Suela inmunda de zapato
Juguemos a un juego, ¿quieres? Yo me dejo hacer. ¿Por qué? Porque sí, porque quiero que me hagas. Házmelo, sí, lo estás deseando. Házmelo.
Mi marido se llama Raúl.
A Raúl le encanta ver cómo me arrastro panza abajo por la alfombra del dormitorio, desnuda, con el cabello desmadejado y desperdigado por la alfombra, lamiendo mi vientre la alfombra de nudo largo.
Su pie, enfundado en calcetín ejecutivo y zapato caro, presiona sobre mi hombro desnudo. La suela está sucia en contraste con el charol negro del zapato —al que antes dediqué varios minutos previos para que ahora brillase luminoso—.
Raúl suelta una risita nasal mientras trata de mantener el equilibrio, con las manos en los bolsillos del pantalón del traje, riéndose, sintiéndose el Dios del Universo del Mundo del Espacio del Dormitorio. Y mi cuerpo desnudo se arrastra por la alfombra de nudo largo.
Es una alfombra, esta donde me arrastro, cara, igual que sus zapatos. Alfombra de pelos gruesos, largos, suaves. De lana. Una suavidad que ahora siento por la piel de las curvas de mi vientre, en los pezones levemente erguidos, en los muslos y las rodillas, en el empeine de los pies —en la fina piel del empeine, dulce redaño donde suelen arribar muchos besos de Raúl—. Es una suavidad la de esta alfombra que contrasta con la suela del zapato negro de mi marido.
—Ponte boca arriba. Dame ese placer, puta.
Su orden-insulto-desprecio me ensucia igual que la suela mugrienta de su zapato lo hace sobre la piel de mi espalda. Su tono de voz ha sido firme. Carecía de empatía. No he notado titubeo, sus palabras han salido de su boca para ordenar-herir.
Obedezco y le muestro la parte anterior de mi geografía corporal desnuda. La parte posterior disfruta ahora del contacto suave, mimoso de la alfombra. Nalgas mullidas y desplegadas, qué mimosa caricia la alfombra de nudos sobre la piel de mi culo.
Raúl cerca la puntera del zapato a mi cara. La posa sobre mi barbilla. Lo hace con suavidad, mucha suavidad y mimo. Diríase el posar de una mariposa. Pero es una mariposa mugrienta; siento la textura heterogénea de la suciedad en la suela, el color gris oscuro del mundo hollado con el zapato de charol de mi marido sobre mi mentón.
Mis manos descansan a mis costados. Es la regla. Nada de manos. Pero eso no me impide crisparlas al oírle:
—Lame.
Le miro con aprensión. Raúl sonríe. Muestro repulsión en mi mirada suplicante, en mi nariz contraída. De su garganta nace una sonrisa nasal y su nuez de Adán se revuelve; su risa sorda es el único acompañamiento a mi ruego.
Apoyándose en la piel de mi mentón, desplaza la suela —restregando todo el asco sobre mi mentón— para aposentar la puntera de la suela junto a mis labios.
Los entreabro, mi roja lengua asoma.
Cargada de saliva espesa, mi músculo bucal accede al exterior. Deposito su húmeda carga en forma de pátina espumosa por la suela. La suciedad del mundo accede al interior de mi boca. Envolviendo mis dientes, entre ellos y las encías, hacia mi garganta. Trago sin dar tiempo a saborear, sin permitir que la náusea se apropie de la frecuencia de mi respiración o arrugue mi cara en un guiñapo. Trago bien rápido pero no puedo impedir notar un sabor acre, salado, oscuro. El sabor de la porquería.
Cierro los ojos. Aprieto los párpados pintados con fuerza. Los abro de golpe cuando Raúl me habla:
—Más.
Le miro suplicante. Busco en su mirada un rastro de piedad. Nada, sonrisa despectiva es lo único que obtengo. Mis dedos se crispan más y más alrededor de los nudos largos y sedosos de la alfombra. Siento la textura lanuda y nudosa de la alfombra bajo mi espalda, bajo mi culo. Ya no es un tacto suave, no.
Trago saliva. Trago saliva. Trago saliva. Mucha saliva. Quiero dejar mi lengua, mi boca, mis encías lo más secas posibles para no saborear. Si no hay humedad, no hay sabor. Oigo su risa nasal. La suela se desliza por los labios; Raúl es impaciente. Noto mi garganta tirante, piel rasposa, la fina piel de mi cuello tensa, los músculos cervicales contraídos. Entreabro los labios de nuevo, extraigo mi lengua al exterior, mi gusano rojo.
Raúl, en un alarde de equilibrio, desplaza la suela de su pie a través de mis ojos. Me ofrece el talón de la suela. Me pide que chupe la suela del talón.
La mugre tiene varias capas en aquel lugar. Es donde Raúl apoya todo el peso de su cuerpo al caminar, al correr. La suciedad se acumula en capas diferenciadas. La inmundicia agarrada tiene pilosidades y matices oscuros. Mi lengua tiembla. Cierro los ojos. Los párpados se ciñen y me ahorran la vista inmunda. Mis labios vibran y quieren retraerse, no quieren permitir la entrada de tanta mugre en la boca. Me muerdo la lengua extraída, aprisiono con mis dientes el músculo porque quiere retirarse; y debo impedir su retirada. Alzo la cabeza, ya que la lengua no avanza. Mi gusano rojo se asienta sobre la suciedad. Una parte de mi cuerpo entra en contacto con la acumulación de mugre y toda entera, desde la frente a los pies me noto mugrienta.
El olor predominante es el de pies resudados. Nauseabundo en otras ocasiones, ahora, entre la mugre, ese olor familiar me calma y me reconforta. Pero a mi lengua no le basta.
Mi lengua quiere resbalar por entre los dientes, retraerse dolorosamente; los bordes afilados, puntiagudos, trituradores de mis dientes impiden la rendición. Me muerdo más fuerte la lengua. ¡Me la corto, me la corto, no me tientes, puta! Paseo la punta reseca por la acumulación abyecta, por el talón de la suela. Noto la suciedad desprendiéndose y depositarse en forma de escamas, polvo, pelos; todo ello sobre mi lengua y labios.
Raúl, satisfecho, retira la suela y la posa sobre mi cuello, encima de mi garganta. Con suavidad, mucha suavidad. Aleteo de polilla.
—Quiero sentir cómo tragas, mi amor.
Le miro llorosa pero mi marido no se compadece de mí. Noto la piel de mi cara demudada de color; mejillas marmóreas, párpados fríos, frente helada, cabello estropajoso, orejas acartonadas.
Abro la presa de mis dientes y mi lengua, asfixiada, ahora no quiere entrar. Me obligo a meterla dentro de mi boca. Noto la suciedad entrar en mi interior. Trago. Trago la inmundicia del mundo. Y, en mi seco tragar, palpo, a través de la piel, los discos de mi tráquea moviéndose y rozar la suela del zapato.
El asco infinito que creía me haría vomitar no me llega. Mi boca está seca, completamente seca. Árida. El paladar es una superficie rocosa, mis encías son restos momificados. Ni una sola gota de humedad permite que la suciedad tenga sabor.
—Muy, muy bien. Así me gusta. —Mi marido no se ha dado cuenta.
Noto entre mis dedos y entre mis uñas y en mis palmas sudorosas los nudos de la alfombra, arrancados, separados de ella. Mis nudillos vibran y mis dedos se retuercen.
Raúl se sienta en el borde de la cama.
Desliza la puntera de la suela por mi cuello, bajando por un hombro. La piel se acomoda a su avance. Presiona sobre los huesos que se elevan, se recrean en las suaves formas que componen mi anatomía superior.
Se desliza por una teta. Escoge la izquierda. La puntera del zapato presiona sobre la carne removiendo su interior. La masa interior se agita, se ondea, recupera su posición inicial. Presiona de lado, sobre la parte que descansa sobre un costado. La carne blanca del pecho se amolda a su avance, se pliega sumisa, presión controlada. Aprieta la suela contra el pecho. Más, aprieta más. Noto la dura suela, la sucia suela bajo una costilla; la carne de mi teta entumeciéndose. Los nódulos de grasa se remueven en su interior. Raúl remueve, cruel; suela cargada de mugre sobre la blanca piel de mi teta. Respiro despacio, aparentando naturalidad; pero estoy horripilada.
El pezón, sin embargo, se muestra en su total magnitud. Lo veo traicionarme, alzándose. Se yergue, pérfido, insultante. Parece como si el pezón, inflamado, pulsátil, erizado, quisiese desligarse de mi indefensión, de mi triste humillación.
La suela atiende la adoración del pezón; la carne de la teta izquierda queda libre y el pezón se remueve caprichosa e inercialmente alrededor de la redonda contención de la teta. La suela roza la carne endurecida del pezón y siento como un escalofrío arquea la parte izquierda de mi espalda. El roce me excita, me calienta. Mi cuerpo se dobla y yo dejo escapar un estertor agónico, lamentable, gozoso. Involuntariamente placentero.
—Quieta, perra.
Me doy cuenta tarde de mi error. Nada de placer.
Raúl aprieta su zapato contra la teta acompañando sus dos palabras. La teta estrujada, la teta aplastada, la teta ensuciada. El zapato presiona, la suela se inca. El dolor me hace expulsar el aire en un silbido quejicoso. Aprieto los dientes y siento como el pezón, el muy hijo de puta, resiste erecto bajo la suela inmisericorde, clavándoseme en la teta. El pezón endurecido se hunde en la carne de la teta y su dureza se me clava, se me clava por dentro.
Termino por amoldarme a su exigente presión, relajando renqueante la espalda. Es la única forma de poder aquietar el dolor, remitiendo la presión sobre mi teta maltrecha.
Respiro lentamente, a trompicones. Noto las lágrimas correr en regueros por mis mejillas. Me ha hecho daño. Me duele. Mi teta izquierda late con vida propia. Me miro la carne enrojecida donde la huella de la suciedad asquerosa de la suela se funde con los verdugones de las costillas. Mi teta blanca está inflamada, enrojecida, sucia y listada de verdugones. Y el puto pezón sigue apuntando alto, desafiante. Arranco con los dedos contraídos varios nudos más de la alfombra al no poder dedicarme como quisiera a este pezón traidor.
La otra teta queda a salvo una vez la suela se desliza por la depresión que nace finalizado el esternón. Respiro con dificultad cuando el zapato —el pie de mi marido dentro de él—, presiona, impidiéndome respirar con naturalidad. Acumulo aire; mis costillas se marcan imposibles sobre sobre la piel tirante. La suela deja un rastro inmundo sobre la piel de mi vientre, presionando sobre mis músculos abdominales. Mis entrañas laten más abajo, acurrucadas y cobijadas unas contra otras, esperando el fatídico movimiento.
Toso un poco al no poder llenar mis pulmones. Estoy asustada.
—Calma, mi niña, calma —susurra Raúl. Y deshace la presión sobre mi vientre. Desliza la puntera del zapato por la barrera creada por los extremos de las costillas. Tomo aire y mi pecho se expande, la barrera desaparece pero la puntera del zapato queda fija y al soltar el aire viciado, mi pecho se contrae, mi vientre se repliega y la puntera sigue marcando el extremo del costillar.
—Mi niña, ni niña —susurra Raúl. Y noto la puntera desplazarse costillar arriba y abajo, de uno a otro costado; la puntera marca las raspas que protegen mis pulmones y corazón.
Me río porque me hace cosquillas. Es una sensación extraña, maligna, la que provoca que la risa me invada el cuerpo cuando la puntera del zapato de Raúl traza siniestros senderos en mi pecho. Me río de la sensación y me considero idiota, payasa; una atolondrada.
Raúl mismo tampoco entiende mi risa:
—Puedes reírte de mí si quieres; ahora puedes hacerlo. Ya veremos luego.
No, no. Niego con la cabeza. La risa me paraliza y se me desparrama por los labios. ¡Pero es que no puedo contenerla!, quiero decirle.
La risa presa en mi boca cerrada me contrae las mejillas, me achica los párpados. No, no. Escupo saliva por mis labios contraídos en un rictus muscular semejante al esfínter anal. Las carcajadas se me acumulan en la garganta y la tos amenaza con invadir mis senos nasales, mi pituitaria. Las lágrimas se transforman en lagrimones que caen sin control. No, no, sigo negando con la cabeza. Arranco más nudos de la alfombra. Quiero gritar que no, que no me río de él.
Pero lo cierto es que me río.
—Ríe, ríe, puta. Ríete bien ahora —Raúl aprieta sus labios. Fuerte, muy fuerte los aprieta. Desaparecen sus labios tras sus dientes a medida que las facciones de su cara se tensan y los músculos de su cuello engordan.
Yo río. Y río. Y río.
La suela del zapato desciende por el montículo de mi vientre convulso, en dirección a la sima de mi ombligo. La piel, más suelta por la risa, más blanda alrededor de la sima umbilical, se doblega al paso del zapato. El canto de la suela roca la protuberancia del hueso de la cadera. Se desliza el canto por la piel que cubre el hueso. Repite lo mismo con la otra protuberancia.
Ya no río. No, ya no. ¿Lo ves?, ya no. Por favor.
La suela se posa ora sobre una, ora sobra otra protuberancia ciática. Mis piernas vibran aterrorizadas. Yo misma me aterrorizo. La suela deja su impronta mugrienta en la cima de mis huesos de la cadera.
La puntera desciende hacia el delta de mis muslos. Se posa sobre el vello denso. El vello cruje cuando la puntera del zapato presiona. El crujido de mi vello púbico, la última barrera que separa mi sexo que creo aletargado de aquella suela mugrienta. No quiero pensar en la porquería que aquella suela ha depositado en mi vello púbico, aquel que rodea y oculta y protege mi vulva.
La puntera se hace hueco entre los muslos.
—Ábrete de piernas, cariño, ábrete para tu amor.
Obedezco reticente. Mis muslos se separan y la piel blanquísima y finísima de la cara interna de mis piernas deja atisbar el aspecto de mi coño abierto.
—Estás húmeda, ¿lo sabías? Estás chorreando amor, puta; destilas amor por tu lindo y bendito coño.
Es verdad. Deshecho el abrazo compasivo de mis muslos, noto el aire enfriar mi humedad. Humedades pringosas, humedades acaracoladas, humedades apelmazadas. Me noto los labios entreabiertos, la entrada abierta con gesto de asombro.
Raúl abandona mi sexo. Su zapato desciende muslo abajo. No conozco el motivo para retirarse de mi vulva indefensa; su cara no refleja sus intenciones. Quizá quiera hacerme sufrir en la espera. O quizá sea magnánimo para con mi coño.
No lo creo. Raúl es experto en incomodidades, en crear desasosiegos, en revolver tripas.
La puntera presiona la carne abundante del muslo. Remueve curiosa el muslo. Mi cuerpo entero se agita con la vibración del muslo, el hueso de mi rótula se remueve en mi rodilla provocándome una sensación de angustia. No sé cómo actuará Raúl. El hueso-disco de la rodilla me hace tomar conciencia de un escalofrío nervioso que atenaza mi vientre y, más arriba, tensa mi garganta.
Raúl me mira ladeando la cabeza. ¡Dios, que no se haya dado cuenta! Desvío la vista de mi rodilla, la poso en su pantorrilla enfundada en pantalones de pinza que esta mañana le he planchado. Mantengo mi mirada mientras contengo la sensación amarga de mi rótula bailando bajo la piel, agitándose espeluznante bajo el efecto de la danza del muslo. La puntera del zapato remueve mi pierna y me noto los pechos revoltosos; su magro contenido vibra al son de la danza del muslo, uno de ellos se remueve menos —el que antes Raúl espachurró sin misericordia—.
Oh, Dios. Me mira sonriente. Lo sabe. ¿Cómo lo sabe? Oh, Dios. Sí, lo sabe. Digo que no con la cabeza, la giro mientras aprieto los labios, la sigo girando a pesar de que la suela acaba de posarse encima de mi rodilla.
Raúl extiende la punta de su lengua a todo lo largo del labio superior. Dulce sensación, se recrea. Y mientras lo hace, la suela presiona mi rótula. Me estremezco entera al notar el cartílago y el hueso pivotar. Mi marido traza círculos y elipses; muelles infinitos que me revuelven las tripas; el hijo de puta es experto en eso. Sí, siento agitarse incómodas mis entrañas bajo el ombligo. La rótula baila entre cartílagos gelatinosos y tendones relajados; tengo miedo que algo salga… mal. Mi rodilla. Mi rodilla presionada por la suela inmunda de su zapato alzado, aposentando su inmundicia adherida en la piel de mi rodilla. Contengo la respiración, sintiendo la cara posterior de la rodilla incómodamente presionada. Oh, Dios mío.
—Dobla las piernas, recógelas. No, no las cierres, mantenlas separadas.
Obedezco gozosa. Pienso que la tortura ha terminado.
—Contenlas dobladas, agárrate las rodillas —le obedezco. Me noto la rótula extrañamente suelta—. Ahora quiero que tus rodillas se posen sobre tus hombros.
Le obedezco —es la regla—. Me doblo levantando la grupa del suelo. Me ciño y me pliego sobre mí.
El canto de su zapato empuja sobre mi costado derecho. Como peonza, giro en la alfombra, apoyada sobre mis paletillas. Mi entrepierna ha quedado a su gusto. Frente a él.
La puntera juguetea alrededor del punto y coma invertido. Deja los símbolos de puntuación para luego, por ahora se pasea alrededor de ellos; la suela inmunda se desliza por la fina piel, por la blanca piel, por la inocente piel. La puntera se detiene sobre mi asterisco-punto. Presiona. Noto mi esfínter contraerse y distenderse bajo la mugre de la suela. Soba y frota el músculo fruncido.
Raúl me mira pensativo. Expresa sus dudas:
—¿Cómo puedo limpiar ahora mi zapato después de haberlo ensuciado en tu culo? —extiende el dedo índice y se toca la mejilla. Me eleva sus cejas, me abre sus ojos, me frunce su boca— ¿se te ocurre cómo?
Niego con la cabeza. No, eso no. Raúl, no.
Agito rápido la cabeza. No, Raúl, no.
—Oh, sí. Ya lo creo que sí, puta viciosa.
Utilizando el canto del zapato, desliza el borde de la suela a través de la división de mi coño, desbrozando vello púbico. Noto el vello arrancado, el vello aplastado, el vello separado. Me abre la vulva como ostra viva, introduciendo bien hondo su navaja; entre mis carnosidades el canto asqueroso de la suela de su zapato separa mi bivalvo.
Reprimo una arcada que me taladra el vientre. Mis rodillas presionan mis costillas y casi no puedo respirar. Y, aun así, me noto el inmundo canto abriendo sendero para luego llegar y resbalar en mi humedad. Patinar sobre mi rosada carnosidad interna. El chapoteo me incomoda y me produce malestar. La suela se frota contra el interior de mi ostra. La suela me impregna y se impregna. El olor de mi coño abierto se abre paso hasta mi nariz. También a la de Raúl:
—Lo hueles, ¿verdad? Es tu coño anegado.
Me muerdo el labio inferior, la carnosidad labial. Contemplo como la mugre, humedecida, se desprende de la suela con facilidad. A continuación me restriega su tacón. El tacón mugriento del zapato que se hunde en mi ostra, chapoteando en mi fuente. Cierro los ojos y me noto el interior de la boca muy caliente. La sangre fluye de la carnosidad labial interna, de la lengua que me mordí antes; saboreo el líquido de gusto metálico en las encías, en los dientes, en el paladar. Ojos cerrados. Hundo más los dientes en mi labio inferior cuanto más siento la suela restregarse y patinar y resbalar y deslizarse. Ahondando en mi coño. Aquellos chasquidos de flujo aceitoso, de fluido denso, viscoso, extendiéndose. Me sofocan, me alteran, me taladran.
El escalofrío que me recorre la espalda trae consigo una arcada y, con la arcada, una tos. Y con la tos, una necesidad imperiosa de relajar mi esfínter, de convertir mi punto en asterisco y luego en letra.
Cierro los ojos. Serénate, serénate.
Raúl se aplica a conciencia hasta que se detiene. Entreabro un ojo y atisbo una mano suya dentro del pantalón abierto, arremangado el calzoncillo. Agita su verga con rapidez inusitada.
Chasquidos de su mano agitando su verga. Espero pacientemente. Espero. Espero.
Solo cuando oigo sus gemidos y sus estertores, me preparo para su orgasmo.
Las pesadas gotas caen sobre mis espinillas y rodillas, muslos y vello púbico, vientre, esternón, garganta, mentón y nariz, cabello. Mi marido grita muy suave, muy grave, muy ronco. Su jadeo es agónico, propio de un moribundo.
Luego cae sobre la cama con los brazos extendidos.
—Vale, ya, vale. Fin —murmura con la saliva brillando en las comisuras de sus labios.
Me levanto con dificultad. Estiro piernas y brazos y cuello y espalda. Mi cuerpo cruje entero.
Camino hasta el cuarto de baño. Me duele la teta. Hago gárgaras. Más gárgaras. Luego me limpio el semen esparcido, pequeñas gotitas por todo mi cuerpo. Me limpio el coño en el bidé. Me limpio la cintura. Cuando veo que tengo el cuerpo entero sucio, termino por ducharme. El agua fría contrae mi piel. Me ayuda a serenarme. Me palpo la teta magullada. Hijo de puta. Me enrollo una toalla sobre el cabello húmedo. Cae sobre mi espalda, como una enorme y gruesa rasta.
Vuelvo al dormitorio. Cuerpo húmedo, toalla goteando.
Raúl me duerme, el cuerpo rendido.
Abro el cajón de la mesilla. Extraigo el látigo. Lo empuño. Siento el cuero crujir poderoso bajo mis dedos.
Mango de metal, trenza de cuero. Extremo de doble nudo. Restalla en el aire cuando lo agito con un golpe de brazo.
La punta del látigo rompe la barrera del sonido. El doble nudo se mueve más rápido que el propio sonido que genera al moverse.
Me despierta el marido. Raúl se me incorpora desganado.
—No, Raquel, ahora no, déjame descansar un ratito. Anda, cariño.
Restallo el látigo de nuevo y el extremo de su corbata cae mutilado sobre su bragueta abierta, sobre la punta de su glande brillante.
—Aquí solo hablo yo, tesoro. Al suelo o te arranco la polla de cuajo, hijo de puta.
Me mira frunciendo el ceño.
—¡Ya! —bramo.
Se tira al suelo boca abajo. Obedece sin rechistar.
Bien. Muy bien.
Ginés Linares. gines.linares@gmail.com
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El aburrimiento es la suprema expresión de la indiferencia , René Trossero .