Sor Inocencia 1
Venturas y desventuras de una monja en el sXIX
Sor Inocencia
Mi nombre real poco importa porque hasta yo misma lo tengo casi olvidado desde que entré en el Convento y me rebautizaron con el nombre de Sor Inocencia nombre ciertamente poco afortunado como ustedes podrán comprobar. Pero a lo que vamos, soy un alma pecadora y por una extraña enfermedad estoy a la puerta de la muerte con tan solo cincuenta años de vida. Es por esto por lo que me he decidido a contar parte de mi vida en éstas páginas. Mantengo la esperanza de que las almas cándidas que las lean sean capaces de no caer en el mismo error en el que yo misma caí siendo una inocente niña sin apenas edad para distinguir el bien del mal.
Rebeca
Crecí en una pequeña aldea del centro del país donde las tentaciones no existen porque era tal la pobreza del lugar que por existir no existía ni el pecado. Crecí en el seno de una humilde familia campesina, la más numerosa del lugar, que dedicaban todos sus esfuerzos en cultivar unos campos que difícilmente nos daba de comer a tan numerosa prole. Desde que amanecía hasta el atardecer se nos podía ver a todos, padres y hermanos, camino de los campos al duro trabajo diario.
Pero ninguno nos quejábamos porque era la vida que conocíamos desde la cuna. Nuestro único placer y que todos esperábamos con ansia era el momento después de la cena cuando nos juntábamos alrededor del fuego de la cocina a dar cuenta de una cena nutritiva pero poco gratificante para el espíritu, donde todos reíamos contando historias y cotilleos. Pocas cosas se podían contar porque pocas experiencias teníamos en un lugar donde la juventud se limitaba a la que aportaba mi propia familia. Yo era la más pequeña de todos y cuando todo acaeció tendría tan solo trece años. Por aquel entonces era una niña inocente y angelical pero con la desgracia, que marcaría toda mi vida, de ser una niña más desarrollada de lo normal. Se puede decir que era una niña en cuerpo de mujer. Mis grandes pechos atraían a los hombres como la miel a las abejas y supongo que mi excitante cuerpo atraía la visión de los ancianos rememorando tiempo pasados de placer carnal. Esa atención especial que me prodigaban producía en mí una extraña sensación placentera que por aquel entonces no sabía identificar.
Una noche, acostada junto a una de mis hermanas mayores, porque ni camas teníamos para hacerlo cada niño en la suya, sentí su mano acariciando mis ya crecidos pechos. El contacto me produjo un placer tal que no osé interrumpir sus caricias.
- Con estas tetas –me susurró mi hermana- podrías conseguir lo que quisieras de Mariano el vaquero.
La miré con mis grandes ojos, abiertos de par en par por la sorpresa, pero no dije nada porque el placer me embargaba y solo quería que siguiera acariciándome de aquella manera. Ella me besó dulcemente y me aseguró que los hombres darían lo que fuera por un cuerpo como el mío. No entendía de qué me hablaba y dejé que continuara. Me explicó que desde hacía meses había descubierto las miradas obscenas que el tal Mariano le lanzaba y hacía unas semanas se había decidido a investigar más de cerca el asunto. Es por ello que en un momento libre de faena se acercó hasta el campo donde sabía que el vaquero estaría trajinando con el ganando. Al parecer el pobre hombre empezó a sudar nada más verla y su vista no se separaba de su apetitoso cuerpo. Mi hermana Rebeca asombrada y gustosa por la atracción que provocaba empezó a jugar con el viejo como un gato con el ratón que se va a zampar. Se sentó en el suelo frente a él y, como quién no quiere la cosa, permitió que su falda mostrara parte de sus muslos. Mariano incómodo no sabía donde mirar pero sus ojos se iban imantados hacia el interior de la falda intentando descubrir más. Rebeca a sus catorce años, le ocurría algo parecido a mí y estaba sintiendo un extraño placer por la atención que provocaba y gustosa le satisfizo sus deseos mostrando poco a poco el interior de sus muslos. El viejo gemía llamándola putilla pecadora y Rebeca no se sintió ofendida.
¡Ay, niña! –gemía el viejo- que bien sabes lo que un hombre desea.
¿Qué es lo que desea? – preguntó inocentemente Rebeca
Ya sabes que soy viudo desde hace muchos años –le contó el viejo sin dejar de intentar descubrir sus bragas bajo la falda- y hace mucho que no veo un buen chocho [1] .
Rebeca no estaba muy segura a qué se refería con lo del chocho pero por las insistentes miradas de él supuso que se refería al agujero del coño que tanto placer le daba cuando se lo acariciaba a veces subrepticiamente en la cama. Sonreía maliciosa y abría y cerraba las piernas para dejarle vislumbrar el blanco de sus bragas pero no lo suficiente para satisfacer su visión.
- Niña –decía él con gotas de sudor cayendo por su frente- no seas putilla y no juegues conmigo.
Ella se reía abriendo aún más sus piernas.
- Venga, niña, no seas mala y enséñame las bragas.
Rebeca sabía que aquello estaba mal pero le daba placer el efecto que sus actos estaban causando en el vaquero, así que se dejó de disimulos y abrió del todo las piernas mostrándole su prenda blanca e impoluta. Él no se contentó con verlas sino que alargó su mano hasta tocar la prenda justo encima de donde su coño empezaba a rezumar los flujos del placer. Pese a sus callosos dedos se dio cuenta de inmediato de las humedades de mi hermana y la acariciaba provocando en ella una extraña pasión que apenas la dejaba respirar. Pero ella se dejó hacer para disfrutar plenamente del momento y nada hizo cuando sintió las manos de él apartando a un lado la prenda y le pudo ver contemplando con lascivia su agujero virginal ya por aquel tiempo protegido por una espesa mata de pelo negro. La masturbó con calma y Rebeca me confesó que cuando sintió estallar el calor en su agujero, se asustó tanto que se puso en pie de un salto echando a correr hacia el pueblo como alma que lleva el diablo.
¿Te tocó el agujerito? – pregunté yo incrédula por lo que oía.
Y no te puedes imaginar el gusto que me dio – me dijo entre susurros sofocando una risa-. Déjame que te toque tu agujerito y verás que gusto da. Pero debes saber que no se llama agujerito sino coño, aunque algunos le llaman conejo, potorro, chocho, chumino y muchas otras formas que desconozco.
No estaba yo para clases gramaticales y presurosa me abrí de piernas para permitir a mi hermana acceder a mi coño, chocho, chumino o como diablos se llamara. Sentí sus manos que bajaban a mi entrepierna y se metían bajo mis bragas. El toque delicioso de sus dedos sobre mi agujerito me produjo tal placer que tuve que morderme la lengua para no gritar. Ella me lamía la boca mientras sus dedos seguían investigando mi agujero. Acarició con delicadeza lo que luego descubriría como el centro de placer de toda mujer, el clítoris, mi pepita maldita que me ha llevado a ser una pecadora lasciva. Y es que después de sentir nacer del centro mismo de mi vientre una especie de volcán de fuego y placer que bajó hasta mi coño provocando un río de lava que por un momento dudé si no me habría meado encima, supe entonces que debía alcanzar tan divino momento a todas horas las que fuera posible… ¡y, por Dios que lo he logrado con creces!
Desde aquella tarde en que Mariano el vaquero sobó el coño de mi hermana, escenas similares se repitieron muchas veces. Los primeros días Rebeca avergonzada evitaba al vaquero en cuanto le veía pero la aldea era pequeña y no había sitios donde esconderse por lo que fue inevitable que ambos coincidieran.
- Niña, ¿no te gustaría un buen queso?
Rebeca no quería aceptar sus regalos pero al final su ardiente deseo le hizo aceptar quedar con él en el mismo lugar que la primera vez con la esperanza que de nuevo el placer le llegara de entre las piernas.
Mariano no se anduvo por las ramas y antes de que la niña se sentara le hizo levantarse la falda. No era su intención ver a la niña en bragas sino bajarle la prenda para poder acariciar a pelo su matojo infantil pero la visión turbadora de mi hermanita con la falda arremangada le hizo demorarse unos instantes. Cuando tuvo la braga por los tobillos no le permitió sentarse sino que la acercó contra él y esta vez le estuvo masturbando con Rebeca de pie que, según me confesó, hubo momentos en que pensó en que las piernas no le soportarían tal era la flojera que sintió cuando el viejo le empezó a meter sus callosos dedos en el chocho encharcado.
Pero esta vez no se contentó con tocarle solo el coño sino que aprovechando las humedades de mi hermana también le acarició el culo y Rebeca confesó que el volcán empezó a arder cuando sintió uno de aquellos bastos dedos entrando con decisión en su virginal ano. La masturbó por delante y por detrás con mi hermanita abierta de patas como si quisiera mear de pie. Se corrió sintiendo tal placer que tuvo que apoyarse en el vaquero porque pensó que caería desmayada. Cuando el calor de su entrepierna se fue apagando sintió la imperiosa necesidad de orinar y sin preocuparle que las manos del viejo aún siguieran en sus agujeros, meó sobre ellas con gran satisfacción por parte de ambos.
Cuando todo pasó, una vez más corrió asustada hasta el punto de olvidar el queso que el vaquero le había prometido.
Desde esta segunda vez sin embargo no evitó al vaquero y todos los días iba a su encuentro en busca de encender el volcán que tenía entre las piernas. En las ocasiones posteriores fueron añadiéndose situaciones que siempre provocaban en mi hermanita un placer añadido. Desde repetir las masturbaciones con ella totalmente desnuda hasta la divina ocasión en que la masturbación del vaquero se produjo con la lengua. Me lo describió como la mejor forma de tratar un coño.
- No te puedes imaginar, hermanita –me contó con sus dedos aún en mi coño- lo que se siente cuando una lengua te lame la pepita y un dedo gordo y basto se te va metiendo por el culo.
Dado que no me lo imaginaba, mi hermana aprovechó para darme una clase práctica y se arrumbó entre mis muslos comiéndome la pepita igual que el vaquero había hecho con ella. Fue la primera vez que sentí un dedo penetrando mi ano y el placer que obtuve aún lo recuerdo como algo especial.
En los siguientes encuentros entre el vaquero y Rebeca la novedad más destacable fue cuando el viejo le enseñó por primera vez su aparato que, al igual que ocurría con el coño, tenía diferentes nombres: polla, pene, badajo, manubrio, minga, rabo y no se cuantos nombres más. El placer de mi hermanita tocando aquel trozo de carne duro como el asa de la azada la transportó a otros lugares de placer que ni se imaginaba que podían existir. Así que todas las tardes ambos se masturbaban el uno al otro con gran deleite y dedicación pero sin que jamás el viejo vaquero osara meter su enorme y abultada polla en el coño de mi hermana. El por qué no lo hizo, no lo sabríamos hasta más adelante.
[1] Deberé disculparme por mi lenguaje rudo e incluso soez tan poco acorde con una mujer religiosa pero intento no esconder nada que pueda ayudar a entender mejor la vida pecaminosa que el destino me llevó a elegir y este tipo de lenguaje era el habitual en mi entorno.