Soy una chica gamer 3

Se consolida la relación entre el perro y su ama después de un duro día.

A la mañana siguiente me desperté desubicada, en una cama que no era mía, en un cuarto que no reconocía. Mientras tomaba consciencia de la situación, los recuerdos del día anterior empezaron a amontonarse en mi cabeza. Javi con mis braguitas negras comiendo del suelo. Su cara roja por las bofetadas que le había propinado. ¡Dios! Acababa de recordar que lo había dejado en la terraza. Fui hacia allí medio corriendo, rezando porque no le hubiera pasado nada.

Cuando abrí la puerta de la terraza me recibió un pestazo a orina. Claro, no le había dejado ir al baño y se había meado encima. Él estaba hecho un ovillo en el suelo. Me oyó acercarme y tembló visiblemente. No quiso levantar su cabeza. Eso reafirmó mis sospechas de que no lo había hecho nada bien el día anterior. Puede que él me fallara como perro, pero yo lo había hecho terriblemente mal como Ama.

—Javi, cariño, ve a ducharte y tómate el tiempo que necesites —le dije, acariciándole el pelo—. Después podremos hablar.

Él se arrastró fuera de la terraza, sin mirarme, sin decirme palabra. A mí me conmovió profundamente su aspecto desvalido. Eso me confirmó más que nada que si quería que esta relación prosperase, tenía que enmendar mis acciones. Eso empezaba por entender que tenía que haber reciprocidad, confianza y seguridad entre nosotros.

Preparé el desayuno mientras pensaba en lo que le iba a decir. No había mucha comida en los armarios, pero sí encontré varias cajas de cereales. Yo me preparé una tostada con mermelada y un café y desayuné distraidamente, sumida en mis cavilaciones.

Al rato apareció Javi, caminando a cuatro patas y con la cabeza gacha. Llevaba puestas mis braguitas, que parece que había lavado en la ducha. Cumplía las órdenes que le había dado el día anterior pero se notaba que algo no iba bien.

—Ven, Javi, siéntate conmigo —le dije, indicándole la silla que tenía a mi lado.

Javi se levantó con cuidado, todavía sin mirarme directamente a la cara. No obstante, se le escapaban miradas a mi cuerpo, pues estaba desnuda. Comprendí que sentía vergüenza, probablemente de sí mismo, pero que seguía excitado.

—Escucha, tenemos que hablar de lo que pasó ayer.

Silencio.

—No quiero que te sientas maltratado... Quiero decir, siendo justa, entiendo que estés molesto.

Más silencio.

—Javi, estamos teniendo una conversación. ¡Contéstame!

—Sí, Ama.

—No, Ama no. Soy Abby, ¿recuerdas? Somos amigos.

—Sí... —dijo, mirándome por primera vez en los ojos.

No sé qué vio en mi mirada, no sé exactamente qué lo provocó, pero empezó a llorar. Un sentimiento maternal me embargó y dejé que apoyara su cabeza en mi hombro. Le di unas palmaditas en la espalda mientras sollozaba, agitándose un poco. La imagen era curiosa: un hombre gordo y peludo que me sacaba casi 10 años llorando como un bebé en mis brazos.

—Lo siento mucho... He sido un perro malo —me dijo, sin parar de llorar.

—Para nada Javi, lo hiciste todo muy bien... Fui yo la que no supo ser una buena Ama.

—¿No fuiste demasiado buena? Eres la mejor... Yo... Nunca pensé que viviría una experiencia como la de ayer.

—¿Entonces te gustó? —pregunté incrédula.

—Hubo cosas que... no me esperaba a hacer. Pero la idea de decepcionarte era demasiado para mí... Yo supongo que no soy muy fuerte...

—No tienes que hacer nada que no quieras, ¿lo sabes, no?

—Por ti haría lo que fuera.

—No basta con eso. No deberías ofrecerte tan rápido, no sin saber lo que pueda pasar.

—Pero es lo que quiero.

—Yo creo que no sabes lo que quieres. No puedes cederme tan fácil tu voluntad. ¿Y si te hubiera dejado todo el fin de semana en la terraza?

Me miró con pánico en los ojos. Sin duda había sido una experiencia traumática. Toda la noche recordando lo vivido en el frío de la terraza, sin encontrar una postura cómoda, aguantándose las ganas de orinar hasta que no pudo más.

—No...

—Es por eso que necesitamos límites. Hasta que no lo resolvamos no podremos volver a lo que empezamos ayer.

—Entiendo.

—Dime, ¿qué no estás dispuesto a hacer?

—Yo... No me gustaría que me exhibieras. Vivo de mi imagen pública y si alguien descubriera lo que hago... Sería el hazmerreír de Internet.

—Entendido, no te exhibiré públicamente ni te trataré de forma que pueda dañar tu imagen. ¿Algo más?

—El dolor fuerte... Si me lo merezco castígame, pero no quiero sufrir daños permanentes, ni marcas ni nada de eso. Y... —hundió la mirada.

—¿La terraza, verdad? ¿Es eso? Te prometo que respetaré tus límites. Ahora escucha mis exigencias y accede a ellas si estás de acuerdo.

Asintió.

—Lo primero y lo más importante, esta relación se basa en la confianza y en el placer mutuo. Quiero que todo lo que hagamos sea consentido. Si alguna vez algo no te gusta o te supera, utiliza estas palabras de seguridad: "rojo" para que paremos inmediatamente, "amarillo" si quieres descansar o que reduzca la intensidad. ¿Entendido?

Asintió.

—Lo segundo es que cumplas todas mis órdenes, es más, que recibas placer al servirme y a ofrecerme todo lo que es tuyo, que ahora es mío. Solo puedes desobedecerme en un contexto: si yo trato que hagas algo que contravenga tus límites.

Asintió.

—Lo tercero es que no divulges bajo ningún concepto la relación que tenemos, a menos que te lo pida yo. Tiene que permanecer en el más estricto secreto.

Asintió con los ojos brillantes, decididos.

—A partir de ahora, solo podrás dirigirme la palabra cuando yo te lo indique, siempre guardándome el debido respeto. Para ti yo soy tu Ama, tu Diosa y tu Señora; tú, mi perro, mi sumiso y mi esclavo.

—Sí, Ama.

Cogí un papel que había en la mesa y escribí unas líneas.

—Toma, perro, léelo y memorízalo bien. Vamos a formalizar nuestro acuerdo.

Hizo lo que le pedía y le apunté con la cámara de mí móvil.

—Yo, Javier X X, con libertad y en pleno uso de mis capacidades mentales, reconozco a X X X como mi Ama, mi Diosa y mi Señora. Prometo cumplir cada una de sus órdenes de acuerdo a nuestro acuerdo y ser para ella un esclavo fiel.

Cuando término, me enfoqué con la cámara y repetí la parte que me tocaba:

—Yo X X X alias Abby, prometo respetar la integridad de mi esclavo, velar por su bienestar y asegurarme de que sea feliz mientras esté sometido a mis reglas.

Terminé y le envíe el vídeo, así los dos tendríamos una copia. No podía cambiar algunas de las cosas que hice ayer, pero así al menos teníamos definida nuestra relación. Además, Javi parecía más preparado de lo que yo había imaginado. Su lealtad ciega era algo verdaderamente encomiable.

—Bien. Oficialmente, eres mío. Para celebrarlo, puedes desayunar en la mesa como una persona normal. Tienes que reponer fuerzas porque tengo muchas cosas planeadas para hoy.

Me miró con la cara pensativa, como si tuviera algo que decir. Comprendí que me estaba pidiendo permiso para hablar.

—Habla. ¿No quieres comer?

—Sí, Ama, muchas gracias por su amabilidad, pero quiero comer en el sitio que me corresponde, como un perro.

Me sorprendió su sumisión, aunque detecté que había algo más.

—Te excitó que ayer te hiciera comer del propio suelo, ¿verdad, perro?

Asintió, con una pizca de vergüenza.

—Deseo concedido, pero no creas que otra vez seré tan permisiva. Al suelo, a cuatro patas, ¡ya!

El grito no hacía falta puesto que se levantó como un resorte y se tiró al suelo, dispuesto a cumplir mis órdenes. Cogí las dos cajas de cereales que había, enseñándoselas. Él me indicó con un gesto de la cabeza cuál de las dos quería. No le iba a hacer comer directamente en el suelo como ayer, que seguía manchado de la cena, pero sí iba a aprender a acostumbrarse a comer todas sus comidas a cuatro patas. Cogí un par de bolitas de cereal y se las tiré. Una de ellas rebotó en su cara, cayendo en el suelo, y la otra la consiguí atrapar con la boca. Estuve jugándole a tirar bolas, algunas de ellas caían al suelo, pero la mayoría las cogía al vuelo. Yo le daba tiempo de vez en cuando para que fuese recogiendo las bolas del suelo con la lengua. Cuando calculé que ya había comido lo suficiente, le llené un tazón de leche.

Se me ocurrió que me había vuelto a equivocar concediéndole desayunar en la misma mesa que yo. En cierta manera, él comprendía su posición mejor que yo. Le había tratado como a una persona y no como lo que era, un perro. Tenía que recompensarle como perro. Puse el cuenco con leche en el suelo y sumergí mis pies con cuidado. El contraste de mis pies, inmaculados y blanquísimos, con las uñas rojas bañándose en leche, era de lo más excitante. Procuré que se empaparan bien y que mi piel absorbiera toda la leche que pudiera. El perro me observaba atónito, salivando con la boca.

—Bebe la leche, sin manos. Cuanto antes termines, antes podrás limpiarme.

Se tiró como un loco a beberse las leche, tanto que le tuve que tirar del pelo para que no se atragantase. Tenía hundida la cabeza en el cuenco y se escuchaba el sonido de su lengua chapoteando entre el líquido. Descubrió que sorbiendo conseguía beber más rápido pero yo no le quería dar esas facilidades. Le obliqué a que utilizara solo la lengua como el buen perrito que era. Tardó una eternidad de ese modo y no paró hasta que hubo acabado con la última gota del cuenco. Me miró expectante y yo le puse los pies en la cara:

—Limpia.

Me besó las plantas de los pies, el empiene y los dedos durante cosa de diez minutos. Eran besos de adoración pura. Haciendo eso me empapó un poco con los restos de leche que quedaban en su barba, pero no me importó. Así tenía más que limpiar, y también lo recompensaba por su entrega. Le ordené que se dejara de besos y que empezara a lamerlos. Se tomó su tiempo. Primero con los dedos, introduciéndolos en su boca uno a uno. Cuando acababa con un pie, empezaba con el otro y así sucesivamente. Después siguió por las plantas, que estaban un poco sucias, pues había estado andando descalza. No le importó y las trató como si fuese el mejor de los manjares. Limpió a fondo todo mi pie, incluido los tobillos, aunque no se lo había pedido. Se nota que de todo lo que le mandaba hacer, aquello era lo que más le apasionaba. Se podia decir que vivía a través de mis delicados y sensuales pies. Yo, que había estado dominándole tanto tiempo a partir de las fotos de mis pies, empezaba a desarrollar un placer especial al recibir su lengua en ellos. No sé podía comparar con las comidas de coño pero tenían un componente muy erótico, más que casi cualquier otro fetiche. Retiré mis pies, puesto que él seguía chupándolos, a pesar de que estaban perfectamente limpios, y me limpié su saliva en su espalda, restregando mis pies contra ella hasta que estuvieron secos.

—¿Te ha gustado, perro?

—Ha sido lo mejor del mundo, Diosa. Este humilde perro le da las gracias, Ama.

—Me alegro. Pórtate bien y obtendrás más regalos como este. ¿Entendido? —asintió enérgicamente, ilusionado—. Quiero que limpies lo que hemos manchado con el desayuno, así como el suelo de esta cocina y el de la terraza. La manta con la que has dormido la puedes tirar. Cuando acabes asegúrate de estar presentable ante mí. Presta especialmente atención al suelo de la cocina pues ya sabes que será donde comas a partir de hoy.

—Sí, Ama.

Le dejé con las tareas domésticas que yo por supuesto no tenía ninguna gana de hacer y me puse a mirar su colección de videojuegos. Como ya dije, el perro no tenía gastos caros, pero su colección era muy nutrida. Cogi de un estante el juego al que solíamos jugar juntos y jugué unas partidas en lo que esperaba a que acabase con su cometido. A la media hora apareció a cuatro patas en la puerta, con la cara limpia.

—Siéntate en el suelo y coge un mando. Tienes permiso para jugar conmigo y para comunicarte en lo relativo al juego. Eso sí, con el debido respeto, no olvides tu posición.

Estuvimos jugando durante toda la mañana. Extrañamente, fue el momento en el que más cómoda me sentí. Todavía era una ama primeriza y seguía pensando de vez en cuando que ciertas cosas que hacía y le mandaba hacer eran una locura. No estaba del todo acostumbrada a mi nuevo rol. No obstante, hacer algo tan cotidiano como jugar con él me reconfortó y sentí afianzada mi posición más que nunca. Sí, estábamos jugando como siempre, e incluso bromeábamos, pero yo lo hacía sentada en la silla y él en el suelo. Pese a la conversación amigable que teníamos, no dejaba de llamarme Ama y noté que más de una vez se sacrificaba en el juego para que yo pudiese ganar. La dominación, comprendí, no consiste solo en sexo, escupitajos y golpes, sino también en acciones cotidianas como estas. Habíamos aprendido a tener una relación, extraña a su manera, pero natural para nosotros.

Nos interrumpió el ruido del telefonillo. Mandé al perro a que contestase. Era un repartidor, según me dijo. Serán los del sex shop, pensé. Bueno, no podía hacer que el perro atendiese la puerta, pues rompería nuestro acuerdo. Sí, podía ordenarle que se vistiese, pero me gustaba tanto verle vestido solo con mis braguitas usadas... No, debía hacerlo yo. Y así de paso, enseñarle cómo se atiende de verdad a un repartidor. Busqué en un armario algo con lo que taparme. Encontré una camisa blanca. Apenas me tapaba el culo y si me movía mucho, podía levantarse la camisa y que se me viera todo. La conjunté solo con mis zapatos negros.

Llamaron a la puerta y me observé en el espejo del retrovisor. Pelirroja, alta, por los centímetros extra del tacón, extraordinariamente provocativa con la camisa, con una piel blanca y suave. Era realmente una Diosa. El esclavo permanecía cerca, pero oculto. Como yo el día anterior, escucharía todo sin que lo vieran. Abrí la puerta y me topé con un repartidor joven, guapete, unos años mayor que yo:

—Paquete para... ¡Jo-der! —exclamó, levantando la mirada de la hoja que tenía con el pedido.

—Para Javier, ¿no? Es aquí. Espero que no te importe que lo recoja yo.

—Esto... No, qué va... Firma aquí, por favor —cogí el boli y firmé donde me pedía—. Vaya compra, ¿no? En el tiempo que llevo currando en la tienda nunca nadie se ha gastado tanto.

—Tengo un perrito nuevo y necesitaba unos juguetes para entrenarlo —le dije, mordisqueando la punta del bolígrafo.

—Ehh. Claro, claro... Esto... Mi jefe me ha dicho que tienes un descuento en tu próxima compra y que te pases por la tienda cuando quieras.

—Será un placer, seguro que se me ha olvidado alguna cosa... —dije dejando caer el bolígrafo al suelo.

El repartidor se agachó para cogerlo. Se detuvo a medio camino, con su cara a la altura de mis zapatos. Ascendió lentamente contemplando mis sinuosas piernas y el nacimiento de mi vientre, en el que se apreciaban los pelitos de pubis, transparentados por la camisa. Me ofreció el bolígrafo.

—Pero si es tuyo, ¿no lo recuerdas? —dije con una risa cantarina, aparentemente inocente.

—Ehh.. ¿Sí?

—Dile a tu jefe que un día de estos me pasaré por la tienda.

Y sin esperar respuesta, le cerré la puerta en las narices. El repartidor después de aquello se quedó con cara de tonto y un empalme del quince.

Fui a donde el perro y le di el paquete para que lo cargara. Si el repartidor se había excitado, el perro más, y eso que no había podido ver mi artimaña de flirteo. Su pollita hacía una tienda de campaña en mis braguitas.

—Saca todos los objetos de la caja y colocalos encima de la mesa —le dije.

Fue sacando una a uno todos los artículos que había comprado. En la mesa se amontonaron los botes de crema, los consoladores, los picardías y demás artículos BDSM. Echando un vistazo rápido me di cuenta de que quizá necesitaría una o dos cosas más... Sí que tendría que ir a la tienda, sí. No me detuve mucho en contemplar los objetos. Ya los había visto mientras los compraba y además tarde o temprano iba a jugar con todos ellos. El que si los miraba era el perro, sobre todo el gran consolador negro con forma de polla y venas marcadas, de más de veintecentímetros de longitud y unos cuatro o cinco de grosor. Cogí uno de los picardías que había comprado, junto a unas delicadas medias de rejilla.

—Vísteme, perro —le indiqué.

Me senté en el sillón y levanté mi pierna para que me introdujera una de las medias. Lo hizo con mucha finura, palpando mi pierna hasta que la media se acopló perfectamente a mi cuerpo. Sabía que él tenía un fetiche por la lencería así que disfrutaba viendo su cara completamente sumisa y entregada. Siguió con la otra pierna y contemplé mi cuerpo. Tenía un vicio tremendo con esas medias. Me levanté para ponerme el body negro. Era también de rejilla, aunque parte también de encaje. Tapaba mis pezones y en la zona de mi sexo había un agujero. Se anudaba con dos tiras a mi cuello. El conjunto era arrebatador.

—Cálzame.

Lo hizo temblando con las manos, visiblemente nervisoso, y cuando terminó beso mis puntas, hasta que le di una pequeña patada para que se retirase. Cogí un par de artículos de la mesa y le ordené que me siguiera.

Le metí en el baño y le ofrecí un bote de crema depilatoria.

—Toma, úntatela por encima del cuerpo. No quiero que quede un pelo por debajo de la cabeza, ¿entendido? La barba de momento te permito conservarla y eso solo porque me gusta como te la ensucias al comer. Levántate y quítate tus braguitas. Tienes que hacerlo con brío, la crema es de efecto rápido.

Contemplé como se fue embadurnando el cuerpo de esa crema. Tenía una cantidad de pelo repugnante y yo ya había decidido que quería a mi perrito completamente aseado. Esperaba que la crema funcionase bien pues nunca había utilizado nada parecido. Yo en mi casa me depilaba los cuatro pelos que tenía con una maquinilla. En dos minutos había completado la acción de manera eficiente bajo mi atenta mirada.

—Espera un rato a que haga efecto. Ponte de cara a la pared, no quiero verte.

Aproveché esos minutos para mirarme al espejo. Si antes con la camisa tenía una pinta de joven provocadora, con esta ropa parecía una verdadera dominatrix. El encaje podía ser delicado, no había ni el cuero ni el metal que había visto en otros trajes de ese estilo, pero la rejilla sí le daba ese aire de domina. Es impresionante como un par de piezas de ropa pueden cambiar tu perspectiva de ti misma. Me sentía fuerte, poderosa. Al mando. Nada ni nadie se intepondría en mi camino.

—Ya, perro. Coge esta espátula y retira tu sucio pelo.

Fue muy curioso ver como se depilaba. La crema funcionaba mejor de lo que esperaba: con una simple pasada retiraba todo el pelo. Hizo un buen trabajo en sus pies, piernas, huevos, pecho y axilas, pero en su espalda y en su culo no le alcanzaba bien el brazo. Dejé que lo intentara un rato, divertida, y luego le pedí la espátula para acabar de hacerlo yo. Procuré quitarle todo el pelo sin rozar en ningún momento su piel. Cuando la pase por su culo se movió ansioso y tuve que azotarlo un par de veces para que fuera paciente. El resultado fue un cuerpo rasurado, con restos de crema y pelo pegado y algo rojo.

—A la ducha, vamos a limpiarte. Dame el cabezal y prende el agua caliente.

Encendí la ducha y apunté el chorro, moviéndolo entre su pecho y su vientre. El agua todavía estaba fría así que durante un rato soportó el baño y a juzgar por como se le encogió su pollita (no me imaginaba que pudiera hacerse más pequeña), estaba helada. Con el tiempo empezó a estar muy caliente y ya sí, aclaré todo su cuerpo. Todos los pelos que le habían quedado desaparecían con el agua caliente. Manejar la ducha mientras él miraba el suelo fue muy excitante: me imaginé cómo sería bañarle con una manguera. Mmmm... Tenía que probarlo algún día.

—Date la vuelta, enséñame tu culo y abrételo bien para que yo lo vea.

Como ya no tenía su inmundo pelo, su culo se ofrecía ante mí, sin ningún tipo de impedimento. Su ano era pequeñito y cerrado, al parecer tenía miedo. Quizá no fuera pequeño sino que sus nalgas eran tan grandes que en comparación lo parecía. Acerqué el cabezal a su culo y lo lave por fuera. Si le molestaba el agua caliente, no dijo nada.

—Ahora coge un dedo y métetelo hasta el fondo. No dejes de abrirte el culo con la otra mano.

Llevó una mano a su ano y con timidez fue palpando su agujero, introduciendo apenas una falange.

—Venga, coño, ¡es para hoy!

Hundió dentro todo su dedo, dando un respingo. Instintivamente, empezó a moverlo en su interior, muy sutilmente.

—¿Te habías metido algo antes en el culo?

—Sí, Ama, cuando era pequeño me introducía lápices, rotuladores...

—¿Y qué hacías después con ellos?

—Los olía, me ponía muy cachondo el olor, Ama.

—Bien. Vamos a hacer algo parecido, solo que en vez de olerlos vas a chuparlos. Contra mejor lo hagas, más fácil entrará después. Venga, empieza.

Sacó su dedo y lo llevó a su boca. Yo desde mi posición no veía como lo chupaba pero estaba segura de que lo hacía sin rechistar. Le hice repetir esa operación cinco veces y le ordené que empezara a hacerlo con dos dedos. Después de un par de intentos, consiguió meterlos y sin yo decirle nada, los sacó para chuparlos y lubricarlos bien. La siguiente vez entraron a la primera y empezó a follarse el culo con ellos. Cuando llevaba un rato le mande parar y que se abriera bien el culo. Solo había dilatado un rato, pero suficiente. Quería ponérselo un poco fácil por ser la primera, pero no lo suficiente como para que no le doliera.

Escupí en el centro de su ano y le introduje de golpe el plug. Hizo resistencia al principio pero haciendo fuerza conseguí que se lo tragara. Aunque era un plug pequeño, debió dolerle. Apenas un quejido salió de su boca. Cuando su anillo absorbió la parte más gruesa, se cerró en el plug, indicándome que estaba bien metido y sujeto. No podría sacárselo sin tirar bastante y hacerse más daño.

—¿Te ha gustado, perro?

—Sí, Ama.

—Límpiate otra vez los dedos pero delante de mí.

Lo hizo obediente y goloso. Le saqué de la ducha y dejé que se secara. Como no le había mojado la cabeza, fue rápido. Con un chasquido mío se puso otra vez a cuatro patas. Noté que me miraba insistentemente, pidiéndome permiso para hablar.

—Habla, perro.

—Necesito... ir al baño, Ama.

—Los perros no van al baño; mean. Lo que sea que tengas que hacer, hazlo delante de mí. Rápido, quiero ver como andas con tu nuevo juguete.

Le costó un poco pero consiguió que saliera un chorro. Fue una meada patética, no sé si porque se sentía cohibido. Cuando terminó le mandé que se pusiera las braguitas y que volviera a adoptar la pose de perrito. En su cara noté... ¿Alivio? ¿Decepción? No sé, parecía que esperaba algo más.

Salimos del baño y ya en el salón, obserbé mi obra de arte. El cambio era palpable. Sin pelo parecía mucho más gordo y joven. Además, el agua caliente había hecho que su piel estuviera toda roja. Parecía... ¡Dios! Parecía un cerdo. Así se lo dije.

—¡Todo este tiempo pensando que eras un perro y resulta que eres un cerdo! ¡O una cerdita! Gruñe un poco para mí.

¡Oink! ¡Oink!

—¡Qué cerdito más educado! Gruñe un poco más fuerte.

¡¡Oink!! ¡¡Oink!! Estaba metido en su papel y hacía los guarridos con empeño.

—¡Ven aquí cochino!

Acercó su cabeza y yo le coloqué un collar de esclavo de cuero con tachones de metal. Tenía una argolla en el centro. Lo apreté para que se acostumbrara a su presencia, sin tampoco cortarle la respiración.

—¿Y qué prefieres? ¿Ser un cerdido o una cerdita?

—Una cerdita, Ama.

—No no, una cerdita no. MI cerdita —dije, colocándole una cadena en la argolla del collar.