Sorpresa con papá, 4

Temática gay filial. Joder, menudo calentón he pillado escribiendo éste.

Más de cuatro meses. Papá me había prometido que lo que empezó aquel viernes continuaría. Aunque tuviera que irme de su casa y él estuviera con el imbécil del rubiales, seguiríamos viéndonos. Hacía más de cuatro meses de aquella promesa y lo que se dio entonces entre nosotros no se había vuelto a repetir.

Las dos primeras semanas fueron cruciales. Fui a ver a papá cada día, al final de sus clases, pero invariablemente el rubito estaba allí y papá parecía incómodo. Traté luego de abordarlo en alguna hora perdida entre las de la mañana. Almorzamos juntos un par de veces pero ninguno parecía dispuesto a llevar la iniciativa para que se produjera un encuentro furtivo y rápido en la universidad. Después me cansé de intentarlo y papá pareció agradecérmelo. Y todo lo que pudo haber sido pareció convertirse en una anécdota morbosa del pasado.

Sólo que para mí había significado tanto que me cuesta explicar... lo que debo explicar ahora.

Cuatro meses después de aquella noche mi vida no se parecía en nada a lo que había sido. Seguía con el mismo trabajo. Soy y seré profesor el resto de mi vida. Pero mis prioridades... digamos que habían cambiado, y también las actividades a las que dedicaba mi tiempo libre.

Había hecho, además, algunos amigos. Era casi la hora de comer cuando llamé a la puerta del despacho de Jorge.

  • Adelante -escuché su voz de barítono.

Abrí la puerta y entré, un poco nervioso.

  • Ah, eres tú, Max. Pasa, pasa -me dijo.

  • Hola. ¿Te viene mal ahora?

  • No, no. Me va perfecto. No esperaba verte hasta la semana que viene pero siempre tengo tiempo para ti.

  • Menos mal. Te necesito.

Jorge era un profesor de psicología que aparentaba cada uno de sus cincuenta y siete años. Lo había conocido hacía algunas semanas y la verdad es que me había hecho mucho bien. Me había dado paz.

  • ¿Quieres que vayamos a otro sitio? -pregunté, todavía nervioso como un flan.

  • No, aquí mismo está bien. Pero echa el pestillo. No queremos que nos molesten.

  • ¿Me tumbo en el diván?

  • Por favor.

Con Jorge era fácil porque no había que dar muchas explicaciones. Y siempre estaba dispuesto a echarme una mano.

Noté que el diván estaba un poco más bajo que la última vez. Jorge lo había ajustado pensando en mi comodidad. Me sentí halagado. Aunque luego pensé que no sabía cuantos estudiantes pasarían por su despacho con problemas tanto o más acuciantes que los míos. Bien podía haberlo ajustado para alguien más.

  • Notarás que he bajado un poco la altura del diván. Creo que así estarás más cómodo que la última vez -dijo, dando por zanjada mi diatriba mental.

Me eché en la otomana y miré a Jorge. Los nervios empezaron a desaparecer cuando se bajó la cremallera y se sacó el cipote y los cojones y desaparecieron del todo cuando me puso los huevotes peludos encima de la jeta.

Tomé aire para oler bien sus cojones sudados. Con los recortes se había acabado el aire acondicionado en los despachos del profesorado.

  • ¿Qué tal si hoy te follo la boca?

Asentí con la cabeza. A la hora de tragar rabote prefería no tener que trabajar demasiado. Jorge me cogió la cabeza y acercó su morcilla a mis labios. Aún no estaba empalmado lo cual me gustaba especialmente. Abrí bien la boca y dejé que metiera dentro el glande, gordote. Me lo dejó dentro unos segundos y luego lo retiró. Volvió a meterlo. Lo retiró de nuevo. Luego me dio un guantazo en la cara y a continuación me dejó caer un salivazo en la boca. Después me metió entera la polla aún morcillona en la boquita y esperó hasta que se le puso bien dura. Entonces empezó a darme golpecitos en el cachete, ahí donde se notaba el bultazo  de su cipote en mi mejilla.

  • ¿Hoy tampoco te sacas la polla, Max?

Negué con la cabeza. Me bastaba con que se derramara en mi boca. Con eso tenía por el momento suficiente. La pollaca de Jorge era lo suficientemente babosa y lefera como para calmarme el apetito. Al menos podría afrontar las clases de la tarde.

Jorge me sujetó bien fuerte la cabeza y empezó el acostumbrado vaivén. Mis labios se amoldaban perfectamente a sus embites. Poco a poco fue probando a meterme más y más falote hasta que tuve una arcada y aflojó un poco. Encontrado el punto exacto hasta donde podía aguantar me folló la boca acompasadamente mientras la saliva escapaba en regueros de mi boca llena y mojaba la otomana de cuero negro.

En determinado momento me la sacó de la boca porque sabía que me gustaba olerla. Me dio golpes con el glande en la nariz hasta que me vio satisfecho y volvió a acoplarme la morcilla lefera hasta la garganta.

Como de costumbre cuando estaba a punto de correrse Jorge empezaba a meterme hostias sin ningún tipo de control. Aquel día no fue una excepción y me dejó la cara completamente enrojecida. Se corrió de forma brutal y abundante. Me atraganté con su lefa espesa y tuve que escupirla casi toda en el diván, aunque luego la recogí con la lengua hasta dejarlo impecable.

Intercambié cuatro minutos de conversación liviana con Jorge, lo justo para que la forma de sus dedos desaparecieran de mis mejillas y solo quedara un saludable rubor en mis castigados cachetes.

  • Ya sabes donde estoy. Vuelve cuando me necesites -me dijo a modo de despedida.

Comí en diez minutos y me fui a la primera clase de la tarde. Tenía tres, todas en aulas distintas. La última de ellas en la otra punta del edificio, donde acabaría mi día docente. Allí esperaba ver a Pere. No me defraudó.

Pere era uno de los alumnos que había entrado con el acceso para mayores de 40. Tenía 43 años pero aparentaba algunos más.

El día anterior, al terminar la clase, le había hecho una propuesta que lo había dejado completamente descolocado. Le dije que se lo pensara y lo eché literalmente de la clase. Casi había esperado no volver a verlo nunca más pero no me defraudó y ahí estaba hoy, y por la forma en que me miraba se había pensado bien mi propuesta y había tomado una sugestiva decisión.

Esa última clase del día, de hora y media de duración, se me hizo eterna, pero al final todo el mundo salió disparado a la hora en punto excepto Pere que se quedó guardando el ordenador con mucha parsimonia.

La clase quedó completamente vacía. Me acerqué a la puerta y eché el cerrojo.

Pere me miró tan nervioso como yo lo estaba por la mañana con Jorge.

  • Bueno... Aquí estamos... -dijo.

Yo no contesté. Me limité a comérmelo con los ojos y a ponerlo aún más nervioso.

  • ¿Cómo... cómo lo hacemos? -preguntó, todo dudas.

  • Es fácil -me senté en mi silla y le hice un gesto para que se acercara. Cuando lo tuve delante le desabroché el vaquero, le bajé los calzoncillos y metí la nariz en su vello púbico, sobre una polla tan grande como me la había imaginado y que aún apuntaba hacia el suelo. - Con esto ya hemos roto el hielo. Lo demás viene rodado -aseguré. Me metí el rabo de Pere en la boca y empecé a mamar. No tardó casi nada en ponérsele como una puta roca.

A éste no iba a pedirle que me follara la boca. Era otra situación. Tenía que trabajármelo yo, hacerle un buen mamadón. Es lo que le había ofrecido la tarde anterior y es lo que pensaba darle. Al menos el tío tenía cierta iniciativa. Mientras se la comía se bajó los pantalones hasta las rodillas. Luego me cogió las manos y las llevó a su culo para que le cogiera las cachas mientras le dejaba la pollaca reluciente. También me acariciaba la cabeza y tenía el buen gusto de suspirar y soltar alguna interjección de placer, sin llegar a decir nada obsceno (ni coherente, la verdad), pero de forma bastante sensual.

Como le estaba gustando que le acariciara el orto con algunos dedos los mojé de saliva para darle más placer en el ojal, aunque sin proponerme meterle ningún dedo. No creo que me lo hubiera permitido y no quería asustarlo. No podía dejar que se fuera sin descargarme una buena lefada en los morros.

Tampoco esta vez me saqué la polla. Prefería reservarme.

Se la estuve mamando casi media hora. El tío tenía un aguante espectacular. Sé por cómo le temblaban las piernas que estaba haciendo todo el esfuerzo del mundo para aguantar más y que aquello durara y durara pero al final fue incapaz y se corrió como un condenado. Después del primer trallazo lefero me sacó el trabuco de los labios, al parecer incapaz de soportar el contacto de mi boca en el bálano mientras descargaba, y el muy cabrón se me corrió en toda la cara. La lefa me llegó también al cabello. La sensación fue de lo más agradable, pero luego todo eso había que limpiarlo, y, joder, aún estábamos en la universidad. Afortunadamente tenía kleenex en el cajón de la mesa.

Dos horas más tarde, tras una ducha y una merienda rápida me fui al "Yuppye", un local de Palma que abría de tarde. Me pedí un cubata y me metí directamente en uno de los cuartos oscuros, que no era demasiado oscuro en realidad y estaba repleto de gloryholes.

Esperé lo suficiente como para que asomaran algunos rabos pero ninguno me pareció lo suficientemente baboso ni gordote como para que valiera la pena dar más que una chupada para probar el sabor.

En esa sala pocas veces tenía éxito. Los maduros no solían meter la polla en esos agujeros y la verdad, yo prefería verles algo más que únicamente el trozo de carne, aunque había veces que alguna pollaca imposible valía el anonimato y una buena mamada a dos carrillos.

Para las diez de la noche empezaba a llenarse. Así que como venía siendo ya una costumbre, para las diez y cuarto ya estaba sentado en el suelo (sobre mi ropa) en la sala de vídeo porno, cascándomela, esta vez sí, mientras miraba la peli de marras. Sabía que era osado pues la sala de vídeo era paso obligado si ibas al baño, pero por lo general mi exhibicionismo desenfrenado era tomado con sonrisas al principio y con calentura más avanzada la noche.

Para las once y media había conseguido congregar a seis o siete maduros bien armados a mi alrededor y ya no tenía que preocuparme porque se me viera en pelotas al pasar para ir al baño. Tanto tío me ocultaba a las miradas indiscretas. Los hombres se iban turnando para darme de mamar, y solo me comía las pollacas más gordas y leferas, aquellas que me recordaban al manubrio de papá. Los que no estaban lo suficientemente dotados acababan cansándose y se retiraban ante mi negativa a dejarles mi boca y pronto me aseguraba siete o ocho pollacas que sí me valían.

Algunas pollas ya me eran conocidas, muchos venían a repetir. Para la una de la mañana me levantaba y me iba al baño para quitarme toda la lefa que podía del cuerpo y aprovechaba para darme placer solitario mientras me limpiaba con el papel higiénico los restos de incontables corridas, lo cual me resultaba un ritual super erótico. Una vez limpio (o lo suficientemente limpio) volvía a sentarme en mi sitio y continuaba recibiendo pollacas, mamando rabotes gordotes y babosos que me regalaban precum en las mamadas y abundantes lefadas en las corridas, montones de lefadas, una tras otra tras otra. Algunos se me corrían sobre la cabeza, otros me descargaban en la frente o en las orejas, otros conseguían meterme toda la lefada entre los labios y aguantaban estoicamente el mamadón mientras terminaban de correrse entre estertores. La leche me resbalaba por el cuerpo, caía por todas partes y esa parte, sentirme lefado de arriba hasta abajo, era la parte que más disfrutaba de todo el asunto.

Sobre las tres de la mañana, completamente exhausto y lefado hasta los ojos me quedé solo por primera vez en toda la noche. Y fue el momento que el universo y Jaume, el noviete rubiales de papá, escogieron para ir al baño del Yuppye.

Continuará...

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