Sudor

Sola, cubierta por la noche, le pido a una luz lejana que me quite el calor y el ardor.

SUDOR

Sudor. Calor. Transpiración. Calor. Agobio. Calor. Ansiedad. Calor. Eran las únicas reacciones que percibía de mí y del exterior. Mi agotamiento se plasmaba en la desgana con la que estaba sentada en la silla de la terraza de aquel bar, visitado innumerable de veces durante todo el curso. Ni las ganas de Jose en animarme con sus chistes de café, habían conseguido nada más que sacar un esbozo de sonrisa en la comisura de mi boca, mas por compromiso que por su efecto.

A plomo. Caía a plomo. Finales de junio y el verano animaba al sol para que descargara con auténtica saña su calor sobre nosotros los mortales, animales racionales cuyo único pensamiento era huir de aquella canícula. Pues vaya raciocinio. La noche había calmado a los suicidas templando la temperatura. Aquellos que por el calor matan por cambiarles el canal de la televisión empezaban a relajarse aunque el viento no fuera mas que un leve soplo que avivaba el rescoldo de aquel asador en lo que se había convertido la pequeña plaza. Empapada, seguía deshaciéndome sobre la silla. El suelo reverberaba aún y el albero despedía brazos de calor que subiendo por las piernas me provocaban golpes de calor a los que a estas alturas de junio todavía no estaba acostumbrada. Puta suerte. Puto examen. Puto catedrático. Más sudor.

El azufre que fluía por mis venas me enrabietaba, haciendo que mi cabeza se calentara esparciendo odio por todas las mesas de la terraza. Aquel grupo de mujeres que al mismo ritmo frenético con el que se quitaban la palabra de la boca, se abanicaban como posesas del arma del frío mientras de la manga de sus vestidos estampados en la desgracia del cotilleo, colgaban aquellas flácidas y blancas carnes que penduleaban al son del abanico.

La pareja de ensimismados que se comunicaban por el roce de sus manos, pues el brillo obsceno de sus ojos les hipnotizaba hasta para el uso de la palabra. El grupo de funcionarias de jueves que esperan que tras la cena una avalancha de veinteañeros penetren sus sudados sexos. Dios. ¿Aguantaré este calor?.

Otro grupo de chicos y chicas compitiendo en sacar la sonrisa más californiana a la par que gestualizan de lo más Snupy para llamar la atención de su vestuario más Vogue. Debajo de aquellas camisetas de tirantes, en ellas se descubrían las citas del solarium y su transpiración remarcaba el moreno de sus hombros mientras que en ellos los músculos parecían aceitados por el brillo del sudor. Ante tal espectáculo decidí marcar el rumbo de mi solitario piso y sumergirme en la exasperante sistemática.

En mi regreso, los mosquitos competían obcecadamente en atravesar con sus cuerpos el cristal de las farolas mientras los demás bailaban sin orden el suicidio de sus compañeros de noche y una costra de quitina requemada salpicaba de motas el cristal de la bombilla como una bóveda protectora del núcleo del que la luz emana. Y seguirán y seguirán intentándolo por los siglos de los siglos, amén. Caminando por mi calle me acompañaba el clac-clac de las chanclas al rebotar contra mis talones. Parecían un resorte. Los parches de alquitrán habían cedido y mis pies se escurrían dentro como el fango. Mierda de calor. En el portal se almacenaba todo el frescor que huía de los rigores del día. El mejor sitio. Se me pasaba por la cabeza bajar los apuntes y estudiar sentada en la maceta al cobijo del simulacro de ficus que viene con todos los portales.

Sabía también que era una idea imposible así que me dediqué a esperar al ascensor que también se había contagiado de la parsimonia que imperaba por el calor. El espejo del ascensor como siempre muy agradecido, me devolvía la imagen de mi cara más pálida, sudorosa y los ojos algo hundidos por las vigilias nocturnas dedicadas al esfuerzo del saber. El resbalón de la cerradura cedió y me invitó a pasar a mi casa oscura. Según avanzaba la iluminaba para no sentirme sola. Puto calor. Puto examen. Puta soledad. Después de una semana sin mis compañeras de piso necesitaba hablar, saltar, correr, brincar, cantar, follar. Esparrancarme bien abrazada. Algo que me quitara la manta que llevaba encima y me remojara en un chapuzón de alegría, pues desde hacía siete días que apenas había sonreído y muchos más que no recibía un buen trallazo como decía una de las compañeras. La casa seguía caliente, aunque había dejado las ventanas abiertas, la corriente se había vuelto tímida y no había entrado a jugar por los rincones de la casa, mi habitación seguía oliendo a una extraña mezcla de humanidad y perfume que los ambientadores rehusaban a quitar. Por lo menos había hecho la cama. Me quité la ropa y entreteniéndome la ordené en el armario. No me apetecía sentarme delante de los apuntes. Tenía la noche vaga, pero no me importaba. Además lo dominaba. Lo sabía tan bién que solamente estudiaba para no darme lo que yo llamaba gafe por suposición indebida, o lo que era lo mismo, necesitaba estudiar para no tener remordimientos en el caso de que algún factor fallara.

Ya sé. Una duchita fresca para entonarme, pero sin tocarme. Saqué una soda como en las películas traducidas por pulcros americanos, la más fresca que encontré y dando pequeños tragos atravesé el salón para salir a una pequeña terraza balcón desde la que se veía la calle muerta. Una calle estrecha, de las que solo se circula si vives en ella. Una transversal de poco nombre, pero de gran bullicio ya que la mayoría de los pisos estaban alquilados a jóvenes y estudiantes. Una calle que en verano se tomaba vacaciones al mismo tiempo que la gente se iba de sus pisos para volver a su lugar de origen. Una calle a la que deberían de tapar con sábanas en vacaciones como se hace cuando se abandona una casa por un tiempo. Todos los muebles haciendo de fantasmas inmóviles esperando asustar a algún chiquillo temeroso. Las casas de enfrente se encontraban a oscuras y sólo alguna que otra ventana salpicaba de luz la fachada, pero ninguna de las que pudiera curiosear estaba al alcance de mis ojos. Nada, ni una brisa perdida recorría mi cuerpo. Un top ajustado y una braga cubrían lo necesario de mi cuerpo y aún así, un solo esparadrapo me daría calor, notando como mi frente se empapaba y el canal de mi pecho comenzaba a brillar la respiración se me antojaba difícil, con la necesidad de inflar de vez en cuando a tope mis pulmones para intentar quitar de mí esa psicosis asmática.

Seguía perdida en la fachada vecina en el momento en el que algo distinto llamó mi atención. Lo perdí de vista. Seguí esperando a que eso apareciera de nuevo. Unos segundo más tarde la camota de un cigarrillo tomaba un color rojo intenso delatando su lugar y advirtiéndome que tras él habría una persona que seguramente estaría observándome. En un acto reflejo me fui a retirar de la terraza pero cuando ya me estaba volviendo algo en mí hizo que desistiera en esa tímida huida. ¿Por qué me iba a marchar? ¿Acaso podría estar mirándome a mí? ¿Estaba acaso desnuda? Sugerente si, pero desnuda no. Así que a lo mejor ni había reparado en mí. Sin embargo desde la oscuridad de la fachada lucía intermitente aquella brizna encendida que parecía apuntarme como un láser. No creí que fuera un mirón, pues tengo la creencia de que si lo fuera seguramente no me habría percatado de su presencia y estaría tras el escondite de una persiana o unas cortinas ocultando la vergüenza de ser descubierto, mas esta persona no pretendía ni ocultarse ni sentirse cohibida. Fumaba. Y lo hacía pausadamente. Entre bocanada y bocanada, su silueta se perdía confundida entre las sombras, al punto que se perdía su localización con cierta facilidad. ¿Estaría mirando en estos momentos? La luz del salón era atenuada por las cortinas y al salir por el cristal recortaba mi silueta volviéndome translúcida. Si lo estuviera haciendo, seguro que estaba disfrutando. Me veía como una vedette delante de los focos esperando a que la música me avisara para empezar mi número. Pues sí. Podría ser una bailarina de striptease, levantando la pierna por encima de mi cabeza y abrazándome a la barra por la que me deslizo hasta caer en el mostrador sobre el que baila en algún club luminoso de Colorado. O una caucásica obligada a moverse en una cabina una coreografía obscena para invisibles clientes que manchan de semen el suelo de las trincheras en las cuales protegen su anonimato.

Cogí todo el aire que me rodeaba y lo capturé en mis pulmones en una nueva necesidad de superar el agobio del calor. Mis pechos se levantaron y me di cuenta que mis pezones se habían impreso en el algodón elástico del top. Era increíble pero 30 segundos pensando en algo frívolo eran suficientes para calentarme. Sin temor a ser vista, los agarré con mis manos y sopesé el grado de excitación en el que me encontraba por la dureza de estos, mas al hacerlo mi cuerpo me pidió que las apretara un poco más, que las agarrara con fuerza para sentirlas, casi al punto del dolor y aquello me abrió el apetito. Empezaba a calentarme y pensaba que casi prefería que me estuviera mirando el individuo que se ocultaba tras la tea. Que se hubiera fijado en mí y en el detalle y que ahora pudiera estar padeciendo una erección y pidiéndome mentalmente que siguiera. Que le proporcionara un pequeño espectáculo que le librara de pensar en el calor, mandándome mensajes al aire para que me desnudara desde lo alto de mi terraza. La aureola de mis pezones se inflamó al sentir las yemas de los índices rondar alrededor de ellas e imaginarme las fantasías sexuales que el fumador podía albergar en su cabecita al verme, recorrían mi cuerpo llenándolo también de deseo para que él me lo pidiera. Mis ingles sudaban entre la excitación, la canícula y las ganas de ser abrazada por un verdadero y auténtico retorcido. Saber que si hacía algo ahora podría poner a mil al invisible fumador me daba ánimos para realizarlo.

Que pensará, que imaginará, que inventara fantasías en su mente en las que yo era la protagonista de sus sueños verdes. Un cerebro pervertido que me mandara desnudarme en la noche y ¿porqué no?. Bajé mis manos por mi abdomen y después de acariciarme el vientre introduje mi mano a través del vello del pubis con el fin de notarme. Me apetecía balancearme, contornearme al son de mi excitación a la vez que un dedo se hundía dentro de mi sexo. ¡¡¡Mi vida!!! ¡¡¡Que delicia!!! ¡¡¡Que mojada estaba!!! Deseaba hacer lo que aquel piloto rojo que emergía de vez en cuando del mar oscuro estuviera pensando. Agarré el elástico de las bragas por ambas caderas y tiré de él hacia arriba apretándolas contra mi sexo, la cinta así formada se introducía por mi raja y entre las nalgas. Girando sobre mi le mostraba las ganas que tenía. El sudor comenzaba a resbalar por mi frente, los sobacos brillaban liquido y todo mi cuerpo trabajaba para transpirar sudor y sexo. Mi propio olor se esparcía por la noche, pulverizaba lascivia, evaporaba hormonas en busca de algún vampiro que quisiera mi sangre esta noche. Me deshice del top y la tenue luz que escapaba entre los visillos alumbró por sorpresa mis pechos. ¡Eso lo ha tenido que ver!. Fue lo que pensé y saber que me podía ver las tetas me entonaba más aun.

Las bragas, quítate las bragas. Rómpelas. Sería seguramente la idea que estarían fraguando sus neuronas, así que poco a poco fui dejando entrever mi pubis mientras buscaba la luz que mejor reflejara mi sudoroso cuerpo. Las braguitas se retorcieron en mis tobillos y por primera vez recibí una brisa en mi coño. Como una ola de calor se envolvió en mi cintura rodeó mis glúteos, se abrió paso por mis muslos y subió por mi entrepierna para introducirse en mi vagina. ¡¡¡DIOS!!! Rogaba para que aquella baliza roja hiciera algo, que volara hasta mí, que trepara por una cuerda, que algo pasara para que tuviera sus brazos alrededor de mi. Frotándonos los cuerpos empapados en sudor. Que en sus juegos me hiciera adoptar posturas indecentes, que me escandalizara de placer, que fuera pecado gozar tanto con él, que al ver su pene realmente tuviera miedo, que su tranca fuera obscena pero a la vez imposible de renunciar a ese aparato tótem de lujuria. Un hombre que me apretara contra él y sintiera la largura de su polla en mi vientre. Algo tan fuerte que dieran ganas de romperlo con las manos. Que me levantara por encima de él y luego poco a poco me quemara las entrañas al sentir penetrar el ascua en el hogar de mi útero. Me pediría que abriera mis piernas para él, que recogiera todo su volumen con pequeñas contracciones de la vagina ansiosa por fagocitar todo aquello. Arrodillada en la terraza soltaba a bocanadas el placer que mi mano recogía del clítoris.

Me sentía como una perra, me importaba un carajo que me vieran, estaba desconectada de todo sistema vergonzoso y desinhibida por completo. Mis dedos se introducían en la vagina con furor, salpicando mis muslos. Entraban y salían como locos, casi en desorden, a su libre albedrío escudriñaban pliegues, hendiduras, botones y agujeros. Con el culo en pompa me espatarraba lo más posible, sintiendo a cada poco la suave brisa refrescar todos mis bajos empapados. Con la mano abierta apretaba los labios y los arrastraba hacia mi pubis, describiendo rápidos círculos al atravesar la zona del clítoris. Luego mi mano descendía de nuevo hasta que la falange del dedo corazón se embutía en el ano.

Me hubiera gustado jadear, gemir, aullar como una loba, desde mi terraza y para lo que había detrás de aquella candela, dejar mis pulmones y garganta en un agonizante gemido en la noche de la ciudad. Las caderas acompasaban mi mano, mi útero temblaba, mi frente apoyada en el baldosín del suelo y mi otra mano apretaba mis tetas, pellizcaba mis pezones hasta casi provocarme dolor. Disfrutaba de mí bajo las estrellas y para un individuo que movía aquel tizón rojo. Con los ojos cerrados el amalgama de imágenes se superponían sin significado alguno hasta que mi vagina tembló y mis piernas se cerraron para no dejar escapar un orgasmo que envolvía mi cuerpo y hacía encogerme. Apretarme sobre mí para aguantar el placer. Subía y subía, sin mostrar signos de hasta donde podría alcanzar tanto clímax. Durante un buen rato estuve quieta. Arrodillada y acurrucada en mí misma disfrutando de aquel poderoso orgasmo, que en su temblor había derrumbado los muros que retenían los flujos que ahora empapaban mi mano. Mi pecho casi descansaba en el terrazo caliente que recibía mi aliento entrecortado. El sudor de mi frente dejaba una señal en el suelo y seguía sin atreverme a mover para no espantar aquel cosquilleo que poco a poco me iba abandonando. Que pena. Se alejaba confundido sin dejar rastro. Que intenso pero que efímero. El calor volvió a cobijarme en su manta y el sopor de después del placer me arrullaba. Me dejé caer de lado sin peder la posición fetal. Los ojos medio abiertos. La oscuridad era completa en frente de mí. La candela que me había hervido la sangre ya no estaba.

Esperé unos segundos más y no podría decir si había alguien o no. Con un suspiro me tumbé en el suelo cálido de la terraza. Mi mano acarició mi sudado ombligo y aprovechó para limpiarse de mis fluidos en mi tripa y al echar hacia atrás la cabeza distinguí en la barandilla de la terraza superior las cabezas de dos jóvenes en cuyos ojos se reflejaban todo lo que habían visto unos minutos antes. Por un instante la impresión de verles me turbó la mente, pero mi lado más perro actuó de forma inmediata. Sin dejar de fijarme en sus ojos, levanté las rodillas un poco, abrí bien los muslos y les ofrecí la mejor vista de toda la ciudad.

Y mi boca también se abrió.

-¿Os gustaría sudar conmigo?

Selenet