Sometido por mi mujer
De como un marido se convierte en el sumiso de su mujer.
Yo estaba con la libido subida. Debía ser la primavera. Le pedía sexo con mucha frecuencia, y ella lo disfrutaba. Yo siempre había tenido muy sensibles los pezones. Ella lo sabía. Me los acariciaba, los lamía y los chupaba. Pero un día fue distinto. Yo estaba encima de ella, cuando empezó a pellizcarlos. Cada nueva presión en mis pezones parecía hacer crecer mi polla dentro de ella, y yo se lo agradecía con una nueva embestida. No me dolía, me gustaba. Entonces me puso las manos en el culo, y me dio cachetadas. Estaba excitadísimo. Volvió de nuevo a pellizcarme los pezones, y me corrí. - parece que te gusta que te pellizque los pezones. Me dijo entre extrañada, e interesada. - me ha excitado mucho. Conteste con los pezones doloridos. Me miro con dulzura y me abrazo. Yo aun estaba dentro de ella. No sabía que acababa de abrir una nueva forma de sexualidad en mi matrimonio.
A partir de aquel día, cada vez que follábamos los pellizcos en los pezones y las cachetadas eran parte del ritual. Yo no los pedía, pero ella no me preguntada si me apetecía. Yo no me quejaba, porque la verdad, cada cachete, cada pellizco en el pezón era respondido con un gemido de placer. Un día salía del baño desnudo y recién duchado, cuando se me acercó muy cariñosa. Me besó y me acarició la polla, que en seguida reaccionó. - Tengo una cosita. Me dijo. Saco dos pinzas de la ropa del bolsillo, y me miró con cara de vicio. Yo no dije nada. Me puso una en cada pezón, sin que yo dijera esta boca es mía. Se retiró para ver desde lejos mis pezones pinzados, y mi polla tiesa. Se quitó el pantalón, se bajó las bragas y se sentó en el borde de la cama con las piernas abiertas. Se acarició su coñito, y me dijo: - Anda comételo. Me arrodillé frente a ella, lamí su entrepierna, con pasión mientras mis pezones, atrapados por las pinzas, me provocaban una fuerte excitación que mantenía mi polla tiesa. Después de varios minutos comiendo su delicioso coño, me dijo: - Tiéndete en la cama. Obedecí su orden. Se sentó sobre mi polla, introduciéndola en su lubricado coño. Con sus manos cogió las pinzas que seguían martirizando mis pezones, y empezó a tirar de ellas. Sus moviéntos de caderas, y el martirio al que me sometía me producicían una tremenda excitación. - No te corras. Aguanté, hasta que alcanzó el orgasmo, con un grito auto reprimido. Después se colocó entre mis piernas, que así se quedaban abiertas. Con una mano acariaba mi polla, y con la otra masajeaba mis huevos. Bajó de los huevos al perineo, que acariciaba y presionaba. Mis manos hicieron un amago de tocar mis doloridos pezones, aún presos por las pinzas. - No. Me ordenó, al tiempo que paraba de sus caricias genitales. - No te toques. Las manos arriba. Obedecí, y reinició las caricias. Entonces, me dio un fuerte cachetazo. - Eres malo. Querías tocarte. Otro cachetazo, otro, otro, mientras me pajeaba. Al final me corrí, y una sonrisa satisfecha se dibujó en su rostro.
Después, aquella escena se repitia cada vez que teníamos sexo. Yo nunca me ponía encima, siempre le hacía sexo oral, siempre martirizaba mis pezones, y mis nalgas, mis manos siempre permanecían sobre mi cabeza, mientras ella me masturbaba, a veces más deprisa, otras más lentamente, regodeándose en mi delicioso sufrimiento. Parecía que toda esta nueva liturgia había revivido su libido. Pero había días que por el trabajo, o por lo que fuera estaba cansada. Hasta que una noche, después de correrse ella, cabalgando sobre mí, me dijo: - Estoy cansada. Hoy no tengo más ganas de nada. Duérmete. - Pero yo tengo ganas cariño. Respondí - No te preocupes, mañana te compensaré. Ahora estoy cansada. Esa noche me costo conciliar el sueño, pues estaba completamente enrabado. Así que dormí poco. Ella, por el contrario, se quedo durmiendo en seguida. Se ve que se había quedado relajada. A la mañana siguiente, se despertó temprano. Se me acercó, y acarició mi polla. En seguida espabilé, y comenzó el ritual. Tras correrse ella, me tocó a mí, pero esta vez se regodeó mucho. No se tomó ninguna prisa en hacer que me corriera. Me acariciaba lentamente, se paraba, volvía a comenzar de nuevo. Yo le pedí varias veces correrme, pero cuando lo hacía me daba un fortísimo azote. y decía: - No seas impaciente. Encima que te masturbo. Por fin me corrí. - Anda, por hacerte esta pajilla, hazme el desayuno. - Claro cariño. Respondí. Iba a ponerme el pijama, cuando me dijo. - No te lo pongas. Me gusta verte el culito así coloradito. Le hice el café, y unas tostadas. En adelante, cada vez con más frecuencia, por las noches sólo se corría ella, y a mi me dejaba para la mañana siguiente.
No tenía claro lo que estaba pasando y el porqué. Aquella tarde estaba sólo en la cocina preparándome un café, mientras reflexionaba de la dirección que estaban tomando los acontecimientos. Es verdad que ahora nuestras relaciones eran más frecuentes, y muy satisfactorias. Incluso, el que por las noches me dejase, "en puertas", y me pasara la noche enrabado, esperando que su despertar me obsequiase con mi matutino desahogo, me producía una tremenda, e incomprensible excitación. Recordaba otros tiempos, cuando se follaba según mis necesidades. Como aquel día, en que ella estaba justo donde yo me encontraba, en la cocina. Me acerque por detrás, le baje el pantalón del pijama y las bragas, la forcé a agacharse sobre el mármol de la cocina, y a que se abriera de patas. Se resistió un poco, pero un par de azotes la convencieron. Se que le dolió un poco al principio, porque estaba muy cerrada. Pero enseguida lubricó, y me la follé allí, en la cocina, sin contemplaciones, mientras ella no dejaba de mirar por la ventana, por si alguien la veía, en tan comprometedora situación. Ahora era muy distinto. Follábamos cuando ella quería, me corría si ella quería, yo era el que sufría ahora el dolor-placer de sus cachetadas, y sus pinzas. Mi polla participaba de mis ensoñamientos. De nuevo estaba empalmado. Me acaricié, me bajé los pantalones, me la saqué y empecé a masturbarme lentamente, pensando en ella, cabalgándome, masturbándome, azotándome, o simplemente dándome la espalda, mientras me decía: - Hasta mañana cariño. Relájate y no pienses, que mañana te daré lo que te gusta. Estaba ensimismado en mis fantasías, cuando una voz me sobresaltó. - ¿QUÉ ESTAS HACIENDO? Era ella, que había entrado sin que la oyera, y me había pillado "con las manos en la masa". - Pajeándote tu solo, eh. ¿Es que no te doy placer yo? ¿Cómo vas a cumplir, si gastas tus energías tu solo? Eres un egoísta. Me dio un azote en el culo, y me quedé mudo. - ¿No dices nada? Súbete los calzoncillos, y vete al dormitorio. Esto no va a quedar así. Sin decir nada, y mirando al suelo, hice el amago de subirme los pantalones. - Ni se te ocurra. Te vas para el cuarto así, con los pantalones en los tobillos. Obediente, me fui despacito para la habitación.
Cuando llegue a la habitación me mandó desnudar, sacó del armario la ropa que debía vestir, y una chaqueta, que no debía ponerme. Me mandó vestirme y mientras, salió de la habitación un momento. Cuando volvió, traía un cordel en la mano. Yo ya estaba vestido. Me hizo un nudo en una muñeca, y a continuación, dejando unos diez centímetros entre mano y mano, otro nudo en la otra muñeca. Después me mandó al salón, donde esperé pacientemente. Cuando salió iba estupenda. Es una cuarentona, de muy buen ver, melena negra, buenas tetas, escueta cintura, y buen culo. Llevaba minifalda, tacones, y un jersey ajustado que resaltaba sus tetorras. Aún estaba enfadada, sin hablarme, me saco la polla, y me la acarició. Me empalmé enseguida, pues la inacabada paja anterior, me había dejado con muchas ganas. Me colocó la chaqueta doblada sobre las manos, de manera que tapaba mi polla erecta. Se dirigió a la puerta la abrió y me ordeno salir. Sin dudar, y aún avergonzado por la pillada, no me atreví a protestar. Al fin y al cabo, con la chaqueta no se me veía nada. En el ascensor coincidimos con una vecina, a la que mi mujer saludó, y mantuvo una animosa conversación, mientras con disimulo me acariciaba debajo de la chaqueta. Yo no acertaba a decir nada. Ya en la cochera, me abrió la puerta del coche, y me senté. Por supuesto ella conducía. Mientras nos dirigíamos no se a donde, de vez en cuando me acariciaba debajo de la chaqueta, de manera que no se me bajara la excitación. En un paso de cebra, le cedió el paso a dos inmigrantes negros, muy altos. - Ninguna mujer debería morirse sin probar un negro. ¿No crees? Yo respondí: - Bueno, y los hombres una negra. Ante la respuesta me dio un capirotazo en el glande, que me hizo doblar del dolor. - Ni se te ocurra volver a decir nada parecido. Tú limítate a darme la razón siempre. ¿Entendido? Bloqueado por el dolor sólo acerté a decir: - Si cariño. - De cariño nada. Si señora. Me corrigió. Y yo sin sopesar lo que podía significar eso, asentí: - Si señora. Después de esto, continuó acariciando mi polla, para que no perdiera la excitación. Cuando recuperé la rigidez, me dijo: - Bueno, y si una mujer prueba dos negros a la vez, mejor que uno ¿verdad? - Si señora, respondí. Me miró satisfecha, sin decir nada, y siguió conduciendo. Ella siguió conduciendo el coche, y se dirigió hacia los aparcamientos de una gran superficie. Aparcó con dificultad, pues ese día se ve que el centro comercial tenía una gran afluencia. Yo continuaba excitado, pues mi mujer no permitía con sus caricias que mi polla perdiera su vigor, y en parte, hay que decirlo, porque aquella situación me excitaba mucho. Tras aparcar salimos del coche. Yo con la chaqueta pegada a mi cuerpo tapando mi pene erecto, y andando con mucho cuidado para que un descuido no delatara mi excitación. Quizás por eso, yo andaba algo más despacio que ella, que caminaba con decisión sin preocuparse de mí, que iba un par de pasos detrás. Llegamos a los carritos, sacó uno y me dijo: - Cógelo. Con cuidado de que no se me cayera la chaqueta, cogí el carro con las dos manos. Lógicamente, al llevarla atadas no podía ser de otra manera. Al alzar las manos para asir el carrito, la chaqueta me cubría la polla muy justa por lo que me pegué al carrito todo lo que pude. Con una sonrisa complaciente, sacó una cuerdecita de su bolso, igual a la que ataba mis muñecas, y ató ésta, al carrito. - Ten cuidado que no se te caiga la chaqueta, porque como estás atado, no podrás agacharte y se te va a ver todo. Y sin decirme nada, se dio media vuelta para salir de los aparcamientos y entrar en el centro comercial. Yo la seguía a cierta distancia pues iba con mucho cuidado de que no se me cayera la chaqueta. Al verla delante de mi, no podía quitarle la vista de encima. Estaba estupenda, subida en esos taconazos, con su minifalda y meneando ese estupendo culo, que culminaba su estrecha cintura. ¡Dios, que buena está!
Entramos en el hipermercado de la gran superficie. Ella delante, yo detrás en silencio. Cada vez que veía algo que le gustaba se agachaba a verlo, sin flexionar las rodillas, con lo que me ofrecía un magnífico espectáculo, a mí, y a los que pasaban. Hubo varios, que se quedaron mirando ese magnifico culo en pompa cada vez que se agachaba. Ya con el carrito lleno, se acercó a un vendedor, para preguntarle por las televisiones. Amablemente, el comercial empezó a explicarle. Mi mujer me miró y me dijo: - ¿Por que no vas viendo los DVD, cariño? ahora voy yo. Los dejé solos, pero los observaba a distancia. Mi mujer se acercaba descaradamente al vendedor, que al principio estaba cortado, y miraba por si yo estaba por allí. Yo avergonzado, me coloqué donde no pudiera verme. y pude observar que el vendedor, empezaba a disfrutar de la situación. Mi mujer se agachaba para ver las televisiones, como antes lo había hecho conmigo, y el vendedor observaba su impresionante culo con toda su atención. Reían, y coqueteaban. Yo estaba enfadado. Tras un rato más de coqueteo, mi mujer me buscó. - Me ha gustado mucho un televisor de 15, para nuestra habitación, pero no me he decidido a comprarlo. Dijo, ella, y yo enfadado le dije: - No te parece que te pegabas mucho a ese tío para hablar con él. No dijo nada. Se acercó a mí en silencio. Apartó un poco la chaqueta para ver como seguía mi polla. Estaba semiflacida. Yo miraba a todos lados, nervioso porque alguien me viera. De un tirón se llevó la chaqueta, y se dio media vuelta y se alejó varios pasos hasta ponerse en medio del pasillo principal. Me quede de piedra. Afortunadamente en el pasillo en el que me encontraba no había casi nadie, y yo procuraba dar la espalda a los que estaban, y protegerme con el carrito, pero no me atrevía a salir a donde estaba ella, pues allí había demasiada gente. La llamé varias veces, lo mas humildemente que supe. Cuando lo considero oportuno se acercó y me dijo: - ¿que quieres? - Por favor devuélveme la chaqueta. Le dije, y ella la dejó dentro del carrito, donde yo no la alcanzaba y se quedó mirándome. - Por favor. Le dije casi llorando. - De usted, y de señora. Respondió, y yo obediente dije: - Por favor señora, le suplico me devuelva la chaqueta para poder taparme. Sin darse prisa, copio la chaqueta. Buscó en los bolsillos, sacó la cartera, y de ésta mi carné. - Abre la boca. Me dijo. Puso el carné en mi boca, y yo lo mordí. Colocó la chaqueta sobre mis manos, y me pegue para taparme, respirando por fin aliviado, pero sin poder pronunciar palabra. Mirándome fijamente, me dijo: - A partir de ahora, cuando estemos solos, me hablaras de usted, pedirás todo por favor, no pondrás ninguna pega nunca a lo que yo haga, pero yo te diré todo lo que has de hacer. Eso por ahora, ya seré más concreta más adelante. Yo sólo asentí con la cabeza. - Hoy ya me has hecho enfadar dos veces. Primero te diviertes tú sólo masturbándote sin pensar en mi placer, y ahora criticas lo que hago. No voy a permitir que vuelva a suceder. Aparte tendré que pensar tu castigo. Ya verás como, antes de que acabe la tarde. Volví a asentir con la cabeza. Estaba asustado.
Salimos del hipermercado, y entramos en la galería comercial. Me hablaba de vez en cuando, y yo asentía a todo, lógicamente, sin decir palabra. Pasamos junto a una máquina expendedora de botellas de agua, al lado de un pequeño bar, en la galería comercial. Dijo tener sed y sacó una botella. - ¡Qué tonta! he sacado una botella grande en vez de una pequeña. Y mientras lo decía, me miraba y sonreía. Bebió un par de tragos con evidente satisfacción, y con voz amable me dijo. - Es una pena desperdiciar toda esta agua. Anda bébetela tú. Me señaló una mesa cercana de un bar, nos acercamos y me ordenó con la amabilidad de antes: - Anda, agáchate que yo te doy el agua. Tú no puedes beber sólo. Me quitó el carné de la boca, y acercó la botella. Mientras elevaba la botella, me comentaba lo bien que se portaba conmigo, a pesar de lo malo que yo era, que me estaba dando agua como si fuera mi criada. Pero mientras no paraba de hablar, tampoco bajaba la botella, y yo bebía lo más rápido que podía para no ahogarme, ni ponerme perdido. Me dio algunos descansos, pero me la hizo beber entera. Volvió a colocarme el carné en la boca. Como le apetecía un café, se sentó en el bar, en una mesa desde la que podía ver todo la galería, y toda la galería verla a ella. Cruzó sus piernas, elegante y sexy, luciéndolas gracias a su escueta minifalda. Yo lógicamente no podía sentarme, y tuve que quedarme a su lado de pie, como un idiota. A mi me pidió una Coca Cola de medio litro, y una pajita, pero aún así no podía beber. Pidió el periódico y comenzó a ojearlo. Distraída en la lectura cruzaba y descruzaba las piernas, y a veces las dejaba abiertas. Yo no veía nada desde donde estaba, pero creo, que más de uno debió de verle las bragas. Con mi carné en la boca, no podía decir nada al respecto. Cuando terminó se puso de pie con mi coca-cola en la mano. Me quitó el carné y me dio de beber con la pajita, sin que yo me atreviera a decir que no tenía sed, y mientras me volvía a decir que parecía mi criada dándome de beber, que era muy buena conmigo porque me hacía pajas casi todos los días, y que yo era un egoísta que me masturbaba sólo, y un celoso desconfiado que la agobiaba. Al terminar, volvió a ponerme el carné, y me dijo: - Ahora vamos a ir de compras. Necesito ropa nueva y bonita. Pagó, y nos dirigimos hacia las tiendas de ropa. Ella delante contorneándose, yo detrás, atado y pegado al carrito, con la chaqueta encima del asa del mismo, para tapar mis ligaduras, y mis genitales al aire, pero a salvo de las miradas ajenas gracias a esa chaqueta. El carné en la boca impidiéndome hablar, y mi vejiga empezando a dar quejas.
Durante más de dos horas estuvo de compras, y yo detrás. Afortunadamente, a la media hora me quitó el carné de la boca, pero con condiciones: - Pareces un bobo con el carné en la boca. Te lo voy a quitar, pero a todos los efectos es como si lo llevases puesto. No quiero oír tu voz para nada. A no se que yo te hagas una pregunta directa que no puedas contestar con un si o un no; o bien te de permiso expreso para hablar. ¿Lo has entendido? Aún con el carné en la boca, asentí con la cabeza. Cualquier cosa con tal de que me quitara eso de encima. Después de eso, el problema era que mi vejiga estaba ya necesitando un vaciado. Pero al haberme prohibido hablar, no sabía como indicarle a mi mujer mi necesidad, y por supuesto el irme yo solo, estaba descartado, pues atado como estaba al carrito, me resultaría imposible, si ella no me desataba antes. Además, aunque no hubiese estado atado, seguro que se hubiera enfadado por irme sin permiso. Continuamos las compras, zapatos de tacón cada vez más alto, faldas cada vez más cortas, vestidos entallados, escotes, sólo ropa sexy, y provocativa, nada que ver con su estilo anterior. Sin duda mi mujer había dado un cambio. Cada vez que pasábamos cerca de un aseo, yo tosía y movía la cabeza hacía los servicios. Pero parecía que mi señora no se daba cuenta, o no quería darse cuenta. Hasta que me ordenó que dejara de toser, que parecía un enfermo., y que ya orinaría al llegar a casa. Algo más de dos horas después, por fin salimos del centro comercial. Mi vejiga iba a estallar.
Ya en el aparcamiento del centro comercial, desató mis manos del carrito, pero no la cuerda que ataba mis muñecas. Abrió el maletero, y me quitó la chaqueta. - Mete todas las compras en el maletero, lleva el carrito a su sitio y vuelves que te espero en el coche. Con mis partes al aire, me di toda la prisa que pude en llenar el maletero. Cuando pasaba alguien procuraba darles la espalda, para que no vieran nada. Para llevar el carrito a su sitio, espere el momento oportuno, en que no hubiera nadie alrededor, que tarde en encontrar, pues había mucho trasiego de gente. Por fin volví al coche y me metí dentro. - ¿Por qué has tardado tanto? - Es que..... - Calla, no me interesa. ¿Has orinado ya? Negué con la cabeza, desorientado. ¿Dónde quería que orinase? - Tienes un minuto. Aprovéchalo. Salí del coche, y vi dos monovolumenes que me daban algo más de cobertura. Corrí hacia ellos y entre dos coches me puse a orinar. Una pareja joven, me pillo totalmente. Los dos se rieron, y comentaron lo pedazo de guarro, que era ese tío meando entre los coches. Cuando terminé, y me di la vuelta, mi mujer ya se iba con el coche. Eché a correr detrás desesperadamente, tapándome con las dos manos. En la rampa de salida la alcancé. Cuando abrí la puerta, empezó a andar el coche, y no despacio precisamente. Me metí como pude y no se como ni con que pero me golpee dolorosamente. Mi mujer por su parte me agarró de la polla que estaba flácida, y tiro fuertemente. Casi me la arranca. - ¡Qué sea la última vez, que te doy un margen de tiempo para hacer algo y tardas más! ¿Lo has entendido? Encima que te dejo orinar antes de llegar a casa. Eres un desagradecido, se me quitan las ganas de ser buena contigo. - Si señora, si. Respondí dolorido. Y en ese momento, me dio otro tirón del pene. - ¿Qué te he dicho de hablar, cuando la respuesta es sólo, si, o no? - Que lo diga, sin hablar, con la cabeza. Respondí, como pude, pues creía que me arrancaba la polla tirando. - Anda, tápate, que no quiero ver eso que te cuelga. Y me dio la chaqueta para que me tapase. Joder como se había puesto. Estaba claro que era ella la que mandaba. Y así, salimos del centro comercial.
Nos dirigimos al centro de la ciudad. Aparcó y me dijo: - Súbete la bragueta, y deja aquí la chaqueta. A ver si es posible que no me hagas enfadar otra vez. Ya hablaremos cuando lleguemos a casa. Aleluya pensé. Me puedo guardar la polla. Por fin. Salimos del coche, y respiré como liberado. Ahora podía andar sin esconderme, pero entonces caí en la cuenta; se me veían las cuerdas que ataban mis muñecas. En ese momento oí un "vamos", y seguí a mi mujer. Me coloqué detrás de ella, porque así su cuerpo me servía de parapeto para que los venían de frente no vieran las cuerdas. La mayoría no nos miramos al cruzarnos por la calle, pero alguno si que se dio cuenta, pues su cara de estupefacción lo dejaba muy claro. Llegamos a la puerta de un sexshop, en una calle poco transitada, y ella se dio la vuelta. Me desabrochó el cinturón, y me lo colocó alrededor del cuello, sin decir nada. Yo no sabía lo que iba a hacer. Entró en el sexshop, tirando de mí, y yo la seguí mansamente. Primero se dio un paseo, por la tienda, saludó con un buenos tardes a la dependienta, y se fue cogiendo algunas cosas: algunas pinzas para pezones, unas esposas, y otras esposas de esas pequeñas para pulgares. Se dirigió al mostrador y preguntó: - ¿No tenéis algún tipo de aparato de castidad? - Tenemos los CB 2000, 3000, y los 6000, ¿Los conoces? La dependienta se los mostró. Yo no había oído hablar nunca de estos artilugios, pero mi mujer parecía como si los conociera de toda la vida. - Mira, todos tienen el mismo diámetro interior, 35mm, pero el largo es de 6,3, 7,6, y 9,5 CMS, depende de como sea el miembro, va uno mejor que el otro. Le dijo la dependienta, y mi mujer con cierta indiferencia, contesto: - Normalita, tirando a poco. ¿Cual es más barato? La dependienta le señalo el 2000, que era el más pequeño. Mi mujer sonrió satisfecha. Compró ese modelo, y lo que había cogido de las estanterías. - ¿Puede llevárselo puesto? A la dependienta se le iluminó la cara. Nos pasó a la trastienda. Me desataron las cuerdas, y me colocaron las esposas de pulgares con las manos atrás. Eran más discretas que las esposas convencionales, y no se notarían cuando saliésemos hacia el coche. Me colocaron las pinzas en los pezones, para ver si se notaban con la camisa que llevaba puesta. No se notaban, y me las dejaron puestas. Y entonces me bajaron los pantalones, descubriendo mi erección. - Perdona, pero es que es un cerdo salido. Dijo mi mujer, pero la dependienta parecía encantada. - ¿Lleva mucho sin correrse? Preguntó interesada - Lo ordeño todas las mañanas, pero es que hoy lo he ordeñado, y lo he pillado masturbándose sólo. Contestó mi mujer enfadada, y echándome una mirada que me hizo agachar la cabeza. - Es que los hombres son unos desagradecidos. Dijo la dependienta. - Y unos egoístas. Apostilló mi mujer. - ¿Y como se lo puedo poner, enrabado como esta? La dependienta fue a una nevera que tenía allí en la trastienda, y trajo hielo. Tras un rato, consiguieron ponerme el CB2000. Mientras, hablaban animadamente, y yo me mantenía en silencio, como desde que entré. Ambas dieron unos pasos hacia atrás para ver como me quedaba. Llegaron a la conclusión de que me afeaba tanto vello, y que me sobraban algunos kilos. Era casi la hora de cerrar y la dependienta preguntó a mi mujer si le apetecía tomar algo. Se pusieron de acuerdo, pero no querían que yo fuera con ellas. Entonces, con permiso de mi mujer, la dependienta, me cogió del cinturón que seguía adornando mi cuello, y me llevó, con los pantalones por los tobillos hasta un armario. Lo abrió, me metió dentro, y ató el cinturón al travesaño donde se cuelgan las pechas. - Ahí está perfecto. Se rieron, cerraron la puerta y se hizo la oscuridad. Yo me quedé allí con las esposas de pulgar puestas, y las manos a la espalda, el cinturón alrededor de mi cuello, atado al travesaño, mi polla enjaulada, y los pantalones por los tobillos. Al menos me habían quitado las pinzas, antes de irse, pensé.
No se el tiempo que estuve allí encerrado, pero fue mucho. Al fin oí unos ruidos y unas risas. Eran ellas. Las oía hablar pero no entendía lo que decían. Debían estar en la tienda, y yo en la trastienda. Yo metido en el armario, oía poco más que las risas. Al fin se abrió la puerta del armario. Venían de buen humor. Yo diría que un poco bebidas. Me subieron entre las dos los pantalones, mientras hacían bromas sobre mi polla, y su celda. Se despidieron con un piquito, y la dependienta le dio un paquete. - Espero que este regalito, te divierta. No se lo que era el paquete, pero me producía una gran intranquilidad. Salimos del sexshop, y nos dirigimos al coche. Ella delante, yo detrás. Al llegar, me liberó de las esposas, y me dijo que conduciera yo. Llegamos a casa, y fuimos derechos a la cama, donde yo le di placer oral, mientras mi polla encerada en su jaula, quería pero no podía erguirse. Para motivarme a hacerlo bien. me puso las pinzas recién adquiridas en los pezones, y no me los quitó hasta que se corrió. Se durmió en cuanto acabó. Y yo me pase la noche prácticamente en vela. No sabía si aquello me gustaba o no. Lo cierto es que hasta que me puso el aparato de castidad, estaba siempre enrabado. Así que independientemente de lo que yo pensará mi polla tenía su propia opinión. A la mañana siguiente, volví a darle placer. Pero ese día no me masturbó porque estaba castigado. Me ordenó prepararle el desayuno y mientras estuvo escribiendo algo. Mientras desayunaba me mandó a hacer la cama y barrer el piso. Ella seguía escribiendo. Cuando acabé, me puso de cara a la pared, hasta que ella acabara con lo que estaba haciendo. Revisó mis tareas, y como no le gustó como había quedado el piso después de barrer, me dio varios azotes, que soporté, o quizás agradecí, en silencio. Por fin me llamó: - Cariño, este es tu contrato. Es sólo una base, que he improvisado, así que se irán haciendo añadidos con el tiempo. Si lo firmas, continuaremos como hasta ahora, y tendrás una intensa vida sexual. Si no lo haces, volveremos a ser una pareja normal, y echaremos el polvo de los sábados, si no me duele la cabeza, o no estoy con la regla, y si tengo ganas. Piénsatelo. Y me dio el papel para que lo leyera.
La carta contenía el siguiente decálogo: Art. 1º: El abajo firmante en adelante el sumiso, renuncia a su placer sexual, que queda totalmente subordinado al de su mujer, su señora. Art. 2º: El placer a su señora, se lo proporcionara, en el modo y las veces que la señora lo considere necesario. La señora, premiara cuando lo estime oportuno con un orgasmo al siervo, en la forma que estime más conveniente. Art. 3º: El sumiso pedirá permiso para todo. Se incluye desde el hablar, el beber, comer, dormir, hacer sus necesidades etc. Art. 4º: El sumiso realizará las tareas de casa. Art. 5º: En la calle, ante familia y amigos, la señora tendrá la gentileza de tratar al sumiso como a un igual, pero éste estará en todo momento pendiente de su señora, cariñoso, y caballero. Si la señora entiende que no se ha conducido el sumiso adecuadamente, tomará las medidas oportunas en la intimidad. Art. 6º: El cuerpo del sumiso pertenece a su señora, que hará con éste lo que estime oportuno. El sumiso, tratará su cuerpo como se le ordene. Art. 7º: El sumiso no saldrá sin permiso. La señora no dará explicaciones. Art. 8º: Las decisiones sobre la economía familiar, son sólo y exclusivamente competencia de la señora. Art. 9º: El sumiso se abstendrá de hacer cualquier comentario o gesto que sea, o pueda parecer un juicio sobre las acciones u opiniones de su señora. Art. 10º: La señora ampliará las atribuciones anteriormente relacionadas, sobre el sumiso cuando lo estime oportuno, sin necesidad de consultarle.
Vete al dormitorio, te lo lees y tomas una decisión En silencio me fui con el decálogo, y al llegar a la habitación lo fui leyendo. Cuando leí lo de renunciar a mi placer, y subordinarlo al suyo, tuve que recordarme a mi mismo arrodillado, saboreando su delicioso coño mientras ella se retorcía. Como me gustaba comérselo. También recordé como me dejaba sin correrme, y pasaba la noche medio en vela, pensando en su coño, en su cuerpo. Mi polla quería conseguir una erección pero el cb200, no se lo permitía, pues al hacerlo me tiraba de los huevos, y se me quedaba semiflacida, con el agravante de no poder tocarme. Eso me excitaba aún más. También recapacité sobre mi necesidad de pedir permiso para todo, y recordé aquella tarde aguantando las ganas de orinar en el centro comercial, y me acariciaba los huevos al recordarlo. En cuanto a las tareas de la casa me encantaba hacerle el desayuno, y como esa mañana me hizo barrer, y como no lo había hecho bien me había dado varios deliciosos azotes en el culo. La polla me dolía, cada vez más. No sabía si iba a poder seguir leyendo, porque cada artículo aumentaba mi excitación, enjaulada en ese aparato de castidad. Leí que delante de mi familia y amigos me trataría con normalidad, pero que yo tenía que ser galante. ¡Pero si me encantaba serlo con ella! Leí que mi cuerpo sería, suyo. Ya lo era. Me miré en el espejo, con el aparato puesto. Me gustaba lo que veía. ¡Que no podría salir! ¿Qué más da? ¡Qué ella si! No me importaba. Sólo quería estar con ella, sometido a ella.
¡El dinero para ella, y yo a callar! ¿Eso era todo?
Nervioso por la excitación me apresuré a buscar un bolígrafo para firmar el decálogo. Salí de la habitación, me dirigí al salón, donde estaba ella. Me puse delante de ella, en silencio y le di el papel sin hablar. Sonrió. Me señalo con el índice el suelo, y yo me arrodillé. Se abrió de piernas, mostrándome su deliciosos coño, y se recostó. - Comételo cariño. Si lo haces bien, olvidaré que estoy enfadada contigo, y te daré un regalito. Se lo comí con todo mi amor. CONTINUARA......