortecina del local y me recluí entre las estanterías oscuras donde, por la mañana, Fernando había ido sacando el género de las cajas de cartón que ahora yacían en un rincón a la espera del cierre del local esa noche para tirarlas al contenedor de papel. Improvisé un colchón colocando varias cajas aplastadas sobre el suelo, y creando un mullido interior con los plásticos de burbujas que había arrebujados al lado. Antes de dormirme programé el despertador del móvil para las nueve menos diez y cuando apoyé la cabeza sobre la improvisada almohada creada con una muñeca hinchable a medio inflar, el sueño me invadió casi al instante.

—ELLA—

Ya eran casi las nueve de la noche, aunque sabía de un sex-shop abierto hasta las doce. No tenía suficiente dinero suelto para pagar en metálico el cacharro, con lo que echaría mano de la tarjeta de crédito que casi nunca había usado pero que debía poseer para minimizar al máximo el interés de la hipoteca.

Me levanté del bidé y me sequé con rapidez la entrepierna y el vello púbico empapado. Me vestí con unos leggins color crema algo ceñidos que me marcaban demasiado el coño y las nalgas. Eran producto de un regalo materno dirigido a insinuar la dirección que estaban tomando mis curvas cada año más marcadas y cuyo fin último era el de agenciarme un compañero de piso que pudiese satisfacerme, y satisfacer, en el terreno sentimental. Mi madre, creo que sospechaba que era lesbiana o iba camino de serlo dada la ausencia de novios conocidos o intuidos. Lesbiana o solterona, que, dado mi arroz pasado, podría ser esto último incluso peor.

Me calcé las zapatillas de deporte y salí a la calle con un abrigo de plumas y la cartera en un bolsillo interior. Por suerte el establecimiento no estaba muy lejos.

La sensación de andar cómodamente fue embriagadora. Además necesitaba sentir algo de frío en la cara para no meterme en la tienda y comprar la primera polla que viese; aún me duraba el calentón y la sensación de estar haciendo algo tangencialmente distinto en el discurrir diario de una mujer normal y corriente añadía un morbo que me hacía cosquillear los dedos de excitación.

No ayudaba el hecho de sentir mis carnes bamboleándose al son de los pasos sin el auxilio de unos bragas, unos vaqueros y unos tacones que retuviesen el batir de nalgas y estilizasen la figura debajo de la cintura. Era consciente que los jóvenes se quedaban embobados mirando hipnotizados las curvas de mi culo perfectamente marcadas o las arrugas de mis nalgas en los leggins, las cuales convergían en un lugar que aún seguía sintiendo acalorado y dominado por los ecos del orgasmo perpetrado hacía pocos minutos.

Llegué hasta el sex-shop y me sorprendió el cambio de política austera y cutre que hasta entonces había dominado el escaparate desde la última vez que pasé al lado, limitándose a mostrar unas cortinas de color bermellón oscuro hábilmente dobladas y recogidas entre sí para exagerar los meandros y sinuosidades de la tela. En su lugar ahora se exhibían una gama completa de condones de todo color, forma y tamaño y rugosidades, desplegados sobre dildos de madera de borde romo y forma deliberadamente ambigua. Detrás había una gama completa de lubricantes de sabores exóticos y más allá, una selección completa de revistas pornográficas en la que las mujeres y muchachas, y los hombres que aparecían en portada, tenían ocultos los pezones o sexos con pequeñas mariposas adhesivas de color bermellón oscuro. No en vano, el local tenía el nombre de “La Mariposa Roja”.

—ELLOS—

Aún conservo en la memoria la mayor parte de los detalles del sueño que tuve hasta que el despertador del teléfono sonó. Pero no por recordarlo convirtió a ese sueño en menos insólito y único; influyó en ello, sobre todo, la desasosegante sensación de impotencia y recelo al soñarme yaciendo con Susana, sin que yo, en ningún momento tuviese posibilidad alguna de tomar las riendas de mi cuerpo.

Porque en el sueño yo despertaba, o acaso ya estaba despierto, y emergía de las sombras de mi dormitorio en busca de la mujer de la que estaba obsesionado y que me había llamado de algún lugar de la casa. El desconcierto que me provocaba el recorrer las diferentes habitaciones que conservaban todos los elementos que en la realidad tenían, pero que en el sueño se me antojaban nuevas y extravagantes, en busca de Susana, se tornó en dicha cuando la encontré y mi cuerpo comenzó a recorrer el suyo como nunca antes lo había hecho. La oscuridad ocultaba cualquier detalle que hiciese que su rostro o su cuerpo me proporcionasen una pista visual de su identidad, pero su forma de gemir o la de los temblores de sus muslos cuando agarré un ramillete de vello púbico entre los dedos y los apreté provocando el estiramiento de la piel de donde nace el vello, tanto del que circunda la vulva como el que pertenece al monte de Venus, la hacían inconfundible.

Susana clamó misericordia con sus gemidos mientras mis labios mascaban un pezón suyo cuya carne estaba acusando el aumento de temperatura producto de la inflamación que estaba provocando. Me sabía lúcido y despierto en el sueño y quise detener aquel sufrimiento que la estaba provocando si bien me maravillaba de la excitación que aquella escena me proporcionaba. Pero mis dedos no obedecían mis órdenes, sino a otras. Solté el vello púbico sintiendo varios pelos adheridos a mis sudorosos dedos, dedos que se hundieron y escarbaron en el interior viscoso y ardiente de su sexo, sexo estimulado que inició el orgasmo que se presagiaba cuando el abdomen de Susana comenzó a convulsionarse.

Pero entonces sonó el despertador del móvil, deshaciendo el hechizo de rapto de voluntad que había sufrido. El hechizo con el que había sido bendecido, pensándolo mejor. Porque mi azoramiento al verme privado de voluntad en el sueño supuso el descubrimiento de una faceta que me intrigaba y, a la vez, me desconcertaba.

El dolor de cabeza volvió a golpearme con demoledora fuerza.

El semen me había manchado los calzoncillos y los pantalones. No era mi primera polución nocturna pero ya había abandonado la adolescencia hacía demasiados años como para poder justificarla de ese modo. Lo cierto es que me había corrido en el sueño lúcido y que, para mi disgusto o disfrute, yo no había tomado partido en él, limitándome a ser mero espectador.

Me deshice de los calzoncillos, limpiándome con las partes limpias de la prenda los pantalones del uniforme. El resultado no era mucho mejor; una gran mancha oscura en la bragueta salpicada de otras a su alrededor no ofrecían una imagen correcta de mi atuendo. Ni correcta ni limpia ni decorosa. Lamentaba no haber tomado la precaución de haberme desvestido antes de dormirme, al menos para no añadir más arrugas al pantalón. Ahora, además de las arrugas, una prueba evidente de mi corrida se añadía a la imagen que iba a mostrar a los clientes.

Buscando una solución entre las estanterías de prendas picantes encontré algo que supondría una salida. Me vestí con unos pantalones de plástico negro ajustados que tenían una abertura para la entrepierna por donde mi sexo y mis nalgas quedaban a la vista. Unos pocos botones encerraban mis paquetes dentro de la prenda. Era la versión adulta de los bodis para bebés. Para cuando cerrase la tienda, la oscuridad nocturna minimizaría el desastre de mis pantalones.

De esta guisa, con camisa bermellón y pantalones de plástico negro de práctica abertura inguinal y trasera, entré a la tienda. Sandra se estaba despidiendo de una pareja, asiduos compradores, cuando me vio salir. Se mordió el labio inferior incapaz, por lo menos en la tienda, de expresar con palabras qué sugería mi atuendo. Me empujó de vuelta hasta la trastienda.

—¿Qué coño haces, Carlos? —siseó mostrando los dientes—. Vuelve a ponerte los pantalones.

—Están sucios, esto es lo mejor que he encontrado.

—Eres un desgraciado, no sé qué querrás conseguir de esa guisa. Y lo peor es que no puedo ir a casa a por unos putos pantalones para ti, tengo que bailar en diez minutos. Ponte esto, haz el favor —ordenó tendiéndome un mandil que tenía a la altura de la entrepierna una abertura abotonada. En el pecho, una cuchara conminaba a “Saludar al chef”.

A las nueve y cuarto entró Susana —ya he dicho que tenía nombre de Susana— en la tienda. Debió advertir mi gesto de embarazo porque también ella, sin desviar la atención al mandil o los pantalones, se quedó quieta durante unos segundos mirándome con sorpresa. Vestía unos leggins ceñidos que moldeaban con extrema fidelidad las curvas de sus nalgas y dejaba poco a la imaginación de su parte delantera. Era evidente la ausencia de ropa interior porque el abultamiento granuloso de la tela sobre del vello púbico daba paso más abajo a tres pliegues precisos que demarcaban la extensión de su vulva y su hendidura central. Llevaba un abrigo corto por encima sobre cuyos hombros descansaba su melena castaña. Se había dejado el cabello ondulado y tenía la cara lavada.

Intuí en su mirada un rastro de vacilación que la impulsaba a abandonar la tienda.

—¿Qué deseas? —pregunté, estableciendo una familiaridad con el tuteo que a veces funcionaba con los clientes indecisos.

—Busco un vibrador —dijo tras unos segundos de duda.

—Bueno, tengo juguetes masculinos y femeninos, ¿es para un regalo? —algunos clientes se mostraban reacios a admitir que el pene de látex que deseaban adquirir era para sus propias aberturas, preferían indicar que estaban destinados a cubrir orificios ajenos.

—No, es para mí, busco una polla de látex para mí.

Yo estaba curado de todo espanto. Curado tanto de los clientes de miradas avergonzadas que oteaban de soslayo el objeto que veneraban y que habían acumulado la que creían suficiente carga de valentía para entrar en la tienda como la de aquellos que, directamente y así lo expresaban, querían una polla grande para romperse el coño o el culo. Pero de Susana no me esperaba esa reacción, por mucha visualización e imaginación que le hubiese echado. Más bien, apreciando una ligera arruga en la comisura de sus labios, quería provocar mi sorpresa. Terminó por sonreír confirmando sus intenciones.

—Me recuerdas, ¿verdad? —preguntó acercándose al mostrador y posando sus ojos sobre el mandil y la abertura que señalaba la cuchara—. Te llamas Carlos.

—Y tú te llamas Susana —contesté sin pensar—. Eres la mujer de mis sueños.

—Quizá, y tú eres el hombre de los míos —dijo rodeando el mostrador. Fijó su mirada en los pantalones de plástico, la parte de ellos que quedaba visible bajo el mandil y una mueca de desconcierto se pintó en su rostro que luego se transformó de nuevo en sonrisa cuando ascendieron de nuevo sus ojos hacia los míos—. ¿Cómo lo has hecho? ¿Tienes poderes o algo así?

—¿Poderes? —repetí sorprendido—. No, tengo migrañas y lo único que las retiene durante unas pocas horas son unos ejercicios de visualización. Hace meses viniste a comprar un juguete erótico. Te he recreado en mi imaginación y he utilizado esa imagen tuya para mis ejercicios. Algo ha debido pasar para que nuestros sueños se crucen y se invadan mutuamente.

Susana torció el gesto, algo contrariada con mi explicación. La idea de disponer de una percepción o poder psíquico resultaba tan cautivadoras que mi extraña pero mundana explicación parecía un jarro de agua fría.

Entraron varios clientes preguntando si aún quedaban cabinas libres para el baile de Patricia. Les informé que la sustituía Sandra porque estaba enferma y, encogiéndose de hombros, pasaron a la zona de cabinas quitándose los abrigos.

—Sandra es mi hermana —dije sin que Susana me hubiese preguntado cuando creí que nos habíamos quedado de nuevo solos.

—¿Y ese? —comentó mientras su mirada se fijaba en la de Fernando. Había emergido de la zona de las cabinas separada de la tienda por una cortina oscura. Me hizo una señal con la mano que indicaba que todo estaba correcto antes de desaparecer tras la puerta del servicio privado.

—¿Qué es lo quieres, Susana? —retomé la conversación.

Se acercó más hacia mí hasta sentir su aliento sobre el mío. Reprimí un absurdo movimiento de pies para retroceder ante el allanamiento de mi intimidad.

—Tres cosas. La primera es follar, la segunda es rogarte que sigas con los sueños y la tercera la polla de látex que he venido a comprar.

Tragué saliva y aquel momento de sorpresa fue aprovechado para besarme introduciendo sin escatimar lengua y saliva. Se coló tras el mostrador sin esperar objeción por mi parte. Luego se acuclilló y desabotonó la abertura del mandil para luego hacer lo mismo con la de los pantalones liberando mi miembro erecto.

En ese momento entró una mujer y presioné sobre la coronilla de Susana para ocultarla tras el mostrador.

—Buenas noches —saludó sin percatarse de Susana o, si la había visto, sin demostrar ninguna sorpresa en su rostro.

—Buenas noches —respondí mientras Susana empuñaba bajo el mostrador mi verga. Cuando la mujer se volvió de espaldas en la sección de prendas interiores de fantasía, pude bajar la vista y ver a Susana mirando mi polla con afán calibrador. Sus ojos iban recorriendo cada milímetro de mi pene descorriendo y corriendo el prepucio y deteniéndose en cada curvatura del glande mientras su otra mano asía los testículos probando su consistencia. El glande rosado aún estaba cubierto de una fina película de lubricación, producto de mi reciente masturbación, que facilitaba sus movimientos.

Fernando salió del servicio y me guiñó un ojo indicándome que volvía a su trabajo cuando se paró en seco al descubrir a Susana bajo el mostrador con mi pene entre sus manos. Me hizo un gesto con la cabeza preguntándome qué pasaba y le indiqué con la mano que se largara.

En vez de obedecerme, se acercó hacia nosotros y se colocó delante del mostrador.

—¿Ocurre algo, Carlos? —murmuró Fernando. Detrás de él la mujer se había decidido y portaba dos cajitas de braguitas comestibles.

—Nada fuera de lo normal —contesté entrecerrando los ojos y apartándole para poder cobrar a la mujer. Le di a la mujer el cambio de su compra mientras nos miraba de modo apreciativo, quizá intentando dilucidar si éramos amantes o si estábamos conteniendo una carcajada ante sus extravagantes gustos.

Cuando salió la mujer, Susana emergió de las sombras y dio un traspié al encontrarse con Fernando enfrente de ella. Esbozó una sonrisa que pretendía ser disculpa y salió del mostrador, alejándose de ambos.

—La quiero como la tuya —dijo ruborizándose cuando sus palabras provocaron una sonrisa en Fernando.

Mi dependiente, al notar la vergüenza de Susana intentó disculparse.

—Lo siento, señorita, mi jefe no me había explicado y estaba preocupado por la seguridad.

—No importa —agradeció Susana con otra sonrisa. Fernando se alejó meneando la cabeza. Luego ella se dirigió hacia mí —. ¿Me enseñas dónde están?

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Ginés Linares

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