Sucedió en Turquía
Experinecias en el Gran bazar de Istambul.
Hola amigos, me llamo Rosa y soy una lectora habitual de relatos eróticos. La verdad es que nunca me había atrevido a escribir nada porque soy un poco perezosa para estas cosas, y la verdad es que tampoco en mi vida suceden cosas tan excitantes como las que acostumbro a leer. Pero estas vaciones de semana santa me ha pasado una cosa que necesito compartir con todos vosotros: le he puesto por primera vez los cuernos a mi marido, y me siento culpable de ello.
Primero me describiré un poco para que os podais hacer una idea de como soy. Tengo 28 años, aunque todo el mundo dice que aparento menos, quizás sea por mi carita algo aniñada. No me considero un bellezón, aunque sí resultona, ya me entendeis. Mi cabello es castaño claro, y los ojos los tengo de un color verde-azulado.
Me cuido el cuerpo con una dieta equilibrada y también por las muchas horas que me paso en el gimnasio. De pecho gasto una talla 85. Lo que más de gusta de mi anotomia es mi cintura, estrecha y bien definida, y lo que menos es curiosamente lo que siempre ha tenido más éxito entre los hombres: mi trasero. Para mi gusto tengo el culito un poco gordo, pero ya os digo que para los tipos parece tener tener un imán. Bueno, me considero sincera, alegre y muy romántica... Por eso cuando mi marido, Antonio, me sorprendió para esta pasada semana santa con un viaje a Turquia para celebrar nuestro segundo aniversario de casados me sentí muy feliz y contenta. Quiero mucho a mi esposo, aunque tengo que reconocer que en cuestiones de sexo me gustaría que me diera más guerra... seguro que sabeis a que me refiero.
Bueno, basta de charla y paso a contaros lo que me pasó uno de los días que estábamos paseando por el gran bazar de Istambul.
Aquí en España me han dicho que no hizo buen tiempo, pero allí en Turquia hacía mucho calor. Antonio y yo decidimos dar un paseo por el gran bazar. Me había puesto un vestido que a mi marido le encanta: blanco estampado con flores de colores, que me llega a la altura de las rodillas. Llevaba un minitanga blanco, y no me había puesto sujetador porque con este vestido queda mal y aunque se me marquen un poco descaradamente los pezones yo me siento más libre así. Y además a Antonio no parecía molestarle.
Al entrar en el bazar la atmósfera de aquel barrio pareció emborracharme. Las calles tan estrechas, con tanta gente. Las tiendas tan
abarratodas de cosas, todo el mundo chillando y moviéndose, los aromas tan fuertes que se mezclaban: especies, sudor, tabaco...
Íbamos de tienda en tienda, mirándolo todo, despreocupados, abriéndonos paso entre una auténtica marea humana. Antonio me llevaba bien cogida de la mano, pero lo cierto era que sin que él se diera cuenta yo me había convertido en objetivo de las miradas, y de algo más, de los tipos de aquel lugar. No era sólo que me desnudaran con los ojos, sino que se frotaban indecentemente contra mi cuerpo, y aprovechaban cualquier alto para sobarme, sintiendo una y otra vez alguna mano desconocida en mis piernas o en mi culo. Me sentía incómoda, pero callaba para evitar hacer un escándalo. Además me fije que a otras turistas les pasaba lo mismo, y comprendí que aquel era el precio que las mujeres occidentales debíamos pagar por pasear por los callejones del bazar.
Antonio seguía a lo suyo, interesado en encontrar alguna antiguedad y no parecía darse cuenta del "calvario" que estaba pasando su mujercita. Sólo me hizo un poco de caso cuando oyó que daba un pequeño grito. ¿Qué te pasa? ¿Te han pisado?" me preguntó- Sí, sí, eso mi amor... respondí al borde de un ataque de nervios. Pero en realidad me acababan de arrancar el tanga de un tirón. Me sentía indefensa ante aquella pandilla de bárbaros que deben pensarse que las mujeres occidentales somos unas frescas por ir vestidas de aquella forma tan descarada y por dejarnos tocar casi sin protestar y frente a las narices de nuestros hombres. Y puede que tengan algo de razón... pero cuando uno de esos salvajes aprovechó que me había parado en un tenderete de telas para meterme un dedo por el culo, no pude más y le rogue a mi marido que entráramos en algún café para tomar algo.
Antonio accedió, aunque un poco a regañadientes, porque él se lo estaba pasando muy bien regateando con los comerciantes. Nos metimos en un café oscuro y sucio, lleno de gente que hablaba a gritos. Nos sentamos en una mesa cerca de la puerta. Cuando vino el camarero, un chaval de una docena de años, le pedimos un par de cafés, y además yo le rogué que me indicara donde estaba el lavabo. Quería refrescarme, y limpiarme un poco porque me sentía sucia después de que todos esos tipos me hubieran manoseado... aunque para seros sincera y aun a riesgo de pareceros un poco guarra os diré que también me notaba algo húmeda, sobretodo recordando aquel último sinverguenza que me había clavado el dedo en el culito... ¡Qué descaro!.
El lavabo ya podeis imaginaros que era un lugar infecto. Un simple excusado de dos metros cuadrados, con un pilón viejo y un vàter roñoso. La peste tumbaba de espalda. El cierre de la puerta estaba roto, y la bombilla que colgaba del suelo hacía intermitencias. Del motivo de la humedad del suelo ni os hablo... del grifo salía una agua de color marrón que no tuve valor ni para tocar. A pesar de lo repugnante del lugar me vinieron ganas de orinar. Con una mano me subí el vestido hasta la cintura y con la otra apretaba la puerta para que nadie entrara. Medio en cuclillas empecé a mear.
Pero cuando ya casi había acabado, de pronto, con violencia, se abrió la puerta del WC. No pude impedirlo, y del empujón me quedé sentada sobre el retrete. "¡Qué asco! ¿Qué pasa?" exclamé indignada. Un tipo entró de malas maneras y cerró la puerta. Todo había sido muy rápido, dudo que nadie se hubiera dado cuenta de nada. Lo tenía delante.
Alcé los ojos para mirarlo. Era un hombre joven, turco, con barba descuidada, los ojos negros como el carbón, y me miraba fijamente. Me enseñó el dedo índice, lo olió y lo lamió. Comprendí que había sido él que unos minutos antes, en la calle, me había metido el dedo por el culo. No hizo falta añadir nada más. Yo era suya. Tenía su bragueta a la altura de mi rostro. Le bajé la crellamera y le saque el miembro. Ya la tenía dura, quizás no estaba muy limpia, pero sí bien gorda. No me lo pensé dos veces. Me la metí en la boca y empecé a comérsela con ganas. Todo aquello me había puesto muy cachonda, y además cada vez que le miraba lo veía oliéndose el dedo. El dedo que desprendía el aroma de mi culo, de mis entrañas, de mi intimidad.
Mi marido jamás me había demostrado una devoción tan grande... Con mucho gusto le habría entregado a aquel salvaje la virginidad de mi ano, pero parecía estar la mar de feliz con la mamada que le estaba dando. El tiempo parecía haberse parado. Ya no parecía importarme nada, ni lo infecto del lugar, estando como estaba, sentada con el culo al aire con los pies sobre meados... aquello era sexo, sexo duro al que ninguna hembra puede negarse. Mi marido, mi querido Antonio, estaba no muy lejos tomándose un café y repasando la guía, mientras su mujercita se estaba comiendo un buen rabo turco... rabo que por ciero no tardó en explotar, llenándome la garganta de leche caliente y espesa.
Un instante después del última espasmo, el turco salió a toda prisa del WC, desapareciendo para siempre. Yo me arreglé un poco el vestido, me relamí los labios, y salí de aquel retrete como si nada hubiera pasado, aunque tenía la sensación de que todos los tipos del café me miraban como si supieran lo que acaba de pasar, y probablemente debía ser así. Con pasó aun titubeante me acerqué a la mesa donde estaba mi marido saboreando ya su segundo café y le dije: "Perdona cariño que haya tardado tanto, pero es que había mucha cola".
Bueno esa es mi historia. Espero que les haya gustado. La verdad es que aunque fue una aventura de lo más excitante me siento algo culpable y no sé si debería confesárselo todo a mi marido, y de paso sincerarme con él y decirle que me gustaría que nuestra vida sexual fuera más activa o liberal.
Para cualquier comentario me podeis escribir a: