Soy un depravado

¿Acaso no le asiste a un padre el deber y el derecho moral de procurar protección a su hija, incluso cuando él y su novio se creen solos en casa? Me escondo y los espío porque mi hija me preocupa. Solo por eso.

No tengo ningún reparo en que se me califique de depravado o enfermo. La concupiscencia la considero innata en los hombres y además me asiste el deber moral de procurar protección a mi prole así que yo, como buen padre y pérfido hombre concupiscente, sediento de sensaciones corporales, táctiles o visuales, sonoras o aromáticas, permanezco atento y oculto en el armario ropero de la habitación de mi hija, espiando como transcurre uno de sus frecuentes polvos con los no menos frecuentes novios que se trae a casa.

Tampoco tengo ningún reparo en admitir que me estoy haciendo una paja mientras los espío a través de la rendija entornada, parapetado tras el lógico desinterés de mi hija y su novio por lo que ocurra en la habitación en general —y en este armario en particular. Se creen solos en casa—, amparado en la penumbra que la exigua luz que la lamparita de la mesita junto a la cama otorga. Me froto la verga despacio, postergando con deleite el estallido de placer, deleitándome en los movimientos lentos de mi mano ensalivada a lo largo del tallo, en una suerte de incestuoso remedo de polvo y que será lo más cerca que estaré de poder follarme a mi hija.

Tengo, pues, que resignarme a no poder acometer la bendita tarea de besar los labios mullidos de mi hija y también resignarme a que no disfrute de las caricias y arañazos de mis dientes sobre sus pechos turgentes y de que sus pezones erizados no incendien las sendas que tracen sobre mi piel. Ni siquiera gozo de la posibilidad de poder maniobrar mis dedos a mi antojo por los recovecos de su cuerpo, ni siquiera puedo aspirar la dulce calidez del aliento exhalado de la boca de mi hija Nuria, ni siquiera puedo participar de la relajante sensación de un corazón ajeno latiendo desordenado y confuso bajo el cuerpo que tengo debajo.

No sé cómo se llama él y tampoco tengo reparo en negar ese conocimiento. No es debido a que no atienda a las conversaciones que solemos tener la familia y donde intento sonsacar de una manera más bien pueril los aspectos más sórdidos e intimidantes de mis hijos; lo que ocurre es que Nuria es muy comedida con sus amores y poco puedo sacar de ella, debiendo ocultarme como ahora hago en el armario para poder obtener información de primera mano.

Recuerdo la primera vez que me propuse obtener información directa y encubierta. Asistí alborozado a esa primera tarde en la que, creyéndose sola en casa, Nuria se paseó desnuda, recién acabada su adolescencia y con el cabello cubierto con una toalla, la piel aún brillante por la ducha disfrutada, preparándose para la primera cita que esperaba culminase en un escarceo sexual. Así se lo confesó a su amiga por teléfono, charlando con ella, tumbada —espatarrada, mejor dicho— en el sofá, con las piernas muy abiertas y aquel bosquejo de coño cubierto de vello frondoso. Se lo cardaba con las uñas y, de vez en cuando, se frotaba el conejo bajo aquella acumulación de oscuro vello púbico.

Nuria, para mi deleite, abomina de esa cruel moda que existe ahora de depilarse el coño hasta dejarlo pelado como si fuese el sexo de cualquier niña. No reniego del placer supremo de la contemplación de un coño completamente desbrozado, con esas divinas y asépticas y aniñadas formas rosadas asomando entre las piernas, como puertas que, una vez abiertas, dan paso a otras puertas más pequeñas aún y que, traspasadas estas últimas, liberado queda ya el acceso al paraíso. Piel de melocotón, jugos dulcísimos regando los rosados pliegues. Pero el vello —¡a dónde vamos a parar!— es signo indiscutible de vida. Y también signo de madurez. ¿Acaso no esperábamos con ansia cuando éramos jóvenes (nosotros y ellas) la aparición del color oscuro en aquella brumosa y algodonada pelusilla transparente que alfombraba nuestros genitales? ¿Acaso no experimentamos un sentimiento de madurez mal entendida ante nuestros padres cuando nuestro sexo apareció ya cubierto de vello espeso, rizado y frondoso? Ignoro, pues, el motivo por el que, más tarde, surge tanto celo en dejar el genital libre de vello e irritado como el culito de un bebé recién usado y limpiado.

Nuria, ya lo he comentado, tiene el coño frondoso. Y es esa frondosidad, aparentemente descuidada, como el peinado del cabello de la cabeza —más bello cuanto más natural parece—, la que me embarga de gozo cuando asisto, al igual que el chaval cuyo cuerpo me gustaría suplantar en este momento, al descenso de las braguitas de mi hija por entre sus muslos. A mi niña me la desbragan. Como si el telón de una platea se tratase, asisto expectante al lento aparecer del vello espeso y alborotado del coño de mi hija y, al igual que ese chaval cuya suerte envidio como digo, me relamo y me considero dichoso de contemplar semejante virtuosismo piloso. Mi hija se sonroja y aquel sonrojo parece tener su réplica en la cara del chico, que sigue mirando extasiado aquella maravilla que crece entre los muslos. Y después, como tantos otros antes que él, al igual que haría yo sin duda alguna también, hunde la nariz y los labios en aquella mullida almohada de pelo de donde surge en su interior la fuente de un magma viscoso y de sabor que imagino dulce como el melón y salado como el marisco. Mi hija gime embargada por el placer de sentir tanta atención encima de su coño y del pelo de su coño y ríe y chilla como una bendita muchacha mientras el chaval pugna por comer a mordiscos toda aquella masa de vello púbico de aspecto delicioso y, seguramente, manjar de dioses. Su lengua, cargada de saliva, igual de espesa que la que anega mi paladar mientras la trago con frecuencia creciente, va depositándose por el vello aireado y mullido, deshaciéndolo como algodón de azúcar, apelmazándolo y comenzando a sorber del delicioso néctar que fluye de entre la vulva de mi hija.

Yo debo detener durante un instante el frotamiento de mi polla porque he comenzado a notar las contracciones preliminares del orgasmo y, a la vista está, por la parsimonia y dedicación que pone el novio de mi hija en alimentarse de su coño, que ese polvo va a tener una amplia dilatación temporal. Nuria acusa todos los estados animales por el que hemos atravesado los seres humanos. Se retuerce como serpiente y sisea con eses muy silabeadas al sentir el embate de dientes y lengua y labios sobre su raja. Luego aúlla y gruñe como una bestia caliente y rabiosa al sentir los pellizcos de los dientes en su carne rosada; araña y hunde sus dedos en la espalda del chico. Y por último, como ser humano, engancha las orejas del afortunado muchacho y le obliga a subir hasta la altura de su cara para comérselo a besos, a la vez que la parte inferior de su cuerpo continúa en estado reptil y restriega toda su humedad salival y vaginal por el afortunado sexo del chaval.

Me muerdo los labios y sufro mucho cuando mi hija guía la verga hacia la entrada de su encharcado coño. La herramienta suele —y esta vez no es la excepción— deslizarse con tanta suavidad por el interior de su cuerpo que se me detiene hasta el alma al ver el rápido discurrir por su interior. El chaval bizquea sin poder creer que el placer pueda sublimarse de tan gozosa forma y las piernas de mi hija completan el acoplamiento cruzándose por encima de la grupa del novio. De esta forma, con los muslos de Nuria bien separados, la penetración alcanza cotas profundísimas y los gemidos de ambos se elevan y reverberan por las paredes y terminan invadiendo la angostura del armario donde estoy escondido. Se creen solos pero no lo están —me encanta espiar a Nuria, de verdad—. Ambos se mueven intentando sincronizar lo que no puede ser sincronizado porque, ¿cómo pedir al cuerpo que se adapte a un ritmo de movimientos placenteros que no son los suyos? Así pues, sus jadeos y gemidos resultan desparejos y cacofónicos, dulcemente cacofónicos pues es la intrínseca diferencia de ritmos la que provoca el placer mutuo al ser satisfecho el cuerpo propio de maneras desconocidas.

Los pechos de mi hija, revolucionados entre sus brazos, agitados y removido su interior horizontalmente, me obligan a mantener los ojos bien abiertos, aún a pesar de necesitar varios parpadeos para limpiar las gotas de sudor que recorren mis sienes y mi frente. El chaval que la folla también asiste extasiado al espectáculo de contemplar los divinos melones de mi hija sacudirse con cada embestida, impelidos por el efecto de la inercia del empellón. ¿Acaso no hay mayor disfrute que contemplar la acumulación de grasa y músculo moviéndose de forma caótica en la teta femenina mientras  los pezones, como aflojadas tuercas rosadas o rojizas o anaranjadas u oscuras, colocadas sobre arandelas de asimétrico radio, parecen barquichuelas a merced de huracanados vientos y furiosas tempestades en el mar de la teta?

El gimoteo de ella suele ser preludio de ronco gruñido por parte del novio. Éste no defrauda. El vientre de mi hija se contrae hasta asemejarse a cordones durísimos de acero mientras el resto del cuerpo se somete al brusco estremecimiento de los desgarradores orgasmos que hacen tensar y contraer los dedos de manos y pies, orgasmos que agarrotan músculos y debilitan su mente hasta licuarla y someterla al influjo arrollador de las contracciones del éxtasis. Me encanta oír como mi hija murmura insultos procaces y tiernas palabras de amor al mismo tiempo; como su rostro se contrae de la forma más dulce —porque no hay nada más dulce que el rostro de una mujer contraído por el avance arrollador de una contracción orgásmica—. Todo su cuerpo cruje y se somete a la voluntad de un imperioso orgasmo. El cuerpo del chaval me imagino que gozará tal y como lo hago yo, descargando gruesos trallazos de semen que salpican por entre las prendas de vestir de mi hija aquí, en el armario ropero que es mi escondite.

Pienso que el chico ha quedado satisfecho porque se levanta  con andares borrachos, caminando hacia el cuarto de baño tras besar con suavidad y ternura la cara de mi hija.

Y, es solo al escuchar el salpicar de orina en la taza del inodoro cuando mi hija se levanta de la cama y se acerca al armario.

—¿Te ha gustado, papi?



Ginés Linares. gines.linares@gmail.com


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