Sor Inocencia 5
Aventuras y desventuras de una monja del sXIX
El Padre Priscilo
Rebeca y yo no nos habíamos olvidado de nuestro querido vaquero y menos ahora que ya podía follarnos sin riesgos de rompernos el coño pero el destino es cruel y un día en que los tres estábamos absortos en nuestro placer apareció el padre Priscilo.
Nuestra aldea era tan mísera que por tener, ni tenía una humilde capilla donde rezar nuestras plegarias. El padre Priscilo era el cura del pueblo de al lado, mucho mayor que el nuestro y con una Iglesia que daba imagen de tal. El buen padre solía presentarse por nuestro pueblo en contadas ocasiones, principalmente para otorgar las últimas bendiciones a los moribundos.
Casi le da un patatus al santo hombre cuando nos vio a mí de rodillas siendo follada por Mariano y a mi hermana tumbada entre mis piernas comiéndome el coño. Cuando me percibí de la presencia del santo varón quise llamar la atención de mis acompañantes y deshacer el trío en que estábamos inmersos pero algo en su forma de observarnos me hizo detenerme. No parecía enfadado, simplemente miraba. Cuando se apercibió de qué le había visto fue cuando se lanzó a la carrera donde nosotros estábamos. Amenazando a Mariano con el infierno le expulsó del prado donde follábamos avisándole que ya se ocuparía más adelante de él. En cuanto quedamos solos los tres se volvió hacia nosotras con la cara encendida por el furor. Rebeca y yo nos habíamos vestido apresuradas y esperábamos el peor de los castigos.
Se sentó sobre el tocón de un árbol y exigió de mi hermana que se tumbara sobre sus rodillas. Saboreando la situación el buen hombre le levantó la falda y le bajó las bragas y empezó a zurrarle el culo con la mano abierta lo que le dejó a la pobre el trasero colorado como un tomate. Luego me miró infernal a mí y me exigió ocupar el lugar de mi hermana.
Siempre he pensado que, si Dios hubiera querido corregir mi comportamiento, debería haber aprovechado aquel momento pero en cuanto empecé a tragarme el susto inicial un extraño placer se apoderó de mí y empecé a gemir suplicando más. Inconscientemente abría los muslos y ofrecía mi grupa al castigo de la vara deliciosa y cuando don Priscilo detuvo el castigo y pasó su mano áspera por mi ardiente trasero no pudo menos que notar que estaba dispuesta a más y cuando inocentemente introdujo su mano en mi entrepierna y dos de sus dedos en mi coño, descubrió animado que lo tenía chorreando de gozo y al borde del orgasmo.
Aquellos dedos indagando en mi intimidad fueron los que cambiaron mi vida.
En casa de don Priscilo
El padre Priscilo se entrevistó muy preocupado, muy enfadado y muy anhelante con mis padres. "Aquello no podía seguir así, les dijo muy serio, y debían obligar a sus dos hijas pequeñas a tomar el buen camino". Mi padre no entendía nada pero mi madre sospecho que sí entendió a lo que se refería sobre lo de salirse del camino de sus dos hijas pequeñas, bien sabía ella cuantas veces nos habíamos metido en el camino de su chocho y su culo.
Sin embargo, y aún sin entender nada, mi padre consintió en que ambas niñas ingresáramos en el Convento de las Hermanitas Desoladas, al fin y al cabo eran dos bocas menos que alimentar. Mi madre yo creo que sí lo sintió, al fin y al cabo eran dos bocas menos que la podían satisfacer pero se consoló pensando que aún le quedaban Robertito, Gustavo, un chico y dos chicas más a las que poder pervertir y convertir en objetos para su satisfacción.
Un par de años después de mi marcha, en una de las pocas visitas que hacía a casa de mis padres, descubriría que mamá, efectivamente, se había convertido en la gallina clueca que cuida de sus polluelos pero en lugar de protegerles y darles calor, se abría de patas para que la follaran donde y cuando quisieran. La misma noche de mi llegada, con todos mis hermanos y hermanas alrededor nuestro, mi madre me abrazó con cariño maternal para tenerme en dos segundo con la mano bajo el hábito buscando meter sus dedos en mi chocho. Yo, colorada y sofocada, no podía evitar mirar a mis hermanos que nos observaban en círculo relamiéndose los labios. Casi antes de darme tiempo para avergonzarme ya me tenía tumbada sobre la mesa de la cocina y abriéndome los muslos me devoraba el coño con un ímpetu que me arrastraba al goce. Mis hermanos, poco a poco, fueron tomando participación activa y los tres varones pasaron sus pollas por mi boca, mientras ellas se ocupaban de comernos la boca a mi madre y a mí.
Cuando aquello era una bacanal de gritos, suspiros y orgasmos, se abrió la puerta de la casa y entró mi padre sonriente. Esperé asustada su estallido de furia pero al parecer también él se había convertido en pollito de mi madre y nada más cerrar la puerta, tenía los pantalones bajados y con la polla dura se acercó al grupo exigiendo su parte.
Pero en fín, olvidemos tan lamentables sucesos y volvamos al punto donde dejé la historia.
Como decía, varios días después del anuncio del padre Priscilo, tristes y cariacontecidas Rebeca y yo hicimos un pequeño atillo con nuestras pocas propiedades y abandonamos el hogar para ser encerradas en un triste convento donde estábamos seguras de que el Destino solo nos podía deparar penas y tristezas, ¡que ingenuas éramos!
Andando nos dirigimos a la aldea cercana que era donde vivía el padre Priscilo. Nos recibió una mujer vestida toda de negro de gesto agrio y sonrisa helada en la cara, doña Remedios que al parecer hacía las funciones de ama de llaves del padre.
- Hasta que consigamos plaza en el Convento -nos explicó pacientemente don Priscilo-, viviréis conmigo.
Supongo que su intención era alejarnos de las tentaciones y para recordarnos el buen camino lo primero que hizo cuando terminamos de cenar fue avisarnos de que iba a castigar nuestros cuerpos para que no olvidáramos el buen camino.
Doña Remedios se ofreció gustosa a ayudarle en tan incómoda tarea y ambos se sentaron en sendas sillas de la cocina. Rebeca se ubicó sobre las rodillas del cura y yo lo hice sobre las de la mujer. Desnudaron nuestros traseros y comenzaron a darnos una sarta de azotes, que nos dejaron el culo caliente y colorado. A mí aquellos azotes me excitaban más que me castigaban y me ofrecía gustosa a su castigo. Doña Remedios, cada vez que hacía una pausa, me acariciaba las nalgas y metía su mano en mi entrepierna, viéndome chorrear de gusto le debió dar idea de lo ardiente que era su penada y en un momento dado me hizo levantarme y me tomó de la mano para llevarme hasta su habitación.
- Permítame, padre -dijo con la voz ronca y empalagosa-, que me lleve a esta niña a mi habitación porque considero que debo ser más estricta con ella.
El buen padre consintió sonriente y ambas nos encaminamos al fondo de la casa a una habitación enorme con una no menos grande en el centro de la misma.
No quiero que me eches a perder el vestido -me dijo nada más entrar. Y de un tirón se quitó por la cabeza el negro vestido quedando ante mí ataviada solo con ropa interior, toda ella negra como la pelambrera de pelo espeso que sus bragas apenas tapada. Sin darme explicación alguna, también se desprendió del sostén y la braga y tomándome de la cintura me condujo hasta la cama.
Castigar a las pecadoras como tú -me dijo maliciosa-, nos conduce a veces a tener que soportar unos dolores poco gratos y solo hay una forma de aliviarlos, así que si tu eres la culpable, tú debes calmar mis dolores.
Sin decir nada más se tumbó sobre la cama y levantó sus muslos ofreciéndome el coño más peludo que he conocido jamás. Los pelos le ocultaban por completo la entrepierna y le llegaban prácticamente hasta el ombligo. Hacia atrás otra masa de pelo ensortijado negro y largo le ocultaba el ano. No me dijo que se esperaba de mí pero yo supuse lo que debía hacer así que, con un poco de repugnancia, me acerqué a aquel bosque frondoso dispuesta a comerle el chocho. Para hacer más liviana mi pena, metí me mano bajo mi falda y me masturbé mientras permitía que aquella zorra se corriera sobre mi boca empapando toda mi cara. Luego me hizo besarla y lamer su cara, su boca y sus orejas.
Cuando estaba desnudándome para continuar con el castigo... y la penitencia, se abrió la puerta del cuarto. Doña Remedios nada hizo para cubrirse y ante nosotros apareció don Priscilo con un sospechoso bulto en la sotana. Viendo la situación en que nos encontrábamos se levantó la sotana y descubrimos que no llevaba calzoncillos de ningún tipo. Ante nosotras apareció un manubrio descomunal de grueso con abultadas venas que lo surcaban de arriba abajo.
Sin darnos explicación alguna se lanzó entre las piernas de su ama de llaves y de un golpe salvaje de sus caderas le hundió la polla completa en el suelo. A mi me hicieron ponerme de cuclillas sobre la cara de la mujer y mientras ésta me comía el coño, él hacía otro tanto con el agujero del culo. Mi hermana, olvidada de todos, se dedicó con pasión a masturbar el culo del santo varón y a chupárselo hasta donde su lengua le era permitido entrar.
El padre Priscilo a nosotras no nos folló, decía que su gruesa arma nos podía desgarrar pero, sin embargo si consintió en encular a su ama de llaves por un agujero que evidentemente debía tener menos elasticidad que nuestro coño. Se tumbó sobre la cama y ella misma se empaló sobre su ariete por el culo, mientras tanto yo seguía abierta de patas sobre su cara ofreciéndole mi chocho. Mi hermana, a indicaciones suyas, le introdujo el puño por el coño. Yo miraba asombrada como aquella manita se perdía en el interior de aquella zorra hasta la muñeca y por los gritos que daba debía estar obteniendo un placer de la hostia.
No recuerdo si aquella noche dormimos algo pero si recuerdo que terminamos bañadas en semen y flujos vaginales que parecíamos fantasmas de lo blanco que teníamos nuestro cuerpecitos.
El contacto con la Iglesia no había sido tan aterrador como esperábamos.
Castigando a doña Remedios
A la noche del día siguiente, una vez terminamos la cena servida por la siempre mal encarada doña Remedios, el cura anunció que era el momento de castigar el cuerpo para no olvidar nuestros pecados. Presurosa me dispuse a que fuera la mano de él quién me azotara las nalgas, pero nuestra sorpresa fue mayúscula cuando anunció que la pecadora necesitada de castigo era la propia ama de llaves. Nos hizo seguirle a todas a su habitación y el se dejó caer sobre un sofá enorme que presidía la habitación. Luego ordenó a doña Remedios que se dispusiera para recibir el castigo. Cuando nosotros esperábamos que la mujer se tumbara sobre sus rodillas nos sorprendió desnudándose por completo. Una vez más me quedé maravillada de la enorme mata de pelo negro como el carbón que cubría su entrepierna.
Como si de un ritual conocido se tratara, desnuda de esta guisa, se giró hasta dar la espalda al sofá donde estaba sentado don Priscilo. Levantó los brazos sobre la cabeza, atrapando sus muñecas con cada mano detrás de la nuca. Abrió las piernas y dobló ligeramente las rodillas quedando en una posición que yo juraría que allí mismo se iba a poner a orinar. Luego inclinó hacia delante levemente el torso de forma tal que mostraba aún más oferentes sus nalgas y se quedó en espera de instrucciones.
Don Priscilo me indicó que debía abrir un armario donde, cuidadosamente ordenadas había una serie de varas de diferente tamaño y grosor. Así mismo una serie de látigos negros de varias cabezas y aspecto amenazador se mostraban igual de ordenados y por último unas especies de cinturones de cuero de diferente anchura pero sin hebillas de ningún tipo. El olor a cuero era profundo y excitante. Me hizo tomar una de las varas.
- Castígala el culo -me ordenó.
Animosa y excitada por lo que iba a hacer me acerqué a la grupa oferente de la mujer y entonces pude ver, apenas perceptibles, largas líneas rojizas sobre las nalgas de la mujer. Evidentemente ese culo había sido castigado no hace mucho. Con pasión solté el primer varazo sobre la mujer pero no lo suficientemente fuerte a tenor de las protestas del cura. Con mayor ahínco y fuerza me puse a castigar el culo de la señora que al poco rato gemía suplicando perdón. Incontrolados movimientos de sus caderas intentaban alejar sus nalgas del castigo pero cada vez volvía a retomar la posición de castigo que había ordenado el santo varón.
Una de las veces que me volví para comprobar en el padre Priscilo si el castigo que estaba suministrando a la puta era el adecuado, me encontré a este despatarrado sobre el sofá con la sotana arremangada y la polla en todo su esplendor. Como parecía ser costumbre en él no llevaba calzón alguno y mi hermana le estaba comiendo el rabo mientras le masturbaba con una manita que apenas llegaba a cubrir su grosor por completo. Eufórica por la excitación me lancé hacia la pareja y deposité en la mano de mi hermana la vara castigadora y le supliqué que siguiera ella. Luego trepé sobre el cura y pese a los avisos de este de que tamaño polla me podía desgarrar la enfilé sobre mi coño y de un salto me la metí hasta el fondo. Sorprendido debió quedarse el buen hombre por la flexibilidad de mi almeja porque no hizo movimiento alguno de rechazo.
En un primer instante el dolor fue terrible y temí que, efectivamente, mi agujerito se había desgarrado por los lados, pero la Naturaleza es sabia y mi chocho se adaptó a su volumen con extraordinaria rapidez. Terminé corriéndome sobre el buen hombre mientras él descargaba un auténtico río de semen caliente y espeso que rebosaba mi chocho cayendo sobre su propia entrepierna.
Rebeca seguía castigando a doña Remedios que lloraba desconsolada con el culo en sangre viva y cuando vio salir el semen de mi coño, abandonó a la castigada y se lanzó sedienta a beber los jugos de él entremezclados con los míos. Cuando terminó de estallar mi volcán, sentí la acostumbrada necesidad de tener que orinar. Así se lo anuncié a don Priscilo que, señalando al ama de llaves, me ordenó que lo hiciera sobre ella. No entendí muy bien lo que se esperaba de mí pero me acerqué a la mujer y la hice ponerse a cuatro patas. Ella continuaba con el rojo culo mirando hacia el sofá. Divertida me aupé sobre ella como si de un caballo se tratara y me senté sobre sus caderas pero mirando directamente al sofá. Luego cerré los ojos y disfruté del placer de orinar como si llevara semanas sin hacerlo. Mi orina caía sobre las caderas de la mujer, sus nalgas castigadas y su coño oculto entre el pelo. Cuando vi que se acercaba el final hice un esfuerzo por contener la meada y me bajé del caballo en que ella se había convertido, corrí hasta estar frente a ella, y abriéndome de muslos puse mi coño a la altura de su boca, luego dejé abrir mis espitas y el resto de mis meados cayeron directamente sobre su boca que ella bebió gustosa como si de un caro licor se tratara.
Se levantó presuroso don Priscilo y aprovechando la posición de su ama de llaves que seguía a cuatro patas, le endilgó la polla por el culo de un solo estocazo. Lagrimones le saltaban a la pobre mujer y más que cayeron cuando el puño de mi hermanita se metió en su coño.
Castigos
La noche siguiente fui yo la elegida para recibir el castigo. Sin necesidad de que nadie me dijera nada, puta precoz como era, corrí hasta el centro de la habitación y presurosa me desnudé de todas mis ropas. Recordaba nítidamente la postura que doña Remedios había tomado la noche anterior y yo también levanté mis brazos y puse las manos detrás de la nuca, abrí y flexioné las piernas, eché hacia delante mi torso y ofrecí sumisa mis nalgas al castigo.
Cuando doña Remedios se encaminó hacia el armario de los artilugios de castigo llevaba tal cara de sadismo en la cara que pensé si no me había equivocado al ofrecerme tan presurosa para el castigo. Sin que el cura dijera nada, no tomó ella una vara, sino que eligió para la ocasión aquella especie de cinturón ancho de cuero flexible. Con él en las manos se acercó hasta mí sonriendo de forma enigmática. Cuando yo esperaba que se pusiera en mi retaguardia se plantó ante mí y con rabia contenida me pidió que me estirara hasta quedar completamente recta pero, eso sí, con las piernas abiertas.
- ¡Quiero sentir como ese coño de zorra traviesa se moja cuando te castigue! -dijo metiendo su entrepierna y tanteando mi chocho que ya estaba húmedo pese al terror que me empezaba a atenazar.
Era evidente que no necesitaba instrucciones de son Priscilo porque me anunció que no se me castigaría el culo, las tetas deberían ser castigadas y, por lo tanto, debía sacar pecho para ofrecerlo al castigo. Estaba realmente asustada pero seguí sus instrucciones. Mirándome con sorna a los ojos, levantó el brazo y comenzó el castigo. Los tres primeros golpes los recibí sumisa y un extraño placer se apoderó de mí que adelanté aún más las tetas para recibir el fustigazo. Los pezones se me endurecieron y el coño se puso a soltar fluidos como un loco. Incluso un pequeño chorro de orina escapó de mi agujero sin que yo pudiera evitarlo.
La sádica de doña Remedios sonreía satisfecha por mi comportamiento. Cuando el dolor empezó a obligarme a intentar huir del castigo echando hacia atrás el torso, ella se detuvo y se acercó hasta mí comenzando a acariciarme las tetas castigadas en particular los pezones que se mantenían erectos deseosos de que aquello continuara. Sus caricias dulces juntos con sus pellizcos dolorosos a mis pezones aliviaron en parte el dolor que sentía. Cuando bajó su mano hasta mi chocho y empezó a meter tres dedos en el agujero no pude evitar comenzar a menear mis caderas como exigiendo que entrara y sacara sus dedos de mi agujero como si me estuviera follando.
Detrás de mí, podía escuchar claramente los gemidos de don Priscilo y mi hermana. Cuando ladeé ligeramente la cabeza les pude ver que estaban follando como obsesos con ella botando sobre el ancho miembro del padre. Esta vez, al parecer, él no había puesto pegas a penetrarla. Rebeca se corría con frenesí y de su boca caían chorros de baba que en su éxtasis era incapaz de controlar.
Seguía doña Remedios perforando con sus dedos mi coño y cuando me acercó hasta el borde del orgasmo la muy puta lo debió notar porque inmediatamente detuvo sus maniobras. Me acercó los dedos a la boca y me hizo limpiárselos de mis jugos con la lengua.
- No te correrás hasta que yo te diga, zorra -me dijo con rabia contenida.
Luego me hizo arrodillarme en el suelo. Seguí sus indicaciones de que debía mantener el torso recto, las manos en la nuca, los muslos separados y me exigió que debía abrir la boca cuanto pudiera. Para ese momento de mi chumino se escurrían ríos de flujos que, cual lava ardiente, caían por las laderas de mis muslos. Se ubicó frente a mí y, sin dejar de mirarme directamente a los ojos, se empezó a desnudar con parsimonia. A los pocos instantes tenía frente a mi boca aquel pozo de pelos negros y ensortijados que me atraían con fervor enfermizo.
- Bebe de mi coño -me ordenó.
Y obediente y sumisa me dediqué a lamerle la almeja que, pese a que olía a sudor y orines, me produjo un placer inigual. Me hubiera gustado poder usar las manos para darle al culo un tratamiento apropiado pero me dio miedo su reacción por lo que continué con las manos en la nuca. Como si hubiera leído mis pensamientos, doña Remedios tomó una de mis manos y la guió hasta sus nalgas. La otra me indicó que debía seguir detrás de la cabeza. Lancé mis dedos a hurgar entre sus nalgas y cuando localicé el agujero del culo, se lo penetré profundamente. Gemía como una loca y, de repente, sin aviso alguno, adelantó las caderas como queriendo poner más cercanía con mi boca y empezó a orinar. Conteniendo las arcadas de asco que su líquido caliente me produjo tragué todo lo que humanamente pude pero no fue lo suficiente porque ríos de líquido amarillento caía por mis tetas castigadas, que mostraban rojos surcos por los verragazos recibidos, y llegaban hasta mi propio chocho y mis muslos hasta el suelo.
- Ni se te ocurra mearte -me amenazó leyendo una vez mis pensamientos.
Cuando acabé, empapada de sus sucios orines, se separó de mí y retomó el castigo de mis tetas. Gruesos lagrimones me cruzaban la cara porque el castigo, ahora sí, era puro dolor. De repente me hizo ponerme a cuatro patas y sentí como don Priscilo venía a culminar el castigo. Se ubicó detrás de mí y de un caderazo me llenó el chocho con su grueso y deseado miembro. A la vez, incontrolada, se abrió mi vejiga y empecé a orinar como loca pese al delicioso tapón de su gruesa verga.