Stag Life 24: Je Suis Une Belle Salope (1976)

Esta película va en la línea de mujer bipolar que no distingue la fantasía de lo real y ello le proporciona muchas emociones fuertes en un día común. Brigitte Lahaie está de atar.

Stag  Life 24: Je Suis Une Belle Salope (1976)

Título: Je Suis Une Belle Salope (1976)

Dirige: Gerard Vernier

Título Región 4: Delirios Sexuales.

Performancers:

Elisabeth Buré (en créditos aparece como Babette Bure)

Barbara Moose (en créditos aparece como Barbara Moosse)

Brigitte Lahaie

Evelyne Manta

Micky Love

Nicole Velna (en créditos aparece como Nicole Framo)

Alban Ceray

Dominique Aveline

Jean-Louis Vattier

Michel Bouffon

Mick Curtis

Richard Lemieuvre

Claude Irisson (en créditos aparece como Thierry de Brem)

Cuadro de Honor:

Brigitte Lahaie

Reseña:

SWEET DREAMS ARE MADE OF THIS

WHO AM I TO DISAGREE

I TRAVEL THE WORLD AND THE SEVEN SEAS

EVERYBODY IT´S LOOKING FOR SOMETHING

Un porno que trata el tema de la fantasía sexual es como un espejo reflejando otro espejo. Permítaseme una disertación de tres párrafos.

En la India la tradición apunta a que todo esto que vivimos es Mâya , o ilusión. No importa cuán real y auténtico te sientas, lo único verdaderamente real es aquello que no perece, por lo tanto, nuestro cuerpo y lo que hacemos con él tiene una condición efímera. Existe, en sánscrito, la palabra “ Matrika ”, que no tiene traducción posible al español pero refiere a una especie de madre universal, personificada no por la tierra, no por una mujer, sino por la palabra creativa. En cristiano, Dios dijo (en palabras) hágase, y listo, se hizo.

La voz “Matrika” influyó, sin duda,  tanto en el título como en el concepto de la cinta “The Matrix (2001)”, donde la “palabra divina y creativa” es sustituida por un software cósmico que edifica una realidad virtual aplastante. La Matrika opera igual, como palabras que cuentan un cuento que en el fondo es irreal, ilusorio, pero que es creado para que el ser viva un viaje alucinatorio que se termina convirtiendo en la única realidad que conocen los involucrados .

Existen además teorías que señalan al hombre y sus pensamientos como un sistema autopoiético, que se construye a sí mismo, con un onanismo ontológico ineludible. Ni siquiera la materia puede ser tildada de real, infestada como está de vacío entre las partículas subatómicas. Todo es inventado, de ahí que tanto lo real como lo imaginario resulta ser, a finadas cuentas, la misma cosa. De acuerdo a este pensamiento, la vida es una historia que se cuenta uno a uno mismo, y la experiencia es una tomada de pelo porque ciertamente el recuerdo de lo que comimos ayer al mediodía, por citar un ejemplo, está hecho de la misma sustancia de un banquete que pudiéramos imaginar justo ahora, recuerdo e invención hechos de lo mismo, que al segundo de pasar son ya historia.

Bueno, esta reseña comenzó demasiado cuántica , pero justificadamente cuántica (uno de mis lectores es físico cuántico y me dirá que no tengo una puta idea de lo que significa “cuántico”, y tiene razón, digo “ cuántico ” para generalizar todas esas teorías que he resumido de manera tan grosera en los párrafos precedentes). La cinta que referimos aquí corresponde a una tradición argumental que hace de los sueños algo casi real, lo que nos lleva a tocar el tema de la rica, morbosa, trepidante, bizarra, sutil, amoral, animalesca, intensa y exuberante vida sexual que cada ser humano lleva a la práctica… en su mente.

Comencemos diciendo que la canción “Sweet dreams”, de The Eurhytmics es genial, y trataría este mismo tema de la siguiente manera:

Los dulces sueños están hechos de esto

¿Quién soy yo para no estar de acuerdo?

He viajado por el mundo y los siete mares

Y todos andan en busca de algo

Algunos de ellos quieren abusar de ti

Algunos de ellos quieren ser abusados

Algunos de ellos quieren usarte

Algunos de ellos quieren ser usados por ti

Algunos de ellos quieren herirte

Algunos de ellos quieren que tú los hieras

Los dulces sueños están hechos de esto

¿Quién soy yo para no estar de acuerdo?

He viajado por el mundo y los siete mares

Y todos andan en busca de algo

Esta cinta es onírica, se parece a los sueños de cualquiera, habita en alguna capa del cerebro encargada de la simulación y el reacomodo de la realidad, sus imágenes parecen estar filmadas con una cámara cuyo lente tiene lagañas, con sonidos registrados con micrófonos que bostezan, orquestadas por un director sentado en una silla de metadona.

El tema es icónico: la mujer que tiene fantasías y las vive en su mente. Por fuera es una simple secretaria que vive como todo el mundo, sin embargo, en su imaginación vive una vida sexual muy activa. Este tema se repetirá en el porno gran cantidad de veces, sin embargo, esta cinta merece ser distinguida por muchas razones. La primera es su construcción fantástica y su carácter casi silente. En segundo lugar, la extraordinaria interpretación de Brigitte Lahaie. En los foros especializados es unánime la opinión de que esta cinta no es un clásico de Lahaie, yo preguntaría ¿Y por qué no?

Hay que entender que estas películas que abordan el tema de la fantasía femenina implican un reto actoral que no todas las estrellas del porno son capaces de sobrellevar. En principio, la actriz de que se trate tendrá en sus manos un peso protagónico importante; la historia girará en torno a ella y no podrá guarecerse en el simple hecho de desnudarse. El papel exigirá cuando menos una disociación de la misma persona en cuando menos dos facetas: la primera de ellas, apocada, con una inseguridad sexual notoria, siendo posible que además no sepa vestirse o aparente estar fea, o bien con una posición social (de estado civil, por ejemplo casada; o de nivel económico, rica o pobre; o religiosa, siendo monja, por ejemplo) que le impida el disfrute de su más silvestre sexualidad; la segunda todo lo contrario, sin los tabús de la primera, liberada, sexualmente sagaz. Es la interpretación de la mujer sexualmente limitada la que revestirá mayor reto a las actrices. La esencia de este campo temático es mostrar no sólo a una mujer entregándose a las pasiones carnales, sino demostrar que quien se entrega a éstas es precisamente alguien que no debería hacerlo. No veremos cintas en las que una puta incorregible muestre fantasías, pues si es puta incorregible, más que imaginar las fantasías, las provocará y llevará a la realidad. La dicotomía es necesaria.

En este caso, el personaje de Marianne, desarrollado por Brigitte Lahaie es extraordinario en su sencillez. Todo parece ocurrir en el interior de Lahaie, hay escasísimos diálogos, y entre palabra y palabra hay grandes huecos de silencio, como si se nadara bajo las aguas de un lago. Se habla sólo lo necesario, todo ocurre prácticamente sin palabras. El titulo en francés se traduciría como “Soy una puta bella”. Pero vamos por partes.

La cinta abre en el apartamento de Marianne. Todo está a oscuras, la luz del día todavía no llega. Ella está acostada, cubierta con sábanas y edredones. Está apaciblemente dormida. Aparecen entonces unas escenas que, dado su ritmo y su luz, se identifican claramente como aquello que la chica dormida esté soñando. El sueño es muy simple: sobre un sofá está sentado un afortunado hombre desnudo (Jean-Louis Vattier), quien es montado por la impresionante Bárbara Moose, quien viste únicamente un collar de turmalina sandía y un corazón de bisutería bastante grande. Bárbara se da de sentones y ello es mostrado en cámara lenta. Los generosos pechos de Moose saltan sobre su peso y tiemblan en un verdadero poema, su cabeza ondula de un lado a otro, mientras su cara muestra la boca muy abierta, como quien está gozando mucho.

Barbara Moose, de ensueño.

Eso es lo que está soñando Marianne, y dice mucho de sí misma. Ante la irreductible libertad que nos ofrece el soñar, no habría impedimento para que Marianne se imaginara a sí misma montada en el afortunado caballero del sofá, pero contrario a esto, ella se imagina a otra mujer, como si el goce estuviese en otra parte y no en ella. Esto, y demás detalles del filme, nos sugerirán una cosa francamente increíble de creer: Marianne se cree fea o cuando menos insignificante, y posiblemente sólo encuentre viable el amor con otra mujer, mientras que los hombres están ahí para rendirse ante ellos, no tanto para amarles. Una chica rarita ella.

Suena el despertador. Con mucha modorra, Marianne enciende la luz y comienza a despejarse los cobertores de encima. Lo hace con tal dulzura que casi sientes que eres tú el que estabas tapado con sábanas y edredones y te deshiciste de ellos. Ella está en su cama, desnuda, adormecida, hipnotizada. En su sueño el encuentro sexual aun no terminaba, y ella quiere terminarlo, quiere que el hombre de su sueño concluya su placer, y que la chica se sienta orgullosa de arrancarle la última gota de semen, y quiere estar ahí, cerca, como un fantasma, para verlo. Fuerza su organismo para quedarse dentro de sus sueños, al menos el tiempo suficiente para ver cómo termina Bárbara su tarea de hacer que su amante se riegue. Marianne se toca su cuerpo; evitando la realidad cierra los ojos, prefiere lo que pasa dentro de ella que lo que pasa afuera.

En sus sueños el hombre se está regando sobre el liguero blanco de Moose, le llena el abdomen de semen.  La pelvis de Marianne se restriega contra el aire, como si ello le trajera un poco de alivio, como si el viento curveara una mano que presionase justo el punto exacto que calma su fuego, encendiendo miles de mechas que estallan en cada uno de sus poros. La música es como la del grupo de rock progresivo francés Pulsar, experto en crear atmósferas, si no terroríficas, cuando menos inquietantes. Se queda en la cama, mirando el techo, mientras su mano distiende a todo lo largo de su vientre el semen que no está, sintiendo en sus yemas la textura satinada de un orgasmo ajeno, nutriendo la piel de su abdomen con la humedad de una eyaculación imaginaria.

Sólo entonces puede Marianne levantarse.

De inmediato uno percibe la profunda soledad de Marianne. Su apartamento es espacioso, pero demasiado callado. El cabello de Lahaie es, en este filme, de un color castaño oscuro, nada qué ver con la estampa de rubia devora hombres que le hiciera famosa. Su cabello es oscuro y con ondas, con un apartado por un lado que hace de ella una bailarina de Charleston perdida en los setentas. A mí Lahaie me gusta más de trigueña que de rubia.

Ella va a otra habitación y besa una estatua de un camello, es lo más cercano a un acompañante. Se va a la ducha, y aprovechando una pequeña regadera de mango se masturba. Su cara luce aturdida, su energía toda se concentra en su sexo. Se atiende sola, llega a su orgasmo como ejercicio máximo de su soledad. Su mueca es como la de quien no encuentra dentro de su coño el botón que la mantendrá viva un día más. En la ducha parece repetir la única oración que conoce: “soy una puta hermosa, soy una puta hermosa”, pero le da miedo su fe. El orgasmo se pierde entre el agua.  Puede ya almorzar, puede ya vestirse.

En muchísimas cintas porno las actrices se masturban usando una regadera de mango, casi siempre dando la impresión de ser muy putas y libres de serlo; no es el caso de Marianne, quien si bien se toca, pareciera estar prisionera de una obsesión que la rebasa, de un deseo que literalmente la posee.

Luego de beber un café en su desayunador se viste de manera ordinaria, y se envuelve con un rompe vientos que la hace lucir como una investigadora privada exhibicionista. Sale a la calle para abordar el tren para llegar a su trabajo. Pese a la gran cantidad de autos que pasan, no se escucha el ruido que producen. Marianne mira su reloj una y otra vez. No quiere llegar tan temprano a su trabajo porque creerán que es una infeliz que no tiene nada mejor qué hacer que llegar temprano, pero esa es la realidad; a ella se le hace temprano más que tarde, por lo pronto puede sobrevivir con la humillación de saberlo, aunque prefiera evitar la humillación de que se sepa. Su rostro es triste.

Se sube al tren. En el vagón va todo tipo de gente. Va un bigotón (Dominique Aveline) y un tipo con cara de marinero (Michel Bouffon). Va también una señora con unos lentes horribles, y que bajo su brazo carga unas revistas y periódicos (Elisabeth Buré, quien aparece en los créditos como Babette Buré). La tensión es sórdida. El marinero le guiña el ojo a la de las gafas, la de las gafas se relame los labios, coqueteándole descaradamente; el bigotón tiene la mano en el bolsillo en clara muestra de írsela tocando; luego todo es normal, van de pie avanzando, cada uno agarrado de la manivela que mejor le acomoda, y en un parpadeo viene de nuevo el coqueteo. La cosa se comienza a tornar sexual y los dos hombres se pegan al cuerpo de Marianne, quien sólo cierra los ojos, como si supiera que ella para eso existe, para que la gente abuse de ella y lamenta de manera sumisa su incapacidad para decir que no a cualquier abuso.

La Bella y el Metro

La dama de los lentes, al ver que los dos caballeros están magreando a su compañera de vagón, se acerca, le levanta la falda y completa el ultraje, un hombre le manosea una teta, el otro le manosea la otra y le lame las orejas, y la de los lentes le mete la mano en el coño. La música es Disco, el vagón un cuarto privado del Studio 54. La están acosando y ella no puede resistirse, de hecho no quiere hacerlo. Buré entrelaza sus dedos con los de Marianne y entre las dos empuñan el palo del bigotón; la primera comienza a guiar a la segunda acerca de cómo muñequear bien una verga.

Marianne se abandona a aquello que quieren hacerle los viajeros, quienes terminan cogiéndoela ahí mismo, mientras que Buré, que primero le mamó el coño a Lahaie, termina chupándosela a Aveline. El tren llega a su destino. Los caballeros están correctamente parados, Marianne no está desvestida, tampoco ultrajada, mientras que la señora de los lentes sigue en su posición de simple pasajera. Todo ha ocurrido en la fantasía de Lahaie, quien hizo de su breve viaje un infierno a su gusto. Es una puta de lo peor.

Llega a un negocio que parece ser una fábrica de textiles. Ahí trabaja. Su escritorio no parece guardar tareas pendientes, lo que asegura que parte de su rutina consistirá en estar simplemente ahí, sentada, colocando sus nalgas y su coño en esa inerte silla, envejeciendo lentamente, dejando que el mundo gire rápido mientras ella es solamente una secretaria a la que se le exige poco. Se inventa tareas con tal de hacer algo, y con suerte sonará el teléfono y ella podrá hablar con alguien, con quien sea. Son tiempos en que las computadoras no existían para entretener a las secretarias aburridas. No puede sino estar ahí, con el coño sentado sobre la silla, espabilándolo al ponerse de pie para ir por agua, pero con tanto tiempo libre como para reflexionar cómo un labio de su vagina toca al otro a cada paso, sintiendo como ajusta el calzón, sabiendo que su cuerpo está tan a la mano pero que no es debido tocarse ahí, en la oficina. Quien la viera vería solamente a una secretaria. ¿Cuántas como ella con demasiado tiempo libre? ¿Cuántas con su imaginación?

Recibe una llamada y todo su cuerpo hace fiesta. La llamada es breve, la fiesta es breve. Llega una aspirante de nombre Mitsouri a pedir trabajo (la mulata Evelyn Manta). Marianne la hace sentar en una salita de estar. Las tomas recuerdan la óptica fisgona de Godard. Hay una escalera de caracol que parece arrancada de un mundo diseñado por H. R. Giger  que sume la imaginación de Marianne en un túnel de Fibonacci que la conduce a su propio infierno de placeres. En verdad que esta escalera es de esas de las que ya no se hacen; de hecho, la “oficina” es de una arquitectura brillante.

Escalera al cielo.

Mitsouri la mira con cortesía desde donde está sentada con la pierna cruzada. Marianne le mira, no le sonríe, pero sus ojos toman nota de la sonrisa que se le está brindando misma que sólo corresponde mirándola más. Marianne cambia sonrisas por miradas.

Desde donde está, la aspirante la empieza a mirar con mayor avidez, ya con un brillo de deseo en los ojos. El día de Marianne comienza a mejorar. Se pone de pie de su escritorio. La aspirante, una morena candente que bien podría ser mexicana, ya está vestida para obtener el trabajo: ya está en liguero. Marianne se acerca para hacerle una pequeña entrevista previa, también está casi desnuda y comienza a besar el pecho de Mitsouri. El encuentro es intenso, tórrido, son un par de gatas putas dispuestas a ronronear toda la tarde. La música es de una guitarra intensa, semejante a la de David Gilmour. Con esta aspirante Marianne tiene la ocasión de colocarse en una posición que no es la que acostumbra, la de dominadora. Ella, como secretaria del jefe, puede probar los frutos exquisitos de Manta, sin que esta última pueda decir que no. El juego de miradas y de caricias es casi de amor. Ambas dan y reciben. Esta calidez no la vivirá Marianne de nuevo, no en este filme.

En un parpadeo Marianne está de nuevo en su escritorio, nada ha pasado, pero hubiera sido lindo que pasara. El teléfono suena y la despierta, es su jefe que le dice que deje pasar a la aspirante.

La aspirante baja por las escaleras de Fibonacci y Marianne se queda sola de nuevo. No es extraño que en su oficina también esté sola. Su jefe trabaja en una especie de sótano, y ella está en un enorme complejo arquitectónico donde su escritorio es el único sitio habitado. Insisto que la arquitectura es muy particular, pues fue moderna en un pasado remoto. Me atrevo a especular que casi toda la cinta se ha de haber filmado dentro de una enorme casona de diseño avant garde. Basta pensar que Marianne con su sueldo de secretaria no podría pagar un apartamento con una recámara tan grande como la suya, y menos aun con un baño tan espacioso en el que fácil viviría una familia. Me atrevo a afirmar que, dadas las coincidencias vanguardistas, alguien prestó una enorme casona para que fuese a la vez la casa de Marianne y la oficina donde trabaja. Tan particular es esta casa, que uno no puede sino caer en cuenta de que otras películas se encuentran ambientadas en la misma casona.

El mismo baño.

Un ejemplo de ello es la cinta “Jouir Jusquau Delire (1977)” donde Richard Lemieuvre sale bañándose en la misma tina de la casa de Marienne, dándose un masajito de agua con la regadera de mango, mientras que en otra escena de este mismo filme aparece una orgía junto a la impresionante escalera de Fibonacci. Ha de ser divertido prestar tu casa para que filmen un porno en ella y luego te regalen una copia de la cinta (además de la renta, si la hay).

La misma escalera en “Jouir Jusquau Delire (1977)”

Vuelve a sonar el teléfono, es Don Jaques Lerouge, su jefe, pidiéndole una carpeta. Jaques Lerouge es interpretado por el mismísimo Jean-Louis Vattier, que ya se cogía a Bárbara Moose en los sueños de Marianne, sin embargo, en aquella escena no se le veía el rostro.  Ella baja con la carpeta y su jefe le ordena que se siente en un taburete, posiblemente para tomar un dictado. Ella mira a su jefe, luego a la aspirante, luego ve cómo su jefe tiene tendida a la aspirante sobre la mesa de cristal, empalándola desde atrás. La imagen es distorsionada, como si apareciera en medio de un viaje de hongos.

Esta vez la invitan a participar. Primero deja que le den por atrás a la aspirante mientras ella simplemente le toca las nalgas; luego le toca a ella que la tiendan en el sofá y le den su jodienda. Es tan feliz cuando se la están cogiendo. En este pasaje Marianne ha dejado de entregarse ante un igual; ante su jefe ella pasa a ser juguete presto a los abusos de su jefe. Todo se hace añicos cuando su jefe le llama la atención, vestido, detrás del escritorio, frente a la aspirante, vestida con su traje sastre. El jefe le reclama que sea distraída.

Insatisfecha, Marianne sale a almorzar. Llega a un café donde puede comprar algo de beber. Se detiene junto a la barra y observa a un chico (Mick Curtis) que está jugando en una máquina de pinbal l. El muchacho juega muy intenso, casi nalguea los botones. Las caderas de éste quedan a la altura de la máquina, así que Marianne comienza a imaginar que sería fácil que él se cogiera a una chica encima de la máquina. ¿Por qué no ella? Piensa.

Entonces se ve a sí misma sobre la máquina de pinball , y el muchacho comienza a penetrarla, sin que sea necesario que deje de jugar, pues sigue presionando los botones. Todo es, otra vez, una fantasía. La música es Disco, pero virulenta, con ráfagas de flautas y bajeo heavy. Curtis igual encaja la verga, oprime el botón de la máquina, mira sus resultados en el tablero. Pese a que se mete casi hasta los huevos, no hay un contacto real, Marianne es sólo un cuerpo, de valor todavía más pobre que la máquina misma. Suena una chicharra, el tipo ganó en el pinball , pero Marianne perdió, pues la fantasía se ha roto, está ella de nuevo en la barra, escuchando el barullo de la clientela.

Barbara Moose

Regresa a su trabajo. Llegan unas visitas con su jefe (un selecto grupo de ejecutivos compuesto por Barbara Moose, Micky Love, Nicole Velna, Alban Ceray, y Richard Lemieuvre). Es demasiada gente. Su imaginación vuela de nuevo. Todo queda hecho una orgía. De rato se sorprende hablando, y su voz se escucha de ultratumba. Se asusta de no estar tan cuerda. Se mira en un espejo y se pregunta cuán loca y obsesionada está. Por suerte verá a su novio y todo cobrará sentido.

Brigitte Lahaie se come una paleta de chocolate

Se encuentra con el novio, interpretado por Claude Irisson, quien aparece en créditos como Thierry de Brem, lo que es una buena forma de dejar atrás un largo día de trabajo. Van al cine, ella se compra una paleta helada de chocolate, y comienza a chuparla. Al momento, su mente comienza a figurarse que lo que está chupando es la verga de su novio, al cual mama en la butaca hasta que éste se riega. El novio tampoco hace contacto alguno con ella, tiene la verga parada y eventualmente vierte su semen en la boca de Marianne, pero no deja de ver, ni por un instante, la película.

El día de Marianne va llegando a su fin. Llega a su casa y se desnuda para bañarse de nuevo, lo cual no es una costumbre francesa arraigada. Mientras se remoja se acuerda de todas las imágenes del día, de la aspirante, de la orgía, del cine, del jugador de pinball , del tren. Hace un striptease para un espectador inexistente que, por fortuna, termina siendo cada espectador de la película, que es la única compañía que ella tiene.

La obsesión sexual de Marianne es tan claustrofóbica que no dudo en emparentar este filme con otro que en teoría es muy distinto, y me refiero a “The Devil in Miss Jones (1972)” . La fantasía sexual es un elemento natural y hasta necesario en la sexualidad de las personas. Resulta fácil a la vez de ingenuo catalogar a alguien, por el simple hecho de que piense recurrentemente en el sexo, como adicto al sexo, o enfermo de sexo. Mucha gente no duda en tildar a otro de enfermo, tal como si se fuese algún tipo de autoridad psiquiátrica para arribar de manera empírica a tales diagnósticos. A menudo cuando la gente diagnostica chileramente a otro este mal (enfermo de sexo), es porque no comprende la sexualidad del otro o preferiría no comprenderla porque aquello que comprende le asusta o incomoda, ya porque le disgustan las preferencias del otro, o porque no se da abasto con tal sexualidad rebosante o porque no le conviene que el otro desee como desea. Estos diagnósticos fácilmente tienen como origen el capricho de que el otro desee justo como nosotros queremos, quedando la posibilidad de que si no se somete a nuestro diseño del deseo podamos diagnosticarlo como enfermo.

Curioso, los libros de psiquiatría al tratar el tema de los trastornos de la sexualidad se basan en aquellas conductas que inhiben o hacen doloroso el ejercicio del acto sexual, y en forma alguna se meten con aquello que puede traer como fruto el goce sexual en cualquiera de sus formas, con excepción de las parafilias, que de alguna forma limitan, en su estrechez, una vida sexual más plena (por ejemplo, si a un tipo no se le endurece la verga si su mujer no lleva grabada en la espalda una cruz de caca, pues ello sí sería un trastorno; no porque le guste que su mujer tenga la cruz de caca en la espalda, sino porque sin ella no se le para, y se está perdiendo toda sexualidad que no incluya el detalle específico que el tipo pide, que dicho sea de paso, quizá a su mujer no le haga gracia la idea).

En el caso de Marianne, no podría diagnosticársele de nada, ni de trastornos sexuales, ni de conductas delirantes, ni de trastorno obsesivo compulsivo, aunque todo el día piensa en sexo, ve imágenes de fantasías sexuales, y evidentemente no puede salir de ellas, porque a grandes rasgos no se inhibe su sexualidad en modo alguno. Sin embargo, si es una cárcel. No parece que sea capaz de dejar de pensar todo el día en la cogedera, y ello si es una especie de infierno.

Las caderas de Lahaie tocadas por una mano anónima

Ya en su casa. Se viste con lencería negra y se tumba sobre su lecho, dejando que las visiones del día rodeen su cama y se suban a ella para poseerla en una orgía con sus propias ideas. La visión de la aspirante le lame el coño mientras su jefe la empala, una mano anónima le toca el culo mientras ella chupa una verga desconocida; el tipo del pinball le da de caderazos, mientras la verga de su novio le sabe a chocolate, y ella misma parece sentir que es ella la que monta a un tipo en un sofá, ella cada mujer de la orgía, la que mama una verga, la que yace empinada mientras alguien la penetra por detrás, los tipos del metro la joden de nuevo, y así, cada imagen del día adquiere cuerpo, un cuerpo invisible que se meterá en su cama sin que ella pueda impedirlo, tomándola por la fuerza.

Aturdida por las visiones, Marianne acude a lo único que puede traerla a la realidad, su propio tacto, y comienza a tocarse su vulva, mientras en su mente retumba su oración preferida, la única, “soy una puta hermosa, soy una puta hermosa”. Termina su día con una masturbación intensa, intentando suicidarse sin saber que no será a pajas que logre privarse a sí misma de la vida. Queda tendida, como muerta, esperando el arribo del día de mañana, donde participará en todos los encuentros que su mente le ofrezca, con la esperanza que, al terminar ese día de mañana, ella tenga lo suficiente para, ahora sí, matarse de placer.

Memorabilia:

En lo personal, la secuencia lésbica entre Brigitte Lahaie y Evelyn Manta es lo más rescatable del filme.

Es quizá la escena donde Marianne se da la oportunidad de establecer contacto con el otro. ¿Que luego se las coge el jefe a las dos? Téngase como que este palito es extensión de lo que ellas se estaban dando en el silloncito de la recepción.

Calificación:

Cuatro chiles.

Salpicaduras:

El tema de la mujer que tiene fantasías sexuales y las vive en su mente es recurrente en el porno, de manera que lo vemos repetirse de manera más o menos burda. Como ya se ha dicho, estas películas exigen de una protagonista que la haga creíble, pues si ésta no logra transmitir una realidad insatisfecha para luego alcanzar la satisfacción en la fantasía, la cinta pasa a ser un porno ordinario. Dicho esto, el morbo de una cinta de este tipo depende de qué tanto la actriz nos convenza de que su fantasía es indebida, pues es ese punto el que promueve la reacción animal de vulnerar.

La bomba es colocada, a su vez, en el espectador, quien luego de ver una de estas cintas no puede ya afirmar que esa chica tímida que nunca dice nada no esté, en su mente, haciendo marranadas. Sin quererlo puedes protagonizar los sueños, seas hombre o mujer, estés bello o feo, de esa secretaria aburrida que te mira como ensimismada, de esa vendedora departamental que te pide le repitas la pregunta, de esa cajera de banco que necesita contar de nuevo los billetes, de la acomodadora de comestibles de la tienda de abarrotes que rompe un frasco, de la conductora del autobús, de la encumbrada ejecutiva, de la pordiosera, de la maestra de primaria, de la senadora, de la cantante famosa, de la esposa del vecino militar, esas que quizá tienen en la realidad una vida sexual incomprendida pero en su mente posiblemente tengan una vida sexual sorprendente.

En su imaginación esta chica común bien podría estarte exprimiendo la última gota de semen, si eres hombre, o estarse bebiendo toda tu lubricación vaginal si eres mujer. No cabe, sin embargo la vanidad ante el hecho de ser el juguete imaginario de tan lindos seres, pues ese que se cogen posiblemente no tenga nada que ver con quien realmente eres, sino con una construcción que, de ti, hacen ellas. Ellas inventándote, ellas jugando con tu imagen pero no contigo, es decir, ellas prodigándose su propio amor.

En lo personal no me voy imaginando que me cojo a quienes me rodean, no porque no pueda, pues la imaginación es enteramente libre de visualizar lo que le de la gana, sino simplemente no es algo que ocurra espontáneamente (y es algo para lo que no me pienso esforzar, pues perdería el encanto). Sin embargo, creo que es muy posible que haya quien sí lo haga.

Esto me quedó muy claro a los diecisiete años, en una vez que estaba esperando un autobús en una parada y estaba junto a mí un albañil chaparrito, como de unos cuarenta años, con la cabeza llena de arena y de canas, con la piel quemada por el sol, brillante ya por sudor o por cebo, con sus zapatos hechos un desastre, con sus manos con dedos muy pequeños y llenos de callos, y junto a él una muchacha muy bonita, de unos veinte años, con zapatos de tacón que la hacían lucir más alta de lo que ya era, de cara bonita, pestañas impresionantes, cabello largo liso y lustroso, con unas tetas bien paraditas y unas nalgas redondas de aspecto delicioso, fragante al grado de que el viento acarreaba su olor desde su nuca hasta nuestras narices. Era evidente que esa chica estaba fuera de mi alcance, y aun más fuera del alcance del albañil (o eso quiero creer). Yo miraba la situación y pensaba en lo jodido que estaba.

Pensaba en lo pinche que ha de ser morir sin haberse cogido a una mujer bonita en su vida, por la razón que sea, que si porque uno es antipático, que si porque uno está feo, que si porque uno es pobre, que si porque uno es un estúpido incapaz de capitalizar una oportunidad, que si el karma, que si las bonitas no apuestan poco. Ante conclusiones tan abrumadoras e inexpertas, el oficio de prostituta me parecía un regalo de Dios para todo aquel que por miles de razones no pudiera echarse a la cama limpiamente a una mujer bella. Ya si además no tenías los huevos para trabajar y ahorrar para pagarte el palo de tu vida, ahora sí estabas más jodido que jodido. Estos pensamientos me venían porque pensaba yo que ni en sueños el albañil tendría oportunidad con aquella chica de la parada de autobús. Me parecía un poco ofensivo que la chica llevara el tercer botón de la blusa desabrochado. Por un segundo entendí la cobarde impotencia del violador, sin que con ello les justifique. Pasó por la calle un cabrón en un mustang nuevecito. La muchacha miró al conductor, o al auto, sin parpadear. El conductor, que además era bien parecido,  comenzó a sudar. Claro que veía al bombón que estaba parado en la acera con cara de Sí, pero nada podía hacer dado que llevaba como copiloto a otro bombón tan bueno como el de la acera. El mustang arrancó y la chica acaso acomodó sus parados como diciendo “de lo que te pierdes”. Yo en plan de observador veía todas estas cosas.

¿Pero el albañil? Ese estaba en otra onda. Parecía más triste yo de saber que el fuera de juego respecto de esta chica era evidente. Quizá se trataba de simples posibilidades. En mi caso, con mi juventud, y cierta singularidad de trato que tenía en ese entonces, había oportunidad, aunque lejana, de que en un acto de estupidez la muchacha me hiciese caso. El albañil ni eso, la oportunidad era inexistente. ¿Resultado? Mi mirada era una queja a Dios, y debo aquí acusar que me he equivocado al decir las cosas. Dije que el albañil ni en sus sueños poseería a una muchacha como esta, y quizá me equivoqué: ¡En sus sueños claro que podía poseerla!

La mirada del albañil era lúdica, su cara era sonriente, estaba en otro universo, acompañado por la chica. En su mente la chica se desabrochaba todos los botones de la blusa junto con el sostén, y con sus tetas le masajearía la verga pequeña, con su boquita linda engulliría los huevos del albañil, quien no perdería la oportunidad de apretarle toscamente las tetas. El albañil perdería su rostro entre aquel par de pechos mientras la muchacha le sacudiría la arena de la cabeza. La  chica se pondría de pie, ya sin su pantalón, y le mostraría su culo al albañil y le preguntaría si le gusta, y él le metería mano, hurgaría el calzón para verle el ano y sonreiría de manera rudimentaria al descubrir que estaba limpio, y así, en su mente le propinaría el palo de su vida.

Pocas películas tratan el tema del hombre como fuente de fantasía. El porno, claramente machista, está para eso, para que el hombre no tenga que fantasear, sino para que le ocurran las cosas que ni en sueños le ocurrirían. Si acaso alguna película muestra al varón como fuente de fantasía, ésta siempre es justificada, siempre fantasea por alguna buena causa, nunca por soledad. Un ejemplo de ello es la cinta “Cailles sur canape (1977)”, donde aparece un hombre fantasioso, Richard Darbois, quien sin embargo, fantasea porque es escritor y por lo tanto más que fantasear imagina en un propósito loable y creativo.

Al igual que Lahaie, se queda en su escritorio y echa a volar “su fantasía”, que aunque es la misma cosa en él ha de llamarse “su inventiva”. En las fantasías de él ocurre todo aquello que no se atreve a admitir cuando está cuerdo. Imagina orgías constantes donde no sólo hay heterosexuales, sino también homosexuales, y al decir homosexuales obviamente me refiero a hombres, pues por conveniencia el porno ha querido sostener (sin pruebas) que la homosexualidad femenina es más común que la masculina. Así, en sus orgías imaginarias una tipa está sentada en la verga de un tipo, en otro sillón dos hombres hacen una doble penetración a una mujer, mientras que en una silla hay una pareja de hombres uno delante del otro; el de atrás le está dando de caderazos violentos al de adelante, quien recibe la verga con total abandono a la vez que se jala la propia verga. A juzgar por la intensidad de los ejecutantes, la tipa montada casi ni se mueve, la de la doble penetración sólo gime, mientras que los ponedores si apenas se mueven, mientras que la pareja de homosexuales están ebrios de pasión, sobre todo al de adelante, que le están dando durísimo y se masturba igual de duro sobre su verga curiosamente erecta en alguien que está siendo barrenado por la espalda. Las fantasías de este escritor son, por lo tanto, muy gay.

Se duerme, echa un palito en la realidad, luego vuelve a soñar. Otra vez sueña una orgía, una en la que dos gentiles caballeros se cogen a su esposa. Sin duda no admitiría eso en la realidad, pero en su fantasía hasta disfruta a los dos pelafustanes dándole verga a su mujer.

No en balde “Cailles sur canape (1977)” fue titulada, para su distribución internacional, bajo el título engañoso de “Orgía Transexual”. No hay transexuales en la cinta, de hecho, pero sí una parejita de machos que se dan con todo. Lo de orgías si es bien verídico.

Y así es como ocurre. La fantasía masculina siempre se enmarca en un contexto que le da razonabilidad. En “Cailles sur canape (1977)”, que ya mostramos, la fantasía surge porque el fantasioso es escritor. Hay otros ejemplos. La orgía que John Leslie visualiza en “Oriental Hawaii (1981)” obedece a que la bruja de Mai Lin le da un tecito que lo droga y le ocasiona tan calientes visiones. Nunca la fantasía por la fantasía.

Hay ejemplos extraordinarios en el cine porno hecho en América que tocan este tema de la mujer que fantasea. No entraré en detalles porque cada uno de los filmes que enseguida detallaré se merece su propio fascículo de Stag Life, tanto por la pericia con la que son filmados, como por la genialidad de sus protagonistas principales.

En “Blue Ecstasy (1980)”, Leslie Bouvee es una nerd setentera que es traicionada constantemente por su subconsciente, el cual se deja llevar por un alter ego: una versión de sí misma que es putísima. Bouvee es garantía de excelente sexo, y en esta película de verdad hace subir el termómetro con su interpretación de académica que se las sabe “ de todas, todas” en ciencia pero que es torpe en cuanto al ámbito sexual, donde es una abstemia de lo peor. Su pudor va cincelando el deseo del espectador, quien se revuelca dentro de sí mismo añorando que ya por fin alguien haga algo para solucionar la precaria situación de Bouvee. En esta cinta ella es una calientaparches, como les decimos en México.

La inocente Leslie Bouvee acosada

por un garañón

Nota aparte. Para quienes hayan visto “Blue Ecstasy (1980)” y a su vez hayan leído el trepidante libro Opus Pistorum , el más pornográfico de los atribuidos a Henry Miller, coincidirá conmigo en que, en el caso dado de que tan delirante obra se filmase (ya en plan de imaginar imposibles, propongo a Alex De Renzy para dirigirla), la Leslie Bouvee de 1980 estaba ideal para que encarnara a la terrible Señorita Cavenvish, por mucho, una de las paradoras de verga más aborrecibles (por aquello que te la pone tiesa todo el tiempo pero nunca cede un solo centímetro de nalga), que va por ahí provocando a todo mundo para luego humillarte si llegas a cometer el error de pasarte de fresco con ella. Obvio, la situación termina por reventar y los personajes de esta historia terminan haciéndole pagar todas juntas.

El hombre es salvaje en cuanto a este tema. Me sigue sorprendiendo cómo mi historia más leída no es ninguna de mis novelas que tanto esfuerzo me costó escribir, sino un relato que escribí en un par de horas por mero divertimento , al que nombré “Clowns”, y que trata acerca de una de estas incitadoras malévolas, ni más ni menos que la mamá de un niño al que le hacen una fiesta de cumpleaños, la cual ni siquiera por respeto a su hijo y sus invitados es capaz de vestirse decentemente. Va vestida de putona en la fiesta, parándoles la verga a todos los invitados. Los payasos, que son muy humillados por ella, terminan por ejecutar un escarmiento ejemplar. Es mi historia más leída, con la que el público más se engancha, la que uno que otro esposo quisiera llevar a la realidad respecto de su esposa, y la que más quejas despierta bajo la forma de “ya ponte a escribir como antes”. Para el común de los hombres, algo tiene de sexy eso de vulnerar.

Sharon Mitchel es voyerista de sí misma en

“Hot Dreams (1983)” de Warren Evans.

En “Hot Dreams (1983)” se aprecia a una Sharon Mitchell que padece de la misma enfermedad que Brigitte Lahaie (es decir, está en su día cotidiano y se le aparecen las imágenes pornográficas).

El sueño de Sharon Mitchell.

Es una cinta filmada por Warren Evans, y cuenta con una calidad de filmación y producción realmente sorprendente. A Mitchell, supongo que por su temperamento, se le dificulta hacer el papel de mojigata, sin embargo, es convincente en el punto de que las fantasías de plano la rebasan, y que ello le gusta.

Es una rareza, la de las fantasías que sobrevienen a una mujer que lo tiene todo. Lo que sugiere esta cinta es interesante también, la existencia de una mujer con un matrimonio aceptable y una profesión exitosa que acude a la fantasía como forma de ser un poco puta sin perder lo que tiene. La fantasía como secreto que expande creativamente la sexualidad, ya no como la vía sexual de la soledad. La fantasía tal como debería ser para todos.