Stephane

No entendía lo que me hablaba. Luego entendí lo que necesitaba.

Stephane

1 – Encuentro

Con la muerte prematura de mi padre, aquel verano, la familia decidió no ir de vacaciones. Pensé que no era una falta de respeto el hecho de desaparecer algún tiempo en solitario para meditar y busqué la forma de pasar unos días – quince, tal vez – en algún lugar retirado. Mi amigo Bernardo me aconsejó un sitio. Bastaba con hacer una llamada de teléfono.

  • ¡Hazme caso, Mati! – insistió -, he estado en esa casa dos veces. No es igual que irse solo a un hotel. No hay lujos, es verdad, pero doña Pepa, la señora de la casa, te tratará como a su propio hijo. Vive sola y alquila dos habitaciones. Te sentirás como en casa.

  • Por favor, Bernardo – estaba indeciso -, llámala tú y le dices que la habitación será para mí. Si es necesario hablaré con ella.

Hicimos la llamada y me pareció, como dijo mi amigo, que hablaba con su familia. Luego, me pasó el teléfono y hablé con doña Pepa; una señora de voz agradable, muy amable y cariñosa y que también me insistía en que ocupase una de las camas de una habitación.

  • ¿Una de las camas? – dudé - ¿Tengo que compartir la habitación con alguien?

  • ¡Sí, hijo! – rió -, pero es un chico que pasa aquí todos los veranos con su madre. Ella ocupa una habitación y Stephane (Estefán, decía doña Pepa) duerme en la otra. Es un chico muy educado, como su madre, «la madán». No habla español, pero os llevaréis muy bien ¡Pregúntale a Bernardito!

Miré a Bernardo extrañado y, antes de que le hablase asintió con la cabeza y con una sonrisa. El precio de la estancia era más que razonable y pensé que no me iba a encontrar tan solo… pero no acompañado. Acepté.

Cuando me bajé del tren en aquel pueblecito costero perdido, tomé el papel donde me había dibujado Bernardo cómo llegar hasta la casa, lo miré y anduve por una calle rústica y larga hasta torcer a la izquierda para entrar en la Calle Capitán. A los pocos metros estaba la casa; rústica como todo aquel pueblo. Era una casa de poca fachada y de dos plantas. Me acerqué al portal y llamé al timbre.

Una señora de algo más de 50 años, de mirada bondadosa y voz dulce, se asomó a un balconcillo para verme.

  • ¡Ay, mi niño! – exclamó - ¿Eres Matías, verdad? ¡Sube, sube!

Se abrió la puerta y encontré un largo pasillo que llevaba hasta un patio trasero y unas escaleras estrechas y humildes que, en el frescor de la oscuridad, me llevaron hasta una puerta entreabierta.

  • ¡Pasa, hijo! – me besó y abrazó con cariño -; dame esa bolsa y sígueme. Ya sabes quién soy: Pepa. Voy a llevarte a tu habitación. Allí está Stephane leyendo hasta la hora de la cena – bajó la voz -; estos franceses cenan muy temprano.

  • No me importa, señora – me sentí a gusto -, en casa tampoco cenamos muy tarde y prefiero cenar y dormir pronto y madrugar.

  • ¡Claro! – llegamos a la puerta y llamó -; podrás ir temprano a la playa y ver a los pescadores. Además, vas a tener muy buena compañía; Stephane es un jovencito muy simpático… ¡Lástima que no hable español! ¿Sabes francés?

No me dio tiempo a responderle. Doña Pepa abrió la puerta y vi a un chico que levantaba sus ojos de un libro, me miraba y me sonreía.

Stephane era algo más joven que yo, de cara redondeada y mofletes colorados por el sol; sus cabellos eran muy rubios, no muy largos, pero sí muy abundantes y lacios. Apartó el flequillo de su rostro y se levantó a darme la mano. Nos saludamos con gestos, aunque dijo alguna cosa en francés e hizo un ademán como si me ofreciera su estancia.

  • Matías es muy buen chico, Stephane – le decía doña Pepa en español a mi nuevo compañero como si la entendiese -; estoy segura de que os vais a llevar muy bien.

El chico, sin duda, entendió lo que le había dicho; asintió, tomó mi bolsa y la puso junto a la que sería mi cama. Habló algo en francés pero, por el contexto, entendí lo que decía. Lo poco que hablé también lo entendió.

2 – La cena

Stephane y yo nos habíamos duchado, uno tras otro, en un pequeño cuarto de baño interior con una ducha, un lavabo y poco más. Nos pusimos ropa de estar en casa y pasamos al pequeño comedor. Doña Pepa me sentó frente a él y dijo que el asiento de mi izquierda era siempre para «la madán»; ella se sentaría a mi derecha. Sobre aquella pequeña mesa cuadrada pendía del techo, con un cable muy largo, una única bombilla con una pantalla muy antigua. Stephane no dejaba de sonreírme y decía alguna cosa en francés; no lo entendía todo, pero pudimos mantener una corta conversación.

En pocos minutos, entró «la madán» en el comedor, dijo unas «buenas noches» en un español poco claro y la vi acercarse a la mesa lentamente. Era una mujer de aspecto extraño. Cojeaba mucho de la pierna izquierda y no dejó de hablar en francés a Stephane (me pareció que estaba reprimiéndole) hasta que apareció doña Pepa con la sopera.

  • ¡Buenas noches, «madán»! – le dijo amablemente -; aquí está la sopa.

  • Sirva poco de ella – le contestó -; no quiero que se quede el segundo plato a la cocina.

  • ¿El segundo? – pregunté extrañado a doña Pepa - ¡No acostumbro a cenar más de un plato!

  • ¡Claro, mi niño! – me acarició la cabeza -; aquí cada uno tiene sus costumbres y se respetan. «La madán» y su hijo siempre toman unas sopas y un pescado ¡Para mí es mucha comida! Lo que hago es tomar algo de sopa y algo de pescado… pero puedes esperar y comer sólo el pescado

  • Preferiría – miré a «la madán» - no tomar sopas. Esperaré al segundo ¡No me importa!

  • ¡Esta es tu casa, criatura! – puso doña Pepa los cubiertos en la mesa -; esta es la casa de todos. Cada uno tiene sus costumbres y todos las respetamos. No quiero a nadie descontento en esta casa, pero… deberías esperar a que ellos terminasen la sopa.

Stephane me miró conteniendo la risa mientras se tapaba la cara con disimulo sin apoyar el codo en la mesa. La siguiente frase que dijo «la madán» no estuvo tan clara y fue bastante larga y dirigida especialmente a su hijo. En un instante, todos entrelazaron sus dedos sobre el mantel; iban a orar. Hice lo mismo. Oraron, claro, pero no entendí nada más que el «amén».

Doña Pepa hablaba con todos en español, pero «la madán» siempre hablaba en francés a Stephane y éste, curiosamente, siempre me miraba y me sonreía con timidez cuando su madre le hablaba. No entendía lo que le decía, pero parecía hablarle siempre en tono represivo y seco; a Stephane no parecía importarle demasiado lo que le decía su madre.

Cuando terminaron las sopas, se levantó doña Pepa a retirar los platos y a servir el pescado; era cazón en salsa. Olía muy bien y tenía mejor aspecto. Esperé a que comenzasen a comer ellos y probé aquel guiso. Era sabroso y de carne tierna. Doña Pepa me aseguró que no tenía espinas, como el pez espada, así que comí con tranquilidad sonriendo de vez en cuando a mi rubio amigo. «La madán» seguía gruñéndole en francés y casi parecía ignorar que yo estaba sentado a la mesa.

Cuando menos lo esperaba, sentí al tragar cómo se me clavaba una espina en la garganta y solté los cubiertos. Todos se asustaron, pero la entereza y la fuerza de doña Pepa se hizo latente cuando se levantó despacio y se acercó a mí.

  • ¡Vamos, hijo! – me agarró la barbilla - ¡Este pescado no tiene espinas!

Yo no podía hablar, pero asentía con la cabeza y me agarraba el cuello. El dolor era muy fuerte. Doña Pepa me levantó de la silla ante la sorpresa de la mesa y acercó mi cara a la lámpara.

  • ¡Vamos, Matías! – dijo cariñosamente - ¡Abre la boca! Déjame ver qué tienes. El cazón no tiene espinas.

Abrí la boca cuanto pude y vi que sonreía al mirar mi garganta.

  • ¡Espinas! – exclamó - ¡Lo que tienes en la garganta son dos bolas enormes! Voy a darte algo blandito y mañana irás al médico.

Miré con asombro a Stephane; él me miraba muy preocupado. Tomé algo de puré de patatas sin volver a decir una palabra y me retiré al dormitorio sin hablar. Stephane cerró bien la puerta, esperó sin decir nada a que me acostase y se sentó en su cama. Me volví hacia la pared. Un extraño sentimiento de impotencia me hizo romper en llantos y noté entonces cómo se movía mi cama: Stephane se había sentado junto a mí, a mis espaldas, en mi colchón.

Miré hacia atrás asustado y me puso las manos en las mejillas como si quisiese consolarme.

3 – Conociéndonos

Me secó las lágrimas con sus dedos y, acercando un poco su cara a la mía, me miró fijamente con aquellos ojos claros y compasivos.

  • ¡No quiero que llores!

Lo miré asustadísimo y casi olvidé el dolor de garganta.

  • ¿Hablas español? – me asusté - ¡Estás fingiendo!

  • Sí y sí, Matías – susurró -; hablo español y me veo obligado a fingir. Aquí, cerca de ti, podré hablarte, pero sólo tú debes saberlo ¡Prométemelo!

  • ¡Claro, claro, te lo prometo… pero no lo entiendo!

  • Pues déjame quedarme aquí cerca – se echó a mi lado -; así nadie nos oirá hablar. Quiero saber qué haces aquí solo y decirte qué hago aquí con mi soberbia madre ¡Sólo para ti y para mí!

  • ¡No lo dudes, Stephane! – me asustaba mirar aquellos ojos -; lo que hablemos aquí será sólo para ti y para mí.

  • También quiero que me prometas que irás mañana al médico. No me gusta verte triste.

  • ¿Al médico? – exclamé con una punzada en la garganta - ¿Al médico de aquí? ¡No, no! Prepararé la maleta y me volveré a casa. Iré a visitar a mi médico.

  • ¿Y me vas a dejar solo por eso? – pareció entristecerse - ¡Yo te acompañaré, tomarás una medicina, te pondrás bien e iremos juntos a la playa!

  • ¡No, no, Stephane! – insistí - ¡Me asusta esto! Cuando esté mejor volveré o pagaré todo y me quedaré en casa!

  • ¡No, espera! – hubo un momento de silencio -; tienes que saber antes todo. Te sentirás mejor.

Su rostro se fue acercando al mío poco a poco hasta que vi sus ojos celestes muy cerca y mis párpados cayeron lentamente viéndome venir una sorpresa. Así fue. Sus labios se posaron sobre los míos y los besaron varias veces.

  • ¿Te encuentras mejor? – preguntó sonriente - ¿Más tranquilo?

  • Sí, sí – casi me había olvidado del dolor -; me encuentro mejor

  • Cuéntame entonces por qué estás aquí solo, Matías – no me soltaba la cara -; yo te diré qué hago aquí con mi madre. Todavía te sentirás mucho mejor.

Sus palabras susurrantes me estaban hipnotizando. Asentí. Reposamos nuestras cabezas en la almohada sin dejar de mirarnos y comencé a hablar aguantando el dolor.

  • ¡Mi padre! – le dije -; he perdido a mi padre hace poco

  • ¡Oh, lo siento! – volvió a besarme -, no debería haberte pedido que te quedaras.

  • Pensé que lo echaría de menos más en casa – le expliqué -; si quiero irme es porque de nada me va a servir estar aquí con amigdalitis

  • Yo quisiera irme contigo, Matías – dijo -; mi historia es muy larga, pero puedo resumirla. Entenderás todo.

  • ¡No importa que sea larga! – me incorporé asustado - ¿Por qué quieres irte? ¡Cuéntame esa historia!

Dejé caer mi cabeza mirándolo y comencé a escucharlo atentamente.

  • Mi madre se casó con un español, Matías – cambió su rostro -; no soy francés del todo. Hace unos años, cuando aún era muy joven, tuvieron una pelea muy fuerte durante la comida. Mi padre tenía sospechas de que mi madre salía con otro hombre. La vi venir de la cocina con un cuchillo grande apuntando a la espalda de mi padre, me levanté y le avisé

Hubo una terrible pausa llena de denso silencio y miradas de estupor.

  • Mi padre… - continuó - …mi padre se levantó, se volvió y le quitó el cuchillo empujándola al suelo… - miró al techo suspirando -; tuvo la mala suerte de cortarle unos tendones de la pierna cuando caía. Llamó a urgencias para que la socorrieran. Yo no pude moverme… Mi madre dijo que mi padre la había agredido. Me prohibieron verlo ¡Era mentira!, pero nadie me hizo caso. Vivo con ella en París y tengo totalmente prohibido hablar español. Todos los veranos venimos aquí y tengo que fingir; en septiembre me dejan estar con mi padre en Madrid ¡Estoy deseando, más que tú, de irme ya de aquí! Este año ya soy mayor de edad. Puedo abandonar a mi madre; decidir

  • ¡Stephane! – exclamé asustado - ¡Es una historia terrible! ¿Por qué no te has ido ya? ¡Puedes hacerlo!

  • ¡No, Matías, no! – comenzó a acariciarme los cabellos -; tú tienes a dónde volver mañana; yo no. Mi padre está todavía en París… Tengo que esperar todo este último verano… Por eso no quiero que me dejes solo.

  • ¡Oh, lo siento! – tomé su rostro con cuidado -; me quedaré contigo. Acompáñame mañana al médico si quieres.

  • Tú no entiendes las cosas que me dice – sus ojos se humedecieron - ¡Quisiera no volver a oírlas más!

  • ¡Vente conmigo! – apreté sus mejillas -; puedes quedarte en casa hasta que llegue tu padre

  • ¿Piensas que desaparezca mañana contigo? – rió sarcásticamente -; tú serías para ella un cómplice tan odiable como yo y luego… iría a buscarme.

  • ¡Es igual, Stephane! – lo besé yo - ¡No me importa ser tu cómplice! No puede llevarte con ella ¡Eres mayor de edad! ¡Se le acabó su poder sobre ti!

Dejó de hablar y puso su mano sobre mi cadera acariciando meditabundo mis slips grises.

  • ¡Mira mis calzoncillos! – señaló sus boxers con la mirada - ¡Los odio! Ella es la que decide hasta la ropa que tengo que ponerme… ¡Me gustaría usar slips como estos!

Pensé un poco en la situación. Estaba dolorido y confuso, pero bastante menos que debería estarlo él. Tiré de mis slips despacio y los saqué de mis piernas poniéndolos a su alcance y quedándome desnudo.

  • ¡Toma! – le dije - ¡Quítate esa horterada y ponte esto!

Me sonrió y me besó con más fuerzas, se arrancó los boxers y los arrojó lejos para tomar los míos con cuidado, pero antes de ponérselos, nuestros cuerpos se unieron y si ya había oído decir cómo era un francés en la cama, pude comprobarlo en mis propias carnes. Nos acariciamos un largo rato y acabamos follando como locos.

  • Deseé que me penetraras en cuanto te vi entrar por la puerta – me susurró al oído -; entra y quédate.

4 – El trazado

Agotados, apagamos la luz y seguimos juntos, cogidos de la mano y hablando.

  • Puede que haya una forma – dije -; nadie va a sospechar si me voy mañana.

  • ¡No!

  • ¡Espera! – puse mi dedo en sus labios -; yo haría como si saliese a medio día, tras el almuerzo, y pasaría la tarde por ahí. Compraría algo en la farmacia para el dolor. Tú pasarías el día como si fuese otro cualquiera. Dúchate, cena y vente a dormir… solo. Ten preparada una bolsa con lo imprescindible para el viaje. Cuando sepas que todos están dormidos, sal con mucho cuidado, ve a la calle que lleva a la estación. Te espero allí; en la esquina. Tomaremos el primer tren.

  • ¿Lo dices en serio? – me miró en la oscuridad y se echó sobre mí - ¿Bromeas?

  • ¡No, no bromeo! – nos besamos -; tomaremos el primer tren. Cuando despierten ya estaremos lejos.

  • Mi madre sospechará, Matías – volvió a echarse a mi lado -; sabrá que hemos tramado algo.

  • ¡Puede ser, Stephane! – acaricié su pecho -, pero si doña Pepa le dice dónde vivo, cuando llegue será tarde ¡Piénsatelo!

  • ¡No, Matías! – rió - ¡Ya lo he pensado! Conforme lo ibas diciendo iba viéndome escapar contigo ¡Haré lo que dices!

Aquella mañana me costó trabajo levantarme temprano. Estuvimos casi toda la noche en vela; conociéndonos; amándonos. Cuando llegué a la cocina encontré a Pepa sola preparando café.

  • ¡Buenos días! – saludé -.

  • ¡Buenos días hijo! – me besó - ¿Cómo está esa garganta?

  • Regular, doña Pepa – agaché la vista -; voy a tomar algo y saldré a ver el mar al amanecer. Tal vez no vuelva hasta el almuerzo.

  • ¡A eso has venido, Matías! ¡Disfruta de este pueblo y del mar!

  • Sólo quería añadir algo más… - me miró intrigada al oírme -; me vuelvo a casa por la tarde.

  • ¿Te vas? – se acercó a abrazarme - ¿No te gusta la compañía de Stephane? ¿Es por la garganta?

  • Es por la garganta, señora – exageré el dolor -; a Stephane no lo conozco. Parece buen chico, pero no nos entendemos en francés. Pagaré la estancia completa… ¡No se preocupe!

  • ¡Vamos, anda! – se volvió a preparar unas tostadas - ¡Sé de un chico que dormirá con Stephane! No me debes nada. Estás invitado. Si necesitas volver, sólo tienes que llamarme.

  • ¿Puedo… - lo pensé bastante - …puedo pedirle un favor?

  • ¡Pues claro! – se limpió las manos en el mandil - ¿Necesitas dinero para volver?

  • ¡No, no, señora, no es eso! – tragué saliva con trabajo -; quería pedirle que… pase lo que pase, no le diga a nadie dónde vivo.

  • ¿Qué problema tienes? – se me acercó intrigada - ¡Puedo ayudarte!

  • No es ningún problema especial, doña Pepa – tomé sus manos -; preferiría que nadie supiese dónde vivo.

Se volvió con una expresión en la cara que me estaba diciendo que sabía más de lo que yo le estaba contando, pero con su silencio me estaba ayudando.

Recogí mis cosas sin hacer ruido, besé a Stephane que dormía profundamente y me despedí de doña Pepa con unas miradas que eran todo un complejo diálogo.

5 – Viajeros, al tren

Después de una larguísima mañana de paseos, volví a almorzar y encontré a «la madán» vomitándole cosas incomprensibles a Stephane que la miraba bastante indiferente. El almuerzo no fue distinto a la cena… excepto porque doña Pepa me había preparado algo blandito para comer.

Cuando volvimos al dormitorio, nos besamos apasionadamente, pero hice un esfuerzo para salir de allí como habíamos planeado. «La madán» sabía que me iba, pero ni siquiera se dignó a despedirse de mí. Doña Pepa, que como suponía sabía más de lo que decía, me despidió sin muchas atenciones. La tarde y la noche de paseos también fue larguísima. A las diez y media ya estaba esperando a Stephane a la vuelta de la esquina.

Esperé casi tres horas hasta verlo aparecer corriendo pegado a la pared y con el rostro descompuesto.

  • ¡Abrázame, abrázame, Matías! – soltó la bolsa - ¡Nunca he pasado tanto miedo en mi vida!

  • ¡Vamos, amigo! – nos tomamos de la mano -; es muy tarde, pero aún nos quedan muchas horas hasta las seis de la mañana ¡Paseemos!

Dimos varias vueltas. El ambiente nocturno veraniego no era allí demasiado. Las calles estaban bastante solitarias y salimos al rústico paseo marítimo casi sin alumbrado. Hablamos mucho, mucho; fui conociendo a alguien que temía a todo… ¡menos a mí!, decía. Antes de que abriese la estación ya estábamos esperando en la puerta y cuando oímos el ruido de candados, vimos venir en la penumbra a una mujer que parecía correr asustada.

  • ¡Doña Pepa! – exclamé aterrorizado - ¿Qué hace aquí? ¡No diga nada, por favor!

  • ¡No, hijos míos, no! – nos abrazó ahogándose -; sólo vengo a desearos lo mejor. Stephane… mi pequeño, déjame oír cómo hablas el español antes de irte.

  • ¡Madame! – la besó -; voy a echarla mucho de menos, pero prometo venir a verla cuando no esté mi madre.

  • ¡Lo sabía! – sonrió feliz aquella mujer - ¡Hablas el español mejor que yo! ¡Tened suerte! Tengo que volver… ¡no quiero estropear la cosa!

Tras aquella emotiva pero corta despedida, corrimos a sacar los billetes y volvimos a Madrid muy felices. Stephane estuvo en casa un tiempo antes de ver a su padre… pero esa ya es otra historia.

(continuará)