Sor Inocencia 6
Aventuras y desventuras de una monja del sXIX
Madre Clarisa
Ni mi hermana Rebeca ni yo nos preguntamos el motivo por el que habíamos sido acogidas en casa del cura en lugar de ingresarnos en el Convento como el buen padre había anunciado a nuestros padres pero a las pocas semanas de estar allí alojadas, con el culo enrojecido por los azotes y el coño satisfecho por los pollazos de don Priscilo una monja vino de visita a la casa. Escondidas en la escalera pudimos escuchar como la visitante recriminaba a don Priscilo que hubiera mantenido a dos virginales niñas en su casa con el escándalo que aquello podía suponer en una población tan pequeña. Don Priscilo escuchó entristecido a la monja y, a indicaciones de ella, nos llamó ante su presencia.
- Hijas mías -nos anunció con voz grave y lastimera-, la madre Clarisa, aquí presente, reclama vuestra presencia en el Convento, así que recoger de inmediato vuestras cosas y serviros acompañarla a donde ella diga.
La madre Clarisa era una mujer de unos cincuenta años, de rostro serio pero agradable enmarcado en una cofia blanca con dos grandes alas que parecían las de una enorme gaviota. Su hábito, como era costumbre, era totalmente negro y se sujetaba en la cintura por un grueso cinturón de cuero que me recordó a las tiras de cuero que don Priscilo tenía en su cuarto y que utilizaba para castigarnos.
- Déjeme madre -añadió don Priscilo-, que acompañe a las niñas a recoger sus cosas y darles ánimo espiritual para la nueva etapa a la que se enfrentan. Mientras tanto, si desea algún refrigerio, doña Remedios puede ocuparse de servirle en lo que usted necesite.
En ello consintió la monja y Rebeca y yo nos retiramos a nuestra habitación seguidas por don Priscilo. Nada más abandonar la habitación donde quedaron la monja y el ama de llaves, don Priscilo nos levantó la falda y metió su mano en nuestras pulcras bragas buscando meternos un dedo en el ano. Nos pidió mesura y obediencia hacia la madre Clarisa y nos exigió premura por ver si daba tiempo a descargar una vez al menos en cada uno de nuestros coños. Ni que decir tiene que tanto mi hermana como yo apresuramos el paso buscando el resguardo de la alcoba donde llevar a cabo las sugerencias del santo varón.
Como acabó conmigo primero y movida por la curiosidad me acerqué sigilosa al salón donde dejé a la madre Clarisa porque quería echar un nuevo vistazo a la que, al parecer, había pasado a ser nuestra nueva protectora.
Ante mi sorpresa no estaba sola sino que doña Remedios le acompañaba. Estaba la monja despatarrada en un sofá con el hábito remangado, unas bragas enormes enrolladas en uno de los tobillos, los muslos separados y al ama de llaves volcada entre sus piernas comiéndole el chocho. También doña Remedios se había arremangado la falda y ella misma se daba placer masturbándose en el coño.
Se corrió la monja sin preocuparse de hacer discretos sus gritos y tiraba del pelo de doña Remedios obligándola a volcarse en su coño de forma tal que debía estar al borde de la asfixia. Al parecer también ella, como yo, tenía la costumbre de, una vez alcanzada el orgasmo, correrse de tal forma que más bien parecía que meaba y un chorro de líquido cayó sobre la cara de una sorprendida doña Remedios que hacía esfuerzos ímprobos para que todo cayera en su cara para poder beber tan glorioso líquido.
Convento
Seguimos a la buena madre con nuestras pobres pertenencias en un hatillo y, transportadas en un carro tirado por un borrico y guiado por un taciturno hombre, nos encaminamos al convento que distaba unos kilómetros del lugar. Mi hermana y yo íbamos sentadas atrás sobre unas alpacas de pajas donde nos costaba mantener el equilibrio por los continuos traqueteos del carro.
Doña Clarisa nos aconsejó que nos tumbáramos sobre el piso e intentáramos echar un sueñecito porque el viaje se demoraría al menos una hora.
Así lo hizo Rebeca pero a mí me extrañó tanta solicitud por parte de la madre y, pese a que me tumbé aparentando que iba a dormir, no perdí ojo de lo que ocurría delante. En el pescante marchaban doña Clarisa y el taciturno y, pese a que nos daban la espalda, no pude menos que constatar que, nada más salir del pueblo, la mano de la monja se había colocado estratégica en la entrepierna del buen hombre que se había puesto rígido como un palo. No me lo podía creer pero por los movimientos de ella y el estado de él supuse que la muy puta le estaba haciendo una paja descomunal. Al poco rato fue la mano del hombre la que se encaminó a la entrepierna de la religiosa y esta, disimuladamente pero no tanto como para que yo no me apercibiera, se había levantado el hábito hasta más allá de las rodillas y ahora era ella también la que estaba siendo masturbada por el campesino. En aquellos tiempos era difícil encontrar viajeros en los caminos por lo que ambos pecadores estaban más que seguros con sus tejemanejes.
Sigue, cabrón, que me tienes a punto -oí decir a la madre Clarisa con voz contenida y grave.
No te quiero decir, so puta, como me tienes a mí -contestó él con una voz aún más grave y que me costaba escuchar-, si te bajas del carro te meto la polla en ese chocho de puta que tienes y te hago aquí mismo un santo varón para vestir sotanas.
Ella rió y miró hacia atrás para comprobar si dormíamos, cosa que rápidamente me ocupé en simular. Viendo nuestra ausencia, recomendó al campesino detener el carro y ambos se bajaron del mismo. Tenía el campesino un empalme que hacía que la polla le chocara contra el estómago y la madre Clarisa en ningún momento hizo nada por soltarla. Se alejaron unos pasos del carro y se metieron entre unos árboles cercanos al camino. Presurosa, también yo salté del carro dispuesta a seguirles y ver en que acababa todo aquello aunque una idea tenía sobre los derroteros, ¿o debería decir agujero?, que aquella polla iba a tomar.
Me asomé con cuidado de no ser vista tras los árboles donde ambos pervertidos se habían ocultado y pude verles a ambos follando como locos. Ella estaba de pie con ambos brazos alzados y apoyados en un árbol con el hábito remangado hasta la cintura, él se había colocado detrás de ella y se había bajado los pantalones que estaban arrugados alrededor de sus tobillos. Le metía tales golpes que, pese a la distancia, podía ver como las nalgas de la monja rebotaban a cada arremetida. Las alas de su cofia ahora sí que parecían una gaviota alzando el vuelo y es que, con las arremetidas, se movían hacia arriba y hacia abajo de una forma incontrolada.
Una expresión viciosa le cubría la cara a ella y él parecía concentrado en no perder el ritmo de un mete saca frenético en que había convertido sus caderas.
Al poco rato ella empezó a gemir.
No te me corras en el coño, cabrón, que aún puedo quedar embarazada -gimió ella.
Donde me voy a correr pocas mujeres han quedado preñadas -gruñó él mientras hacía movimientos que demostraban que había sacado la polla de su cálido agujero y, con cuidado, se la enfilaba por el ano para terminar su trabajo. Para aquel entonces, la madre Clarisa se había corrido y mientras era enculada un chorro ruidoso y fiero de meado le salía del coño ahora desocupado.
En ese momento abrió los ojos y juraría que me vio observando la escena. Si era así no lo demostró porque continuó permitiendo que el campesino descargara toda su leche en su prieto agujero. Cuando la extrajo sonó un plop similar al corcho de una botella al abrirse y, pese a que era evidente que el espectáculo estaba acabado, continué, como petrificada, observando la escena. La monja entonces, se acuclilló sobre el suelo y tras un sonoro pedo, empezó a cagar mierda y semen.
Así quedaría más limpita -dijo entre risas.
Todas las monjas sois unas cerdas -dijo también él riendo mientras le enfilaba la polla en la boca-, así que cómete tu propia mierda que luego la esposa la huele y me muele a palos.
Desperté como de un sueño y corrí hasta el carro donde me tumbé junto a mi hermana. Al segundo llegaron ellos y, pese a intentar aparentar que dormía placidamente, mi respiración agitada demostraba a las claras que estaba excitada. Entre los ojos semiabiertos pude ver una extraña sonrisa en la cara de la bella monja mientras, en un gesto inconsciente, se lamía los labios.
Sin más incidentes llegamos al convento. Era un lugar alegre y soleado. La casa principal estaba rodeada por una larga valla de piedra que no mostraba dificultades para ser escalada. Fuera de la valla y alrededor suyo se podían ver unos campos pulcramente labrados. El recinto conventual lo presidía una pequeña capilla con una larga y alta torre al final de la cual estaba una especie de campanario. Adosada a ella una casa de ladrillo y ventanas de madera que no era muy grande por lo que calculé que allí no podían vivir más de una docena de monjas. Cerca del convento una serie de corrales guardaban animales de todo tipo, un par de caballos, otros tantos burros, ovejas, gallinas... más que un convento parecía una granja muy bien cuidada.
El carro se detuvo junto al portón que protegía la valla y la madre Clarisa hizo sonar una especie de campana que debía avisar de su llegada.
A la carrera aparecieron diez monjas todas ellas vestidas con hábitos negros pero mucho más livianos que los que usaba la madre Clarisa. En lugar de la cofia que semejaba una gaviota se cubrían las cabezas con una especie de capucha, también negra, que nacía en el propio hábito y ceñido de tal forma que ni una ristra de cabello quedaba a la vista. Era evidente que se trataba de una especie de uniforme del día a día.
Todo eran grititos y risas de bienvenida a la que parecía ser la madre superiora del convento. Intrigadas las monjitas, que las había de todas las edades, se interesaron por nosotras de forma tal que parecíamos bueyes de venta en el mercado. Madre Clarisa empezó a repartir instrucciones y acompañadas de varias monjas nos adentramos en el convento.
No pude evitar ver como tres monjas, todas ellas de las de más edad, se quedaban disimuladamente atrás y, cuando aún el grupo no había terminado de entrar en el convento, tenían atrapado al campesino contra el carro y mientras unas le sonreían y le decían algo, otra, más audaz, había perdido la mano dentro de su bragueta. Esa tarde el buen hombre iba a tener trabajo a destajo.
Cuando se cerró el portón una angustia me cruzó el pecho. Me pareció que acababa de perder la libertad.
En la celda
Cuando todo el alboroto había terminado nos encontramos Rebeca y yo encerradas en una pequeña celda con dos camastros con poca pinta acogedora y que hacían lujosos los que habíamos dejado en casa pese a su sencillez.
Mal que bien nos pusimos dispuestas a sobrellevar lo que ocurriera y dado que todo el mundo parecía haberse olvidado de nosotras, nos tumbamos en los jergones dispuestas a dormir.
Debía ser noche cerrada cuando apareció la madre Clarisa en mi cuarto. Entre tanta novedad yo dormía mal y me despertaba al primer sonido por lo que no fue extraño que me encontrara despierta nada más abrir la puerta. Por indicaciones me hizo seguirla y me condujo a una celda algo más grande que la que ocupábamos mi hermana y yo. Además de la correspondiente cama, armario y mesa, tenía un pequeño reclinatorio en uno de los rincones bajo un severo crucifijo negro.
- ¿Viste lo que ocurrió con el carretero? -preguntó aunque a mí más bien me sonó a afirmación.
Afirmé moviendo tímidamente la cabeza.
- Pronto descubrirás que las monjas, a veces, tenemos tentaciones y en muchas de ellas no podemos sucumbir ante el diablo. Tú has sido testigo de una tentación y de un pecado.
No quise decir que más que tentación me parecía que, por lo que yo había visto, era ella más bien la que había tentado al pobre hombre echándole mano a la verga.
- Por eso -continuó-, debemos ser castigadas. Dado que tú has sido testigo de mi debilidad, ¿quieres ser tú quien me castigue apropiadamente?
No sabía qué decir pero supuse que se esperaba que aceptara y, además, un conocido ramalazo de placer me empezó a nacer en el centro mismo del coño.
Sin decir más, la monja se quitó el cinturón que recogía su hábito y me lo alargó. Con parsimonia se desprendió del hábito por la cabeza. Debajo llevaba lo que parecía una túnica blanca de tela basta que le llegaba hasta los tobillos. También de ésta se desprendió y quedó frente a mí con unas modosas bragas que le cubrían desde la cintura hasta la mitad del muslo y un sujetador que apenas cubría sus inmensas tetas. De un tirón se bajó las bragas y de una patada se deshizo de ellas. Frente a mí quedó un coño tan peludo como el de doña Remedios. Luego lentamente se giró y se arrodilló en el reclinatorio sacando ligeramente el culo como mostrándome donde debía castigarla.
- ¡Castígame! -me ordenó.
Miré el cinturón que me había dado y que tenía olvidado en mi mano y levanté el brazo segura de lo que se esperaba de mí.
- Pero antes -me detuvo-, debes desnudarte. No debes manchar la ropa que llevas.
Poco importaba manchar mi ropa porque era ropa muy humilde pero la excusa fue buena para, presurosa, quedar totalmente en pelotas con la puta monja comiéndome literalmente con la vista pero sin tocarme. Luego se volvió de nuevo hacia el crucifijo, juntó las manos en oración y volvió a adelantar su grupa oferente al castigo.
Dudando de mi fuerza los primeros golpes fueron apenas caricias pero poco a poco comencé a aumentar su intensidad y rapidez sin que la monja en ningún momento dijera nada. Cuando llevaba más de dos docenas de vergajos soltados en sus nalgas y cuando estas empezaban a mostrarse signos evidentes del castigo, sor Clarisa retiraba involuntariamente el trasero huyendo del castigo para rápidamente volver a ponerse en posición. Recordando en como doña Remedios le gustaba castigarnos, por unos momentos dejé de lacerar su culo y me acerqué hasta ella para pasar mis manos por sus ardientes nalgas. La acaricié con parsimonia y pude oír claramente los gemidos de la monja. No contenta con eso, escabullí mi mano en su entrepierna y palpé los jugosos labios de su coño. Los tenía la puta chorreando de gusto y abrió descaradamente los muslos facilitándome la introspección. Metí uno, dos, tres dedos sin que sor Clarisa dijera nada salvo los suspiros y lamentos que eran bien audibles sin que, al parecer, le preocupara que el resto de las hermanas oyera su 'castigo'.
Sin que ella me indicara nada, intuyendo que estaba al borde del orgasmo, retomé mi posición tras su grupa y volví a fustigarla pero esta vez con una menor intensidad.
- El coño, cariño, castígame el coño -me dijo mientras se abría totalmente de muslos para dejar su chocho indefenso.
Pese a la novedad de tal tormento, me dediqué a ello de inmediato y con un poco de temor al principio por el dolor que suponía tal castigo, le lancé dos fustigazos a la entrepierna. Con cada uno de ellos sor Clarisa saltó por la fuerza del impacto y me imaginé sus tetas botando lujuriosas. No sé porqué yo sabía que era la dueña de la situación y sentí el deseo de verle las tetas botando, así que la tomé del pelo tirando hacia mí.
- Te me vas a poner de rodillas en el suelo frente a mí que quiero ver esas tetas botando -dije con rabia contenida sin saber de donde saqué las fuerzas para mostrarme tan audaz. Me hubiera gustado insultarla llamándola zorra, furcia, guarra, pero no me atreví a tanto.
Sor Clarisa bajó la cabeza sumisa y de rodillas se desplazó hasta el centro de la celda donde nuevamente tomó posición con sus muslos abiertos para recibir el castigo.
- Los brazos levantados, las manos en la nuca -le dije recordando la postura que doña Remedios acostumbraba a tomar.
La monja me obedeció sin rechistar.
- Ahora, puta, mírame directamente a los ojos. Quiero ver el remordimiento en tu cara.
Yo no sabía muy bien que era aquello del remordimiento pero desde luego no debía ser la cara de vicio contenido que tenía la hermana.
Mirándola yo también a los ojos descargué un par de golpes directamente a su coño. No tenía sor Claudia unas tetas extremadamente grandes, eran en verdad, algo más pequeñas que las mías y por su edad colgaban ligeramente humilladas pero verlas botar cuando ella saltaba me produjo un placer inigual. Luego con parsimonia, dejándola saborear mi cuerpo desnudo en movimiento, me desplacé ligeramente para fustigar ahora sus tetas. Me miró con sorpresa por la iniciativa pero no ocultó su pecho a mi ataque. Tras una docena de correazos, tenía las tetas de un color rojo y mostrando los pezones en su máximo exponente. Le acaricié las tetas y le retorcí con sarna los pezones, luego lentamente bajé la mano para comprobar el estado de su coño y la empecé a masturbar con tres dedos. No hizo falta que la masturbara durante mucho tiempo porque comenzó a correrse como loca. Tal y como mostró en el bosque, empezó prácticamente a mearse sobre mi mano.
Cuando acabó estaba como desfallecida, seguía de rodillas y con los brazos levantados, sus tetas y culo mostraban un color rojo insultante y me miraba con una mirada donde yo quise ver una especie de ternura.
- Madre, yo también he pecado -fue lo único que se me ocurrió decir mientras me encaminaba al reclinatorio y me arrodillaba con los muslos separados y los brazos levantados con las manos detrás de la nuca.
Dos nuevas novicias
Al día siguiente mi hermana y yo fuimos admitidas formalmente en el convento y se nos mandó donde una de las hermanas se ocupaba de la administración de los bienes del convento.
Lo primero de todo era deshacerse de nuestra ropa y tomar los hábitos propios de una novicia. Mi hermana y yo nos tuvimos que desnudar por completo porque según la hermana administradora era necesario saber nuestras medidas exactas. La prueba se hizo en una habitación de la primera planta bastante grande que toda ella estaba rodeada de enormes armarios que llegaban desde el suelo hasta el techo salvo en los lugares en que estaban la puerta y unos enormes ventanales que hacían luminoso el lugar.
Poco antes de empezar dos monjas más se presentaron en la habitación solicitando mantas para otra hermana. Rebeca y yo nos miramos divertidas pensando que eran necesario dos monjas para transportar una simple manta pero nos extrañó ver como se quedaban paradas una vez recibida la manta, dispuestas a ser testigo de la elección de nuestro hábito.
- Desnudaos -dijo la hermana administradora con voz neutra.
Un poco cohibidas por la presencia de las tres monjas nos deshicimos de todo nuestro vestuario.
- Dar un par de vueltas en redondo- continúo la hermana. Era evidente que quería tomar medida también de nuestros culos y que pensaba hacerlo a simple vista porque en ningún momento vimos ninguna regla de medir entre sus manos.
Rebeca y yo hicimos lo que nos pedían y sonrientes giramos un par de veces.
Tiene un culo particular -dijo una de las monjas testigo sin que supiéramos a cual de los dos culos se refería.
Es cierto -dijo la que dirigía el cotarro-. Niñas, inclinaros para mostrar el trasero.
Aquello se salía de toda lógica pero obedientes doblamos nuestros cuerpos hasta alcanzar el suelo con las manos. Entre mis piernas pude ver que un hábito se acercó hasta mí y, sin saber quién era la propietaria, un par de manos comenzaron a amasar mis nalgas. Las separaron y cerraron un par de veces y de repente pude sentir un dedo que indagaba alrededor de mi ano. Ni ganas tuve de protestar porque un ramalazo de placer me llegó desde el chumino.
- A estas parece gustarles que se les toque el culo -dijo alguien.
Giré la cabeza y pude ver que una de las hermanas jóvenes hacía en el culo lo mismo que hacían en el mío. Mientras alguien separaba mis nalgas una tercera mano empezó a meter un par de dedos en mi ano y no pude evitar un acto reflejo de acercar mi trasero hacia los dedos lo que provocó las risitas de las monjas.
- Valiente puta -dijo una.
No me importaba que me insultaran lo que estaba deseando es que se ocuparan de mi chocho y no me hicieron esperar, una cuarta mano introdujo varios dedos en mi agujero y se dedicó a masturbarme con furia mientras los dedos de la otra mano hacían lo mismo en mi ano.
Me corrí gritando sin ningún tipo de pudor y las monjas reían como locas. Luego me hicieron arrodillarme y primero la monja administradora y luego las monjas jóvenes pusieron al alcance de mi boca sus coños sin afeitar que lamí con deleite.
Salimos del cuarto de la administradora con una calentura turbadora y vestidas como novicias. El traje de las novicias difiere poco del de las monjas, salvo que su falda, sin llegar hasta los tobillos, cubre por debajo de las rodillas y no es necesario el uso de cofia sino una especie de capucha que te oculta el cabello.
Lo importante era que Rebeca y yo, por fin éramos novicias.
Continuará...
Aventuras y desventuras de una monja del sXIX