¿Somos sólo amigos, Mateo? (3)

Santi apenas se puede creer que Mateo le haya puesto en bandeja aquel pedazo de vecino llamado Joaco. Y ya metidos en faena, el propio Mateo se anima, sólo un poco antes de empezar a arrepentirse de haber organizado aquel encuentro.

Por más que miraba a aquel pedazo de bigardo llamado Joaco, no me hacía a la idea de que uno de los motivos por los que estaba en casa de Mateo era para enrollarse conmigo. Yo pensaba:

"A mi amigo se le ha ido a la olla. Mateo no tiene ni puta idea de cómo funcionan las cosas. Ha creído que si su vecino es maricón, y su mejor amigo también... ¡pues que algo tiene que pasar! Como si nos viera a los gays como animales en perpetuo celo. Pero éste tío no tiene pinta de haber venido aquí a enrollarse con un niñato flacucho como yo".

—¿Y dónde anda tu vieja? —le preguntó Joaco a nuestro amigo común, tratando a mi parecer de imprimir una normalidad a aquella situación extraña que sólo parecía incomodarme ligeramente a mí.

—En casa de su hermana. No vendrá hasta la tarde...

—Ah, dabuti, nen, que le he dicho al Miguelito que se pase a buscarnos luego, para irnos a tomar algo por ahí.

—¿Cuándo es luego?

—Pues no sé, tron, a las ocho o así...

Lo que yo digo. Charlaban, hacían planes, y yo que retrocedí de nuevo hasta el sofá, y me dejé caer en él pensando en lo surrealista que era todo aquello.

—¿Qué estábais haciendo? —nos preguntó, mirándonos a ambos—. Me he quedado flipando de que me llamaras, que ultimamente se te ve poco el pelo por el barrio.

—Pues estábamos aquí tirados, y he pensado en ti —Mateo se sentó a mi lado, dejando un poco de espacio entre ambos.

—No estaríais... —el maromo de los brazos como rocas concluyó la frase con un gesto burdo de su mano; entendí que Joaco no era un chico muy listo, pero sí lo bastante primario para suponer ciertas cosas.

—Pues eso mismo —dejó caer Mateo, separando un poco sus piernas, dejando entrever una buena tienda de campaña; aquel bichaco seguía de pie frente a nosotros, sin borrar la sonrisa de su cara—. Y como estábamos aburridos los dos solos, he pensado en llamarte por si te querías apuntar.

—Ah, mola... —rural y primario, me dirigió una mirada nada sutil—. ¿Y tú qué? ¿Te lo estás haciendo con los pantalones puestos?

—Es que a lo mejor prefiere que te los quites tú primero —le animó Mateo.

—Tú tranqui, chaval, que aquí hay confianza —se dirigió a mí, llevándose las manos a la cintura del chándal—. Si es por eso, ahora mismo me pongo en pelotas.

—¡Espera, espera! —le frenó mi querido amigo; yo permanecía mudo, pensando en todo lo que podía esconder aquella ropa holgada, pero incapaz de pronunciar palabra, y casi hasta de moverme—. Dime una cosa, Joaco, ¿qué te pasa a ti cuando ves a un pibe con pantalones de cuero, así, ceñiditos al culo?

—¿Que qué me pasa? Pues yo qué sé, que me pone muy burro.

—¿Y qué te dan ganas de hacer?

—Joer, tron, pues ir p'allá y meterle mano, yo qué sé...

—¿O sea que te da morbillo tocarle el culo a un pedazo de leather por encima del pantalón?

—Me pone burro, ya te lo he dicho, ¿pero a qué coño viene el cuestionario, macho?

Yo empezaba a intuir el camino que estaba tomando aquella situación con las indicaciones marcadas por Mateo. Pero por mi propio bien, esperaba estar equivocado y que mi querido amigo no fuera a proponer lo que yo imaginaba. Joaco, por su parte, estaba en Babia.

—Pues es que aquí a mi coleguita hay una cosa que también le pone burro...

—Mateo, tío, córtate —le pedí con una vocecilla, casi implorando.

—¿Qué pasa, nene? No has oído a Joaco, estamos en confianza.

—¿Y qué es lo que te pone, si se puede saber? —el tipo me lanzó la pregunta directamente.

—No le hagas ni puto caso —traté de salvaguardar mi honor unos segundos más.

—Pues lo que le pone al peque son los tíos macizorros como tú en chándal...

¡Toma ya! Había formas más sutiles de soltarlo, miles de posibilidades de darle vueltas al tema hasta hacer que el interés decayera, pero Mateo era MATEO, y empezaba a darme cuenta de que la sutileza no era una de sus cualidades más notorias.

—¿En serio, tronco? —luego me miró—. También eres marica, o qué.

—No, qué va... Sólo me ponen los pibes en chándal —bromeé, cohibido como nunca.

—Pero entonces sí que eres marica, joder. No me jodas, macho, si te ponen los tíos...

A Joaco le conocía mucho menos que a Mateo, pero aún así acababa de descubrir que el vecino tenía cierta dificultad para coger una ironía al vuelo. Y nuestro particular Cupido lo pasaba en grande.

—¡Pues claro que es marica, colega! —rió como un cabrón.

—A ver, tío, o es maricón, o no lo es.

—Sí lo soy, claro que lo soy —lo dije como quien confiesa que desayuna cereales.

—Ah, vale... Pero entonces no me vengais con gilipolleces —como si lo único importante fuera demostrar que tenía razón, más allá del tema que estábamos tratando—. ¿O sea que eso de los "tíos macizorros en chándal" iba en serio?

—Sí —remarqué la afirmación con un movimiento de cabeza.

—¿Y qué pasa, que te pongo?

—Hombre, Joaco, eres un tío, estás macizorro, y llevas puesto un chándal —resumió Mateo de un modo innecesario (al menos para cualquiera que no fuera aquella fuerza bruta de la Naturaleza), para después concluir—: No sé, pero si sumas tres más tres...

A esas alturas de la tarde, ya no me quedaba otro remedio que darle las gracias mentalmente a Mateo por todo lo que me estaba haciendo experimentar desde que nos había despertado su madre a primeras horas de la mañana. Puede que Joaco no fuera muy listo, pero sí superaba con creces aquello a lo que creí que podría aspirar algún día. Tenía pinta de bruto, unos brazos a los que cualquier jovencito gay standard como yo querría agarrarse; y lo mejor de todo, cero prejuicios hacia un niñato como el que tenía delante.

—¿Y qué me quieres hacer, tronco? —con el rictus demasiado serio para lo cerca de mí que se estaba colocando.

—Me conformo con poco.

—¿Quieres, no sé, tocarme la picha? —se puso de frente a mí, mirando hacia abajo; a nuestro lado estaba Mateo, espectador satisfecho de la escena que había provocado—. O lamer mis pelotas por encima del chándal, ¿eso te pondría caliente?

—No lo dudes... —susurró mi vecino de sofá.

—¿Te apetece mordisquearme el rabo por encima del pantalón, que te restriegue el paquete por toda la cara? —se iba animando el maromo, mientras yo no hacía más que separar ligeramente los labios, como queriendo decir algo—. A lo mejor quieres olisquearme los cojones sudados. ¿Te gustaría hacer eso?

—Te aseguro que le gustaría, colega —Mateo, el mecenas, sonreía divertido.

—¿Y qué más, tronco? Dimelo tú, ya que éste se ha vuelto tímido de repente.

—Pues no sé, pero quizá quiere chupar ese chándal hasta que se te transparente la polla. ¿Quieres hacer eso, nene, recorrer con tu lengua el pequeño Joaco hasta hacerlo crecer?

El caso es que el "pequeño Joaco" no parecía estar necesitando de mis cuidados para empezar a hacerse cada vez más notorio bajo aquel pantalón rojo. Yo seguía un tanto petrificado, literal y metafóricamente, pues pese a no mover ni un músculo ante aquella amenazante mole de carne que me miraba desde las alturas, mi polla se ocultaba tan dura bajo el pantalón de chándal prestado por Mateo que empezaba a dolerme incluso.

—¿Crees que a tu colega le va el rollo duro, o el rollo cariñitos?

—No sé, pero tal vez lo descubrimos si le coges del pelo y le obligas a plantar su narizota entre tus piernas -la voz de Mateo sonaba ahora un tanto sádica, pero no le presté demasiada atención; bastante tenía con lo que se me venía encima, nunca mejor dicho-. ¿Por qué no lo pruebas?

—Está bien, te voy a hacer caso —noté aquella manaza agarrándome desde la coronilla, y forzándome (hizo falta poco, la verdad) a hundir mi cara sobre la fuente de aquel intenso y viril aroma que era su creciente paquetón—. Pues parece que al nene le gusta que le vayan guiando. Mira con qué ganas me olisquea este cachorrito —me apartó con un suave tirón—. Ahora quiero que saques tanto la lengua que pueda ver desde aquí arriba cómo me babeas todo el chándal. ¿No es eso lo que querías? Pues es lo que vas a tener... —cumplí con su petición al instante, saboreando con gula el tacto rugoso de aquella tela—. ¿Has visto eso, Mateo? Parece que a tu colega no se le da nada mal.

—Y además parece que le está gustando cómo sabe —noté en mi espalda la mano caliente de mi querido amigo, deslizándose lentamente desde el cuello hacia abajo—. ¿Está rico, nene? ¿Por qué no te quitas esto? —Mateo hizo restallar al final de mi columna el elástico del chándal verde azulado que yo llevaba puesto—. Quítatelo todo, anda, para que papi pueda darte un poquito más de eso que tanto parece gustarte... —y aunque yo no sabía muy bien en qué estaba pensando Mateo, ni me iba a parar a reflexionar sobre ello, le miré, después volví la vista hacia arriba, de un saltito me coloqué el pantalón y el boxer por las rodillas y no necesité que Joaco me atrapara con su poderosa mano, pues yo mismo le jalé de la cintura, atrayéndole de nuevo hasta mi boca ansiosa.

-Has encontrado un perrito muy obediente, colega. ¿Tú crees que hará cualquier cosa que le pidamos?

—Tal vez —la voz de Mateo sonó ahora a la espalda de Joaco—. Separa un poco las piernas, tronco, para que pueda sacarle el pantalón por aquí abajo.

—¡Mira que eres complicado, macho! —en ese momento noté cómo las manos de mi amigo me dejaban en cueros por entre las piernas del otro—. Joder, la polla de este tío parece que va a reventar...

—Que aguante un poco —Mateo seguía colocado detrás de su imponente vecino—. Y ahora, nene, espero que te guste lo que tengo para ti, aunque antes lo hayas rechazado.

—¿En serio ha rechazado ese caramelito? —sonrió Joaco.

Supongo que el maromo también estaba mirando lo que yo, la tremenda verga de mi amigo metida dentro del mismo pantalón de chándal que cubría mis huevos segundos antes; se había quitado los gayumbos, y el ángulo recto que conformaba su tronco de carne, apuntaba directo a mi cara bajo la tela.

¿A qué estaba jugando Mateo? Yo había dado por hecho que entre él y yo no iba a pasar nada, jamás, y de pronto le tenía empalmado ante mis narices, diciendo que yo había rechazado su rabo, como si eso fuera cierto. ¿Acaso durante el momento de intimidad en su cuarto me la había ofrecido, de un modo tan sutil que me hubiera pasado desapercibido?

—¿No la has querido, chaval? -me preguntó Joaco-. ¿Por qué no le das ahora unas cuantas chupaditas, mientras yo me recoloco la polla? —y como si mi boca fuera poco más que un porro, aquellos dos tíos se la fueron pasando durante un ratito.

Tanto Mateo como Joaco me iban agarrando del pelo por turnos, y me hacían hundir la cara en sus pelotas, dejándome después campo libre para actuar. El rabazo de Mateo bajo aquel pantalón suave azulado era una auténtica delicia. Sabía rico cuando me lo metía entre los labios de frente, notando cómo la tela me impedía ir más allá. Él fingía, apretando mi cabeza, que me estaba follando toda la boca, y yo no corría el riesgo de ser taladrado. El cerco de saliva era cada vez más grande. Tanto tiempo deseando vivir aquella situación, y ahora le tenía dentro de mi boca y era casi incapaz de pararme a pensar en la inmensa suerte que me había tocado.

Pero luego Joaco me agarraba de los pelos con bastante más rudeza (la verdad es que todo él exudaba rudeza), y me golpeaba contra su entrepierna sin contemplaciones. Ahora se había colocado la morcilla ladeada, supuse que enfundada en unos pequeños slips que la presionaban, y de ese modo hacía correr mi lengua por todo el largo de aquel tronco. No tenía un cipote especialmente grande, pero sí se vislumbraba anchote. Lo mordisqueaba con suavidad hasta los huevos, animado por sus gemiditos ahogados y silenciosos, y allí chupaba y chupaba hasta que mi lengua parecía de trapo.

Y de nuevo Mateo se hacía con el control absoluto y sumiso de mi cabeza. Él también quería mordisquitos, así que me colocó la nariz junto a la base del tronco, y empecé a darle suaves dentelladas que nos volvían locos a ambos. El pantalon rojo del chándal de Joaco estaba tan mojado que casi podría escurrirse. El azul de Mateo se le pegaba al rabo como adherido. Cuando volví al paquete de Joaco, éste se había sacado la polla del slip, pues parecía campar libremente bajo el chándal. También quería simular que me follaba la boca, pero para que su verga me cupiera entre los dientes tenía que separar bastante las mandíbulas. Cada vez se cansaban más pronto de esperar turno, por eso noté la mano de Mateo sobre mi pelo cuando apenas había degustado el filetazo embuchado de Joaco.

Y cuando moví la cabeza, ¡placa!, una barra de carne sin avisar... Mateo me la clavó de un golpe certero, sabiendo que yo no me iba a dar cuenta de que se la había sacado del pantalón hasta no tenerla metida en la garganta.

—¡Eso es trampa, colega! —me defendió Joaco, pues yo tenía la boca demasiado llena para hablar—. ¡Yo también quiero que me la coma! —nadie ha dicho que me defendiera por puro altruismo; me arrancó literalmente del garfio de Mateo, para meterme su mamotreto extremadamente grueso hasta el esófago.

—¿Cómo coño te has podido zampar eso, maricón? —le oí decir a Mateo con algo de rabia contenida, en mitad de aquel frenesí de lengüetadas.

—¿Por qué no te agachas y lo intentas? —le propuso Joaco.

—No, vecino, muchas gracias —empezó a golpearme fuertemente en la mejilla con su glande rebosante de precum—. No me pienso pelear con nuestra putita por ese trozo de carne...

—A lo mejor descubres que te gusta.

—No insistas, nen, que no me van las pollas.

—Si probaras esta, cambiarías de opinión —dije yo, para sorpresa de ambos, molesto por su actitud despectiva y cuando ya creían que había perdido la capacidad de hablar; al mismo tiempo había tirado de los pantalones y el slip de Joaco hasta sus tobillos, como si quisiera mostrar la mercancía en todo su robusto esplendor.

—¡Tú come y calla, maricón! —con más violencia de la esperada, Mateo me pilló del pelo y me endosó sus 16 cm de nabo hasta las amígdalas, haciéndome daño a conciencia el muy cabrón, supongo que molesto por nuestra insistencia; me recordó a esos momentos en que me machacaba de un modo muy consciente cuando jugábamos a fútbol con sus colegas.

—Ey, tío, no te pases con el chaval...

Cuando conseguí despegarme ese cipote del paladar, dejándome caer sobre el respaldo del sofá, pude percibir cierta tensión en las caras de los dos.

—¡He dicho que no pienso comerte el rabo!

—Vale, tronco, pero tampoco hace falta que se te vaya la olla, ¿no? —Joaco parecía estar flipando tanto como yo en ese momento.

—¿A ti qué coño te pasa, eh? —le di una patada a Mateo que le hizo retroceder un par de pasos.

Su mirada tensa y fría se clavó en mis ojos con cierto desprecio. Sin saber muy bien a qué venía aquel repentino arranque de rabia, el instinto me hizo estirar la mano para coger el nabo de Joaco y tirar de él hasta hacer que el tío diera un paso hacia mí. Me lo metí de una tacada en la boca, moviendo la cabeza hacia adelante y hacia atrás de un modo casi compulsivo.

"¡Ey, tío, tranquilo, que me vas a hacer daño!", me dijo él, mientras yo no dejaba de mirar a Mateo de reojo. Aunque frené un poco la intensidad, no dejé de felar el rabaco del vecino con cierto mosqueo mal disimulado. Y lo hice con la vista fija en mi amigo, cuya expresión se había tornado por completo en desprecio. Incluso se subió el pantalón de chándal lentamente, como si quisiera decirme algo que no llegué a entender.

Me centré en la polla de Joaco, en comérmela del mismo modo que había visto hacer en las pelis porno con las que llevaba años pajeándome. Escupía en el capullo, y después repartía la saliva por todo el tronco. "Así hacen los profesionales", pensaba para mí, concentrándome en que aquel pibe recibiera una de las mejores mamadas de su vida, que no llegara siquiera a intuir que era la primera vez que un trozo de carne dura y venosa se me colaba entre los labios. Por el modo en que Joaco jadeaba entre suspiros, por su forma de tirar de mi nuca y mirar hacia el techo, deduje que lo estaba haciendo (como mínimo) como para recibir otro aprobado.

—Sí, chaval, qué bueno... —soltaba entre gemiditos.

Me desconcentré un segundo al oírle hablar, y eso hizo que mirara hacia el lugar en el que antes estaba Mateo de pie; ahora ya no había nadie. Atrapé con una mano bien llena el grueso cipote de Joaco y lo empecé a masturbar con cierta rabia. Saqué la lengua y le sorbí el glande, que sabía deliciosamente agrio. Ni siquiera había pensado en si quería que se corriera en mi cara, o prefería apartarle un poco.

—Oh, sí, tío, lo haces... lo haces de puta madre, colega...

Levanté el tronco mientras se la seguía pelando, y chupé sus bolas, que empezaban a endurecerse con el semen concentrado en ellas. Me golpeé la lengua con aquella porra maciza, hice una "o" pequeña con mis labios y seguí dándole matraca con su glande humedecido dentro. Algo me hizo abrir los ojos y mirar de soslayo. Mateo volvía a estar allí de pie, algo más alejado que antes y con una camiseta de manga corta cubriendo su torso.

Nos miraba con cierto asco. De nuevo me pareció que estaba lanzándome algún tipo de mensaje, y con la misma chulería que cuando se pasaba de la raya en el campo de fútbol, miré a la cara del vecino y le susurré: "Quiero que te corras en mi cara, Joaco... Lléname de leche, cabronazo. Vamos, ¡suéltala toda! Príngame bien de lef...", y esas fueron las últimas arremetidas que tuve que darle, pues sus convulsiones me hicieron preveer demasiado tarde que iba a descargar en breve.

Todo un chorrazo de semen se me coló en la garganta, callándome de inmediato. Y el resto me dio en la nariz, luego en las mejillas, cayó por mi barbilla, se desbordó entre mis labios... Me roció tal y como yo le había pedido, cubriéndome de aquella sustancia pringosa y blanquecina. Descargó todo lo que contenían aquellos huevos arrugados, y como yo seguía tan excitado como al principio de aquella aventura, pues ni siquiera me había preocupado de tocarme en todo el proceso de felación, no tuve reparos en meterme aquella vergota hasta el fondo, para que el sabor de su leche se me quedara dentro.

—Qué hijoputa más cañero... —me acarició Joaco la cabeza—. Tronco, hacía bastante tiempo que no me la comían con tantas ganas.

—Pues felicidades, colega —oímos la voz de Mateo desde el umbral de la puerta del salón—. Ahora es mejor que te vistas y te largues, no creo que me apetezca salir con Miguelito y contigo.

—Oye, tío, no sé a que viene todo este mal rollo —dijo Joaco, que me tuvo que apartar la cara de su rabo, pues el mosqueo por lo que estaba pasando con Mateo parecía haberme pegado a él con silicona—. Yo me voy a largar, claro que sí —se metió aquel pene aún gordinflón dentro del pequeño slip, y también se subió el pantalón rojo del chándal—, pero para estar en este plan, otro día mejor no me llames.

—Lo tendré en cuenta.

—¿Y yo? ¿Te puedo llamar yo cuando tenga ganas de volver a comértela? —pregunté, buscando sólo desafiar a Mateo por su inexplicable comportamiento.

Se hizo un corto silencio en el que mi ofrecimiento flotó entre los tres. Me excitó pensar que me estaba comportando como una puta, sentado en pelotas sobre aquel sofá y con la cara pringada de semen que me resbalaba por la cara y por el pecho. La cara de mi mejor amigo no podía mostrar más desprecio que en ese momento.

Continuará...