Strong

En ocasiones, algo más fuerte que la propia voluntad nos empuja a buscar la aventura y el placer, incluso en un oscuro local donde el deseo puede cortarse en el aire.

Aquella noche era importante, sin duda. Se trataba del reencuentro con el monstruo, con la fiera que vivía dentro de él. Se trataba, por otra parte, de un evento controlado. Planeado con apenas unas horas de antelación, pero emocionante de todos modos.

La idea original era quedarse en casa esa noche, ver un poco la tele o jugar con el ordenador mientras se fumaba una cajetilla de Ducados. Cenar unas salchichas de pollo crudas - las más baratas -, tal vez con uno de esos postres lácteos de medio litro para quitarse el mal sabor. Beber un par de botellines de cerveza y tal vez, aunque improbablemente, recoger un poco la casa.

No era lo más apasionante para la noche de un sábado, pero no había quedado. No le apetecía. No estaba comprometido con nadie, y tampoco tenía mucho interés en ello. Había sufrido mucho en los últimos meses viendo cómo fracasaban sus numerosos intentos de tener pareja estable y ahora le apetecía ir un poco a su aire.

Pero la fiera le llamaba desde dentro.

Y esa noche fue la elegida, sucumbió a sí mismo, a sus instintos y sus deseos. ¿Bajos instintos? No: Sus instintos. Esa noche iba a volver a la selva, sentía su llamada, sus tentaciones... Y quería sentirlo de nuevo.

Abrió el armario y tardó poco en decidirse: Camiseta blanca, esa camisa roja de cuadros que, remangada, le daba cierto aire de leñador rudo, y unos vaqueros sin planchar. Zapatos náuticos y el pelo revuelto, como siempre. Tras el chequeo habitual de llaves, pañuelos de papel, calderilla, y cartera, salió de casa sin mirar atrás. Seguramente se habría dejado alguna luz encendida, puede que el gas hubiera quedado abierto. Pero ya era habitual, nada preocupante.

La boca del metro estaba cerca, y se metió de frente. Sólo un trasbordo y quedaría cerca de su destino. Se enfrentaría directamente a la fiera, pero no ofrecería resistencia. Simplemente se dejaría llevar por ella, inundarse de su esencia, sentirla cerca primero y luego dentro, bailar con ella y olvidarlo todo al amanecer.

Primero la línea 9, sólo hasta Núñez de Balboa. Allí cogería la línea 5, pero en lugar de bajarse en Chueca, como de costumbre, se quedaría hasta Callao. Los planes cambiaron repentinamente en la parada de Alonso Martínez.

No es que el chico que había entrado en el vagón tuviera un tipo excepcional. Más bien cabizbajo, jovencito, sin afeitar. Morboso. Le miró rápidamente y le gustó. ¿Quién sabía? Nunca había probado a ligar en un vagón de metro en marcha, pero se imaginaba que no debía ser muy distinto de hacerlo en cualquier otra parte.

El chico estaba de pie a una distancia prudencial. Eso era bueno. Podría mirarle con cierta indiscreción sin que él pudiera estar seguro de que era su objetivo. Observó su reflejo en el cristal del vagón, y se regocijó en cada detalle de su cuerpo. Sí, cada vez parecía más interesante. Tal vez fuera conveniente pasar a la fase de las miradas, había suficiente gente como para que nada pareciera suficientemente obvio.

Le miró a los ojos. El estaba mirando al suelo, aparentemente absorto en sus pensamientos. Siguió con su mirada clavada en la cavidad de sus ojos. Fue entonces cuando el chico alzó la cabeza, y luego giró la cabeza hasta que sus miradas se cruzaron. El chico tenía unos ojos oscuros, profundos y en cierta manera tristes que le resultaron de su plena satisfacción. Los dos miraron rápidamente a otro sitio.

Este juego se repitió unas cuantas veces más. Fue así como pasó de largo su parada. Tenía tiempo de sobra y la fiera, al fin y al cabo, estaba dentro de él. No hacía falta ir a ningún sitio concreto para liberarla. Siguieron las miradas.

Era evidente que el chico se había dado cuenta de que se había fijado en él. Llegó el momento de no apartar la mirada. De dejarle claras las cosas. Seguro que no era la primera vez que ese chico participaba de ese juego inocente y excitante.

Al siguiente cruce de miradas no apartó la vista. El chico se quedó inmóvil. Sus pupilas estuvieron concentradas mutuamente durante unos instantes que parecieron eternos. Y ese era el momento adecuado para terminar la insinuación. Lentamente bajó su mirada para recorrer nuevamente su cuerpo, esta vez descaradamente, dejando ver su interés. El chico se puso un poco inquieto.

El problema del juego de miradas es que, llegado el momento, se requiere de la interactividad de la víctima. La víctima también tenía la fiera dentro, y si en ese preciso instante decidía liberarla, darle tan sólo una ligera concesión... la noche podría quedar resuelta.

Se acercó al chico distraídamente. Se quedó al lado suyo, sin darle ninguna importancia, y se hizo el despistado. En la siguiente parada se bajó, y caminó hacia las escaleras mecánicas para girarse antes de girar la esquina y ver qué sucedía. El chico hizo ademán de salir, pero se detuvo antes de salir del tren. La fiera le había llamado, pero había conseguido reprimirla.

El tren marchó tras el pitido de rigor, y mientras cogía velocidad las dos miradas se volvieron a cruzar y permanecieron unidas hasta que el ángulo de visión lo hizo imposible.

Con resignación, ya que el tren había partido, salió del metro. Se había saltado un par de estaciones, pero no estaba tan lejos de su destino. Se propuso llegar andando. Así podría comprar preservativos por el camino. Liberar la fiera no implicaba necesariamente ser idiota.

Todavía era temprano, pero no quería perder el tiempo. Además, no tenía demasiado dinero para perder en cosas banales. Y la experiencia habida en el metro ya le había escarmentado lo suficiente. Debía liberar su fiera, ya no era que le apeteciera hacerlo. Conforme había ido pasando el tiempo, por el mero hecho de pensar en ello, ella, la fiera, la que vivía dentro de él formando parte de su existencia y su propia personalidad, se iba apoderando de sus pensamientos y sus actos. Y debía soltarla, dejarla volar un rato, puede que toda la noche, hasta llegar el alba y recogerla tan exhausta que tardara unas semanas en recuperarse y volver a exigir su liberación.

Y así fue como sus pasos le encaminaron directamente al lugar donde debía producirse el evento. Intentó contemplar la entrada del local desde fuera, pero no había gran cosa que ver. Una puerta negra, una pared con pintadas, y un chulo en camiseta controlando. Y arriba, en blanco, un luminoso sucio con una única palabra que hizo que la fiera se estremeciera de placer dentro de él.

Strong.

No dudó en nada. Conocía el sitio. Pagó al tipo de la camiseta las mil pesetas que la fiera estaba dispuesta fueran gratamente compensadas y bajó por las escaleras.

Es posible controlar la fiera. O soltarla a pequeños intervalos, sin haberla dejado reponerse del todo de cada vez, en pequeñas experiencias. En saunas o pequeños cuartos oscuros. Buscando con anuncios por palabras en periódicos locales o por Internet. Acechando en la Casa de Campo o el Parque de la Rosaleda. Pero él sólo conocía un sitio donde podía ir cuando la fiera estaba ansiosa.

El encanto del local sería complicado de describir para aquellos que sueltan la fiera como quien saca el perro a pasear. No es un sitio para ver con los ojos. Aquellos que se esfuercen en mirar, a través de la penumbra, no encontrarán más que un local de un gusto decadente. Pero aquellos que hayan llegado invitados por la fiera, que estén dispuestos a sentir a través de su mirada sexual, notarán cómo les invade la esencia.

Dejó la chaqueta en el ropero con la cartera dentro y canjeó la entrada por un cubata de JB. Sabía a garrafón. Mejor. Era el licor de la fiera, la manera que tenía de abrir lentamente un agujero en el estómago por el que ir saliendo y tomar forma.

Con la copa en la mano, dio una vuelta por el local. Era amplio, y todavía no había mucha gente. Encendió un cigarrillo y siguió intoxicándose de humo y alcohol mientras la música machacona le golpeaba los oídos. Como el humo del tabaco, él también estaba fundiéndose con la atmósfera.

Al fondo estaba el pasillo que le llevaría a las salas donde la fiera estaba llamada a ser liberada. Pero resistió el impulso. Antes quería sentirse colocado, así resultaría más fácil olvidar al día siguiente. Reprimir el impulso en ese momento era como contener el orgasmo cuando ya no puedes más. Tienes los músculos entumecidos, pero sigues adelante, conteniendo el semen hasta que salga todo a una velocidad superior a la habitual, sintiendo cómo sale arrancando parte de ti.

Clavó la mirada en cuantos ojos oscuros pudo. Allí no había que disimular. Siguió deambulando, bebiendo, acechando, catalogando todos los hombres que se movían igual que él, esperando el momento adecuado, aquél en el que la fiera no pudiera más y tomara plena posesión de su cuerpo.

Y llegó el momento.

Dejó la copa encima de uno de los barriles que había dispersos por la sala, y apagó el cigarrillo pisándolo fuertemente. No había vuelta atrás. Ya no era él. Ya no había control. Ya no había nada más que Strong. La fiera tenía que volar con las otras fieras, y él sólo era un instrumento de ella.

Al final del pasillo estaba el laberinto, lo rodeó, entró, dio vueltas, buscó los ojos que había visto minutos antes, siguió adentrándose por el siguiente pasillo hasta la sala de vídeo, mirando de reojo la habitación de las cadenas, todavía vacía. Y siguió, hasta la zona donde la oscuridad era total, interrumpida sólo por las chispas de los mecheros que no eran más que otras fieras señalando que estaban allí buscando con quien volar.

Deambuló de uno a otro sitio, agarrándose a donde podía y sintiendo cómo era sobado. Ahora él sólo era carne, un cuerpo poseído en medio de cientos de cuerpos en las mismas circunstancias, ya nada era importante porque no podía controlarlo. La fiera marcaba el rumbo.

Ya sólo podía sentir. El humo de decenas de marcas distintas mezclado en el aire directo a sus ojos le cegaba. Y las chispas de tantos mecheros le humedecieron los ojos con un escozor soportable. Pero siguió andando, a tropezones. Y el olor, ese olor a tanto desodorante y colonia distinta, a alcohol y sudor, a tabaco y sexo.

De repente un mechero se plantó delante de su cara. Un tipo gordo y baboso le observaba. La fiera se echó atrás y aprovechó para soplar y escabullirse entre la recién recuperada oscuridad. El alcohol seguía haciéndole efecto, perforando su estómago y revolviendo sus tripas. A veces le costaba mantener el equilibrio.

En una de estas vueltas por entre los laberintos encontró su víctima. Tendría unos 20 años, puede que un poco más. Estaba apoyado en una esquina y miraba inquietamente a los lados. Seguramente era un primerizo. Le excitó la idea. Intentó contener un poco a la fiera para no asustarle, y se acercó disimuladamente.

Esta vez sería distinto.

Con toda la naturalidad que pudo, se puso a su lado y le miró de reojo. El chico se había dado cuenta. Buscó la cajetilla de tabaco, sacó un Ducados, y lo prendió. Aprovechó la luz del mechero para fijarse mejor en el chico. Realmente el chico estaba bien. Podría sacarle buen partido.

Sacó su mano izquierda del bolsillo, y lentamente la puso en su muslo. El chico se puso rígido, pero no dijo nada. Su mano se puso a trabajar lentamente, y el chico empezó a perder rigidez. Se lo estaba poniendo fácil. Se plantó delante de él, le miró fijamente a los ojos, y empujó su pubis contra el suyo. Comenzó a moverse, y el chico no tardó en seguirle el ritmo.

De ahí pasaron a besarse el cuello, la mejilla, la comisura de los labios... fundirse en un largo beso de tornillo mientras su mano se deslizaba por debajo de la camisa del primerizo. Sonaron las hebillas de los cinturones, las manos se movían inquietas por los cuerpos de los dos amantes, explorando cada uno de sus recovecos. El chico empezó a echarse atrás.

Sabía lo que eso significaba. Entre la oscuridad y las chispas de los mecheros muchos ojos les observaban. Quería intimidad. Y se la daría. Fueron a una de las cabinas, se encerraron, y saciaron sus fieras entre el olor a orines y restos de semen de parejas anteriores.

Tras agotar el paquete de pañuelos de papel, agotados los dos, se abrazaron y acariciaron, esta vez con más suavidad. Se besaron nuevamente, y luego se apartaron para contemplar sus cuerpos medio desnudos, con los pantalones en los tobillos y las camisas desabrochadas. Notó que el chico tenía cierto nerviosismo.

  • Oye... - Dijo titubeando - Que me ha gustado mucho.

      • Sí, no ha estado mal
  • Respondió mientras se daba cuenta de que sin duda había sido el mejor de sus polvos en mucho tiempo.

    • Se produjo un silencio. Se sonrieron. Parecía que el chico quería más.
      • Estaba pensando que... bueno... tal vez podríamos vernos alguna vez.
    • Sabía qué significaba eso. Se le hizo un nudo en el estómago. Tenía que quitárselo de encima. Respondió con una sonrisa lo primero que se le ocurrió, aquello que le habían dicho tantas veces cuando él todavía no había aprendido a liberar a tiempo su fiera.
      • Sí, supongo que algún día volveremos a encontrarnos.
    • El chico se mostró algo confuso. Se produjo un nuevo silencio. Se acercó a la puerta.
      • Creo que es hora de salir, ¿no? Habrá gente esperando...
      • ¡Espera! - gritó el chico repentinamente.
      • ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Es que todavía quieres más?
      • Sí, bueno... Pero hoy no. ¿Te apetece quedar mañana?
      • No sé, tengo cosas que hacer. - Mintió como un bellaco.
      • Sólo un par de horas, no sé, tomar un café o algo así.
    • Sonrió.
      • O algo así.
    • Y no pudo decir que no a su inocencia, su sinceridad, su nerviosismo, su simpatía... Y quedaron en verse al día siguiente. Los dos salieron juntos del local, y se besaron nuevamente, en la complicidad de un callejón oscuro, tras una inquieta despedida.
    • Efectivamente al día siguiente quedaron, más sonrientes que nunca. Tomaron el café que habían acordado, y hablaron largamente, descubriéndose a sí mismos como personas. Hacía buen tiempo y decidieron, improvisadamente, caminar un poco por las afueras de la ciudad. Aprovecharían para seguir la conversación.
    • Ninguno de los dos habló de sexo, pero después de un largo paseo y de ver caer el sol apoyados en la barandilla del mirador del Templo de Debod, fueron a su casa e hicieron el amor dulcemente, con la ternura de dos personas que empiezan a descubrir su amor. Y esa no sería la última vez que se vieran.
    • A veces la fiera te da esas satisfacciones.