Soy tu chacha

A Javier, recién llegado a México por trabajo, le encuentran la asistenta perfecta

Cuando me trasladaron a Orizaba (Veracruz) por mi ascenso en la empresa, no pensé que el mes de transición hasta que pudiera traer a Luisa, mi mujer y a mi hija María pudiera ser tan… distinto a lo que había planeado. La primera semana allí, entre la emoción por el ascenso, los nervios y la extrañeza de vivir en otro país, el temor a hacer estar haciendo lo correcto en la compañía y la añoranza de los míos, de mi país (España) y de mi ciudad (Madrid) hicieron que apenas me enterara de las cosas.

Bastante tenía con coordinar el proyecto de fusión entre las compañías telefónicas mexicana y española, que yo debía dirigir. Mis turnos de trabajo sólo se explicaban en mi soledad y mi afán por hacer méritos, por demostrar que no se habían equivocado dándome el puesto. Pronto, eso sí, estuve al límite de la saturación, y si no hubiera sido por Rafael, un viejo amigo mexicano de mi padre, a lo mejor habría enfermado.

Rafael, de casi 60 años, aunque muy bien conservado (me consta de sus múltiples romances, romances que se añaden a sus tres matrimonios, el último con una mujer casi 40 años más joven que él), me tiene un especial aprecio porque cuando empezaba a trabajar, mi padre lo acogió e impulsó su carrera. Ahora, me decía, quería devolverme el favor. Lo primero que hizo fue buscarme casa y coche. Luego, me aconsejó para rodearme de gente válida y de confianza. Y por último, se ocupó de detalles que en apariencia son menos importantes, pero que luego resultan vitales, como por ejemplo el tema de la limpieza del hogar.

Ya entonces me había aconsejado que los fines de semana debían ser sagrados y por tanto estaba prohibido ir a trabajar. Y que un par de mañanas no apareciera por la oficina, así como que saliera pronto por la tarde los jueves y los viernes. Yo le decía que prefería estar ocupado, pero él no me hizo caso. Ahora veo que los consejos posteriores iban encaminados en una clara dirección, pero ahí no me fijé en que no sólo quería posicionarme bien en la empresa, sino que quería proporcionarme todo tipo de comodidades.

–Javi –me dijo un día, en tono confidencial y serio–. Me pasé ayer por tu casa y estaba todo hecho un desastre. Así nomás que viven los puercos, buey.

Como muchas veces me pasa, no me había dado cuenta hasta que me lo hacían notar. Me avergoncé un poco y pedí tontamente disculpas.

–Para eso estoy aquí nomás. Mira, a ti lo que te hace falta es una asistenta, creo que le decís allá por vuestro país.

–¿Y dónde consigo una criada? Ni tengo tiempo ni mucha idea, aquí no conozco a nadie.

–Mira, yo conozco una criada que es la mejor, te lo aseguro. Se llama Ana y te va a encantar.

Ni siquiera a pesar de sus visibles sonrisas burlonas supe ver dobles intenciones. Así que él contrató a mi asistenta y en tan sólo dos visitas por la casa (una casa considerable, en un barrio residencial y exclusivo) se hizo notar el acierto de la gestión de Rafael. Se lo comenté a Luisa en mi acostumbrada llamada a mediodía (en España ya de noche) y se puso muy contenta, pues sabe que lo mío no son las tareas del hogar. Me preguntó por ella, y le dije que no la conocía. No había coincidido con ella aún, aunque ese momento llegó la mañana del miércoles, una semana después de que Ana hubiese comenzado a trabajar. Yo libraba siguiendo las recomendaciones de mi amigo.

Oí la puerta (Rafael ya me había dicho que le había conseguido llaves) cuando estaba a punto de terminar mis ejercicios matinales en la bicicleta estática. Dudé un poco porque soy bastante tímido en este tipo de situaciones, pero me dije que le alegraría si elogiaba el trabajo en la casa. Carraspeé cuando salí del cuarto de entrenamientos para hacerme notar. La puerta del cuarto de baño grande estaba abierta y me asomé. Me quedé sin aliento cuando vi que Ana, de espaldas a la puerta, tenía unas mallas ajustadas por las rodillas. Un tremendo y desnudo culo moreno me estaba saludando, realzado por la postura y por unas sandalias delgaditas de pata de gallo con tacón.

Pensé que iba a asustar y apurar a la criada y, aunque intenté retroceder para que no me viera, ella se giró. Sus ojos negros se me clavaron con una intensidad y una lascivia increíbles. Ni mucho menos se mostró cohibida o angustiada. Se dio la vuelta con tranquilidad (sus mallas, y ahora veía también que su tanga, estaban en las rodillas, nada cubría su pubis, y por encima una camiseta color lila de tirantes bien entalladita resaltaba una delantera de cuidado) y me saludó:

–Eres Javier, mi patrón, ¿no?

Me habló como si nada, como si estuviera vestida, tan tranquila, no como yo, que estaba impresionado y avergonzado a partes iguales. A duras penas conseguí pronunciar una afirmación. Pero ella volvió a tomar la iniciativa para acercarse a mí (con bastante elegancia pese a tener un elástico en las rodillas) y darme dos besos. Pensé que había sido casual que me rozara los labios. Me quedé prendado de su perfume punzante y de la suavidad (y al mismo tiempo sensualidad y calentura) de su boca.

–Tenía muchas ganas de conocerte, papito.

Me disculpé por haberle interrumpido, pero ella quitó importancia al asunto. Aunque intentaba mostrarme caballeroso, se me iba la vista a la anatomía de mi sirvienta: morenita, no muy alta, muslos carnosos pero fuertes, buenas caderas, curvas de cintura para arriba, depilada en el chocho, se intuía bajo la camiseta un buen par de tetas, e incluso los pezones parecían transparentarse. Encima era bonita, con su naricita fina, sus cejas delgadas, sus labios carnosos, sus ojos vivaces, los aros grandes en sus orejas y el pelo negro que le llegaba un poco por encima del cuello. Noté cómo mi polla estaba perdiendo la batalla a seguir imperturbable, así que, muy turbado y vacilante, me disculpé alegando sudor y un baño, no fuera que mi pantalón corto reventara.

Al desnudarme en el aseo, en efecto, mi polla estaba dura como pocas veces había estado. Hacía tiempo que no veía el coño de una mujer que no fuera mi esposa o en vídeos o fotografías por Internet. La imagen de Ana no se me quitaba de la cabeza y no veía la hora de entrar en contacto con el agua caliente. La paja que me iba a cascar iba a ser de campeonato. Pero entonces, la puerta se abrió y vi que Ana, completamente desnuda, me preguntaba algo que tardé en comprender, sin duda porque toda la sangre se había dirigido a mi entrepierna:

–¿Quiere el señor que compruebe la temperatura del agua?

Ahí estaba yo, con mi metro ochenta, sudado, mi cuerpo más bien delgado y pálido, mi barba de una semana, mi polla dura como una estaca, sobre la que mi mano derecha ya se había enroscado. Como un estúpido, le pregunté si realmente era Ana, la sirvienta.

–Claro, mi amor. Soy tu chacha, y espero complacerte como ninguna otra criada antes.

Y se acercó, ataviada con sus sandalias y nada más, sus carnes oscuras y palpitantes oscilando, sus pechos moviéndose en consonancia con sus pasos, sus pezones alargados y marrones llamándome con fuerza. Se arrodilló, con el culo otra vez en pompa, alargó un brazo y lo metió en la bañera (ella dijo tina, “la tina está tibia”). Desde esa posición, me miró y sonrió.

–Si quieres, me meto yo primera y te digo si puedes entrar.

Asentí, como un idiota. Sus movimientos eran tan sexys que temía correrme en cualquier momento ahí mismo, sin que ella me tocara. Ana realzaba su cuerpo con gestos coquetos y estudiados: se quitó las sandalias, levantó una pierna para mostrarme su coño brillante, inclinándose lentamente para que sus pechos le adelantasen y se manifestasen mucho, se metió poco a poco en el agua y gimió conforme sus carnes se sumergían.

–Está perfecta, papito, puedes entrar.

Obedecí, aunque sabiendo que me movía con suma torpeza. Era como si la erección que mantenía rompiese mi equilibrio y no pudiese mantenerme recto. Busqué a toda prisa ocultar mi pene tieso y me sobresaltó el contacto del agua.

–Ya me dijo Rafael que eras un poco tímido y que si estabas parado no era porque no te gusto, ya he visto que al menos le gusto a tu vergote –y se rio–. Los patrones suelen meterme un dedo en la concha para comprobar que todo está perfecto…

Seguía sin moverme, así que ella misma me cogió el brazo y lo acercó a su cuello. Puso mi mano en su seno izquierdo. Caliente, blando y terso, con la aureola marrón alargada y el pezón erigiéndose excitado, como un punto engrandecido y desafiante. Al poco, fue bajando por su tripa, hasta llegar a su pubis. Ahí no tuvo que guiar mi mano. Palpé su raja y rocé con un dedo sus labios superiores, para a continuación meterle un dedo con cuidado dentro. Ella gimió y arqueó la cabeza hacia atrás. Me envalentoné y seguí hurgando, articulando el dedo para alcanzar los puntos más sensibles de mi criada. Pronto di con su clítoris, y se lo masajeé. Ana respondía con grititos cada vez más acentuados, hasta que rompió en un grito más pronunciado y anunció que se estaba corriendo.

Cuando se recuperó, me dijo:

–Esto tengo que agradecértelo, papito.

Ana se acercó a mí con seguridad, desplazando su cuerpo con soltura, moviéndose sus pechos como ubres colgantes. Las aguas quietas de la tina se sobresaltaron, y su felino cuerpo se acercó al mío. Su boca probó la mía, y su lengua desafió a mis labios, que la dejaron pasar para recibirla con mi propia lengua. Al mismo tiempo, su mano se posó en mi polla. Cerré los ojos mientras me entregaba por entero al placer que se me estaba ofreciendo, sin pararme a pensar en las repercusiones ni mis obligaciones. Sentí abandonarme y entonces mi mano derecha alcanzó su pecho izquierdo y mi mano izquierda acarició su espalda en su zona baja, cerca de aquellas nalgotas.

Nuestras lenguas se enroscaron de manera procaz, ansiosa, sucia. Con cada succión, con cada roce, mi polla se tensaba, casi como en un espasmo eléctrico. Ana se acercó más, con lo que el agua chapoteó e incluso se salió del borde, y se sentó sobre mí. No le costó encajarse en mi miembro, aunque con una mano se lo dispuso de modo que pudiera ir acomodándoselo mejor. Y mientras, seguíamos besándonos, y respirando con excitación, ruidosamente. Me mordió el labio inferior cuando sus nalgas chocaron con mis muslos: estaba enterrada mi polla en ella.

Mis dos manos bajaron hasta su culo, aferrando con cada palma sus cachetes, para levantarla y dejarla caer. Al principio, la movía unos escasos centímetros y de forma lenta, para ir aumentando tanto la velocidad como el espacio recorrido por mi polla. Al poco estaba Ana saliéndose y entrando (porque ella a la vez se impulsaba con sus pies, apoyados en el fondo) casi por completo de mi polla. Ya no nos besábamos, sino que gritábamos y nos insultábamos. Ella a mí me decía:

–Dame vergote, papi, dame más duro, jódeme bien fuerte, soy tuya, soy tu perra, métemela bien. Qué rico, sí, muy bien, así se coge, patroncito, dale a tu chacha fuerte, sí, rómpeme, hijo de puta.

Y yo a ella:

–¿Te gusta, puta, te gusta cómo te folla tu patrón? ¿No querías esto desde que llegaste, zorra? Qué culo tienes, estás buenísima, menudas carnes más sabrosas tienes.

Como era ella la que llevaba el ritmo, mis manos se fueron a sus tetas:

–Apriétame las chiches, sí... –me pidió.

Le amasé las chiches y se las estrujé con saña. Dios, estaba teniendo el mejor polvo de mi vida y cuanta más agua se salía, empapando el suelo del cuarto de baño, más aumentaba mi disfrute.

Noté que no aguantaría mucho más. “Me voy a correr”, le advertí a Ana. Ella me contestó que quería toda mi leche dentro. Eso provocó mi primer chorro, acompasado de un alarido por mi parte porque sentí que una parte de mí se iba en el orgasmo. Casi dejo sorda a Ana, que no dejaba de gemir y de decirme lo que le ponía que me corriera dentro de ella.

A ese primer chorro le siguieron sucesivas convulsiones, acompañadas de gemidos por mi parte. Al terminar, volví a buscar la boca de Ana, aunque me sorprendió lo rápido que me dio la siguiente orden:

–Levántate, papito.

Casi no me tenía en pie, me temblaban las piernas y sentía desfallecerme, pero obedecí. Sentí frío al salir del agua tibia y mi polla estaba semiflácida.

–Hay que limpiarte bien la verga, mi amor –me dijo poniéndose de rodillas y mirándome con picardía y lujuria a los ojos.

No sé cómo lo consiguió ni qué técnicas usó, pero me reanimó a las pocas chupadas: había estado afanada con mi herramienta por entero dentro de su boca recorriendo con la lengua el glande. Luego, ya mi pene semiduro, alternó mis testículos con la parte anterior del capullo. Acercaba la punta de la lengua por el frenillo y daba lametazos. Su mano bajaba y subía al mismo tiempo, y la otra mano la llevó a mi ano. Introdujo un dedo mientras volvió a comerme el rabo hasta el fondo. Esta vez tuvo más mérito, puesto que estaba completamente erecto de nuevo.

Me encontraba en la gloria, con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, sosteniendo el pelo de Ana, que estaba arrodillada, cubriéndole el agua medio cuerpo. De pronto, se detuvo.

–No pares –protesté.

–Vamos a salir de la tina, que el agua está enfriándose, mi amor.

Se levantó, agarró una toalla, se la enrolló en el cuerpo y, mientras yo salía también, se acercó con otra y comenzó a secarme, siempre el fuego en sus ojos y con intenciones de divertirse y provocarme en su rostro. Primero me secó el pelo, como si fuera un niño pequeño; luego, el cuello, el pecho, me dio la vuelta, me la pasó por la espalda, el culo, las piernas; me dio la vuelta y arreció su sonrisa:

–Tienes un buen palote, papito.

Y llevó la toalla a la entrepierna, presionando con delicadeza, pero apretándomela bien para que pudiera sentir el contacto. Lo hizo con tal sensualidad que a poco me corro ahí mismo. De pronto, volvió a separarse y salió del baño, cimbreando sus curvas a pesar de que la toalla se las contenía. Seguir su piel oscura y brillante era una obligación, un embrujo.

Se paró delante de mi despacho, se giró, me guiñó un ojo y se metió ahí. La mesa estaba llena de libros y papeles. Apartó unos pocos para hacerse un hueco. Se encaramó en el borde de la mesa y me preguntó:

–¿Trabajas aquí, patroncito?

La toalla se le subió mucho más por encima de las rodillas, dejando al descubierto buena parte de sus abundantes muslos. Se intuía el pico triangular y oscuro más allá entre sus piernas. Era un reclamo irresistible para mí, mi polla tiesa apuntando al techo era como el imán que no puede evitar el hierro. Le acaricié una rodilla como respuesta. Ella me tomó del pene y me arrastró hacia sí.

–Quiero que me nalguees aquí, papito.

Mi respuesta fue besarla, brusca y frenéticamente, mientras mi mano derecha seguía por la cara interna de su muslo, hasta llegar al borde de su coño. Se escapó de mi boca para respirarme en el oído. Había vuelto a masajearme la polla, pero lo hacía de una manera lenta y desesperante. Yo quería más velocidad y se lo demostraba hurgando con mis dedos por su vagina con urgencia. Mi glande palpitaba con frenesí.

Al alcanzar su clítoris, sus gemidos se redoblaron. Con la mano izquierda, deshice el nudo de la toalla sobre sus abultados senos, que se desparramaron levemente. Las aureolas se habían contraído y los pezones estaban hinchados. Aquel cuerpo macizo y al mismo tiempo armonioso se me ofrecía y la toalla cayendo a los lados era como el envoltorio de un increíble regalo que va quedando al descubierto. Sin dejar de presionarle el clítoris, me incliné para lamer y succionar sus chiches. El sabor de sus pezones lo disfrutaba más que si estuviera saboreando las más dulces fresas. Ana había dejado de tocarme, arrebatada por su propio placer, pero no me importaba.

Empujé sus corvas hacia mí para que su culo se metiera más atrás en la mesa, pero los papeles se le clavaron y se quejó. Arrojé todo de un par de manotazos para despejar la pista.

–Mira qué listo, como tu chacha te lo tiene que limpiar...

Me reí y me lancé, ávido, a su raja, respirando sobre ella. Tener aquel cuerpo a mi disposición me urgía a disfrutarlo. Ana se tumbó, dispuesta a dejarse hacer.

–Cómeme la concha, hijo de tu madre –soltó con voz ronca.

Estaba muy mojada y exudaba un calor y un olor punzante y embriagador. Jugué con sus elásticas paredes vaginales aspirando con la boca, sorbí los jugos en torno a la entrada de su vagina, deslicé la lengua en círculos, hasta introducir la punta en su clítoris, un botón hinchado y muy sensible, puesto que sólo con rozarlo gritó con fuerza:

–Sí, qué gusto, papi, qué bien tu lengua, mi amor, sí, sigue así, por ahí, sí, mi amor... –y, según diera con algún punto especialmente sensible, me jalaba de los pelos para que siguiera incidiendo en esa zona.

Su orgasmo no tardó en llegar: su espalda se arqueó y sus gritos arreciaron. Yo estaba ansioso por penetrarla y no esperé a que se recuperara para saltar encima de ella. Mi polla entró con un chop sonoro y veloz.

–Espera, papito. Estoy demasiado mojada.

Se zafó de mí, dio un salto y salió de la habitación. Apenas vislumbré sus nalgas vibrando antes de salir. No entendía nada y me toqué un par de veces echando la piel del prepucio atrás, al borde de masturbarme como un mono. Por suerte, Ana llegó en seguida, con un bote en las manos. Se aplicó algo en una mano y me ordenó que me sentara en la silla. Al ver que se introducía un dedo en el ano, supe de sus intenciones y me dije que Ana era una diosa del placer. Y lo confirmé cuando ella, mirándome a los ojos, me dijo algo que me volvió a erizar la piel:

–Quiero este vergazo en el culo. Jódeme el ano ahora mismo.

Al tercer dedo que se introdujo en su agujero, me agarró la verga y me la untó de gel. A continuación, se sentó sobre mí, dirigiendo mi herramienta al agujero lubricado con muchas precauciones. Fue introduciéndose mi glande. Mi excitación era máxima. Costaba dilatar la entrada, aunque pese al dolor que le provocaba la gorda cabeza de mi pene, no dudaba en seguir adelante. Pronto empecé a sentir una fuerte y placentera presión, de modo que cuando ella dejó de bajar para ensartarse mi miembro y acostumbrarse a la invasión (ya una cuarta parte de mi tranca dentro de ella), no pude esperar y levanté mis caderas al tiempo que presioné sus hombros empujándole más adentro mi rabo, provocando un aullido de Ana.

No hice caso de sus quejas y de sus insultos y seguí empujando para que terminase de entrar mi verga dentro de ella. Me daba igual que ella estuviese al borde de las lágrimas y llamándome cabrón e hijoputa porque me era imposible contenerme e irresistible el placer que sentía por todo mi rabo. Esperé, eso sí, cuando noté que había llegado hasta el fondo.

Fue la propia Ana quien reanudó los movimientos, lentos y dubitativos al principio, impregnados de un fuerte escozor, sus ojos un tanto llorosos, para poco después redoblar el ritmo de la cabalgada. Seguía insultándome y seguía doliéndole, pero iba pudiendo su excitación. Estaba cachonda perdida. Ahora me pedía que le hablara como otros patrones que la habían enculado. Me pedía que le llamara “pinche vaca nalgona”, que le dijera “qué ricas nalgas tienes”. Y yo, por supuesto, se lo decía:

–Estás buenísima, te voy a romper el culo y te voy a ordeñar las chiches, perra sirvienta.

No puedo describir el placer y la presión sobre mi polla ni soy consciente de si nos besamos, seguimos insultándonos o nos sobamos de cintura para arriba y para abajo. Sólo recuerdo estar pensando que la estaba follando por el culo y no mucho después la sensación inminente de mi orgasmo, así que avisé a Ana, que me pidió que le llenara el agujero de leche. Eso hice, en una explosión sin igual de placer. Sentí que expulsaba litros de semen dentro del culo de Ana.

Cuando terminaron mis espasmos, Ana se levantó. Pude ver cómo su ojete ahora tenía un grosor desmesurado. Goterones de esperma corrían por sus nalgotas. Su agujero no podía tragar tanto fluido.

–¿Te ha gustado el servicio, patrón?

Asentí, pensando que se había merecido una paga extra. Luego me quedé dormido en la misma silla y ni sentí que mi criada salía de la habitación respetando mi sopor.

Me desperté casi una hora después. Era casi hora de salir a trabajar. Iría bien relajadito, sin duda. Fui a mi cuarto para vestirme, aunque oí unos ruidos en la cocina y me acerqué. Y vi a mi chacha completamente desnuda, a excepción de las sandalias con tacón. Estaba con un trapo en una mano y un spray en la otra.

De inmediato se me paró. A pesar de sentir un cierto cosquilleo en el glande, golpeé la puerta con el nudillo y mis intenciones fijas en un punto. Ana, al verme, sonrió y dijo:

–Hoy no me vas a dejar terminar...

Y se subió a la encimera, espatarrándose y acariciándose el coño, al tiempo que me preguntó si le gustaba que limpiara encuerada. Estaba muy abierta de piernas. Le dije que me encantaba y me fui a ella tocándome el rabo y sacando el glande, que no tardé en dirigir a su coño.

Volvimos a fundir nuestros labios y nuestra lengua y se la clavé de un solo empujón. Ana resopló al borde del grito, pero no desanudó los brazos de mi espalda. Al cabo de las primeras penetraciones, le pregunté:

–¿Vas a limpiar la casa siempre encuerada, chacha putona?

Y ella, también entre sofocados jadeos, me contestó:

–Yo siempre cumplo los deseos de mis patrones. Estoy a tu servicio y sometida a tu verga.

Cuando terminé, otra vez dentro del coño de mi criada, vi que llegaría tarde a trabajar, pero no me importaba. Salí de casa con la polla escocida y con una satisfacción que no sentía en mucho tiempo. Sólo durante el trayecto a la oficina recordé mis obligaciones conyugales, a Luisa y a mi hija, que se reunirían conmigo en un mes. Mi conciencia me decía que estaba mal lo que hacía, pero mis instintos me insistían en que tenía que aprovechar esos días de libertad.


Lo primero que hice fue buscar a Rafael. Le di un abrazo y todo. Se sorprendió al principio, aunque pronto comprendió. Me contó la suerte que había tenido de conocer a Ana:

–Mujeres como esa, que adoran chingar, no quedan muchas.

Le pregunté si había sido por ella por quien se había divorciado de su última esposa, pero Rafael lo negó. Eso sí, me contó sus proezas con ella: había jodido con ella tanto en casa como en el rancho, la había compartido con sus amigos, se la llevó una vez en el coche tan sólo con una toalla puesta encima para tirársela después en el motel… Los relatos de Rafael eran totalmente calenturientos, o al menos así me dejó a mí al oírlo.

Estuve ansioso hasta la siguiente visita de mi chacha. Me decía a mí mismo que como la primera vez no sería, pero simplemente al verla entrar por la puerta, con sus sandalias de tacón, la minifalda ceñida, a punto de estallar, la camiseta de tirantes realzando sus chiches, el pelo suelto, los aros en sus orejas y el morbo prendido en su expresión, ardí en deseos y abalancé a la puerta. Necesitaba desnudarla y que me desnudase.

–Me gustan los patrones fogosos –pronunció cuando su boca quedó libre de mis besos, sin dejar de agarrarme el paquete por encima del pantalón.

Me puse por detrás, besándole el cuello y apretándole los senos por encima de la tela. Me volvían loco sus protuberancias al amasar esos bultos enormes y al rozar y raspar mis dedos la tela que se iba arrugando conforme iba apretando. Ella se dejaba hacer, sin dejar de sobarme la entrepierna ya endurecida. No podía pensar en otra cosa salvo joderla hasta desfallecer cuando la tenía delante, impulsado sin duda por esa expresión de morbo y provocación.

Le levanté la camiseta y llegó la primera sorpresa: la muy puta no llevaba sujetador. Hasta tuvo que refrenar mis ardores porque empezaron a hacerle daño mis apretones desatados y mis pellizcos en sus pezones. Ella, no sé cómo, ya me había sacado la verga de la bragueta. Me afané por arremangarle la pollera. Segunda sorpresa: tampoco llevaba bragas:

–¿Has ido por Orizaba así?

–Claro, mi amor –gimió como una gata.

–¿No ves que te pueden ver el coñito cuando te sientas?

–Eso me enciende, patrón… Hoy excité a un viejo y a un estudiante cuando me descrucé de piernas en el autobús.

Ya no aguantaba más. Sosteniéndose nuestras manos en el quicio de la puerta del comedor, de pie y por detrás, le busqué la entrada. Al ser ella más bajita que yo, tuve que flexionar las rodillas. Mis intentos resultaban torpes e ineficaces, así que la mano sabia de Ana ayudó en el procedimiento. Noté cómo iba entrando mi mástil poco a poco. En esa postura, la abertura era menor y la presión muy fuerte sobre mi glande. Estuvimos como diez minutos con el mete-saca, ella extendiendo de vez en cuando una pierna o arqueándose, yo sobándole por detrás los pechos sin aminorar la velocidad de la follada, ella jaleándome y diciéndome lo que disfrutaba siendo sometida, yo diciéndole lo puta que era, ella pidiéndome que le siguiera jodiendo, yo repitiéndole que su carne era de primera y lo pronto que me iba a volver a correr dentro de ella, ella anunciándome que se venía, nosotros corriéndonos a la vez.

Al terminar, ambos exhaustos y empapados de sudor, me dio por arrodillarme y comerle el coño. No me importaba esa postura indecorosa y sumisa ni que estuviera chorreando mi semen por sus muslos. Me sentía agradecido y quería demostrárselo, a pesar de que he sido siempre muy escrupuloso. Me afané en dejarle el coño reluciente y mi propio semen, entremezclado con los fluidos vaginales de Ana, me supieron como un manjar. Volví a empalmarme y ya ella me pidió ir a la cama. Yo, a cambio, le pedí volver a darle por culo.

Aceptamos las respectivas propuestas. Ana se agenció el gel y esta vez yo se lo fui aplicando. Primero un dedo untado, luego exploré su agujero con dos. El tercero tampoco costó demasiado ni le dolió mucho.

–Me dilataste el ano el otro día, patrón.

Ella se ocupó de mi verga, aunque tardó menos que yo con los preparativos, como si estuviera deseando que la penetrara. Puso sus codos en la cama, agarró un cojín para situarlo debajo de su tripa y, arrodillada, esperó sumisa mi entrada. Tuve que ponerme también de rodillas sobre la cama y en esa postura no pude descargar todas mis fuerzas, de modo que la penetración fue lenta. Eso sí, siguió proporcionándome un inigualable placer. Cuando terminé de ensartársela, no esperé a empezar con el vaivén. El dolor de la ocupación de mi criada no me suponía ya ningún trauma y estaba acostumbrado a sus chillidos e insultos.

–Cabrón, me partes por la mitad con esa verga, párate, no sigas, espera un poco…

Aunque pronto esos ruegos se tornaron en otros:

–Hijoputa, párteme por la mitad, rómpeme en dos, qué placer me da tu vergota, sigue así, hijo de puta, chíngame así.

–Quiero correrme en tu boca, puta chacha –le dije, enardecido, ya sintiendo la inminencia de mi orgasmo.

–Córrete donde quieras, patrón, quiero tu verga en la cara.

Ella se había llevado la mano a su coño y aulló cuando alcanzó su orgasmo. Noté cómo las paredes de su esfínter temblaron. Saqué mi polla y me la meneé hasta que Ana estuvo frente a mí. A esa distancia, estoy seguro de que podía oler esa mezcla entre olor a polla y a mierda. De nuevo ver sus tetazas colgando frente a mí, mientras se metía una mano en el coño y con la otra me agarraba la verga para acercarla a su boca me resultaron muy estimulantes. No tardé en venirme. Mi chacha dirigió con maestría las últimas sacudidas de mi rabo y se aprestó a recibir mi semen. No contenta con eso, y debido a la abundante corrida que tuve, dejó correr por las comisuras un par de gruesos y espesos goterones, que luego, con el dedo índice, se llevó a la boca y lo saboreó de forma provocadora.

Por fin pude estar a su lado de manera descansada. Ella me preguntó sobre mí, y le conté de mi mujer y de mi hija. Lejos de escandalizarse o indignarse, me reconoció que eso le incitaba, y me confesó que ella también estaba casada desde hacía siete años y que tenía dos hijos, aunque uno no era de su marido, sino de uno de sus patrones. Le pregunté si se acostaba con todos sus señores, a lo que ella me respondió que su máximo deseo era complacer a quien servía, siempre que fuesen amables con ella. “Se me hace una mala onda no darles lo que piden”. Lo llevaba haciendo desde los 17 años (ahora tiene 27) y no había cosa que más le gustara que coquetear e insinuarse a sus patrones. Su marido era el perfecto cornudo, puesto que no sabía aún que cogía con otros hombres.  Una diosa del sexo.

Por desgracia, mi empresa me reclamó en España y no pude disfrutar de Ana muchos más días, sobre todo a raíz del papeleo que hubo que hacerse. Aún estoy en contacto con ella, que me extraña mucho y anhela volver a chuparme la verga y abrirse ante mí, y eso que ha encontrado un nuevo trabajo que le ha llevado a ser incluso una prostituta. Estoy seguro de que le irá muy bien. Trabaja en la calle, a media hora de Orizaba.

Cuando le dije que estaba escribiendo un relato sobre ella, le pregunté si quería que incluyese su correo electrónico y ella está encantada. Lo mismo algún mexicano afortunado puede contratar sus servicios. Sin duda alguna, será la mejor inversión que haga con su dinero, puesto que el placer está asegurado. Su dirección es esta: ramerafeliz@yahoo.com.mx.