Soy una chica gamer 4

La cerda aprende un par de lecciones y de paso su Ama le regala un orgasmo.

—Cerdita, date la vuelta, quiero verte bien.

El esclavo, antes conocido como Javi, mi amigo gordo friki, se apresuró para cumplir mi orden. Donde antes había un hombre ahora ya no quedaba más que una cerdita. Bien está que no era realmente un hombre, solo la sombra de uno. Había perdido todo su vello corporal, a excepción de la cabeza, y como estaba recién depilado, su piel estaba enrojecida por el baño que le había dado de agua caliente. Todo eso hacía destacar aún más su peso, que lo colocaba en la delgada línea entre la gordura y la verdadera obsesidad. Su barriga rozaba el piso, sus piernas y brazos, cortos y gruesos, apenas podían mantener su peso y su culo era gigantesco, con un pequeño plug anal hundiéndose en su agujero. Todo ello le había granjeado el apelativo de cerdita. Mi cerdita.

Mantenía la cabeza mirando al suelo, completamente hundido. A pesar de que lo tenía comiendo de mis pies desde nuestro primer encuentro, o quizá mucho antes, desde que le empecé a mandar fotos mías, nunca había sentido tanto control como ahora. En su cuello gordo había un collar de perro de cuero y en la argolla estaba conectada una cadena de metal que sujetaba con mi mano. Di un leve tirón y la cerda se arrimó más a mí. Ni un quejido, ni un solo comentario. Pura sumisión.

—Boca arriba, con tus patitas de cerda en alto.

Adoptó la pose, apuntando con sus cortas piernas

—Las cerdas tienen cuatro patas —le dije, pateándole el culo.

En seguida levantó también las manos. Cogí unas muñequeras y unas tobilleras y se las até en sus patitas. Dejé corta la cadena que las unía para dificultarle el movimiento. Cogí la mordaza en forma de bola y se la coloqué en la boca. Ahora sí estaba completamente a mi control.

—Espera aquí. No te muevas ni un centímetro.

A mi regreso volví con un botecito de laca de uñas color rojo carmesí que siempre llevaba en el bolso. Lo agité encima de sus ojos. Le quité las braguitas de encaje negro, regalo mío que llevaba puesto desde el primer día. Me senté en el suelo junto a él y coloqué uno de mis pies en sus huevos. Todo hay que decirlo, tenía una polla pequeña, de unos diez centímetros en erección, pero sus huevos eran gordos y colgaban mucho. Al sentir el contacto con mis pies, se empalmó.

—Relájate, cerdita, tienes que aprender a controlarte —dije mientras le pisaba los huevos y un gemido de dolor se escapaba por su boca tapada.

La erección se le bajó enseguida y yo desenrosqué el botecito, mojando con cuidado el pincel. La cerda arqueó la cabeza haciendo un esfuerzo por ver mis acciones. Debía estar en una posición muy incómoda, con la cabeza medio levantada y sus piernas y brazos estirados hacia arriba. Para él era una deliciosa tortura: por una parte, podía notar mi pie descansando en sus huevos, por otra, sentía dolor en tres partes diferentes del cuerpo.

Me tomé mi tiempo para pintarme las uñas, una tarea que yo disfrutaba especialmente. Con cuidado las fui rellenando con movimientos sutiles, como de artista. Antes de acabar el primer pie, su polla recobró su estado de excitación y tuve que volver a pisarlo, esta vez con un poco más de fuerza. Debía suponerle un gran dolor pues después de aquello necesitaba unos minutos para volver a calmarse. Pasé al siguiente pie, colocando el otro junto a su pollita dolorida, y repetí la operación, con la misma parsiomina de antes.

Cuando hube acabado (sin que se repitiera el desagradable incidente de antes), me levanté y volví a sentarme, pero esta vez más cerca de él, apoyando mis pies en su mejilla. Notaba su cuerpo temblar, aunque no se movió lo más mínimo. Sudaba en su frente por la mezcla de excitación y el esfuerzo de tener sus patas tanto tiempo levantadas. Sus ojos se revolvían locos, intentando apreciar lo que le estaba pisando la mejilla.

Yo contemplé mi obra orgullosa. Mis uñas estaban perfectamente pintadas de un rojo carmesí y brillante que conjuntaba con mi pelo y contrastaba con el blanco puro de mi piel. Ni una sola mota de más, ni una imperfección. Solo un blanco cegador con un rojo de ardiente pasión. Agaché mi cabeza para soplar con delicadeza mis uñas y así poder secarlas. Este gesto, que evidentemente no le pasó inadvertido, fue la gota que colmó el vaso y se le empezó a hinchar una vena del cuello. Soplé malvadamente mientras alargaba su agonía, retorciendo mis deditos en su cara, y por fin, me levanté.

—Ya puedes bajar las patitas.

Las bajó de golpe acompañando el gesto de un gemido que interpreté que era de alivio.

—Voy a probar a andar un poco, ¿qué te parece?

Por supuesto, no esperaba ni quería una respuesta, aunque la cerda se esforzó por esbozar un sonido ininteligible que ahogó la mordaza. Yo llevé uno de mis pies denudos a su pecho y apreté con fuerza. No temía hacerle daño pues la grasa de su cuerpo frenaría la acción y además mi peso era bastante ligero en comparación con el suyo. Sin perder el equilibrio, llevé mi otro pie a su cara, cruzándolo entre su nariz y su boca. Hice presión con el pie del pecho para que la mayor parte de mi fuerza recayera en él y no en el de la cara. La cerda empezó a farfullar, pero yo sabía que estaba bien. A pesar de que mantenía todo mi peso sobre su cuerpo, no se movió ni un ápice.

Quité el pie de su cara y lo apoyé en su estómago. Esa parte era más blandita pero me hundía tanto que tuve por un momento miedo de hacerle daño de verdad. Quité el pie para ponerlo en el suelo y así tener un punto de apoyo con el que medir la intensidad. Coloqué el pie del pecho entre sus huevos y su pollita. Esta en seguida dio un coletazo de actividad. Disfruté aumentando la intensidad de mi pisada, observando cómo pasaba de estar erecta a estar flácida por el dolor. Repetí esto dos veces, riéndome con crueldad.

Cuando ya me hube divertido lo suficiente, le quité la mordaza de la boca. Escupí en ella, aumentando aún más la saliva que había dentro, y se la cerré con un movimiento de mi mano. La tuve tapada hasta que noté como su gargantaba tragaba. Hice fuerza para abrírsela otra vez y le coloqué las braguitas dentro, junto con una leve bofetada en su mejilla, a medio camino entre un golpe y una caricia cariñosa.

—A cuatro patas, quiero ver como te mueves.

Con la movilidad reducida, aquello era un espectáculo digno de ver. Le costó incorporarse y cuando lo logró, pareció darse cuenta de que solo podría moverse apoyándose en los codos y en las rodillas. No podía andar, así que se arrastraba, lo cual le hacía humillarse aún más. A ritmo lento fue moviéndose siguiendo mis indicaciones hasta llegar al sofá. Verle trepar con gran esfuerzo fue divertídisimo puesto que no le dejé ponerse de pie sin más, sino que tenía que subir como si fuera un perro de verdad. Por fin pudo sentarse en él, sudoroso por el ejercicio:

—Las patas arriba, cerda

Estiró las piernas y los brazos como antes. Yo desaté las muñequeras de sus brazos y le puse boca abajo en el sofá. Cogiendo sus brazos con fuerza, los junté en su espalda y le volví a poner las muñequeras. Las de los pies estaban bien, de momento. Le volví a colocar sentado, de cara a mí.

No tenía el contro absoluto pero casi. Sus manos estaban completamente inmovilizadas, sus pies apenas los podía mover y del collar colgaba una cadena con la que podía ahogarlo en caso de necesidad. Más aún, confiaba en que cumpliese escrupulosamente cada una de mis órdenes. No obstante, para futuras ocasiones tendría que buscar un sistema en el que estuviese realmente a mi merced.

—Abre la boquita, cerda.

Abrió la boca y rescaté sus bragas, completamente empapadas para entonces. El día anterior ni loca hubiera tocado su inmunda saliva con mi mano, pero hoy todo había cambiado. Ya no era un simple perro o un sumiso. Era mi cerdita. Y como cerdita mía, me sentía responsable de su bienestar y también de su placer. Un perro no merecía siquiera que lo mirase, en cambio, mi cerda se había portado bien y merecía una recompensa. Como todas mis recompensas, iba a ser también una lección. Que yo y solo yo controlo su placer, sus orgasmos y hasta sus deseos. Así las bragas empapadas con mi mano y las enrosqué en su polla, otra vez dura, acariciándole suavemente.

—No hace falta que te diga que tienes prohibido correrte, ¿verdad, cerda?

—No, Ama.

—Bien. ¿Estás contenta, cerdita? —inicié un sube y baja lento, apretando su pola con firmeza.

—Sí, Ama.

—¿Por qué?

—Porque la Ama trata a su esclavo bien.

Le pegué un bofetón fuerte en la cara mientras con la otra mano seguía pajeándole muy lentamente.

—No eres mi esclavo, eres mi cerda, ¿entendido?

—Sí, Ama.

—No te trato bien, te trato como se merece una cerda inútil como tú. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, Ama.

—Dime, ¿en qué estás de acuerdo?

—En que soy una cerda inútil —dijo con los ojos agachados.

—Bien. Hay varias cosas que quiero saber de ti y no me gustaría que me mintieras.

—No, Ama, jamás, Ama —dijo, volviéndome a mirar a la cara.

—Cuéntame, ¿a qué edad empezaste a masturbar esta cosita ridícula que llamas polla?

—A los 12 o a los 13 años, Ama.

—¿En qué pensabas?

—Pensaba en un personaje de una serie, Ama. Xena la princesa guerrera.

—¿Con qué frecuencia lo hacías?

—Varias veces al día, Ama.

—¿Sigues haciéndolo?

—Sí, Ama —dijo, esperando quizá que lo reprendiese.

—¿Cuándo tuviste tu primera experiencia sexual?

—Soy virgen, Ama.

—Pero alguna experiencia habrás tenido.

—Yo... —denotaba una gran vergüenza.

—No me mientas, cerda —dije, apretando sus huevos con una mano. Su erección se redujo un poco y empecé a acariciarle para relajarla.

—Yo... Cuando era pequeño jugaba en un equipo de fútbol, Ama. Era gordo y llevaba gafas, no se me daba muy bien. Los demás chicos se metían conmigo y no tenía amigos. El peor momento era cuando nos tocaba ducharnos...

A pesar de lo vergonzoso que estaba contando, su polla estaba más firme que nunca. Casí parecía una polla de verdad.

—Continua, cerda —dije, aumentando el ritmo de mi mano en su pollita.

—Nos duchábamos desnudos... A mí me daba mucha vergüenza. Sobre todo... sobre todo... porque yo la tenía muy pequeña.

—Y la sigues teniendo, cerda.

—Lo sé, Ama. Había un chico, Eduardo. Se metía siempre conmigo... Convenció a los demás para que me tratasen de mascota. Me... me meaban... Me escupían... Un día Eduardo me obligó a que se la chupara delante de todos. Fue humillante.

Por muy humillante que fuera, su polla no me engañaba. El recuerdo de esa humillación, sumado al de ese fin de semana, lo estaba poniendo a mil.

—Así que eras una cerdita comepollas ya desde pequeñita, eh.

—Sí, Ama.

—¿Por qué no dijiste nada?

—Yo... Me da-daba miedo que mis padres se enteraran y...

—¿Te gustaba, verdad?

—Sí, Ama —dijo con la cara ruborizada.

—Te gustaba sentirte dominado y como una cerda sin voluntad, ¿verdad?

—Sí, Ama.

—¿Cuánto duró aquello?

—Dos años, Ama.

—¿Y en esos dos años solo serviste a Eduardo?

—No... Al principio era solo él pero con el tiempo ordenó que me ocupara de los demás. Eramos pequeños, Ama. Algunos no sabían muy bien ni lo que hacían.

—Pero tú sí, eh. Tú te aseguraste de servirles bien. ¿Te tragabas su corrida?

—Siempre, Ama.

—¿Alguna vez te follaron?

—No, Ama.

—¿Alguna vez jugaron con tu culo?

—No, Ama.

—Entonces tu culo es virgen.

—Sí, Ama.

—Me gusta eso. Y después de eso, ¿tuviste alguna experiencia más?

—Después... Era un adolescente solitario. Ninguna chica se fijaba en mí y yo...

—¿Te corrías pensando en ellas, verdad?

—Sí, Ama.

—Así que pasaste de ser una gorda comepollas a una gorda pajillera, ¿verdad? —dije, imprimiendo un ritmo más rápido a la paja.

—Sí, Ama —dijo, presa de la excitación.

—Hasta que me conociste que pasaste a ser mi cerda.

—Sí, Ama.

—Dime, cerdita, ¿qué es lo que más te ha gustado hacer este fin de semana?

—Besar tus pies, Ama.

—¿Y lo que menos?

—La terraza, Ama.

—Si yo te lo pidiera, ¿serías mi cerda cornuda?

—No entiendo, Ama.

—El chico ese que vino esta mañana. Si te hubiera ordenado que se la chuparas, ¿lo habrías hecho?

—Sí, Ama.

—Era un buen chico, un hombre de verdad. Nada que ver contigo, cerda.

—Sí, Ama.

—Se notaba que tenía una buena polla bajo el pantalón. Una insignificante cerda como tú jamás podría satisfacerme con tu colita.

—Sí, Ama.

—Entonces si le mamarías la polla, eso significa que eres una maricona.

—No, Ama.

—¿¡Cómo!? —apreté con fuerza su polla, indignada.

—No, Ama, no soy ninguna maricona.

—Explícate.

—No soy ninguna maricona, Ama. Soy su cerda. Si la Ama ordena que chupe, yo chupo.

—¿Pero te gustaría? ¿Verme con otro hombre, un hombre de verdad?

—Sí, Ama.

—Procuraré encontrar a alguien con el que poder hacerlo.

—Yo...

—Quieres que sea alguien de confianza, ¿verdad?

—Sí, Ama.

—Entendido, esperaremos a encontrar una persona que aprobemos los dos. Te parece, ¿cerda?

—Gracias, Ama —me miraba con la cara embelasada, profundamente conmovido.

—Bien. Has servido, tendrás tu recompensa. Coloca tus rodillas sobre tu pecho y expón bien tu culo.

Se puso en esa posición más rápido de lo que hubiera imaginado. Desde ahí tenía acceso a su culo y una imagen directa de sus huevos. Su polla se pegaba a su pecho y apuntaba a su cara. Escupí en ella. Su glande lo cubría las bragas de encaje y apenas se vislumbraba una cabecita roja y pequeñita. Fui sacando y empujando el dildo de su culo mientras lo pajeaba, al principio con suavidad y luego más salvajemente. Era un dildo pequeño y se había acostumbrado a su tamaño pues lo tenía desde hace una hora. Empecé a hacerle una paja jugando con el roce de las bragas y de la cadena de su cuello, que tenía enroscada en su polla, sin dejar de meter y sacar el juguete de su culo.

—Escucha atentamente y no digas nada, cerda. Eres una gorda inútil sin amigos. Tus únicas relaciones fueron con unos chavales que se aprovecharon de lo puta que eres. Tu estabas contenta de poder servirles, de que te follaran la boca, de que te mearan, de que te escupieran. Desde entonces fuiste una friki obsesa de los videojuegos que se pajeaba con sus compañeras de clase sin resultado alguno. Porque quién iba a querer tener algo con una sucia cerda como tú —yo le decía todo esto sin dejar de pajear su polla, follando su culo y con un tono de voz sensual y un poco sádico.

»Conseguiste que yo te hiciera caso, pero solo porque te humillaste como la guarra que eres. Desde entonces estás a mis pies y me sirves con el único propósito de satisfacerme. Llevas en tu cuello un collar que te señala como mi propiedad. Mi cerda. Mi puta esclava. Has comido de mis pies. Los has chupado con tu asquerosa corrida en ellos, que yo generosa dejé que depositaras. Estás dejando que te folle el culo porque me gusta que las cerdas como tú tengan orgasmos anales. Te lo follaré tanto que aprenderás a correrte solo con eso, sin que te toque. Tendrás orgasmos con tu culo, en tu coñito de cerda. Te acostumbrarás a tenerlo ocupado todo el día, a estar cachonda con cada roce. Y cuando yo decida, te dejare correrte, pero siempre sintiendo tu culo lleno y bien ensartado. Si te portas bien dejaré que algún día alguien te lo preñe. Te gustaría ¿verdad? Sentir la leche en tu coñito de cerda. Quiero que pienses en eso. Imagina a una inútil como tú satisfaciendo a tu ama.

»Abre la boca, puta cerda. Eso es. Córrete para mí, cerdita.

»¡CÓRRETE!

La cerda se corrió con grandes espasmos. El primer trallazo dio de lleno en su frente y goteó un poco hasta su boca. Los siguientes acabaron en su pecho y en su cuello. Saqué el dildo con el que le había estado follando, fui recogiendo los restos de su inmunda corrida con él y se lo metí en la boca. Lo chupó como si fuera un biberón, mirándome con la cara llena de sudor y una expresión de absoluta devoción.