Soy una marrana infiel

Narración de una experiencia de infidelidad, zorrerío y morbo en público, protagonizada en el Metro hace unos días.

Soy una marrana. Un putón redomado, una golfa calentorra, ninfómana, puta barata… como prefiráis, el adjetivo lo dejo a vuestra  elección. Posiblemente, si me lo dijerais en la vida real y fuera de contexto os cruzara la cara, pero con gran probabilidad sería por cubrir las apariencias que lo haría. Os puedo asegurar que ya en la intimidad, igualmente probable resultaría que acabase tocándome excitada pensando en vuestras palabras.

En fin, que soy una mujerzuela. Lo he sido siempre. Desde bien jovencita, apenas despertaba a la preadolescencia, y desde entonces para los restos. No hay nada que hacer: la que nace para puta, puta nace, puta vive y puta se muere.

Tampoco es que sea tan mayor. Tengo treinta y dos. Aún me queda mucho hasta que la Parca me reclame, si Dios quiere, y hasta entonces, si nada cambia, la pasaré follando, mamando… Es mi pasión y a ella me entrego en cuerpo y alma.

Durante la carrera me follé, como quien dice, a media  facultad, pese a tener novio formal durante la mayor parte de ella, compañero de estudios a la sazón. El pobre hubo de soportar una humillación que muy posiblemente a otros hubiese llevado a matarme en un arrebato de violencia de género, tan en boga en los titulares hoy día. Él simplemente se hundió en su depresión, acabando por cambiar de estudios y relaciones. No fue para menos. Varios de sus amigos fueron los que probaron las mieles de mi cuerpo. También compañeros con los que se llevaba especialmente mal.

¿Qué si me siento culpable? Muchísimo. ¿Qué si me arrepiento o lo lamento? ¡Para nada! Me encanta ese sentimiento de culpabilidad. Mil veces que volviese a nacer, mil veces que volvería a hacer lo mismo. Me excitaba muchísimo follar pensando que estaba humillando al chico que tan bien se portaba conmigo y me colmaba de atenciones. Cuanto más humillante resultara para él la cosa, tanto más excitante para mí. ¿Qué soy una hija de puta? Por supuesto: desde que nací. Lo llevo en los genes. Mi madre ya adornó la frente de mi padre con una elegante cornamenta desde que se conocieron. De hecho, es muy probable que mi progenitor biológico no sea el que oficialmente reza como tal. No me parezco en nada a él ni a su familia. Pero en fin, soy hija única y el pobre manso siempre me quiso y trató como propia.

Ya en cuarto curso de carrera, fue que mi propio astado llegó a su límite y dijo basta. Imposible aguantar más cuernos y habladurías.

No fue para mal la cosa. En un par de meses había comenzado a salir con otro estudiante de una carrera diferente –Arquitectura- y bastante buen mozo. La facultad de su especialidad quedaba al final del ancho paseo universitario que, dejando a un lado la mía –Derecho-, hasta ella llevaba, con lo cual nos cruzábamos a menudo. Ya sabéis: el chico me resultaba atractivo y hacía tilín, cruzábamos miradas, alguna sonrisa… un día se decidió a entrarme y hasta hoy.

Efectivamente, el muchacho acabó convirtiéndose en mi marido tres años y dos meses después. Y claro, como la cabra tira para el monte y la puta para la cama, el pobre tampoco podía librarse de su menestra de cuernos.

Esto que voy a hacer hoy –compartir con vosotros esta experiencia- responde a un puro arrebato de morbo. Por razones que no vienen al caso, llevo varios días en permanente estado de excitación. Cachonda como una perra, diciéndolo en cristiano. He hecho muchas tonterías en mi vida y alguna últimamente, así que no será novedad acumular una más.

Entre otras cosas, me excita terriblemente el riesgo de ser descubierta, así que lo haremos bien. Los datos que voy a dar a continuación son enteramente exactos. Salvo las puntualizaciones que añada, ni siquiera voy a cambiar los nombres. Como dijo César, alea jacta est –la suerte está echada-. Si algún conocido lee esto, no tendrá problemas para reconocerme. No es que me preocupe. O sí. Es decir, me preocupa, pero por eso precisamente me excita. Vivo permanentemente en el filo de la navaja. Llegará el día en que todo salte y el precio será mi matrimonio, pero estoy dispuesta a pagarlo y acepto el riesgo. En la vida hay que tener las cosas claras. Si apuestas y pierdes, tendrás que asumir las consecuencias; pero si no lo haces y vives temeroso, nunca vivirás plenamente y dentro de muchos años, cuando seas un viejo –una vieja en mi caso- marchito, lamentarás haber dejado pasar la vida sin exprimirla.

Me llamo Beatriz –Bea- Ojeda Sánchez. No es lo mismo riesgo que certeza: uno de los tres datos –nombre y dos apellidos- es falso, los otros dos verdaderos. Haced vuestras cábalas. Tengo treinta y dos años y soy abogada de profesión. Mido 168 cm, pero suelo usar habitualmente tacones de diversas alturas, con lo cual mi estatura habitual resilta algo más elevada. Digamos que se me ve alta.

Soy morena, llegándome el pelo hasta cuatro dedos por debajo de los hombros en estos momentos, aunque lo he tenido más largo y más corto anteriormente, y en breve tengo pensado cortármelo a la altura de la nuca, justo por debajo del nivel de las orejas. Como Natalia Millán, tan conocida su imagen estos días gracias al concurso televisivo en que ha participado. Recuerda el detalle si alguna vez crees cruzarte conmigo.

De natural es rizado, pero lo llevo permanentemente muy liso. Es posible pues que de vez en cuando me deje un poco y pueda vérseme con un cabello más ondulado, pero de general, tan liso como el de Sara Carbonero o Penélope Cruz –id apuntando-. Muy negro. Me hubiera encantado ser rubia natural -¡adoro el pelo rubio!- y probé, cómo no, a teñírmelo, pero el caso es que a mí en particular me queda mejor el moreno. Admiro y envidio la belleza de mujeres como Elsa Pataky, Charlize Theron, Scarlett Johansson-rubísimas y preciosas todas ellas-… pero el pelo rubio no me favorece, así que me he quedado con el moreno.

Estoy bastante buena. Soy lo que normalmente se dice, valga la redundancia, una tía buena. Voy al gym regularmente y todo eso, pero mentiría si dijera que debo mi cuerpo al deporte. En realidad es cosa de genética. Mi madre  siempre ha sido una mujer guapísima –más que yo- y de ella heredé sus genes.

Alta y delgada. Mi cuerpo tiene cosas que me encantan y cosas que querría mejorar. Mi trasero no es todo lo voluminoso que quisiera. Tampoco pequeño y sí prieto y en su sitio, eso sí. Mis tetas son de silicona, una talla 95. Me hubiera gustado ponerme algo más grande y con toda seguridad en su día lo haré. Desde jovencita me han fascinado mujeres como Pamela Anderson o Jenna Jameson y en esa línea apunto. Algún día, cuando pueda permitírmelo, tendré unas tetas enormes. Unos verdaderos melones. Actualmente sin embargo, mi trabajo en el bufete me cohíbe un tanto. No es que mis jefes me hayan impuesto nada, pero yo misma entiendo que, quizá, no ofreciese la imagen seria que ellos buscan con un pecho tan grande. Sobre todo si se trata de un cambio drástico de la noche a la mañana. No sé, ya digo, son dudas personales mías, no imposiciones de aquellos, con los que realmente puedo decir que estoy muy contenta. El ambiente en el despacho es genial –muy especialmente con uno de ellos >;-)

Los puntos más fuertes de mi cuerpo sin embargo son tres: mis piernas, mi cintura y mi cara. En cuanto a las primeras, puedo presumir de tener un par de extremidades inferiores preciosas. Largas y bien torneadas. En cuando a la segunda, es muy bonita también, pero he de tener cuidado con ella, pues cuando me descuido y aprieto un poco con el deporte o como de menos, tienden a marcarse excesivamente mis abdominales. Considero que no es algo muy femenino, así que cuido de mantener mi sección media con la proporción de grasa justa para cubrirlas. Finalmente, puedo decir igualmente que soy muy guapa de cara. Posiblemente sea mi rostro mi virtud más destacada. No es lo que yo hubiera preferido que fuera –soy del tipo morenaza de ojazos oscuros, cuando, como ya apunté, siento verdadera fascinación y envidia por las beldades femeninas de cabellos rubios y ojos claros-, pero no puedo quejarme y me siento muy pagada y orgullosa con él.

Anteayer (escribo a viernes 05-04-2013)  salí del trabajo cachonda como una perra. No voy a contar por qué, pues sería largo y no viene al caso. Tan sólo diré que llevo varios días en un estado similar. Mi cabeza no funciona como la de la mayoría de personas. El riesgo me excita y mi fantasía me lleva a exponerme en situaciones verdaderamente arriesgadas. Daba vueltas pensando la forma en que aliviaría mi presión interior. ¿Quizá un polvo rápido con Braulio (nombre real del cornudo)? No solemos acostarnos antes de las 00:00, con lo cual habría tiempo pare ello normalmente, pero en estos días Braulio anda liado con un proyecto que le absorbe. Vuelve tarde del trabajo y madruga más de la cuenta. El pobre se tiene que acostar antes, en cuanto puede.  Podría tocarme y masturbarme, eso sí. Me encanta a hacerlo, no vayáis a pensar que para mí es un recurso de simple consuelo cuando falla la carne en barra. Soy adicta a las pelis porno y a los complementos y juguetes sexuales. Y sin esconderme de Braulio. De hecho, a él le encanta que sea así.

No era la solución. En ocasiones me valía, pero ese día necesitaba algo más duro, menos convencional. Me cambié en el parking, dentro del coche. El viernes pasado habíamos quedado para salir a cenar y a bailar después con los chicos del despacho, y había guardado allí algo de ropa por si me apetecía ponerme algo más desenfadado y favorecedor. Me quité el pantalón y las bragas y me puse la minifalda de cuero negra. Bastante cortita, muy sexy. Me queda genial. Eso y los tacones más finos y elevados que los que llevo a diario en el trabajo normalmente. De arriba en cambio, tan sólo me quité el sujetador, dejándome la camisa. Soy de la opinión de que blusas y camisas son prendas femeninas muy favorecedoras, que dan un toque de distinción a la par que conservan el sexy. Eso sí, me desabroché alguno de más de aquéllos.

Y así, tal cual, me dirigí al Metro, prescindiendo del coche. La idea era buscar el gentío y aprovechar para restregarme y encontrar alguna mano osada que me diera el trato que andaba buscando. No es tan fácil como pueda parecer. Yo entiendo a los hombres. Por más que insinúes lo que buscas y les pongas en bandeja lo que ofreces, meterle mano a una desconocida te puede salir caro tal y como están las cosas hoy día si resulta que interpretaste mal sus señales. No es tan normal como pueda creerse que se decidan, salvo, con suerte, para alguna caricia distraída o palmada en el trasero cuando ya el tren ha parado, las puertas están abiertas y se disponen a bajar. Por si acaso te revuelves. Te tocan el culo y salen de allí cortando. No obstante, de vez en cuando hay suerte y te llevas una buena sobada de tetas y glúteos. Entiéndase lo que estoy contando: hay suerte cuando es eso lo que buscas. Cuando no, no tiene nada de afortunado encontrarte con ello.

Ese día era lo que buscaba. Eso y si se terciaba algo más, también. Los vagones venían llenos. Muchísimos chavales que salían de clase y gente que volvía del trabajo a casa para comer. Lo normal entresemana y a esas horas.

Lo mismo que habitualmente. Es decir, casi nada. Alguno de los chavales me tocó el culo y se rió con los amiguetes haciéndose el despistado, pero no era lo que buscaba. Podría hacerlo sido. Si en lugar de reírse y mostrarse como unos niñatos sin valor para abordar a una hembra en toda su dimensión, me hubiesen hecho alguna propuesta descarada a través de sus miradas y gestos, la cosa podría haber acabado de otra manera –no hubiera sido la primera vez que practico el amor en grupo o que me meto en la cama con un colegial-, pero el caso es que no fue así.

A medida que el articulado seguía su camino fui cambiando de lugar varias veces. Supongo que más de uno se preguntaría qué estaba haciendo e incluso es posible que alguno llegase a rumiar que iba calentorra perdida, pero en esos momentos de calentura no me importa lo más mínimo.

Finalmente entró un chico bastante guapo. Rubio tirando a pelirrojo, de unos veinte o veintiún años. Tenía unos ojos verdes preciosos. Pensé que quizá no fuera español. Se le veía de tipo nórdico. Quizá alemán o escandinavo.

Me vio mirándole. Como una tonta, aparté la mirada un momento. Por decidida que seas y claras que tengas las cosas, las que te cogen por sorpresa suelen sacar la tímida que llevas dentro. El juego de miradas acostumbra ser una de esas cosas. Te miro, me miras… y ahora me miras cuando yo no esperaba que me fueras a mirar. Ya sabéis.

Pero el caso es que las cosas estaban claras. Así que, ni corta ni perezosa, me acerqué hasta donde él estaba. Para ese momento, ya avanzado el tren en su línea, iba quedando menos gente en el vagón. Las cosas están claras, ¿no? Si una tía en minifalda y con la camisa desabrochada más de la cuenta para enseñar las tetas cruza miradas contigo en el Metro y luego se acerca hasta donde tú estás sin que haya ningún motivo que lo justifique, no parece que pueda quedar mucho lugar a las dudas, ¿verdad? Pues queda, amigos míos. Queda.

Primero me coloqué de frente a él, casi pegada. Él miraba para un lado, haciéndose el distraído, y yo para otro. O bajábamos las miradas. Se llama hacer el idiota. Tanto por su parte como por la mía. Luego me volví para darle la espalda. Quizá así, sin tenerme de cara… puede que el temor a ver alzarse la mirada de quien has equivocado sus intenciones resulte paralizante.

Tampoco resultó. Y sin embargo sí ocurrió algo que no esperaba. A saber, sentí una mano en mi trasero. Sí, sí, una mano… ¡pero no la del chaval! Muy claro tenía yo a quién pertenecía. Al volverme, había quedado de espaldas a él… y también a otra persona. Un hombre mayor de unos sesenta y tantos años largos, quizá setenta.

De repente me quedé totalmente parada, sin saber cómo reaccionar. ¿Le cruzaba la cara? En realidad no tenía motivo para ello. Lo que el hombre estaba haciendo era lo que yo había buscado. Tan sólo se trataba de la persona equivocada. Si envías señales no puedes quejarte de que respondan a ellas. Lo único que procede es hacer saber al errado que no iban dirigidas a él. Y sin embargo…

Quería que el chaval me tocara. Que me metiese mano y me sobase las tetas. Si cortaba al viejo, muy probablemente disuadiera con ello a éste también. Ya se mostraba bastante cortado e indeciso sin ello.

Me encontraba pues en un verdadero hándicap . ¿Qué hacer? Soy abogada; mi mente está acostumbrada a pensar de forma práctica. No quería al chico para casarme con él. Con gran probabilidad, nunca volvería verle, ni a él ni al hombre. Me daba igual lo que pudiera pensar de mí pues, amén de que ya por mi forma de exhibirme y ofrecerme debería haber llegado a una conclusión similar. Me dejé hacer pues. A ver qué pasaba. Para cortar al viejo siempre estaba a tiempo, pero no para conservar la oportunidad con el muchacho . “Muéstrale lo que puede ocurrirle si se equivoca contigo, Bea, y despídete de lo que sea que puedas esperar de él”. Aunque me limitase a apartarle la mano, podría resultar mi acto suficientemente disuasorio dada su timidez mostrada.

Al principio había tocado con cuidado. Como el que lo ha hecho sin intención. Sabes que no ha sido así, pero si  le preguntas o reprendes por su acto, puede recurrir a esa excusa. Es algo muy acostumbrado y recurrido para tocarte el culo. Después volvió a hacerlo en la misma manera. Una vez, dos, tres… hasta que fue cogiendo confianza ante mi pasividad. Al poco tiempo, me estaba manoseando el pandero a gusto el muy cabrón, con  toda la palma de la mano y sobando a conciencia.

Surtió la cosa el efecto deseado. Animado el chico ante mi actitud al ver que no protestaba,  pasé a sentir una segunda mano. Con ello llegó un estremecimiento de puro morbo y un temor: no quería más manos en mi culo. En el vagón seguía habiendo gente. Mucha menos ya, pero gente al fin y al cabo. La idea no era que se animasen todos los varones a participar. ¿Cómo hacerlo? Cortarlos ahora podría tener los mismos efectos que temía momentos antes. Por otro lado, me excitaba terriblemente la idea de saberme observada por un montón de miradas anónimas. ¿Qué si no temía que entre ellas se encontrase la de algún conocido de mi marido? Por supuesto que lo temía. ¡En ello radica precisamente el morbo de estas situaciones! ¿Qué es la vida sin el juego del Diablo? Desde luego, la mía no es una aburrida y carente de sensaciones fuertes.

La cosa, como suele ocurrir, vino a  resolverse por sí sala. En un momento dado, sentí que la mano que quedaba a mi derecha, la del hombre, levantaba la falda para palpar a gusto mis nalgas directamente, piel sobre piel. Aquello ya resultaba demasiado hasta para mí. No podía dar aquel espectáculo de cara al resto de pasajeros. Al menos no todavía. Aunque iba camino de ello, aún no estaba lo suficientemente cachonda.

Lo que hice pues, fue menear un poco mis caderas para sacudir las manos, retirándose éstas al momento, aunque no raudas ni asustadas. Hecho esto, me giré para colocarme entre los dos, dando la espalda al viejo y la cara al joven. Poneos en situación: estaban los tres cuerpos pegados. Había más espacio en el vagón, cada vez más según se acercaba el final de la línea y la gente iba bajando, pero nosotros nos manteníamos apretados como si fuera lleno, agarrados a la barandilla.

Miré al chico a los ojos pícaramente. Sólo un momento fugaz, en el cual le sonreí invitante. Fue el mismo instante en que volví a sentir las manos del hombre sobre mis glúteos. Después bajé la mirada hasta mis pechos ofrecidos a través del canalillo que dejaba la camisa. Una invitación clara. Y sin embargo, tampoco ahora se decidió. Una cosa era tocarme en trasero de espaldas, sin tener que encararme: otra tocarme las tetas de frente. Lo que hizo en cambio, fue tomarme por las caderas para aproximarme todavía más a su cuerpo y buscar a continuación mis glúteos. Poco a poco.

No tardó mucho el abuelo en levantarme la falda de nuevo. Ahora, al quedar emparedada entre él y el chaval, la escena de mis cuartos traseros siendo sobados desnudos no resultaba tan expuesta. Podía adivinarse, incluso en un momento dado verse más muslo lateral del que debiera, pero no se mostraba a las claras. Me gustó. Me sentía muy puta: muy hembra.

El viejo era más decidido. Y listo. Primero descendió un poco con sus manos para acariciarme las piernas, no suponiendo ello más que una estrategia para anunciar que aquéllas se ponían en movimiento, dejando de limitarse a mis glúteos para buscar nuevas zonas de mi anatomía que palpar. Luego ascendió deslizando por mis caderas hasta mi cintura y, tras entretenerse un poco en ella, seguir hacia mis axilas.

Es una pregunta en leguaje de gestos. Con ella te avisan de que van a tocarte las tetas a continuación, dándote la oportunidad de rechazar la propuesta si no estás de acuerdo con ella. Tocarte los pechos es algo más reservado que el trasero. Un paso más allá.

No le dije que no, claro está. Ni en lenguaje de gestos, ni en ningún otro. Al poco, tenía las manos del chaval también sobre mis pechos. Incluso llegaron a  hacerme reír divertida en su pugna, buscando un espacio libre que palpar y disputándoselo el uno con el otro.

De nuevo pido a los lectores que se pongan situación: yo estoy narrando lo que ocurrió, pero la escena que para vosotros recreo tan gráficamente, no   fue la que vieron el resto de pasajeros. Ellos no tuvieron la oportunidad de verla tan claramente, obstruidos por la intransparentabilidad de nuestros cuerpos apretados. Sí sabían claramente lo que estaba ocurriendo, claro está –qué sino iba a estar haciendo el viejo con sus brazos rodeándome y sus manos perdidas en el frontal de mi torso, o las del chaval colocadas contra el ídem?-, pero el caso es que verlo no lo vieron, lo cual menguaba un tanto la sensación y propiciaba que me cortase menos.

Al poco no quedaba ya casi nadie en el vagón, tan sólo unas pocas personas al final del mismo en la dirección opuesta a donde nosotros estábamos-, lo cual fue aprovechado por mis dos hombres para sacarme las tetas fuera de la camisa para sobarlas a las claras e incluso mamar de ellas cuando aquéllos bajaron. Pensé que las cámaras estarían grabándolo todo. Me encantó. El coño se me hacía agua.

No me voy a extender mucho más. Quería compartir con vosotros la situación original y morbosa, mientras que lo que vino a continuación ya no tuvo nada de especial. El hombre nos propuso ir a su casa, explicándonos que vivía solo. Ante la mirada de duda que debió advertir en mis ojos, me aseguró que él no estaba ya para esos trotes.

-A mí ya no se me pone en forma tan fácilmente, preciosa. Me conformo con mirar y meterte mano mientras te lo montas con el chaval.

Y así fue. Deshicimos buena parte del camino andado en viaje de vuelta, bajando en la estación del hombre y dirigiéndonos a su casa.

Estuvo muy bien. El chaval me echó tres polvos que disfruté como una loca. Pero ya digo, eso ya no tiene nada de especial ni de original. Una escena de follada como cualquier otra. Prescindo pues de narrarla.

Respecto de mis chicos, decir que cambiamos teléfonos y quedamos para repetirlo. La experiencia resultó increíble. Me sentí como una auténtica ramera dejándome sobar por todos lados pro el viejo mientas el chaval me llenaba de polla hasta por los ojos.

Finalmente, a mi marido le dije que tuve que quedarme tomando unas copas con un cliente mientras comentábamos su caso. Ya sabéis: el cornudo es el último que se entera. ;-)

No creo que vuelva a escribir ningún texto para la web. El hacerlo hoy ha respondido, como advertí antes, a un puro arranque de morbo. Espero que su lectura os haya resultado al menos una fracción de lo excitante que me resultó a mí  la experiencia.