Sucumbir a Nestor

Por eso me perturbé el segundo día del segundo curso, durante la segunda hora de Investigación del Medio, embelesada por sus ojos incoloros, atravesada por esa llama en forma de invisible dardo que lanzan los hombres carnales y jugosos como Néstor. •¿Aprovechas el descanso para tomar un café?.

Me depilé el pubis por primera vez solo para él, por él, imaginando mientras lo rasuraba, en cómo iba a taladrarlo al día siguiente, cuando escapáramos de la aburrida hora de laboratorio a su apartamento de universitario, para follarnos con la desesperación y desfogue con que solo se hace a los diecinueve años.

Me lo depilé y él, maquiavélico y experto, lo lamió durante más de un cuarto de hora con las llaves en la cerradura, sin abrir la puerta, apoyando mi espalda contra la pared, arrancando las bragas de cuajo, provocando que lanzara un sutil y placentero gemido cuando sentí la tela destrozada y mi coño al viento.

  • Tu puta madre – adoraba insultarlo cuando me mojaba los adentros.

Solo dejó de lamer cuando el timbre del ascensor, advirtió que en un segundo no estaríamos solos….saludando a aquella vecina cincuentona y recién enviudada con aire avieso, y los morros brillantes por culpa de los jugos que no se había molestado en limpiar.

  • Hija cuídate – recomendó la pobre señora - Que tienes la piel acalorada. Mira que vas a resfriarte.

¡Cuántas veces arriesgamos hasta casi caernos para echar uno de aquellos lubricantes polvos!.

Cuantas veces puse mis rodillas sobre el suelo para adorarlo a él, a mi tótem, a mi falo, mi Dios, para lamerlo todo, tan duro, tan hipnótico, férreamente decidido a dejarse comer, a follarme, a follarme enérgicamente, desconociendo el descanso, el reposo o la piedad cristiana.

Pensar que tres meses antes, en octubre, ni tan siquiera sabía quién era Néstor.

Pensar que en los dos años pretéritos desde que Tomás me desvirgó en los asientos traseros de su Peugeot 205, no había sentido nada parecido al recibir las acometidas de un hombre

desnudo.

Tomás era un guardia civil machista y obsesivo, plagado de complejos e incongruencias que equilibraba, llevando al cinto una pistola automática.

Néstor llevaba su arma de serie y por nacimiento.

Néstor no era mayor que yo.

A vieja lo superaba por dieciocho días….y a novata y pulcra, en unas cuantas experiencias de menos.

En experiencias en su manera de echar la vista.

Una forma de mirar que solo manejan aquellos que saben la existencia de un más allá en las posibilidades, de un próximo, incierto y placentero segundo, de la ausencia de fronteras….todo con seguridad, con templanza, con aspecto de conocer tus capacidades, más de lo que te conoces a ti mismo.

Por eso me perturbé el segundo día del segundo curso, durante la segunda hora de Investigación del Medio, embelesada por sus ojos incoloros, atravesada por esa llama en forma de invisible dardo que lanzan los hombres carnales y jugosos como Néstor.

  • ¿Aprovechas el descanso para tomar un café?.

Fue lo primero que escuché de sus labios….labios de nigeriano en rostro de hombre blanco.

Y lo aprovechamos.

No hubo ni Física Práctica, ni Químicas, ni Zoología, ni Litología Íbera.

Tampoco follamos de primeras para que vamos a mentirnos.

Hablamos durante horas, mentalmente alejados de aquel barucho sin ningún intelecto, rodeado de parroquianos modelo “Homer”, de cervezas acumuladas y comentarios rancios, donde lo mismo pisabas colillas que serrín mojado y mejor no tener ganas de visitar el baño.

Lo único mayor que mis ganas de escucharlo, era el deseo de callarlo de un soberano y babeante beso.

Y el muy cabrón de Néstor lo sabía.

Había practicado aquel ajedrez sexual decenas de veces.

Era un gran depredador, un maestro entre maestros y sabía que cuanto más se postergue, más delicioso es el encuentro….pero sin ensañarse demasiado en el sufrimiento.

Porque Néstor me penetró hasta lo más intenso y profundo de mis tripas, por primera e indefinible vez, cuatro días más tarde, en los rellanos del bloque donde entonces vivía con mis padres y hermanos.

Y yo, la perpetuamente sensata, la sobresalientes desde la guardería, hiperactiva, deportista, centrada, notoria, me dejaba follar por una polla a la que conocía de apenas noventa y seis horas.

Grande, grande, gruesa, venosa, circuncidada, de capullo amplio y rosáceo, sutilmente depilada pero sobre todo con un aguante que hasta ese segundo en que la sentí, abriendo hueco entre mis entrañas, nunca creí que un varón fuera capaz de ofrecer.

Cuando me vine, restregándome contra el como si quisiera atravesarlo, pensé que allí, con nuestros gemidos aun resonando en el hueco de la escalera, ambos habíamos terminado.

  • ¿No te has corrido? – pregunté sorprendida cuando la sacó tan dura como al meterla, sin soltar una sola gota de esperma, acostumbrada como estaba a que algunas de mis parejas, eyacularan malgastando mi placer, con torpeza de niñatos o egoístas.
  • Hoy no – contestó visiblemente satisfecho, subiéndose pantalones y calzoncillos, arreciando con la cremallera de una tacada, provocando con aquel expeditivo gesto, que volviera a sentirme íntimamente turbada – Pero prepárate la próxima.

Lo tomé a broma.

Incluso me reía.

Lo tomé a broma y no debí hacerlo.

Porque tres días más tarde acudí a la reseña de aquel apartamento más que diminuto, ridículo y que sin embargo estaba pulcramente distribuido, limpio y arreglado.

Lo hice pensando que terminaría con facilidad la faena a medias del rellano para terminar siendo el quien terminara conmigo.

  • Estas muy fresca – me dijo cuándo a cuatro patas, entregada y sumisa, creía, ilusa, que su polla apuntaba al agujero equivocado.

Porque cuando cuatro horas más tarde permanecía extenuada bajo el chorro de la ducha, ni un solo milímetro de mi piel dejaba de mostrar señales de dolor estremecido por haber sido tan soberanamente follados…..mi lengua que relamía toda la estampa de Néstor pero sobre todo su polla de sátiro sádico romano…..mis piernas que apenas se vieron juntas durante todo el tiempo que pasé sobre su lecho….mi coño entonces aun peludo y que sin embargo, palpitaba como si lo hubieran dejado en carne viva….mi ano dilatado, aun expulsando los estertores de su magnífico esperma.

Porque para mi asombro, otra más, Néstor no se corría….Néstor regaba el jardín púbico de quien compartiera con él una cama.

Sus eyaculaciones se anunciaban con sonoros gemidos, con sus dedos aferrando tus caderas, tus glúteos con creciente tensión, casi doliendo.

Sus eyaculaciones duraban cinco o seis eclécticos minutos, saturados de generoso líquido, acompasados de gritos salvajes y empentones sin miramientos que provocaban, lo menos en mi lo conseguían, que en cuestión de veinte segundos, se pasara del placer controlado de una penetración, a desbocarse en un orgasmo de matrícula honorífica.

Y esa tarde,

con la casa oliendo a cena, enjabonando mi maltratado cuerpo, reconté haber tenido ocho….dos con el encima, dos conmigo montando, uno a cuatro en el sofá, otro cuando usó la mantequilla con mi culo a lo Marlon Brando, uno regalo de su habilidosa lengua y el último en los previos, cuando apenas me había desnudado y sentía de cerca su polla.

Diecinueve, veinte, veintiuno….los años se nos fueron acumulando.

Y cada día estaba más convencida que, entre nosotros, había mucho condón y ningún enamoramiento.

Y ninguno lo buscaba desde luego.

Cuando en la facultad comenzó a correr el rumor de que éramos pareja,

Néstor se ventiló a una profesora de tercero y yo, más segura de lo por donde quería las cosas, a un recental flaco y pelirrojo de primero.

Ambos tuvimos que advertirles a posteriori, que el amor no existía, que era solo placer y juego.

Y ambos volvimos, a los quince días, a nuestros tórridos encuentros, causa de mi despertar sexual y de que mis sobresalientes de instituto, se transformaran en aprobados justos.

Cuando llegó la licenciatura, sencillamente, desaparecimos.

Ni recuerdo que excusa nos dimos, ni sentí curiosidad que rumbo seguía el, donde paraba, donde trabajaría o que afortunada se tiraba.

Y no lo eché de menos.

No.

No porque conocí a mi extraordinario, cálido y sosegado marido.

No porque me casé, encontré un trabajo aceptable, tuve un hijo, engordé, tuve otro hijo, se me cayeron los pechos, cambié de trabajo por uno peor pagado pero que permitía compaginar nomina con crianza, tuve un fugaz desliz perdonado y sin consecuencias, viajé a Roma para nuestro vigésimo aniversario, me enamoré y peleé mil veces con mi compañero, escribí un libro sobre “Cría del gato persa” y vendí cuarenta y dos ejemplares, vi mi primer oso polar en libertad, perdoné a una amiga chaquetera y encontré, resumiendo, ese día a día cotidiano que llama al envejecimiento casi sin pretenderlo.

Y entre ese cotidiano, estaban nuestros cafés de tardes en el “Te Time” de la avenida Independencia.

Situado a dos pasos del colegio, acompañada por otras madres a las que las circunstancias convierten en amigas, habíamos adoptado la costumbre de recoger a la crianza a las cinco y llevarla a ese local amplio con salón de juegos, dándoles allí la merienda a cambio de los siete u ocho euros diarios que dejábamos a los dueños en cafés y zumos.

Allí, la cháchara, tan inofensiva como insulsa, nos entretenía la media hora que tardaban nuestros maridos en salir del trabajo, dar saludo y acompañarnos durante el paseo.

Una rutina placentera que, en caso de faltar media hora por algún viaje inesperado, se llegaba a echar de menos.

Aquella tarde, sentada de espaldas a la barra, inesperadamente, Néstor regresó a mi memoria.

Inesperada e inexplicablemente porque las casadas somos muy habilidosas a la hora de enterrar nuestro propio derecho a ser mujeres, bajo la obligación de hacer felices a otros.

Regresó porque a través del aroma a té, a perfume mezclado, a bollería calórica y aroma colombiano, atravesando el griterío, el aglutinamiento, mi pituitaria receló como una rabosa desconfianza, oliendo el aroma a testosterona desbocada, el sudor de macho empecinado en dar placer a unas piernas bien abiertas.

Giré la cabeza inquieta y nerviosa.

Allí estaba.

Era el, Néstor, viejo, calvo, obeso y resucitado, asentado sobre un taburete, acompañado por una declinante cincuentona, una cerveza gigante y un graso pastelillo de Nutella.

Era el, sin duda.

Cambiado, mutado, aterradoramente envejecido, cuatro pelos canosos, hundido, levemente cheposo, mal vestido, mal nutrido, abandonado, con un maletín de piel negra desgastada y unas manos con anillo al dedo.

Era el, sin duda.

No se sabía por su transformado e irreconocible aspecto.

Lo sabía porque su miraba, inmutable desde hacía más de dos décadas, seguía sostenida con esos ojos sin color y esa lívido descarada, pecaminosa y sin recato.

Porque bajo el camuflaje de años él también había reconocido, porque sabía que bajo la lorza, la existencia, la obligación y el cansancio paraba yo misma, íntimamente perturbada, mojada hasta el extremo, mordiéndome el labio inferior, empujada a la locura, al abismo, exclusivamente formal a la hora de preguntarme una sola cosa….

¿Seguirá conservando su apartamento?.