Sueño Blanco

Estáis las tres a mi merced. Lo sabéis. Puedo hacer lo que quiera con vosotras, y no me lo podéis impedir, pero no tengo ganas de gritos ni pataletas. Haré lo que me plazca, pero si una, solo una se somete a mí esta noche, las demás no serán tocadas. ¿Quién va a ser mi sumisa hoy?

Temblaba cuando dejé caer la ropa al suelo. Me cogí los brazos cubriéndome el pecho y apreté las piernas, pero eso no me hacía sentir menos desnuda ante la oculta mirada del desconocido que me observaba desde detrás de la máscara.

Él no dijo nada durante un minuto, limitándose a contemplarme, recorrerme con unos ojos que apenas podía ver pero parecían de un oscuro tono esmeralda. Apenas podía ver su boca y mentón, pues su disfraz le cubría el resto del rostro, y lo que suponía que era una peluca negra lo enmarcaba en mechones desarreglados hasta los hombros. Vestía de una manera sencilla, holgada y sin marca. Usaba guantes, manga y pantalón largo, y calzaba unas deportivas simples con cierre de velcro.

No había en él nada distintivo, nada por lo que pudiera reconocerlo si lo veía por la calle en una semana.

Nunca sabría cómo se llamaba, quién era o por qué estaba haciendo aquello, y aun así iba a pasar por una íntima experiencia con aquel desconocido que me había dado a elegir entre violarnos a mí y a mis amigas, o someterme a sus órdenes durante el resto de la noche.

Me había sometido.

Ahora me seguía mirando, devorándome con esos ojos oscurecidos tras la máscara mientras yo temblaba de temor, de repulsa.

—Ven —me llamó entonces con voz suave y algo ronca—. Ponte aquí de rodillas.

Toda mi alma tiraba en dirección contraria. Si echaba a correr quizá tendría una oportunidad de llegar al salón contiguo, pero no de soltar a mis amigas y marcharnos todas. Me atraparía antes y en lugar de una sumisa tendría tres chicas violadas en la habitación.

Así que con el corazón en un puño di un paso hacia él y me dejé caer de rodillas, quedando frente a su cuerpo. Permanecía sentado al borde de la cama, aparentemente relajado bajo sus holgadas ropas. Ni siquiera sabría decir si era delgado o grueso.

—Eso es. —Lo dijo tan bajo que apenas pude oírlo por encima de la música que había puesto al entrar en el cuarto—. Sabes lo que tienes que hacer, ¿verdad que sí?

Las palabras vinieron acompañadas con la vista de una de sus manos bajándose la cintura de los pantalones para sacar su sexo: un miembro enhiesto, duro y grande que me provocó un intenso escalofrío.

«No, dios mío», pensé con desesperación.

Pero en seguida recordé a mis amigas al otro lado de la puerta. Yo podía aguantar, estaba segura, ¿pero ellas? Ellas no. Aquella vejación no podía ser soportada por las tres, alguien tenía que tomarla.

Así que la tomé.

Cogí su miembro con mis dedos, que temblaban ligeramente, y tragué saliva. Noté cómo ponía su mano sobre mi cabeza y me empujaba hacia él con firmeza hasta que mis labios rozaron el glande caliente y aterciopelado.

Conteniendo una mueca abrí las mandíbulas y me metí el inmenso falo en la boca.

Escuché cómo el desconocido aspiraba con fuerza al contacto de mi lengua con aquella piel sensible y caliente.

En tensión, intentando matar mis papilas gustativas, matar mi orgullo y mi repugnancia, arqueé el cuello para bajar más la cabeza, para permitir que aquel miembro penetrara un poco más dentro de mi boca.

—Eso es… —jadeó él, cogiéndome del pelo—. Así…

Sujetando la base entre mis dedos traté de llegar tan lejos como podía, pero pronto el glande alcanzó mi garganta, y con una arcada me retiré… Pero no del todo.

Aquel hombre lo había dicho. Sabía lo que tenía que hacer. ¿Podía hacerme la inocente mojigata ahora, cuando le había dicho que aceptaba mi sexual sumisión por una noche? No podía arriesgarme.

Quería que lo complaciera, y por mis amigas que iba a hacerlo… A cualquier precio.

Usé la lengua y los labios para intentar darle placer. Me sentía torpe, asqueada, pero lo hice tan bien como pude y él no puso queja alguna. Cuando las caricias de mi boca dejaron de ser suficientes simplemente empujó mi cabeza contra su sexo, tiró de mi pelo para obligarme a apartarme, empujó de nuevo y tiró otra vez, imponiendo un ritmo que traté de seguir.

Durante largos minutos sentí cómo el inmenso falo de aquel completo desconocido recorría mi boca, la usaba para obtener placer. Me llenaba, golpeando constantemente contra el interior de mi garganta. Lo saboreaba, lo sentía caliente y denso contra mi lengua.

Y mientras duró sentí una oscura y vergonzosa excitación royéndome las entrañas, haciendo que algo cosquilleara entre mis piernas.

Hasta que de pronto el hombre me tiró del pelo, sacándome de la boca aquel miembro duro y palpitante. Por un breve instante lo vi así, brillante y mojado de mi saliva, dando un respingo de frustración y deseo, puro instinto salvaje. En ese efímero momento mi excitación creció contra mi voluntad: la excitación de haber provocado aquella dureza, la propia excitación de haberle hecho una mamada a un hombre, y sí, también la avergonzada e innombrable excitación de estar siendo usada.

Pero fue sólo un instante, pues rápidamente el desconocido me empujó contra el suelo.

—A cuatro patas —ordenó con voz suave—. Así, como una perrita. Así.

Me quedé inmóvil a cuatro patas, temblorosa. Oí que se levantaba y se movía. ¿Me estaba mirando? ¿Qué pretendía ahora? Me sobrevino la terrible idea de que fuera a fotografiarme, o a grabarme en video así, humillada y sometida a sus vejaciones.

Entonces noté algo tocándome el sexo. Jadeando me eché hacia adelante para impedir el roce.

—Quieta —dijo—. No te muevas.

Temblaba como si hiciera un frío invernal mientras nuevamente algo plástico me tocaba los empapados labios menores. ¿Eran sus dedos? ¿Un juguete? ¿Tal vez su sexo enfundado en un condón? No lo sabía, y no me atrevía a mirar.

Aquel instrumento alargado y algo delgado —en cuyo caso no podía ser su miembro— recorrió mi sexo, demorándose un instante en mi estrecha entrada y deslizándose más tarde hasta el clítoris.

Me lo acarició con calma al principio, pero cuando se me escapó un jadeo su toque se volvió más apremiante y rudo.

—¡Ah! —grité levemente, y quise apartarme otra vez, pero en esta ocasión una mano me agarró del pelo y tiró.

—¿Debería atarte?

Me quedé quieta otra vez, notando que mis huesos se licuaban por el placer prohibido del sometimiento, de la vejación y de aquellos dedos —ahora sé que lo eran— frotando mi clítoris casi con violencia, mientras permanecía a cuatro patas en el frío suelo, con música fuerte sonando para ocultar cualquier sonido de los oídos de mis amigas.

Y dejó de masturbarme.

Con un ronco suspiro, algo entre el alivio y la frustración, traté de dejar caer la cabeza. Primero noté su tirón, pero en seguida aflojó y me empujó los hombros contra el suelo.

—Mantén el culo arriba —ordenó—. Vamos a seguir así, pequeña.

Tragué saliva y aguardé. Soltó mi pelo y lo oí moverse otra vez. Temiendo el siguiente ataque me mantuve inmóvil, expectante, hasta que noté de nuevo sus dedos en mi sexo.

Quise rogar. Quise suplicar que no lo hiciera, que no siguiera torturándome así. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué no se limitaba a usarme como había supuesto que haría? Creí que me follaría y que mi placer no significaría nada, ¿o acaso encontraba su propio placer al provocar el mío contra mi voluntad?

Entonces aquellos dedos se deslizaron desde mi empapada entrepierna hasta mi entrada posterior, embadurnando de mis propios jugos mi ano.

Jadeé, casi sin aliento, y temblé mordiéndome los labios.

—Sí —confirmó mi descubrimiento—. Desde que te vi supe que quería hacer mío este culo que tienes.

De alguna manera retorcida, incomprensible y patética, aquello me hizo sentir un calor diferente en el estómago, algo parecido al elogio.

Tenía un trasero grande y anchas caderas, y eso provocaba a menudo la burla de conocidos y familiares. Aquel desconocido, aquel violador me deseaba por ese rasgo que los otros apuntaban como defecto.

¿Pero podía ser siquiera cierto? ¿O era una treta para confundirme, para retorcer mi mente y humillarme aún más?

De nuevo sus dedos tocaron entre mis piernas, y de nuevo ascendieron hasta mi ano, humedeciéndolo.

Después uno de ellos entró. Arqueé la espalda, tensa, notando la invasión indeseada… Pero aun así…

Aun así… tan placentera.

En mi mente comencé a suplicar. Quería que parara. Tenía que parar, porque me estaba gustando, y no debía gustarme. No conocía a ese hombre. Había amenazado con violarnos a las tres si no se le sometía alguien. Mis amigas estaban ahí fuera, todavía atadas, y aquel completo desconocido me estaba usando.

El dedo se retorció en mi interior, y perdí el poco aliento que tenía. Se movió adentro y afuera, dilatándome mientras yo temblaba. Un segundo se sumó al primero, provocándome un leve gemido.

—Así —asintió—. Disfruta. ¿Estás disfrutando?

Deseé que no esperara respuesta. ¿Qué podía haber más humillante que decirle a un violador «Sí, me gusta lo que me estás haciendo, no pares»?

Ahora ambos dedos se movieron dentro de mí, y en un minuto volvieron a retirarse.

—Bien —dijo en voz baja, enronquecida por el deseo—. Se acabó la espera, mi amor.

Noté su mano en mi pelo, que me asió con fuerza desde la raíz, y supe que, en efecto, la espera había terminado.

No tardé mucho en notar algo caliente y plástico contra mi ano. Un preservativo, supuse. Bajó hasta mi sexo y se mojó con mis flujos, volvió a subir pero de nuevo bajó, me atormentó así durante un rato.

Finalmente apuntó otra vez contra mi entrada posterior y agarrándome del pelo con una mano y las caderas con la otra, empujó.

El primer empellón me hizo lanzar un breve grito y traté de apartarme. Dolía demasiado. No obstante su agarre era firme, y el tirón que me dio al cabello, casi igual de doloroso.

—Quieta, se pasará. Quieta.

Empujó una segunda vez, haciéndome gemir de dolor, pero me mantuve inmóvil, sin moverme, sin arriesgarme a que me hiciera más daño.

Una vez más y supe que ya estaba: lo tenía dentro, llenándome con su inmenso tamaño, con su calor. Un completo desconocido me había metido la polla en el culo, y yo, en el suelo como una perra, me sentía llena de él, me sentía sometida, vejada y más excitada de lo que había estado en la vida.

Se arqueó sobre mi espalda mientras soltaba mi pelo. Noté cómo sus dedos buscaban mis labios, y ante mi sorpresa me los metió en la boca.

—Oh, mi amor… —su voz era un grave y ronco ronroneo contra mi oído—. Me encanta lo estrecha que eres… Tu forma… Todo… Voy a disfrutar de ti, y tú también.

Sus caderas se apartaron de las mías, y luego arremetieron. Gemí, pero el sonido quedó amortiguado por los tres dedos que llenaban mi boca.

—Sí… Sí, sí, así…

Se movió de nuevo, cimbreándose sobre mí, contra mí, dentro de mí. Notaba la fricción de su sexo en mi interior, y yo, impotente, jadeaba por el prohibido placer.

De pronto sus dedos se movieron también, ahondando en mi garganta. Me quejé, itnentando apartarme, pero entonces la mano libre me golpeó: sin asomo de compasión, con brusquedad y sin aviso, azotó mi glúteo a modo de aviso.

—Chupa mis dedos como si fuera mi polla —ordenó con un jadeo—. Mi polla te follará el culo como estás deseando.

Esta vez, aunque me provocó una arcada, permití que sus dedos penetraran tanto como pudieron en mi garganta, y comenzaron a entrar y salir de mi boca al mismo ritmo que su sexo lo hacía dentro de mí.

No sé en qué momento de aquella tortura perdí el último ápice de dignidad que me quedaba. No sé cuándo mis jadeos se tornaron en ahogados gemidos y mi lengua empezó a lamer activamente los dedos que me follaban la boca. No sé cuándo me abandoné al placer de aquella violación, mientras el desconocido embestía dentro de mi culo cada vez más fuerte, más deprisa.

Ni siquiera sentí nada salvo una intensa excitación cuando me golpeó otra vez. Y otra. Y otra.

—¡Así! —exclamó cuando sus azotes me llevaron a lamer con más fruición—. ¡Sigue, mi amor! ¡Sigue, perra!

En algún momento dejó de pegarme, y su mano se deslizó entre mis piernas para comenzar a frotar mi clítoris con violencia.

Mis jadeos eran ya gemidos de placer. Lamía, devoraba los dedos de mi violador. Mis caderas salían al encuentro de las suyas, deseando sentir más profundamente su pene en mis entrañas, más hondo, más deprisa.

Quería más, anhelaba más. Anhelaba algo que nunca había disfrutado, pero de lo que todo el mundo hablaba.

Y fue él, aquel completo desconocido, quien me lo dio.

De pronto lo oí gruñir como un animal salvaje. Me metió los dedos muy profundamente en la garganta, y mientras me masturbaba con una agresividad dolorosa embistió en mi interior y sentí… Sentí cómo me llenaba.

Fue más de lo que pude soportar.

Por primera vez en mis veintidós años de vida y tres parejas sentimentales, sometida a violación y vejación, tuve un orgasmo tan potente que cuando las oleadas de placer terminaron no pude sostenerme sobre mis rodillas, y sólo el apoyo de mi agresor me mantuvo erguida.

No recuerdo bien cuánto tiempo estuve allí, intentando recuperar el aliento. Tampoco recuerdo del todo cómo salió de mí y me llevó a la cama, pero lo hizo.

Sí recuerdo sus labios en mi frente, y en mi boca.

Después caí en un sueño blanco y denso como la inconsciencia, y cuando desperté él no estaba en ninguna parte, yo me encontraba vestida de nuevo y en la mesita de noche, a mi lado, estaba la llave que desataría a mis amigas y nos sacaría de allí.