Sucedió hace mucho

Sucedió hace mucho, mucho tiempo, quizás no recuerde cuando, tampoco diré donde. Algunos de ustedes ya lo deducirán y no dudo que harán algún comentario.

SUCEDIÓ HACE MUCHO

Sucedió hace mucho, mucho tiempo, quizás no recuerde cuando, tampoco diré donde. Algunos de ustedes ya lo deducirán y no dudo que harán algún comentario.

Era yo todavía joven, tenía veinticinco años y estaba en plenitud de mis facultades juveniles. Ya en ese entonces había finalizado mis estudios en educación y dispuesto estaba a encontrar algún trabajo que rindiera los frutos económicos que tanto ansiaba. Entre intento e intento, a insistencias de un conocido, fui a parar a la casa de una familia bastante adinerada que estaba en la búsqueda de un tutor que preparara, de manera correcta, al único vástago en esa familia. La paga que me proponían era bastante atractiva pero, a cambio, debía dejar la ciudad e ir a vivir con ellos a una zona rural.

Confieso que no quería dejar de vivir en la ciudad e internarme en un campo, que si bien, según se me decía, el lugar era bastante cómodo, me alejaría de mis amistades y de todos los beneficios que una ciudad aporta a un hombre joven, como yo lo era. No me había decidido cuando entra en la sala, acompañado de su madre, mi futuro pupilo. Al verlo, debí disimular la atracción que él produjo en mí. Era un prodigio de hermosura intentando acceder a los primeros brotes de su pubertad, rubio como un claro amanecer de primavera. Demostraba la timidez que debía esperarse de un adolescente de su edad. Para no exponerme a la suspicacia de los padres mantuve por unos momentos mi negativa a tomar el trabajo pero luego accedí. Cómo iba yo a negarme ahora que conocía parte de las potencialidades de mi futuro alumno.

Así pasó y al día siguiente emprendí el viaje, junto con la familia, a unas tierras lejanas. La casa de campo era bastante amplia y primorosa. Llena de lujos y ciertamente colmada de las comodidades que me fueren ofrecidas. Los jardines alrededor de la casa eran enormes y bien cuidados, a un costado de la casa se ubicaba una amplia y preciosa alberca, cosa que me sedujo porque yo era amante de los deportes y, sobretodo, de la natación. Una marejada de sirvientes uniformados se encargaba del mantenimiento y la limpieza. La comida, sin ser abundante en extremo, resultaba excelente, digna del comensal más exigente, tanto en su presentación como en su exquisito sabor y variedad. En fin, comencé a vivir una vida de príncipe y eso a cualquiera le gusta. Además, con todas mis necesidades cubiertas, el dinero que ganaba podía ahorrarlo casi íntegro.

Comencé una rutina de trabajo intelectual: ciencia, filosofía, idiomas, artes y, además, deportes. Todo planificado para satisfacer las necesidades de mi pequeño alumno, quien no era una lumbrera que encandilara con su entendimiento, pero tampoco era bruto, la labor se desarrolló normalmente. Recuerdo claramente el primer día que lo vi sin ropa, fue una tarde soleada y calurosa propicia para la natación. Su cuerpo era una sinfonía de proporciones perfectas. Su tez blanca y elástica no estaba marcada por ninguna mácula o picadura de insecto. Ni el más leve granito, que pudiera inferirse al desarrollo por el que su cuerpo transitaba, perturbaba la limpieza de su piel. Tratando de no hacer evidente la contemplación que me mantenía absorto, pero deseoso de poder observarlo bien, durante largo rato, propuse unos ejercicios de calentamiento antes de entrar al agua. Así pude deleitarme en saborear, con la mirada, las incipientes formas varoniles que se dibujaban seguras y ya algo vigorosas. Sus tetillas rosadas fungían pequeñitas de sus planos pero bien definidos pectorales. Su espalda, lisa, comenzaba a formar nudos a medida que el ejercicio que yo proponía se llevaba a efecto. Sus piernas robustas debido al ejercicio de la equitación, que él practicaba con frecuencia, eran tan lampiñas como cuando nació. Imaginé las formas de sus delicadas nalgas debajo del cortito calzón. Su abdomen plano comenzaba a marcar las sinuosidades características de los más bellos varones. Propuse ejercicios para que el volumen de sus partes genitales se manifestara por encima de la tela, y para que, debido a los estiramientos, algún leve vellito emergiera debajo de su ombligo redondo. Su trasero, torneado y turgente, con espléndida forma se asomaba. Lo toque en el pecho para remarcar el ejercicio exigiendo mayor tenacidad, pero me abstuve de deslizar mi mano.

Pronto, ya que el volumen creciente debajo de mi calzón comenzó a evidenciarse, entré al agua de clavado y él me siguió. Nadamos. Pude observar que era su nado desordenado en sus brazadas y patadas, pero sabía mantenerse a flote y avanzar. No era necesario pero volví a tocarlo para indicarle las formas y maneras de afrontar el agua con su cuerpo, cómo deslizarse sobre ella, todo con la aparente inocencia de una simple lección. Pero debajo del agua, ya di libertad a mi ardiente erección.

Cierta noche, sentados a la mesa, el padre, la madre, mi discípulo y yo, durante la cena, no sé cómo, surgió la conversación sobre los hombres que seducen a bellos y agraciados mancebos. Yo, con bastante encono, me indigné sin querer prestar oídos a esas impúdicas conversaciones, diserté sobre la que califiqué de infinita maldad que podía conducir a los adolescentes a caer en una vida de vicio y perversión. El padre me miró y asintió, pero por su gesto comprendí que él mismo pudo haber participado activamente de esos actos, ya que eran frecuentes, y hasta aceptados, pero disimulados. La madre, por el contrario, me felicitó por lo que consideró mi acertado verbo y, desde ese momento, me incluyó en la lista de los sabios varones. Sin embargo, por parte de mi alumno, creí advertir algo de decepción.

Cierta tarde de un día festivo, cuando las lecciones fueron abreviadas, después de haber tomado una suculenta cena, el clima era caluroso y nos tendimos a descansar, mi educando y yo, en una cabaña cerca de la alberga. A eso de la medianoche noté que el muchacho no dormía. Yo estaba ferviente de deseo, me acerqué a él y se fingió dormido. Formulé una promesa en voz muy baja pero que él pudo ciertamente oír: "si logro besar a este adolescente encantador, sin que él se entere, le regalaré mañana un casal de hermosos pájaros multicolores". Apenas oyó la promesa realizada, el muy ladino se puso a roncar. Yo, acercándome al presunto durmiente, lo colmé de besos suaves en su rostro, en el cuello y en el pecho. Mientras, con mi mano rápida, busque la complacencia que exigía, desde hace tiempo, mi cuerpo. Alentado por el feliz éxito de mi tentativa, muy temprano me levanté en la mañana, compré las dos aves y se las brindé como obsequio, con ello que consideré saldada mi deuda.

A la siguiente noche, presentándose una oportunidad similar a la anterior, cambié los términos de mi promesa: "si llego a tocar con mis manos por todos los resquicios de la suave piel de este bello muchachito, sin que despierte y oponga resistencia alguna, mañana, sin fallar, le obsequiaré dos hermosos gallos de pelea muy fieros que he visto hoy en el mercado." Oyendo mis palabras se fingió muy dormido y cargó su cuerpo contra el mío. Con mucho sigilo fui desanudando todos los amarres de su ropa y deslicé mi mano tentando con ella todo su jovencito cuerpo. Comencé a acariciarlo desde la nuca y al rato bajé al pecho y a su abdomen. Con mucho sigilo, como si de verdad lo creyera dormido, desaté su calzón, lo dejé desnudo y pude apreciar en todo su esplendor la belleza encarnada en un cuerpo adolescente. Como yo temía su incipiente desarrollo ya se notaba en los vellitos de su pubis que serían dignos de esculpir. Su piel parecía de marfil, tanta era su belleza y su blancura que parecía emanar luz propia. Comencé a acariciarlo por el cuello y deslice mi mano buscando deleitarme en el tacto de su pecho alabastrino. Mientras con una mano lo acariciaba, la otra se encargaba de brindarme placer. Bajé a su abdomen y miré que su miembro tomaba forma visiblemente, y ya no resistí, bajé y lo tomé en mi mano. El fingido durmiente simuló moverse pero fue que no resistió reaccionar al placer cuando estiré hacia atrás el prepucio. Pronto volvió a parecer profundamente dormido.

Con una suave presión lo hice voltearse y mi mano se deslizó debajo de sus ropas hasta deleitarse absorto ante su terso y encantador trasero. Incluso pude sentir el calor de su virginidad, y sin hundir ninguno de mis dedos, me mantuve allí hasta que mi otra mano pudo solventar las necesidades que reclamaba mi cuerpo. Así, sin llegar aun al goce supremo, experimenté un singular deleite. En cuanto se hizo de día, con gran contento de su parte, le regalé lo que le prometiera.

Como la tercera noche se presentara también muy propicia a mis planes, me levanté y susurré al oído del muchacho: "!Oh dioses inmortales! Si me es dado alcanzar la plenitud del placer entre sus brazos, a condición, naturalmente, de que no note nada, he de obsequiarle, a cambio de esa delicia inefable, un soberbio alazán." Jamás el efebo tuvo un sueño tan profundo. Empecé por deslizar mis manos trémulas por sus pechos blancos como la leche, pegué después mi boca contra la suya. Lo moví de espaldas para que así, totalmente desnudo, me brindara todo el encanto de su pueril trasero. Largo rato estuve acariciándolo, mi boca bajó ansiosa a cubrir de besos, húmedos de lengua, ese lugar recóndito que se escondía inexplorado entre sus nalgas. Lubricado ya con una buena cantidad de saliva, con mucha suavidad y prudente paciencia, fui empujando mi miembro viril en esa hendidura hasta que, la muy calientita, se abrió y me dejó acceder para proporcionarme el deleite supremo de gozar de su segura virginidad. Actué con mucha sutileza sin permitirme, ni por un momento, el asalto violento que pudiera herirlo o causarle aflicción. Si bien es cierto que fui superficial en el asedio, fue suprema la satisfacción que sentí y me dejé correr hasta el orgasmo más sutil y ardoroso que nunca antes percibí.

Al día siguiente, permaneció el mancebo en su aposento, esperando, como de costumbre, a que le hiciera mi presente. Ya se sabe cuanto más fácil es conseguir en el mercado aves diversas que no un bravo alazán, y, aparte de ello, temía que un regalo tan valioso hiciera sospechosa mi magnanimidad. Así que, después de haber estado paseando durante algunas horas, volví a casa y me limité a darle un beso al muchacho en la mejilla; pero él, echándome los brazos al cuello y mirando con desasosiego a todas partes, murmuró:

-Ya me dirás dónde está el alazán, amigo mío.

-¿De cuál alazán me hablas? –pregunté haciéndome el desentendido pues se suponía que él, dormido como estaba, no era consciente de la audaz promesa pronunciada por mí.

-¡Ah!, vamos, que tú sabes muy bien que yo no dormía. ¿Dónde se encuentra el regalo prometido por ti?

A partir de yo no cumplirle según lo estipulado, el mancebo trató de privarme de su cercana compañía, con todo, bien pronto volví a encontrar en él las mismas facilidades que antes. Algunos días después, cuando la casualidad nos colocó en idéntica situación a la pasada, propuse al efebo que hiciera las paces conmigo y que no pusiera trabas al placer. Para convencerlo, recurrí a cuantas argumentaciones suele inspirar el deseo más enardecido. Sin embargo él, con simulado enojo, no sabía decir más que esto:

-Duerme o llamo a mi padre.

Pero no hay obstáculo, por enorme que sea, que no acabe por ser removido por la perseverancia. Así que, mientras el jovencito seguía repitiendo: "Voy a llamar a mi padre", me deslicé sigilosamente a su lado y, a pesar de su simulada resistencia, le robé el placer que me negaba. Intentó librarse de mi abrazo pero yo hice uso de mi mucha mayor fuerza corporal y lo dominé. Como hizo a gritar, llevé una mano a la boca para impedirlo. Con la otra mano subí sus vestiduras hasta la cintura, y, le apliqué una llave que lo inmovilizó contra el lecho, dejándolo a merced de mi ardiente deseo. Mojé mi miembro en saliva y comencé a penetrarlo con mucha mayor tenacidad y brío que la vez anterior. ¡Cómo lo disfruté! Sus quejidos apagados en mi mano vigorosa sonaron como cantos azuzando mi lujuria. Esta vez sí me complací plenamente de su cándida y tibia estrechez, hasta muy profundo, y derramé, copioso, mi semen dentro de él.

No pareció desagradarle aquel acto de audacia, ya que, después de hacerse en amargas lamentaciones y de repetir que había sido engañado, acabó diciéndome:

-No es mi intención comportarme como tú te has comportado conmigo, de modo que, si quieres, puedes comenzar de nuevo.

Acepté la paz que el mancebo me ofrecía. Recobré sus favores. Lo gocé de manera muy sutil y lo mimé con besos que lo recorrieron, con destreza, intentando opacar la oportunidad anterior. Elevando sus piernas, con mis manos debajo de sus rodillas, las hice descansar sobre mis hombros. Lo atraje hacia mí tomándolo con suavidad por las caderas. Y lo penetré con infinita dulzura besándolo en la boca durante todo el acto. Me aproveché de su generosidad, quedándome luego dormido. Pero el muy truhán no se contentó con el doble solaz, antes bien, como estaba en plena juventud y ardía en deseos de voluptuosidad, me despertó al poco rato preguntándome:

-¿En verdad no deseas ya nada de mí?

La pregunta no estaba, desde luego, desprovista de atractivos, de suerte que, agitándome, jadeando y con el cuerpo bañado en sudor, le di lo que tanto anhelaba. No habría transcurrido ni una hora, cuando me dio un pellizcó y me dijo:

-¿Por qué no probamos otra vez?

Furioso yo entonces, porque me despertaba a cada momento, le contesté con su propia cantinela:

-Duerme, o llamo a tu señor padre.

FIN