Sorpresa, sorpresa
Sobre cómo fui conociendo la forma de vivir de Antonio y otras cosas más íntimas que no esperaba.
SORPRESA, SORPRESA
La tarde del sábado, lo estuve mirando durante horas, como soñando y flotando en los aires. Después de una suave sesión de sexo, desde un adagio in crescendo hasta el tutti, que jamás habíamos tocado antes, echados cara a cara sobre mi cama, cerré los ojos y dejé que las yemas de mis dedos fueran palpando y gozando la suavidad tremenda de su cuello, la redondez desnuda de sus hombros, la carne laxa y mullida de sus brazos, el balcón sobresaliente de sus pechos, asomados a su cuerpo como insultantes.
Durante más de una hora mis dedos lo fueron palpando todo ―y me dejé palpar―, centímetro a centímetro, como tocando un piano en el que no había que hacer esfuerzo para oír la suave melodía de su respiración cálida, que pasaba rozando mi frente. Y ese largo y reposado orgasmo no era más que el sentirlo allí a mi lado; tan cerca.
No, amigo lector, no estoy describiendo una fantasía erótica con cualquiera, sino la que hasta entonces era la fantasía de mi vida hecha realidad; y quizá duradera. Después del sexo con Antonio el viernes, comenzaba una historia que no había leído nunca. Una historia sin dramatismo aparente, sin matices contrastados, sin movimiento apenas perceptible. Así era yacer con Antonio ―cosa que viví sin apenas apreciarla cuando lo conocí en Mazagón―. En casa, aprendiendo a olvidarme de las prisas con él, aquella tarde de sábado, se hizo más larga, pero infinitamente más deseable y creí que íbamos a seguir así…
―Hemos andado mucho ―dijo en cierto momento―. Tengo los pies ardiendo.
―¿Quieres que te haga un masaje?
―Si sabes hacer esas cosas, quizá el paseo de esta noche no se me haga tan largo. Madrid, lo que conozco de Madrid, son pocas calles, pero enormes. Cuando has atravesado un par de ellas es como si hubieras dado la vuelta a Plasencia dos o tres veces.
―Pues no conoces nada ―le susurré con misterio―. Imagina que alrededor de este lugar hay cientos, miles de calles tan largas y tan anchas como las que ya conoces. Ni yo mismo sé lo que es la ciudad entera. Vivo en mi barrio y poco más. Camino; camino mucho y solo uso el coche para la carretera o el metro si voy a un sitio en concreto. Una vez que sacas el coche del aparcamiento, ya no tienes un hueco donde dejarlo.
―Más razón entonces para que me hicieras un masaje, ¿no?
―Por supuesto ―concluí incorporándome―. Vamos a sentarnos en el sofá. Pondré música suave para completar el relax.
―¿Más relax? ―me sorprendió al levantarse―. Estar contigo en la cama casi dos horas me ha aflojado tanto que me ha entrado sueño. Pensaba que aquí todo iba a ser aprisa y corriendo… y me siento más tranquilo que en mi tierra.
Al parecer, por aquellas pocas palabras que dijo, yo había conseguido dejar a un lado el estrés, hasta tal punto, que estaba tirando de él hacia un abismo de confort. No empezamos mal. Era el momento de conocernos un poco más.
―Échate ahí a todo lo largo y pon los pies sobre mis piernas ―le dije ya sentado en el sofá―. Si no se alivian esos lindos piscis, prepararemos un baño con sales.
―¿Piscis? ―preguntó asombrado―. ¿Sabes que soy Piscis?
―No lo sabía, Antonio. Me refería a tus pies. Yo soy Cáncer porque nací el 24 de junio. ¿Qué día naciste tú?
―Mi cumple es el 27 de febrero ―comentó mientras se echaba―. Cumpliré antes que tú; pero para eso queda…
Acostado en el sofá, con la cabeza apoyada en uno de sus brazos y sus pies en mi regazo, cerró los ojos. Puse sobre ellos mis manos, los acaricié unos momentos y fui haciéndole lentos masajes para que sus músculos se relajaran. Jamás había hecho un masaje de pies. Lo hice por instinto; y pareció dar resultado.
―Viviendo esto ―refirió unos minutos después―, no parece que ahí afuera haya tanto ajetreo. Siento más paz que paseando a solas por las calles viejas y típicas de mi pueblo; que no es un pueblo, ¿eh? Es una ciudad que fue importante y grande en su momento y que ahora es cómoda, antigua y turística. Tendrías que ver los monumentos que hay en tan pocas calles.
―Iremos a verlos ―aseguré convencido―. He oído hablar mucho sobre ese lugar y su importancia… y no lo conozco. Aquí… ―hice una pausa para prestar atención a sus ojos―. Aquí hay demasiado que ver. Todo está en el centro histórico, pero también hay cosas interesantes a las afueras. Es verdad que preferiría vivir en un lugar más recogido; sin tanta actividad y tanto ruido. Iremos a tu bella ciudad, solo que ya me dirás qué hacemos cuando todo el mundo nos vea pasear juntos por las calles.
―Inventaremos una excusa, Roberto ―sugirió levantando un poco la cabeza―. Serás mi compañero de trabajo. Cuando vayamos, que no sabemos si iremos, lo primero será visitar a mis padres. Si no les digo que estoy allí, lo sabrán en minutos por los vecinos.
―¡Bueno! ―Seguí con el improvisado masaje―. No estaría mal eso de conocer a mis suegros.
―¿Y los míos? ―preguntó con intriga―. Nunca te he oído hablar de tus padres. ¿Es que no tienes?
―¿Cómo que no? ―exclamé pasmado―. Tienes suegros, grandullón; los tienes y seguro que les encantaría conocerte.
―¿Saben lo tuyo? Esto de…
―¡Sí, sí, lo saben! ―refunfuñé―. No pienses que por eso vivo solo. Yo lo decidí y no les pareció mal. Ellos viven en Salamanca muy a gusto y yo aquí tan contento. Cada uno tiene su vida.
―¿Y por qué viven en Salamanca? ―preguntó ingenuamente―. ¿Sois salmantinos?
―Es que mi niño crecidito ignora que Salamanca, además de una bellísima ciudad, es también un barrio de Madrid. Y yo, que creo que ya debes saberlo todo… ¡Verás! Prefiero dejar este fin de semana libre para los dos. Esta mañana has conocido las calles y las tiendas de los alrededores, ¿no? Ya sabes dónde tienes que hacer las compras. Te prometo que, en el próximo descanso que tenga, vamos a ir a verlos… Después de hablar con alguien que seguro que quiere conocerte y que podría darte trabajo.
―¿Trabajo? ―Volvió a incorporase interesado―. ¿Quién es?
―¡Vamos, Antonio! ―dije con toda mi nueva paciencia―. Deja las cosas para cuando tengan que ser, hombre… ¡Oye! ―Caí en la cuenta―. No has llamado a tus padres. ¿No crees que se asustarán?
―No lo sé ―masculló―. Ahora que me había olvidado de ellos…
―¿Pero qué dices? ―solté dejando sus pies a un lado―. Tienes que llamarlos. Una cosa es que tengas que soportarlos allí y otra es que los tengas en vilo. ¡Anda, granuja! Levanta ese culo y ve a por el teléfono. Les darás una gran alegría.
―¿Y qué les digo? ―preguntó asustado.
―¡La verdad! Diles que ya estás aquí, que estás muy bien y muy contento, que vas a buscar trabajo con un amigo (yo, claro), que estás, provisionalmente, en su casa… La verdad y nada más que la verdad, pero no toda la verdad. No creo que se te ocurra decirle a tu padre el verdadero motivo de venirte a Madrid.
―Tienes razón ―protestó sentándose y acercándose a mí―. No sabes cuánto me gustaría poderles decir: «Ya estoy en Madrid en casa de mi novio Roberto. Estoy muy bien. Nos queremos mucho…». ¡Bien! Voy a llamarlos. Es mejor. Omitir no es lo mismo que mentir, ¿verdad?
―Ojos que no ven… Si les dices todo lo demás, los matas de un disgusto. Así que nada de etcétera.
Se fue conforme a por su teléfono, volvió a sentarse junto a mí, los llamó, lo oí hablarles muy contento y, al colgar, me dijo que se habían alegrado mucho.
―¿Ves? ―le razoné con un besito―. Que hayas encontrado a alguien que te quiera y te hayas ido a otro lugar con él, no es motivo para abandonarlos. Yo los llamo casi todos los días, desde mi trabajo, y eso les gusta.
―¡Les ha gustado mucho oírme! ―se alegró―. Allí no les importaba nada más que estuviera en casa antes de las doce.
―Imagino que no es capricho eso. Si estás viviendo con ellos y llegas tarde, lo lógico es que tengan que molestarse en esperarte; lo cual me hace pensar que no tenías llaves de casa.
―No, no tenía ―se quejó con cierto desdén―. Tal vez pensaste que me querían en casa temprano por otra cosa. Mi padre; él es el que dice que no le da las llaves de su casa a nadie; ni a su hijo.
―Pues las de esta casa ya las tienes. Eso sí, haz lo posible por no perderlas o tendremos que cambiar la cerradura. Entra y sal cuando te apetezca, no te vayas muy lejos para no perderte y, si te perdieras, ya sabes la dirección. Preguntando se llega a Roma.
―Me gusta esta casa ―comentó mirando alrededor―. Aunque por fuera ves un edificio un tanto viejo, por dentro es moderno y acogedor. ¿Cuánto pagas de alquiler? Lo pagaremos a media.
―¡Anda, hombre! ―aclaré entre risitas―. Esta casa es de mis padres, me la dejaron y yo la arreglé a mi gusto, así que… ¡nada de pagar renta! Los gastos, que no son muchos.
―¡Ah, mejor! ―Se levantó para dirigirse a la biblioteca―. Aquí tienes mucho que leer aunque, como ya he leído tanto, no sé si habrá algo nuevo para mí.
―Seguro que lo hay. También tienes libros de temática LGBT; alguna novela erótica gay… y ya tenemos otra cosa que hacer. Si descanso entre semana, iremos a una librería que te va a gustar muchísimo. Compraremos libros nuevos que nos gusten a los dos. ¿Qué te parece?
―¡Me encanta! ―contuvo un grito―. No voy a abandonar la casa, ¿eh?, pero pasaré mucho tiempo leyendo.
―Haces bien ―puntualicé―. First thing first . Primero la casa y la comida y, luego, tú sabrás. No es que te vaya a tener como una criada; eso tampoco. Yo he vivido siempre solo y con tiempo para todo. ¿Ves esto sucio o abandonado?
―¡No, no, Roberto! ―rogó como arrepentido―. Esto está muy limpio y ordenado. No he querido insinuar eso…
―¡Olvídalo, petardo! ―bromeé con su candidez―. Lo que debes hacer, cuando lo creas conveniente, es ponerte a prepararme esa cena prometida. Tengo que catarte… No a ti, que ya te he catado algo, sino eso que dices que está tan rico. Te daré mi opinión sincera.
Hablamos mucho más allí sentados en pelotas mientras ojeaba un libro, oímos música suave ―tampoco a él le gustaba la tele―, navegamos por Internet en mi nuevo PC… y entonces descubrí a un aparente niño bastante crecidito que era más culto de lo que cualquiera podría imaginarse. Había leído más que yo, conocía todo tipo de música, era aficionado a la pintura y al cómic, dominaba la Informática y se movía como pez en el agua por Internet… ¡Qué pedazo de novio me había echado por accidente!
―Hay algo que podrías hacer, grandullón. Entra en Google Maps, busca esta dirección y ve situándote, más o menos, en qué lugar te has metido. Pon tu dirección de esta casa en tu teléfono. Ya no tendrás que preguntar a nadie cómo volver, ¿no crees? Además, podrás darte unos paseos virtuales por Madrid.
Sacó el teléfono de su bolsita, lo encendió, pulsó en varios sitios y me mostró la pantalla: ya había hecho todo eso.
―Tendrás que darme algunas lecciones, hermoso… ―murmuré―. Y yo aquí intentando enseñarte. ¿No te jode?
Le ayudé a preparar la cena que tenía pensada. Era ―según me dijo― una de sus creaciones y, según los ingredientes que había comprado y lo que fue haciendo con total soltura, supe que iba a cenar mejor que en el restaurante donde lo llevé la noche anterior.
―Me dejas preparar la mesa, Robert ―dijo como si fuera un personaje de serie americana―. Ya te sientas pues. Recién y terminé, ¿viste? Pareciera que no comiste nunca.
―¡Ya, ya veo! ―volví a murmurar saliendo al salón―. El «niño» cándido y pueril me va a sacar a mí de apuros al final, ¡ya lo verás!
¿Para qué te voy a detallar la cena, amigo? Mejor que la imagines. Productos de primera calidad ―sin gastar demasiado―, receta exquisita como no había probado antes, presentación esmerada… Antonio tendría un buen trabajo a la vista en menos tiempo del que pensé.
―¿Y? ―preguntó cuando tomábamos el postre.
―¿Y qué?
―¿Qué te ha parecido? ¡Sé sincero, por favor! Se trata de saber si tengo posibilidades…
―¡Espera, espera y calla, por Dios! ―gruñí―. ¿Por qué no me has dicho antes esto? ¿Qué coño hace un tío como tú perdiendo el tiempo? ¿Crees que no he visto tu letra perfecta cuando escribías la lista de la compra? Has leído una barbaridad, te orientas por cualquier sitio por donde no has pasado nunca, te sabes los rincones de la web… Mi pregunta es: ¿Por qué coño tu padre no ha hecho nada por ti?
―¿Te has enfadado? ―preguntó triste.
―¡No, no estoy enfadado! ―suavicé mi tono involuntario―. No es la primera vez que intuyo que sabes mucho más de lo que dejas ver por esos ojos. ¡Esta cena ha sido exquisita, Toño! ―usé su diminutivo a propósito―. Le vas a dar lecciones al primero que se te cruce presumiendo. Y tú ahí como si fueras un… ¡Tienes que darte importancia, grandullón!
―¿Por qué? Esto es lo que sé hacer. Bueno, esto y otras muchas cosas más. ¿Crees de verdad que gustará?
―Lo creo firmemente ―espeté―. Ahora tienes que creértelo tú mismo. No he comido otra cosa como esta y en una mesa como esta. ¡No le digas a nadie tus recetas ni tus secretos! ¡A nadie! Si trabajas con varias personas, enseña a cada una cosas diferentes; no se lo enseñes todo a uno, ¿de acuerdo? La semana que viene veremos…
Se levantó feliz, dio unos pasitos hasta mí y me agarró por el cuello para besarme:
―Te creo, Roberto ―me dijo al oído―. Sé que nunca me mentirías. Eres muy bueno conmigo.
―¡Tú, moreno! ¡Tú eres bueno conmigo solo por aguantarme! Cuando reposemos un poco estas delicatessen, quiero que sigas enseñándome en la cama cómo hay que hacer las cosas. Es sábado, sí, pero creo que haríamos mejor quedándonos aquí. ¿Qué piensas?
―Ya no me duelen los pies y tiempo hay para todo, ¿no? ¿Por qué no me enseñas algo de la noche que no sea ese barrio gay con tanto bullicio? Luego, sin prisas, habrá tiempo ―Me guiñó el ojo.
―¡Vamos a ponernos guapos!
Nos vestimos entre risas y no pude evitar elogiar su cocina varias veces. En serio, amigo, cualquiera sería incapaz de intuir que alguien corpulento y alto, elegantemente vestido, refinado y claramente aniñado y cándido, podía hacer tales maravillas con unas cuantas viandas. Estaba decidido a llevarlo a hablar con don Modesto, el chef del restaurante donde cenamos la noche anterior pero, por motivos de tiempo, no iba a poder ser hasta que descansase la próxima semana.
―Vamos a ir a un local que tiene mucha fama aquí ―le dije―. Hay mucha gente siempre; y más un sábado. ¡Ya verás qué buen dj tienen! ¿Te gusta la música ochentera?
―Hm ―dudó―. Supongo que te refieres a la música de los años 80, ¿es así?
―Exacto. Ahora está muy de moda ese local y oír esa música. ¿Sabes por qué?
―No, la verdad ―dijo como pasmado.
―Es una moda más, Antonio. La famosa movida madrileña , de alguna forma, sigue viva. Hasta los extranjeros preguntan por eso. A mí me gusta. Es música sencilla, espontánea, fresca…
―Sí, sí. Me gustaría conocer esos sitios y saber cómo se divierte la gente aquí.
―También te llevaré al Joy Eslava, que está muy cerca. Lo normal es ir un poco arreglado, aunque tú, con cualquier cosa que te pongas, te llevas a la gente de calle. No te extrañe que se te acerquen las tías para ligar contigo…
―¿Las tías? ―preguntó visiblemente asustado―. ¡No, no, no me lleves a sitios de ligar con tías!
―No son sitios de ligar con tías, hombre. Cualquiera que te vea por la calle, hombre o mujer, te clavará los ojos sin que te des cuenta.
Fue una noche muy divertida. Como le dije, se le acercó más de una y creí ver la mirada disimulada de alguno. Para quitárnoslas de encima estaba yo, que de eso sabía más de la cuenta, por desgracia. No se sintió mal ni molesto y, por primera vez, buscando un pañuelo o una servilleta para limpiarme la baba, lo vi bailar.
Ya en casa, a las tantas de la madrugada, le pedí que abriera la puerta.
―¿Te has olvidado las llaves, cari? ―me preguntó.
―No, no. Abre tú. Creo que no tengo fuerzas ni para eso… Y… ¿cómo es que ahora me dices «cari»?
―¡Ah! No sé… Se lo he oído a uno. ¿Está mal que te llame así?
―Ni bien ni mal ―farfullé al entrar―. Nadie me ha llamado así nunca. Supongo que sabes lo que significa.
―Sí, claro que lo sé. Mejor no llamarte así porque no quiero que se me escape en la calle delante de nadie… ¡Me conozco!
―Ya ves ―me quejé dejándome caer en el sofá―. La primera vez que me dicen cariño y hay que evitarlo. Yo creo que es mejor, Antonio. Te lo diría también y acabaría escapándoseme, como a ti. No, mejor no, aunque sea una lástima.
―¿Te preparo algo calentito antes de irnos a la cama? ―me preguntó con entusiasmo―. A veces, en casa, me tomo un cola-cao con leche antes de dormir.
―Tengo chocolate donde está el azúcar. No me parece mala idea. Si le pones algo de leche condensada… ¡hmmm, mejor!
Bueno. Pensé que iba a calentar algo de leche, a ponerle chocolate y azúcar y a traerme el vaso, pero no fue así. Sin entretenerse mucho, apareció llevando la bandeja con una sola mano y, sobre ella, había colocado dos buenos tazones de chocolate con leche bien caliente, sobre sus respectivos platos, y algunas pastas de las que habíamos comprado.
―Pero, ¿tú te crees? ―exclamé al verlo―. No hace falta poner las tazas ni nada, grandullón; aunque se agradece el gesto.
―¡Deja, deja! ―protestó sentándose a mi lado―. ¡No me vayas a decir que un buen tazón de chocolate no merece beberse en taza grande! Menos mal que de vajilla no andas mal.
―Tienes razón, cari… Antonio. Si no me pongo el café o el chocolate en taza es por desidia. Ya ves que mi madre me tiene bien surtido de vajilla y de cubiertos. Es todo un detalle que lo hayas servido así y… huele de maravilla.
Por supuesto, después de andar en danza toda la noche y tras tomar aquel exquisito biberón, caímos en la cama rendidos. Nos abrazamos, nos besamos en un amago de comenzar una buena sesión de sexo y acabamos dormidos abrazados el uno al otro.
Desperté por la mañana antes que él ―por el hábito del trabajo, claro― y, sin avisarle, me levanté despacio, sin mover la cama ni hacer ruido y, dando pasitos con cautela y con los calcetines puestos, me dirigí a la cocina sin hacer crujir la tarima.
Cerré la puerta y me dispuse a preparar yo el desayuno, de forma que se mantuviera hasta que mi niño se despertara. Me aguó los planes apareciendo soñoliento por la puerta restregándose los ojos:
―¿Qué haces aquí tan temprano? ―balbuceó casi dormido.
―¡Eso digo yo! ―le respondí acercándome a él unos pasos―. Son las siete y media. Anda y vuelve a la cama, que no has dormido nada.
―¿Y tú? ―protestó―. Tampoco has dormido mucho.
―Tampoco. Estoy hecho a este horario por el trabajo. Dejo esto y nos vamos a dormir un poco más. ¡Anda, anda, que cualquiera se escapa de ti!
―¡Bueno! ―susurró inclinándose un poco para besarme―. ¡Buenos días! Me parece bien que volvamos a la cama otro rato; todavía no he descansado bastante pero, esta vez, si no me quedo dormido, voy a disfrutar un poco de esto. ―Puso su mano abierta sobre mi entrepierna.
―Lo mismo te digo, granuja ―contesté haciendo el mismo gesto y comprobando que estaba empalmado―. ¡Madre mía! ¡Qué bien armado viene el ladrón de amores! ¡Vamos!
Volvimos a la cama, no sé si abrazados o entrelazados, haciendo crujir las tablas de la tarima y, cuando entramos en el dormitorio, se dio la vuelta y encajó la puerta.
―¿Qué haces? ―pregunté extrañado―. Nadie va a vernos.
―No, no es por eso. Me siento muy seguro y muy tranquilo aquí. Es que noto un poco de frío. ¿Tú no?
―Un poco, sí… No demasiado. Si quieres, saco un calentador hasta que enciendan las calderas.
―¡Verás! ―comentó dudoso―. No es que en Plasencia no haga frío, que lo hace; es que este piso me parece frío y yo soy un friolero. Pero no quiero que andes poniendo calefacción tan pronto. ¡Ya llegará el invierno! Ahora, es mejor que nos calentemos el uno al otro, ¿no te parece?
―Me parece. ¿Piensas sorprenderme con algún toque de diana especial?
―¡Quién sabe! ―bromeó empujándome hacia la cama―. Tú échate ahí y ya veremos si eres capaz de quedarte dormido.
No sabía lo que me esperaba. En realidad habíamos hecho muchas cosas variadas, aunque nunca por la mañana y recién despiertos. Lo suyo era una erección matutina, que no significaba que no estuviera dispuesto a todo. La tenía durísima, que es lo que suele pasar a esas horas, conque disfrutar de lo que hiciera iba a ser un placer divino.
Me eché en la cama sin soltar sus manos y, sin moverme, lo vi acercarse a mí poco a poco, dejándose caer con lentitud sobre mi cuerpo y clavándome el arma de mármol caliente, como el mango de una espumadera, justo por debajo de mis huevos:
―¿Levantas las piernas o te las levanto yo? ―preguntó en mi oído.
―¿Así? ―le pregunté yo disimulando mi inquietud―. ¿Sin anestesia ni nada?
―Podíamos probar, ¿no? Si prefieres ir pasito a pasito…
―¡No, no! Ya te he dicho que hagas siempre lo que pienses.
Levanté las piernas con su ayuda y se las colocó él mismo sobre sus hombros. Miró primero hacia arriba y dejó caer la vista con la cabeza, encorvándose y abarcando con sus labios la punta de mi ariete que, como es natural, estaba tieso como un tentempié.
Chupó bastante y tal como sabía hacerlo mientras fui notando que sus dedos se escurrían por una de mis ingles hasta encontrar mi entrada trasera y colarse allí sin brusquedad pero sin esperas.
No tuvo prisas; y mejor fue así porque me hizo sentir un gusto inmenso. Noté perfectamente que cuando palpó el relax de mi esfínter fue metiendo otro dedo; y los fue metiendo y sacando, de tal manera, que cuando los tenía dentro me daba un masaje brutal. No quise hacerle comentarios. Me estaba mirando sin pestañear y sin expresión.
Pasado un rato, no muy largo, añadió un tercer dedo. Me encogí un poco, pero no por dolor, sino porque estaba siendo toda una sorpresa. Esbocé una sonrisa y nos movimos para poder besarnos.
Continuó moviendo su mano adentro y afuera y, cuando menos lo esperaba, sacó los dedos y acercó la otra mano. Mis piernas cayeron hacia los lados. Con dos dedos de cada una estaba tirando de mis carnes para abrirse camino por mis entrañas.
Allí llegó el roce de su capullo en una estocada. Apartó la derecha para cogérsela y comenzó a empujar. La noté entrar resbalándose por las paredes de mis nalgas. No supe si estaba apretando mucho hasta que noté que atravesaba la barrera del placer. Entonces sí empujó con todo el peso de su cuerpo y sin apartar sus ojos de miel de los míos. Se echó un poco atrás para mirarse:
―Te ha entrado toda ―musitó―. ¿Sigo hasta el final?
―¡Sigue! ―asentí ilusionado.
La sacó casi entera y volvió a empujar hasta el fondo. Sentirlo, tan grande, en cuerpo y alma, dentro de mí, me hizo abrir la boca al máximo: «¡Ahhhh!»
Me miró con curiosidad por saber si me estaba quejando y no preguntó nada al ver mi cara. Volvió a sacarla y volvió a empujar llevándome a dar con la coronilla en el cabezal de la cama. Viendo entonces que cerraba los ojos disimulando una sonrisa, empezó a follar; a follar en serio, como no me lo había hecho nadie antes.
Sonaba tanto la cama que pensé que íbamos a despertar a medio barrio. Me aferré a sus nalgas para acentuar los movimientos y aguanté y aguanté… Tanto como él.
De pronto, en uno de esos empellones que dio con fuerzas, noté el primer espasmo en su cuerpo. Paró un instante, respiró como una parturienta y dijo: «Ya voy, cari».
En pocos movimientos, aún más fuertes que los anteriores, se fue encogiendo y tiró de mis piernas apretándome contra su pubis. Entre temblores, ya sin moverse, soltó su habitual medio litro de leche en mis tripas.
Lo miré con curiosidad:
―¿Ya? ―susurré.
―¡Ya! ―balbuceó―. Esto no es lo mío, Roberto. Ahora tengo calor…
―No te preocupes. Nos daremos una buena ducha.
―¡Ni hablar! ¡Espera! ―dijo sacándola lentamente mientras se la miraba―. ¡Aishh! Ya está fuera. Ahora te toca a ti. No te has corrido.
Y me vi en una situación encantadora. Se colocó a gatas sobre la cama y, poniéndome de rodillas detrás de él, comencé yo los masajes.
―¡No, no! ―dijo volviéndose un poco para mirarme―. Si no te importa, me gustaría sentirla entrar sin preparativos.
Hice lo que me pidió ―y que además me apetecía―. Puse mi punta naturalmente lubricada en aquel culo redondeado y de nalgas suaves y blandas. Apreté sin forzar pero uniformemente y, aunque disimuló, supe que estaba aguantando. Echó la mano atrás para tirar de mí, así que empujé tanto como pude hasta sentirla entera dentro, enfundada en su cálida tripa. Me preparé para el asalto y comencé a moverme rítmicamente y sin descanso. En ciertos momentos pensé que iba a perder el sentido porque comencé a ver estrellitas. Unos instantes después, solté toda la carga dentro de mi grandullón mordiéndome los labios.
―¿Ya? ―preguntó.
―¡Ya, cari! ―habló mi subconsciente―. Si esto va a ser siempre así tendrás que ponerme ración doble de alimento.
―¿Lo haces por placer o porque me quieres?
Su pregunta me descolocó. No me pareció que lo dijera enfadado o a disgusto, sino que me vi en un curioso compromiso:
―Primero voy a sacarla, ¿vale? Quiero que te eches aquí, a mi lado, muy cerquita, y hablemos de lo que está pasando.
―¿Eso significa que solo lo haces por placer?
―¡Vamos, Antonio! ¡Ay! ―exclamé al sacarla―. Ven aquí. ¡Mírame a los ojos! ―Caímos sobre la colcha mirándonos y sin soltarnos―. ¿Tengo cara de estar haciendo esto contigo por mero placer? Si ves eso en mi mirada, estoy dispuesto a no volver a tocarte mientras no me lo pidas.
―¡Me quieres! ―exclamó con alegría―. ¡Me quieres de verdad!
―¿Por qué voy a mentirte, leches? ¿Cómo se puede estar con alguien así y no quererlo?
―¡Gracias! ―susurró―. A lo mejor no me vas creer tú a mí. Yo te quiero desde el primer día. ¿Recuerdas? Nunca me he visto en otra, Roberto. Si me faltaras ahora, no sabría qué hacer.
―No te voy a faltar, hermoso. Tendrás que echarme a patadas si quieres deshacerte de mí, ¿te enteras?
De esta forma, por sorpresa, en tan solo dos o tres días, me di cuenta de que si me faltaba la compañía de mi enorme cariñito, no iba saber qué hacer; tal como me decía él.