Sorprendiendo a mi doctor
Una cita inesperada. Un paciente con problemas. Una noche inolvidable.
El doctor López se encontraba archivando los expedientes del día, cuando él apareció en su consultorio. El galeno tenía pensado marcharse temprano a casa y sorprender a su pareja con una buena cena, ya incluso le había dado la salida a su secretaria y había cancelado la cita de las ocho, pero sus planes cambiaron en el mismo instante en que ese bello espécimen atravesó la puerta. Esa cabellera larga, castaña y abundante bailando con su caminar, esos fuertes brazos ahogándose en esa ajustada playera, esos ojos negros debajo de esas pobladas cejas, esa nariz grande y un tanto chueca, y ese notable bulto escondido tras el pantalón, le recordaron su vocación de médico, su siempre estar dispuesto a prestar ayuda a quien lo necesite. Resignado, cierra el archivero y se dispone a atender a tan inesperado y atractivo paciente.
Buenas noches, señor. ¿En qué le puedo servir?
Buenas noches, doctor. Perdone el atrevimiento de haber entrado sin avisar, pero no había nadie en recepción.
No se preocupe. No se preocupe que para eso estamos, mejor dígame qué tiene. ¿Qué le duele? ¿Cuál es su pena? ¿Será el estómago? ¿La cabeza? ¿Tal vez el corazón? ¿Qué tiene? Tome asiento y cuénteme.
Gracias, doctor. Pues no se por dónde empezar.
¿Qué le parece por el principio?
¿Qué paso, doctor? No se burle que esto es serio.
Di discúlpeme, por favor. Yo sólo quería entrar en confianza, pero no vuelve a pasar. Lo prometo.
No, discúlpeme usted a mí, yo soy el que anda medio susceptible. Lo que pasa es que desde hace unos días tengo un problema.
¿Qué problema?
Pues uno muy grave, muy íntimo. Me da un poco de pena decírselo.
¿Acaso tiene que ver con su vida sexual?
Pues sí, exactamente ese es el problema.
Vamos a hacer una cosa. ¿Qué le parece si, para que se relaje un poco y tenga el valor de decirme lo que le pasa, nos tomamos una copa?
¿Una copa? ¿Tiene vino? ¿Aquí en el consultorio?
Sí, guardo un par de botellas de güisqui para las visitas especiales.
Y, ¿eso es legal? ¿Le permiten beber mientras da consulta?
No, claro que no. Si se enterara la persona equivocada de seguro tendría problemas, pero eso no tiene porque pasar. Yo sólo le ofrezco algo de beber a gente de mi entera confianza, a quienes se que nunca me delatarían.
Y, ¿cómo sabe que yo soy una de esas personas? Ni siquiera sabe mi nombre.
Ah, pero eso tiene remedio. Tome.
El bien parecido sujeto coge la copa que le ofrece el médico, y éste, esperando coger algo más y con el pretexto de estar más cómodos, le propone sentarse en el sofá. Y ya acomodados los dos en el sillón, hundidos ambos traseros en los cojines de piel y teniendo sus bebidas en la mano, reanudan la conversación.
Ahora sí, ¿cómo te llamas?
¿Ya nos tuteamos?
Pues de una vez, para entrar en confianza, ¿qué no? Es más, me voy a quitar la bata para que se te olvide que soy doctor, para que te imagines que soy un amigo al que le cuentas todo, un amigo al que acudes por un consejo para tu problema. ¿Te parece?
Bueno, si tú lo dices.
Pues sí lo digo. ¿Cómo te llamas?
Me llamo Rodolfo, Rodolfo Suárez.
Mucho gusto Rodolfo. Yo soy Germán, Germán López Acuña para servirle a usted, a Dios y a la virgencita de Guadalupe.
¿Qué mamadas son esas? ¿Te sientes bien?
Sí, sí, sí. Perdón, pero siempre quise decir eso y nunca había tenido la oportunidad. Pero bueno, ya en serio, ¿qué es lo que te pasa? ¿Por qué andas tan preocupado?
¿Cómo decirlo sin que me duela?
Ya, hombre, suéltalo que no me voy a asustar.
Ese es el problema, que en ves de asustarse se ríen.
¿Cómo? ¿Qué quieres decir con eso?
Pues ¡que soy impotente¡ ¡Que no se me para¡ Eso quise decir.
¿Neta?
No, nada más me gusta humillarme. ¡Claro que es verdad¡ ¿Cómo crees que voy a jugar con algo tan delicado?
No, pues sí. Con "eso" no juega ni un niño de seis años.
Ándale pues, síguete burlando. ¿Para eso querías que te contara? ¿Qué paso con eso de la confianza y de que eras mi amigo? Ya quisiera verte en mi situación, a ver si te causaba tanta gracia.
No te pongas así, hombre. ¿Por qué tan delicadito? A mí se me hace que eres medio volteado.
¿Qué paso? ¿Cómo que volteado? Yo soy bien hombre, bien macho.
Tanto que ni se te para.
Ahora sí, me largo de aquí. Si crees que voy a dejar que me agarres de tu burla, estás equivocado. Yo me voy, y tú cabrón, ¡chingas a tu madre¡
¡Espérate¡ ¡Por favor, no te vayas¡ Prometo que ahora sí ya no me burlo. Siéntate. Siéntate y sígueme contando.
¿Ya no te vas a burlar?
Ya no.
¿Vas a escucharme sin decir tus babosadas?
Lo prometo.
Qué conste, ¿eh? Si vuelves a hacer otro de tus comentarios fuera de lugar, te juro que te parto el hocico.
Entendido.
Bueno, entonces continúo explicándote lo que me pasa.
No, espérate tantito. Pasemos detrás del biombo, para que te pongas la bata y yo te vaya revisando mientras me cuentas.
Está bien.
Tanto Rodolfo como Germán se ponen de pie, dejan sus copas en los descansa brazos del sofá, y caminan con dirección a la mampara. El paciente comienza a desvestirse dándole la espalda al médico, y éste, aprovechando que no lo observa, recorre con la mirada cada centímetro de ese apetecible cuerpo parado frente de él. Sus ojos, brillando de lujuria, se van posando en cada porción de piel que queda al descubierto, encontrando imposible el definir qué de todo lo que ve es lo mejor, lo más rico. Se pregunta si acaso lo será esa espalda ancha de músculos bien definidos, esas piernas torneadas, largas y velludas, o ese redondo y firme culo.
Todo en ese hombre es tan distinto a él, y más grande que la diferencia de físicos son sus ganas por lanzarse a devorarlo, sus ansias de quitarle el problemita y tragarse la impotencia ya olvidada hasta que le llegue a la garganta, hasta que le quite el aire y le sacie el hambre, amamantándolo como a un crío, dándole de beber su blanca y espesa leche.
El doctor López le echa uno y otro vistazo a su cliente, y éste que no se deshace del bóxer, éste que no le muestra las nalgas para estimularle la imaginación. Como si quisiera torturarlo, como si supiera de qué manera lo observa, pero no lo sabe pues está de espaldas y en la espalda no tenemos ojos, Rodolfo dobla sus prendas con una paciencia que desquicia, mientras Germán se lo come con la vista y ninguno que continua hablando. Los dos callados: uno desnudándose sin saber que el otro lo disfruta, y ese que disfruta, gozando porque el otro no lo sabe. Los dos callados, y el deseo volando.
Me pasas la bata.
¿Qué?
Que si me pasas la órale cabrón, te caché. ¿Quién decías que era el volteado?
¿Qué pasó? Ahora soy yo el que te pide que no digas estupideces, por favor.
Yo creo que no son estupideces. Te agarré viéndome el trasero, y hasta podría jurar que te chupabas los labios mientras lo hacías.
Claro que no. Toma, aquí está la bata. Me voy a voltear para que termines de quitarte la ropa. Cuando estés listo me a me avisas.
¿Vas a decirme que eso tampoco lo hiciste? ¿Eso también lo vas a negar?
¿Qué? ¿De qué hablas?
No te hagas, bien que me volteaste a ver el paquete.
Sueñas, cabrón. ¿Qué voy a andar volteando a verte el paquete? Si ni se te para.
Te lo advertí, hijo de la chingada. Ahora sí ya te llevó la flaca.
Rodolfo se abalanza contra Germán y, después de propinarle un certero puñetazo en la mandíbula y derribarlo, se le sienta encima, presionando el trasero del primero la entrepierna del segundo, provocándole una rápida y potente erección de la que ambos se dan cuenta. Se miran fijamente a los ojos, como sin saber qué hacer. El labio inferior del médico está reventado y sangrando, y el peludo y desnudo torso del paciente sube y baja a causa de la agitada respiración. Las exquisitas nalgas del atacante no se mueven, y la verga sobre la que descansan crece y crece. Continúan mirándose, ya en los ojos de ambos se nota ese brillo que ruega por sexo, ese brillo que grita querer "eso" buscando quién se lo de.
¿Esto también lo vas a negar?
¿Qué?
Esto que despierta entre tus piernas.
No podría, no si ya lo has sentido.
Claro que lo siento, ¿cómo no sentirlo?
Pues quitándote de encima.
No quiero.
¿Por qué no quieres? ¿Te gusta?
Sí, mucho.
Muévete entonces. Muévete y pónmela más dura, pónmela más grande.
¿Así? ¿Así quieres que me mueva?
Sí, así: de atrás para adelante, de adelante para atrás, de arriba para abajo o de abajo para arriba, no me importa con tal de que te muevas.
Ves que sí me estabas viendo el culo.
Ves que sí eras medio maricón.
Y ves que tú también.
Pinche par de putos somos, pues.
Y, ¿ahora qué?
¿Cómo qué que?
Pues sí, ¿qué? Parecías tenerlo todo escrito.
Improvisa.
¿Improviso?
Sí, inventa. Haz lo que te plazca, que yo estoy aquí para servirte. Al paciente, lo que pida.
Rodolfo detiene el movimiento circular de sus glúteos, y se pone de pie para luego hincarse aprisionando las piernas de Germán con sus rodillas. Lleva sus manos hasta el cinturón del médico, lo afloja un poco, y agacha la cabeza hasta que el espacio entre sus labios y lo que antes crecía bajo sus nalgas se hace mínimo. Sin alejarse de tan prometedora protuberancia, termina de zafar el cinto y pasa ahora con el cierre del pantalón. Lo baja utilizando los dientes, poco a poco, como si tuviera todo el tiempo del mundo, como si su boca no estuviera produciendo saliva a mares, como si su lengua no muriera por probar eso que tan cerca tiene. Germán está apoyado sobre sus codos y mira sin parpadear tan erótica escena. Un hombre guapo y semidesnudo arrodillado frente a él, y bajándole con los dientes el cierre de la cremallera, ansioso de tragarse su verga y hacerlo ver estrellas. Su corazón late a toda marcha, bombeando la sangre suficiente para mantenérsela erguida hasta que encuentre asilo y entonces se conserve por inercia, por placer. Y el que sufría y sentía pena finalmente libra la primera barrera, el primer obstáculo. Queda ya nada más otro, uno que pareciera se romperá por sí solo de tan estirada que está la tela, por lo que oculta, por lo que resguarda debajo.
¿Qué es eso que tienes ahí guardadito?
Es un premio, una paleta para los pacientes bien portados.
¿Nada más para los bien portados?
Bueno también para ti, si la quieres.
La quiero.
Pues tómala, es toda tuya.
Tengo miedo.
¿Por qué?
Porque está muy grande, y se siente dura. No sé si me cabrá en la boca.
¿Por qué no lo averiguas?
¿Quieres que lo haga?
¿Tú qué crees?
No sé, tú dime.
Sí, quiero que lo hagas. Quiero que te la comas hasta que le saques el relleno.
¿Tiene relleno?
Sí, blanco y cremosito.
Suena rico.
Sabe rico.
Rodolfo desliza los calzoncillos del doctor López, con la misma paciencia con que se deshiciera del cinto y de los pantalones. Conforme la sensual prenda va descendiendo, eso que mantiene cautivo se inclina hacia la misma dirección y una fina alfombra de vello va tapizando el camino. Germán anima a su paciente para que termine de liberar al monstruo y, en un par de segundos más, éste respira por fin aire puro. Esos ojos negros coronados por esas pobladas cejas se clavan en esa prominente verga y la boca se le hace agua, pero, obedeciendo a su no darse prisa, no la engulle. La repasa con el puro aliento, provocándole suspiros a su dueño. Amenaza con lamerla sin hacerlo, desesperando al excitado médico.
¿Qué esperas? ¿Por qué no te la tragas?
Porque quiero que me lo pidas, quiero que me ruegues que lo haga.
Trágatela ya, por favor. ¿Qué no ves como llora? Está pensando que no te gusta.
Ah, claro que me gusta. Nunca había visto otra paleta como ella: así de gorda, así de larga, así de viva.
Pruébala entonces.
Pídemelo de nuevo.
Trágatela, por favor.
Otra vez, pero con ganas. Como si de verás fueras hombre.
¡Que te la tragues, chingada madre¡ ¡Que te la tragues o
Germán se queda sin palabras al sentir que su miembro se pierde dentro de la tibia y experta cavidad bucal de su paciente. Éste, dando rienda suelta a sus instintos y dejando de lado las sutilezas, devora entero tan destacado trozo de carne, hasta que la punta traspasa el nivel de su garganta y por su nariz entra ese inconfundible aroma a macho que sólo un pubis guarda. Y ya habiendo perdido el miedo, Rodolfo empieza a mostrarle al dueño de tan peculiar caramelo sus desarrolladas habilidades orales. En poco tiempo lo tiene ya gimiendo como un animal, con la vista en blanco y diciéndole guarradas.
¿Te gusta como chupo la paleta?
Sí, me encanta cabrón. Lo haces muy bien.
¿Qué tan bien? Dime que tan bien.
Muy, muy, pero ay, muy bien. Más que bien, genial. Nadie la mama como tú. Eres el mejor. Eres el ay. Sí, así, mueve ahí tu lengua que me gusta. Más rápido. Sí, sí. ¡Que rico¡
¿Lo estás disfrutando? ¿Lo estás
Sí, sí, lo estoy gozando como un loco, pero cállate. Cállate y sigue mamando, que me corro. Sigue chupando que ahí viene ya el relleno.
Rodolfo ha parado de hacer preguntas que al fin y al cabo no son necesarias, los sonidos de placer y las palabras de aprobación que emite el médico sin nadie pedírselo son suficientes para confirmar lo bien que la está pasando en tan deliciosa y perita boca. En lugar de hablar y descuidar su labor, el paciente se esmera para que los instantes antes de la venida sean los mejores. Se mete la polla hasta el fondo un par de veces mientras le acaricia las bolas, para luego mamar solamente el glande y masturbar con ambas manos el resto. Y a Germán se le va hinchando más hasta que finalmente explota, derramando ese blanco y cremoso relleno en el paladar y la lengua de su hospedero. Y éste se traga hasta la última gota, gustoso, goloso.
Y, ¿qué te pareció el relleno? ¿Verdad que estaba bueno?
Buenísimo, más rico que la miel. Tan bueno, que creo que me ha curado.
¿Te ha curado? ¿Lo dices en serio?
Sí, compruébalo tú mismo.
A ver, ven para acá.
Rodolfo se levanta y camina unos pasos cubriendo su entrepierna. Después se hinca sobre el pecho del galeno, y aparta las manos de su sexo, dejando al descubierto un bóxer incapaz de ocultar tan firme y, a pesar de no ser tan grande como la del doctor, apetitosa erección. Entre los dos la sueltan y no cabe duda, la impotencia es cosa del pasado.
Sí, definitivamente te has curado.
¿Estás seguro?
¿Tú no?
No sé, ¿qué tal si es pasajero? ¿Por qué no la examinas más de cerca, más a fondo?
Tienes razón, es mi deber como médico asegurarme de que en verdad todo marche bien. ¿Sientes esto?
Sí, lo siento.
¿Te molesta si muevo más rápido la mano?
No, para nada.
Y, si aprieto la cabecita, ¿te duele?
No, tampoco.
Pues parece que todo está bien, pero por si las dudas, voy a hacerle un examen oral. ¿Me permite?
Claro, doctor, lo que sea por la salud.
Germán levanta un poco la cabeza y, con la ayuda de Rodolfo, se introduce en la boca la mitad del erguido pene de éste. La chupa y la lame con dulzura, como si estuviera rindiéndole pleitesía, como si fuera su dios. Le cubre con saliva cada pliegue, cada arruga, cada vena saltada. La acaricia con la lengua, lentamente, como si no quisiera romperla. El paciente se impaciente, y se la mete hasta el tope, se la retaca de un golpe para comenzar a follarlo. El doctor, lejos de haberse incomodado, parece disfrutar de la violencia con que su cliente lo penetra y hasta lo toma de ambos glúteos para que no se detenga, para ayudarle con su vaivén.
Toma, toma, toma. Trágatela toda, trágatela entera mi putito.
Chúpala. Chúpala, lámela y mámala que la mía también tiene relleno y quiero que lo pruebes, quiero te lo comas.
No dejes de mover tu lengua, maricón de mierda. Sí, así. Muévela, más aprisa.
Rodolfo está como poseído y cada vez son más furiosas y profundas sus embestidas, en cualquier momento cae muerto el doctorcito y se pierde del relleno cremosito. El diagnóstico será muerte por asfixia, y el arma asesina la verga fugitiva, esa que ahora se lo coge como a un muñeco de trapo, esa que le ha arrancado un par de lágrimas.
Ah, ya casi. Ya casi. Sigue chupando que me vengo.
Germán no puede pronunciar palabra ni tampoco es que lo quiera, le basta con lo que tiene entre sus dientes para ser feliz, le es suficiente con que le irriten la garganta, con que una de sus manos esté colgada de ese impresionante par de nalgas y con que el dedo medio de la otra hurgue en medio de ellas, con que encuentre el perdido orificio y se sumerja en él hasta tocar la nuez, hasta tocarla y apretarla para que ese quién lo trata como a un trapo se retuerza de tanto gozo, grite y brame de placer, justo como ahora mismo lo hace, como ahora mismo gime y aúlla, al borde del orgasmo.
Sí. Ah. Ah. Toma, bébetelo todo. Sí, sí.
Efectivamente, el caramelo de Rodolfo también era de los rellenos y el médico lucha por no derramar ni una sola gota, por hacer espacio en su boca para ese delicioso líquido, entre tanta saliva y tanta polla. Por más esfuerzos que realiza, su necesidad de respirar es mayor y, a fin de cuentas, escupe parte del ansiado postre.
¿Qué no te gustó? ¿Por qué lo escupes?
Porque no me cabe todo al mismo tiempo.
No, no, no. Hay gente que no tiene ni que comer, y tú desperdiciando lo que con tanto amor te ofrezco.
Perdóname. Discúlpame. ¿Qué puedo hacer para remediar mi falta?
Tendré que reprenderte, y muy severamente para que aprendas la lección.
Cualquiera que sea mi castigo, lo aceptaré sin respingar.
Al paciente lo que pida, ¿no?
Al paciente lo que pida.
Pues entonces, te ordeno que reemplaces ese dedo, que por alguna razón no has sacado de mi culo, con eso que antes me comí, con eso que antes te mamé.
Si eso quieres, ¿por qué no lo haces tú mismo? ¿Por qué no te sientas? Él ya está esperándote.
¡Vaya¡ Sí que te recuperas rápido.
¿A poco creías que no?
Rodolfo se levanta del torso del galeno, arroja sus calzoncillos contra la pared, y retrocede hasta que su trasero se posiciona por encima de ese mástil, que se alista para recibirlo mojando su punta. Germán sostiene su pene por la base y su paciente poco a poco se aproxima, poco a poco se acomoda y ha llegado, ya le llaman a la puerta y ésta se abre de par en par, sin oponer resistencia y como si estuviera acostumbrada a recibir semejantes huéspedes. Ha entrado ya la regordeta cabeza, ambos suspiran de la satisfacción y se detienen por un momento a deleitarse con su logro.
Y ya pasado más del tiempo que la calentura les permite, prosiguen a cubrir o a meter, según por dónde se vea, según cómo se sienta, unos cuantos centímetros más. Las carnes se dilatan, los fluidos se mezclan, las pieles se entrelazan y los instintos se alebrestan, hacen que ese quien recibe se deje caer de golpe, enterrándose hasta el alma eso con lo que el otro da, con lo que el otro entra, por donde el otro se complace al sentirla envuelta, por el flexible pero apretado esfínter del paciente, que otra vez confirma que ha superado la impotencia pues se le ha puesto tiesa.
¡Que rico se siente tenerla dentro¡
¡Que rico se siente que la tengas dentro¡
¡Y más rico se sentirá cuando me mueva¡
Pues, ¿qué esperas para hacerlo? Sube, chiquito. Sube y baja que el tiempo apremia.
¿Qué acaso tienes prisa?
Algo. Debo preparar la cena para mi pareja.
¿Tienes pareja, desgraciado? ¿Tienes pareja y estás follando aquí conmigo?
Así cómo lo oyes, así cómo lo escuchas.
Y, ¿por qué teniendo con quién coger, lo haces conmigo? ¿Qué de plano está muy feo?
Horrible.
¿Es malo en la cama?
El peor.
Y yo, ¿cómo te lo hago? ¿Cómo te lo aprieto? ¿Cómo te lo muevo?
Delicioso, como el grandísimo puto que eres.
Y, ¿estás pensando en él mientras me lo haces?
No, con un culo como el tuyo, no tengo cerebro para pensar.
¿Te gusta mi culo?
Me encanta.
Y, ¿te gustaría rompérmelo?
Como nada en el mundo.
Vamos pues.
Rodolfo se levanta para inmediatamente ponerse en cuatro y Germán se lanza como desesperado contra ese par de hermosas, redondas, peludas y morenas nalgas. Con su lengua, el doctor traspasa el abierto y mojado ano de su paciente, haciendo a éste gemir y rogar por volver a tenerla dentro, por volverse a sentir lleno, sodomizado.
¿Qué diablos esperas? ¿No qué tenías prisa? Métemela ya.
Paciencia, Rodolfo. Paciencia.
Germán hace caso omiso de las peticiones de Rodolfo y continúa penetrándola con la lengua, moviéndola ésta de manera circular al estar dentro, y acompañándola con un par de dedos, que sacude en dirección contraria y provocando olas de placer casi insoportables en el exasperado paciente, que insiste en que ya la quiere, que reclama por su caramelo, y después clamara por el relleno que seguramente resbalara por sus muslos junto con, tal vez, un hilillo de sangre, de cumplirse ese deseo de que se lo rompan.
Ya, por favor. No me hagas esto y ensártame de una buena vez. Te lo suplico.
¿Lo quieres?
Sí, lo quiero.
¿Mucho?
Demasiado, más de lo que nunca había deseado algo.
Y decías que no eras medio volteado
Quise decir que era volteado y medio, el más volteado de entre los volteados, un total maricón que ama la verga.
Y la mía, ¿la amas?
Sí, la amo, y la amaré más si me la metes, por favor, por fa
Los rezos de Rodolfo han sido escuchados, y su médico sin ser de cabecera le ha encajado la cabeza, hasta el fondo y con ganas, con hartas ganas que se reflejan en el urgente y feroz mete y saca que comienza. Entra y sale ya su miembro, cada vez más largo y grueso, hasta con residuos de excremento, que se confunden con lo oscuro de la piel, que se pierden por las venas y se diluyen en el lubricante.
¿Así te gusta, o la quieres con más fuerza?
Dame más duro, cabrón. Con huevos.
¿Así, puto de mierda?
Más duro, más duro.
Vas a rogar no habérmelo pedido. Te voy a dar tan duro que no te podrás sentar en una semana. Que digo en una semana, en un mes, en un año.
Sí, destrózame. Así, sí. Ah, ah. Así.
Germán está convertido en una bestia y penetra a su cliente con tanta fuerza que parece que a éste se le saldrán los ojos. Una y otra, mete y saca su monumental falo del ya maltrecho orificio. El cuerpo de Rodolfo se agita sin cesar, mientras que él sacude su rígido miembro sin parar, en una carrera en la que participan sin haber corrido para ver quién de los dos lo hace en primera instancia. Y ahí va uno: dándole con todas sus fuerzas al culo del otro. Y ahí va ese otro: tirando de ese instrumento al que el uno ni caso hace. Se aproximan a la meta. Se acercan al final que bien debería ser el comienzo. Se ve en el brillo de sus perdidos ojos. Se escucha en el chillar de sus gemidos. Se huele en el escurrir de sus sudores. Se siente en la tremenda hinchazón de sus sexos, que atrapado uno entre dedos y explorando otro los intestinos, se disponen a regar el pasto, ese que no existe, ese que no tienen, ese que no quieren pero en su delirio se imaginan.
Ah, ¡me voy a venir¡
Igual yo.
Aguanta un poco, que quiero que lo hagamos juntos.
Mejor tú date prisa, que no puedo ya aguantarme.
Sí, ahí viene. ¡Puedo sentirlo subiendo¡ ¡Puedo sentirlo en la punta¡ ¡Puedo ¡ah¡
¡Ah¡ ¡ah¡ ¡ah¡
A falta de cronómetro se declara empate, y los dos obtienen como premio un intenso y maravilloso orgasmo, y una noche inolvidable.
¿Te ha gustado, mi amor?
Más que eso: me ha fascinado. Hoy has estado como todo un tigre.
Es que tú así me pones. Cuando me como este culito rico tuyo como que me pierdo.
¡Vaya que te pierdes¡ Parecía que me querías matar.
No te quejes, que así me lo pediste. ¡Rómpeme el culo¡ ¡Rómpeme el culo¡
Ya, para que me apenas.
¿Ahora sí muy tímido, el niño? ¿Dónde estaba el pudor cuando aceptaste que te cogiera un desconocido? ¿Eh?
Y, ¿dónde estaba tu fidelidad cuando me lo hacías?
Me la quitaste junto con los pantalones.
Y, ¿cómo está eso de que estoy horrible y que en la cama soy el peor?
Mentira vil, cariño. Eres el más hermoso de los hombres, el mejor de los amantes.
¿De verdad lo crees?
No lo creo, estoy seguro. Como que me llamo Germán López Acuña para servirle a usted, a Dios y a la virgencita de Guadalupe.
¿De dónde sacaste esa mamada? Ya no te voy a dejar ver tanta tele, te me estás volviendo medio retrasado.
Ándale pues. Síguele y te lo vuelvo a romper.
¿Es una promesa? Porque de serlo, no estaría mal.
¿De verdad aguantas otro?
¿Tú no, anciano?
¿A quién le dices anciano?
A ti, viejo decrépito.
¿Ah sí? Ahora vas a ver.
No, tú vas a ver. Voy a desquitarme de la cogida que me diste.
Germán y Rodolfo empiezan a forcejear intentando quedar uno encima del otro. Ruedan por el piso del consultorio tirando lo que encuentran a su paso: el biombo, un banco, algunos instrumentos y de paso la monotonía, la rutina. Ríen como niños y cuando finalmente se detienen, ya cansados de tanto girar y girar, se miran a los ojos, pero ya no con esa lujuria de minutos atrás sino con ternura, sino con amor. Se acarician mutuamente la mejilla y se besan por primera vez en la noche, pero sólo en la noche, pues ya de los besos que se han dado perdieron la cuenta cuando pasaron del millón.
¿No tienes hambre?
Sí, tanto ajetreo ya me despertó el apetito.
Y, ¿aún quieres irte a casa para prepararle la cena a tu pareja?
Si no hubieras venido, ya hasta habríamos lavado los trastes.
Tal vez, pero, ¿a poco no te gusto que lo haya hecho? ¿Qué me haya aparecido sin avisar?
La verdad, sí. Deberías de hacerlo más seguido.
Tal vez lo haga, si permites que para la otra yo sea el doctor. Ser impotente no es nada agradable, aún cuando sea broma.
Pues a mí sí me pareció divertido. De verdad creí que sí te habías molestado, cuando me diste el puñetazo.
Perdón por eso, creo que me pasé.
No te preocupes, me excitó más que dolerme.
¿Así qué me saliste masoquista?
Un poquito.
Pues si quieres, en la casa te doy tus latigazos.
Y, ¿si mejor me das unos vergazos? Hoy no me has dado uno solo.
bueno. Vayámonos entonces.
Vayámonos.
Los dos hombres se ponen de pie, le pasan el brazo por la cintura el uno al otro, y caminan hacia la puerta repartiéndose besos por todo el rostro. Justo antes de salir del consultorio, se dan cuenta de que no se han vestido y pretenden regresar a hacerlo, pero, en un lapso de rebeldía, deciden salir a la calle así: desnudos como están. Los transeúntes los observan con desprecio por su desacato, y ellos comienzan a excitarse como si los malos pensamientos que seguramente sobre ellos tienen, fueran caricias. Sus miembros alzan la voz y sus mentes disparan ideas descabelladas. Se miran el uno al otro, con tanta complicidad que no necesitan decir palabra alguna para entenderse. Se detienen a media acera, juntan sus cuerpos y después sus bocas. Sus erecciones se ligan en una lucha caliente y dura, y sus lenguas se entrelazan en una danza de locura.
"Te amo", dice Rodolfo. "Yo también te amo", responde Germán. Vuelven a besarse y se dejan llevar en otro más de sus intentos por mantener la llama encendida, en otro más de sus recursos para aderezar su vida, esa que desde hace ya trece años, sólo conciben caminando juntos y de la mano.