SOMETIDA. Historia de una puerca (Séptima parte)

Séptima entrega de la historia de una chica que es cedida por su novio como pago de una deuda sin ella saberlo. Será ultrajada, humillada y convertida a la esclavitud más aberrante, en la categoría más baja. La de puerca, vendida como tal al postor más depravado.

SOMETIDA.  Historia de una puerca (Séptima parte)

Fueron pasando los días con la misma rutina de siempre, sin que volviera a mencionar cuando se realizaría la subasta. Incluso, llegué a pensar que era una simple artimaña de mi señor para que, permaneciera, siempre alerta pero que, en el fondo, no pensaba desprenderse de mí;

Por la mañana me daban el desayuno y, posteriormente, tocaba la limpieza de la pocilga. Se hacia siempre igual, utilizando tanto en la estancia, como en mi cuerpo, el zotal de triste recuerdo para mi castigado organismo.

Mi anatomía seguía siendo lavada con agua a presión, muy fría, salida de la boquilla de aquella manguera que me destrozaba mis partes íntimas.

Sobre el rasurado, al estar con las sesiones de láser, notaba que, cada vez salía menos vello de mi cuerpo, así como cabello en mi cabeza. Ya solo lo depilaban cada tres o cuatro días. Las cejas y el cortado de uñas es lo que se hacia más a menudo aunque, mi señor no se equivocó al predecir que, en los parpados, poco a poco irían saliendo menos filamentos.

Terminado el aseo diario y, siguiendo las instrucciones que mi señor había ordenado, sus ayudantes me azotaban. Iban alternando, según el día, diferentes partes de mi cuerpo, pero sólo aquellas que no estaban en proceso de cicatrización, es decir, me castigaban la espalda, glúteos, los muslos y mis pechos.

Cuando flagelaban mis tetas solían utilizar la vara flexible. En mi espalda y culo utilizaban el látigo y, un par de veces, sólo me azotaron la parte interna de mis muslos para lo que utilizaron una fusta, similar a la que se emplea para montar a caballo.

Esas sesiones de castigo en mis muslos y pechos fueron las peores. Son zonas harto delicadas y sensibles pudiendo apreciar, en primera persona, el sadismo acumulado de todos ellos y la maestría con que aplicaban estos tormentos.

Seguía acudiendo a las sesiones con la doctora cada tres jornadas. Esperaba impaciente que ese día llegase, no ya por la sesión en si, sino por lo que solía pasar a continuación. Fueron unos ratos en los que gozaba como una loca y, llegaba al orgasmo una y otra vez. Todos ellos, lógicamente, consentidos por ella.

Respecto al tatuaje, ya lo llevaba al descubierto. Todavía le quedaba algo de costra  que me trataban, aplicándome todos los días un pequeño ungüento por la zona, para que el grabado quedara fijado en toda su extensión. Esa capa ya se encontraba en un estadio muy próximo a caer por lo que comenzaron también las sesiones de depilaje con láser en mi zona púbica y del perineo.

Me escocia bastante y para evitar que lo pudiera dañar al arrascarlo, siempre iba atada con las manos a la espalda. La verdad que, bien pensado, era un poco absurdo ya que siempre llevaba las uñas muy cortas. Aguantaba el picor como podía, aunque, gracias a Dios, esa molestia iba disminuyendo en intensidad cada día que pasaba.

Los aros en mis labios vaginales, cauterizaron perfectamente. Me acostumbré al peso de ellos e incluso, me hacia gracia el sonido de los cascabeles adosados a ambos lados que sonaban cuando me movía. Lo único que iba notando era que los bordes se iban deformando por el peso y ya sobresalían bastante de la abertura de mi raja, algo que a mi señor parecía gustarle. La verdad que se le notaba muy satisfecho por todos los cambios efectuados en mi cuerpo.

Mi señor tampoco descuidaba mi entrenamiento. Ahora le gustaba que fuera con un peso atado a las anillas de los pezones. El lastre, además de dolerme bastante al tirar con fuerza de mis castigados pezones, me obligaba a arquear un poco la espalda para mitigar el dolor, por lo que solía caminar un poco doblada, con los consiguientes castigos por ello.

No me permitía encorvar la espalda, decía que una puerca como yo, debía  andar estirada, aunque claro, eso “de andar” lo hacia pocas veces. La mayoría de ellas siempre caminaba a cuatro patas, con ello, mis tetas, se iban desplazando de un lado a otro, a medida que yo me movía. Las pesas, adosadas a las anillas,  se zarandeaban y empujaban hacia abajo en toda su plenitud, produciendo un autentico tormento para mis ya sufridos pezones.

Tampoco me molestaba ya la posición de caminar estilo perra. Las rodillas, de tanto tiempo sujetando mi peso corporal, fueron encalleciéndose por momentos, la piel, en esa zona, estaba rugosa y muy endurecida. Quizás, con el tiempo, esta forma de caminar me acabaría pasando factura a modo de enfermedades de huesos o articulaciones como osteoporosis o algo parecido. Pero con mis casi diecinueve años  y, en la situación en la que me encontraba, no podía preveer mi futuro próximo, como para pensar cómo me encontraría al cabo de muchos años.

La verdad que mi señor tenía razón y mi piel empezó a curtirse bastante. El látigo había hecho su trabajo. No voy a decir que me gustara el azote, pero, la verdad, ya lo aguantaba mucho mejor que antes, sobre todo en la espalda y culo, donde en alguna ocasión, pude notar que mi vagina se mojaba en pleno castigo.  Menos mal, que fue solo alguna vez y mi señor no se percató de ello.

Lo que si se insensibilizaron bastante fueron mis pies. Las plantas, de llevar todo ese tiempo descalza, habían generado una rugosidad muy fuerte. Ya no me dolía nada la gravilla del patio al posarse mis extremidades. Me habían acostumbrado a estar siempre descalza. Incluso, llegué a pensar, en alguna ocasión, que, si alguien me liberara de este estado de vida, sería incapaz de volver a ponerme calzado.

Regularmente, era usada por mi señor en todos mis agujeros, sobre todo en el culo que era donde más le gustaba y mientras me la metía, iba admirando su gran trabajo realizado en mi esfínter.

Rara era la noche, que sus ayudantes no terminaban la fiesta en mi cochiquera. Me acostumbré a ser usada por los cuatro a la vez y ellos, en riguroso turno, iban sorteando, para saber en que agujero depositarían su leche cuando llegara el crepúsculo.

Ya no me importaba cagarme en cualquier sitio o situación. Mi esfínter cada vez obedecía menos a mis órdenes mentales. Sólo cuando iba a las sesiones de depilaje, al tener que subir a la planta alta de la casa, intentaba concentrarme lo más posible para que no saliera nada. A veces lo conseguía, pero la mayoría no podía evitar dejar algún rastro anaranjado en alguna parte del suelo. Con lo que aprovechaban para insultarme y castigarme con el azote una vez terminada mi sesión con la doctora.

Y así fueron pasando otros quince días más, hasta que, en opinión de la facultativa, las sesiones en todo mi cuerpo habían concluido, asegurando a mi señor que ya nunca más me saldría vello en ninguna parte de mi anatomía.

Cuando se despidió, me besó apasionadamente en los labios, metiendo su lengua dentro de mi boca y, al terminar, me dijo al oído. “Espero que pueda irte mejor cuando salgas de esta casa”.

Me quedé llorando de angustia y durante un par de días la melancolía me invadió por completo. Supongo que me había enamorado de ella. Pero nunca más la volví a ver.

A lo tres días de que la doctora finalizó su labor, me llevaron a la sala de entrenamiento muy temprano. Una vez dentro, me situé como siempre en una esquina sentada encima de mis talones y con las piernas ligeramente abiertas.

Mi señor estaba ojeando unos papeles y pareció no darse cuenta de mi llegada. Al cabo de unos minutos, alzó la vista y de manera displicente, comentó;

-          Esta tarde será la subasta. Espero que estés a la altura de lo que te he enseñado todo este tiempo.

Al oír sus palabras, mi cuerpo empezó a temblar de angustia. Había llegado el día. Nunca creí que la venta llegara a realizarse. Sin darme cuenta, unas lágrimas empezaron a resbalarse por mis mejillas. Pues, si era verdad lo que me decían todas las noches sus ayudantes, mientras me estaban usando, a partir de esa tarde conocería el auténtico infierno. Aunque quizás, lo único que hacían era meterme miedo. No podría existir un abismo más grande que el que tenía junto a mi señor. Tal vez donde vaya sea más feliz. Mi mente continuaba amarrándose a ese clavo ardiendo.

Interrumpiendo mis pensamientos, se volvió a escuchar su voz,

-          Llevaros a la puerca, prepararla para esta tarde y traerla cuando lleguen los invitados.

Tirando de mi correa me indicaron que ya había finalizado la entrevista. Les seguí a cuatro patas.

Llegamos al patio de entrada al establo y allí procedieron a lavarme. Esta vez lo hicieron más a conciencia que de costumbre. De pie, se afanaron en dejar relucientes los conjuntos de argollas taladradas en mis labios vaginales y los aros de mis pezones.

-          Cuánto nos vas a echar de menos, puerca. Reían, mientras me lavaban.

-          ¡Ponte a cuatro patas, cerda!, me chilló un ayudante.

Volví a colocarme en esa posición y se dispusieron a asearme la cabeza, espalda, piernas, brazos, axilas y pies con una esponja bastante rugosa impregnada de agua tibia y jabón.

Posteriormente, mis partes íntimas fueron enjabonadas a conciencia. Mi ano quedó reluciente, como estaba tan dilatado, incluso, introdujeron la esponja en su totalidad. Les hacia gracia meterla para luego sacarla otra vez. Mi vulva y su interior también fue desinfectada en profundidad. Se me escapó un pequeño grito de placer cuando me frotaron la parte donde estaba mi clítoris. La sensación del  jabón resbalando por esa zona, me empezó a mojar por dentro.

-          ¡No estás autorizada para gozar, Puerca! Gritó el que me estaba enjabonando.

-          No nos hagas “medir tus costillas” el ultimo día que vas a estar con nosotros.

-          De todas formas podría hacernos un último servicio, dijo el más depravado de todos. Acto seguido se sacó su miembro y lo puso justo delante de mi boca. ¡Ya sabes lo que tienes que hacer! Replicó.

Y vaya si lo hice. Me la metí toda y  le chupé la polla ensalivándosela lo mejor que pude y, jugando con mi lengua, le iba recorriendo todo su glande.

-          Muy bien, sigue mamándola. Graznó.

Seguí trabajándole el miembro, recorriéndole con mi músculo, toda la extensión de su barra de carne hasta llegar a los huevos. Poco a poco, iba notando como se le salía el líquido preseminal y me dispuse a prepararme para la sacudida final. Esta no se hizo esperar, inundándome toda mi cavidad bucal de aquella viscosidad. Tuve que hacer un enorme esfuerzo para tragármelo todo.

Uno a uno todos fueron animándose en relevar a su colega y ocupar su puesto dentro de mi boca. A medida que uno se corría, ya tenía otro miembro preparado para chupar. El último de todos, dió la casualidad que fuera el ayudante más joven, aquel con quien había tenido mi primer orgasmo en la casa y, por culpa de ello, fui castigada, tan cruelmente, en mi zona vaginal. La verdad que, siempre que me usaba en la cochiquera junto a sus colegas, era el que más me hacia disfrutar, mejor dicho, era el único que me hacia gozar. Cuando, rara vez, era autorizada por los ayudantes, no me costaba llegar al clímax con él.

Mientras se la mamaba, recordé aquel primer orgasmo y, empezaron a llenarse de fluidos mis partes íntimas.

Tenía las manos libres y me entraron unas terribles ganas de tocarme el clítoris mientras le hacia la felación, quería tener un postrero orgasmo con él. Pero debía pedir autorización para ello, no deseaba ser castigada el último día. Sacándome el miembro de mi orificio, pregunté si me podían autorizar a correrme.

-          Vaya, vaya. La puerca se ha calentado. Río el más sádico de los cuatro. Mientras se subía los pantalones.

Su hijo, al que se la estaba mamando, se puso bastante nervioso ya que yo, mientras no me dieran una contestación a mi petición, mantenía su polla en mis manos pero sin meterla otra vez en la boca.

-          Venga padre. Que me estoy muriendo de ganas de que se la vuelva a meter. ¡Dile algo ya! Dijo con tono agrio.

Esa pregunta era importante, porque entre los ayudantes, el más antiguo era su padre, y, a él, en ausencia de mi señor, era al que le correspondía conceder o no el permiso. Era su auténtico hombre de confianza, como solía decir siempre. Mirándome con aire envilecido, se limitó a decir,

-          No, cerda. Hoy, no hay orgasmos para ti.

Obedecí sumisa a su negativa. Me volví a meter la polla en la boca y continúe mamándosela. Mi cabeza intentaba pensar en otra cosa para contener mis fluidos vaginales. Al fin se corrió y pude tragar toda su leche, consiguiendo, además, controlar mis emociones y obedecer la orden.

Me limpié con una mano las comisuras de mis labios que estaban llenas de semen de los cuatro y me quedé sentada sobre mis talones, con mi vagina enjabonada, en espera de que se recuperaran y continuaran con mi limpieza corporal.

-          ¡Venga, terminemos de lavar a la puerca! Gritó el cabecilla.

Volvieron a ponerme a cuatro patas y terminaron de refrescarme el interior de mi vulva.

Una vez reluciente, me cortaron las uñas de manos y pies y tiraron con las pinzas de un par de pelillos que me sobresalían un poco de mis pestañas, mejor dicho, de lo que fueron, ya que ahora, no eran mas que unos párpados de piel sin ningún tipo de filamento.

-          Hoy no irás a tu pocilga. Comerás en el patio. El jefe no quiere que te ensucies demasiado. Gruñó el capataz.

Me trajeron un plato metálico con comida. Y, antes de que me autorizasen a engullir, me unieron las anillas de mis muñequeras a la espalda con un mosquetón y me permitieron ingerir los alimentos.

-          Come cerda que el día será muy largo para ti y, quizás, no te den de comer hasta mañana. Nunca se sabe que nuevo dueño tendrás, rió.

Poniéndome de rodillas pero con los muslos algo abiertos para mantener el equilibrio, ya que tenía las manos atadas a la espalda, bajé la cabeza y me dispuse a tragar todas las viandas que habían tenido la deferencia de servirme. Dándoles las gracias por ello, como era costumbre decirles siempre.

Sabía que, con la postura que debía tener para poder comer, les enseñaba todos mis agujeros. Tal vez en los primeros días me avergonzaba hacerlo. Pero ahora, incluso, maliciosamente, todavía  me abría un poco más para que los ayudantes no perdieran detalle del último pliegue de mi anatomía púbica.

Una vez terminado mi almuerzo, me hicieron sentar sobre mis talones y ataron, la cadena que tenia amarrada al collar, a un árbol del patio.

-          Te vas a quedar ahí quietecita hasta esta tarde. Ahora nos vamos a comer nosotros. Luego volveremos.

Acto seguido se fueron, ahí quedé, con las manos atadas a la espalda y el collar que llevaba adherido amarrado a aquel tronco. Sentada en esa postura tan dolorosa, el suelo no era de paja, como en mi pocilga, sino de gravilla con lo que éstas se clavaban en mis piernas.

No se el tiempo que espere, una hora, tal vez dos o más. El caso es que no me moví un centímetro de la posición en la que me dejaron.

Ya llevaba más de dos meses con mi señor y, por desgracia, ya me había acostumbrado bastante al sufrimiento, por lo que una simple gravilla no iba a ser motivo por el cual  no mantuviera la compostura.

Llegaron ya al atardecer. Los vi muy pulcramente vestidos, todos perfectamente uniformados. Parecían guardias de seguridad. Era la primera vez que se ponían esas ropas. Siempre iban con indumentaria de trabajo. Se ve que el día de la subasta era importante para mi señor y los había vestido para la ocasión.

Me liberaron del árbol, desatándome también las manos.

-          ¡Ponte a cuatro patas! Me ordenó el cabecilla.

Obedecí al instante.

-          El jefe nos ha ordenado que te pongamos esto en el culo, no quiere que te cagues mientras dura la presentación. Luego, ya será otra cosa, rió.

Me colocaron un consolador de grandes dimensiones que estaba anclado a un arnés. La verdad que entró con bastante facilidad en mi ano por lo dilatado que lo tenía. Una vez dentro, anillaron los dos lados de la correa que envolvía el artilugio y lo cerraron por todo el contorno de mis caderas, como si de un cinturón se tratara. Del tope del miembro salía otra correa que hicieron pasar por el medio de mi perineo y vulva, separando, con cuidado, los labios anillados para que los mismos pudieran permanecer a ambos lados del cuero, uniéndose al final en el centro, a la altura de la cintura, donde tenia agarrado las otras correas.

Con ello quedaba totalmente taponado mi orificio anal impidiendo que pudieran salirse fluidos durante la marcha y la presentación.

Me rasgaba bastante la fina correa de cuero en la zona de mi coño, ya que por los aros taladrados en él, tuvieron que incrustar la cuerda bastante dentro de mi vulva.

  • Ya es la hora, dijo uno de ellos.

Tiró de la  cadena y me dispuse a seguirle a cuatro patas. El trayecto seme hizo eterno, me rozaba enormemente el ceñidor cada vez que movía los muslos. Por otro lado, el miembro me empalaba totalmente el ano y, aunque ciertamente, en esas fechas, ya podía meterme cualquier cosa dentro por grande que fuera, no era menos cierto que, al caminar, estilo perra, con eso metido en mi culo, me ocasionaba algunas molestias más, por las rozaduras internas, que, por el hecho de llevarlo dentro.

De todas formas, gracias a estar empitonada, mi agujero, de momento, quedaba al margen de escapatorias no deseadas.

Justo antes de llegar a la puerta de entrada a la casa, sentí un  fuerte trallazo en mis nalgas. Di un grito de dolor y gire la cabeza para atrás, con la intención de saber quien me había azotado. Era el cabecilla.  Mantenía empuñado un vergajo en su mano derecha.

-          El jefe ha dicho que te llevemos como una mula de carga. Entrarás en la sala azotada, como se hace con los animales para apresurarles su marcha. Eso surtirá un buen efecto ante los asistentes a la subasta. Rió.

De esta manera, fui llevada por dos ayudantes, el que me precedía, guiándome con la cadena y el más depravado de todos, iba detrás de mí, azotándome mi dolorido trasero.

Muy cerca de la puerta principal había aparcados algunos coches lujosos y cuatro hombres vestidos con uniformes de mecánicos o chofer hablaban entre ellos, formando un pequeño corrillo. Nadie se fijó en mi presencia.

Era la primera vez, desde que estaba con mi señor, que entraba por la puerta principal. A mí siempre me sacaban y metían por una pequeña abertura que hacia las veces de puerta de servicio situada al otro extremo de la casa, donde estaba la zona de empleados.

Justo al pide de la escalinata que daba acceso a las habitaciones de arriba, se encontraban bastantes personas con chaqueta y corbata. Éstos tenían un aire fuerte, sanguinario. Eran altos con gafas de sol, algo que me chocó, pues ya nos encontrábamos en el interior de la vivienda. Supervisaban todo aquello, personas o material, que iba destinado a la zona de arriba de la casa. Cacheaban a todo aquel que quería subir. En fin, controlaban todo exhaustivamente, típico la labor, de los escoltas de gente importante.

Nos pararon al entrar. El ayudante que me sujetaba por la cadena atinó a decir;

-Es la puerca que van a subastar arriba.

  • De acuerdo, comentó escrutándome por encima de sus gafas.  Pueden subir.

Ascendimos las escaleras, nos íbamos cruzando con camareros que subían y bajaban  diferentes bandejas de aperitivos y bebidas. No parecían extrañarse de ver una puerca, como yo, trepando a cuatro patas mientras era azotada como si de una mula se tratara.

  • Vamos cerda, muévete. Gritaba cada vez que estrellaba otro latigazo en mis ya enrojecidas nalgas.

En cada varapalo que sentía en mis carnes, soltaba un aullido de dolor que, todavía enervaba más, si cabe, las ganas de seguir azotando que tenía el cabecilla de los ayudantes.

Llegamos, por fin,  a una especie de salón principal de la casa. Estaba situado en el segundo piso. Yo no había estado nunca en esa estancia. De hecho, no había subido más allá del primero, donde me castraron y tuve, después, aquellas sesiones con la doctora tan gratas para mi necesitada almeja.

Me situaron sentada sobre mis talones, justo en la entrada a la sala, una especie de pequeño recibidor que hacia de antesala.

-          Quédate quieta en ese rincón, puerca, y no te muevas un milímetro. Me ordenó el ayudante.

Allí me quedé quieta, sentada como me había enseñado mi señor. El culo me ardía por los fustigazos sufridos y, además,  al sentarme sobre mis talones, el consolador notaba que se hundía más adentro. Como pude, adopte una postura lo más digna posible y lo menos dolorosa que podía.

El ayudante que me llevaba con la cadena se quedó sujetando la misma, de pie, justo a mi lado. Parecía una autentica perra junto a su amo. El otro, el que me estaba fustigando el culo, se colocó al otro lado. Ambos muy serios con los brazos cruzados esperando, supongo, a que mi señor les diera la orden de avanzar.

Mientras esperaba a entrar miré de reojo la estancia, sorprendiéndome la calidad de los muebles que allí había. Se veía que mi señor tenía muy buen gusto para la decoración.

Pude observar que en la habitación se encontraban cuatro personas junto a mi señor. Hablaban distendidamente entre ellos. Parecía más una reunión social que la citación para asistir a la subasta de un ser humano.

Por los rostros de esas personas muy bien vestidas, sus formas de comportarse, algo toscas y su vocabulario bastante soez, pude darme cuenta que, aun tratándose de gente de dinero, éstos debían de provenir del mundo del hampa, la mafia o algo así. No era de extrañar, habida cuenta que, esta clase de subastas, no eran legales en ninguna parte del mundo civilizado, en cuya geografía nos encontrábamos.

Al verlos, sentí una punzada de angustia. Entre ellos se encontraría mi nuevo amo. Empecé a pensar que, tal vez, mi vida con alguno de ellos, podría ser mucho peor que la que había estado llevando junto a mi señor y sus ayudantes. Cosa que no hacían más que recordármelo y que yo, quizás, por agarrarme a algo, nunca creí.

Con esos pensamientos mi cuerpo empezó a temblar de terror ante lo desconocido.

-          ¡Un momento por favor!, se oyó la voz de mi señor dirigiéndose a los presentes.

-          Me comunican que la puerca ya se encuentra en la antesala, si les parece bien, tomen asiento y procederé a la presentación, para dar comienzo a la subasta de su cuerpo.

La verdad que alucinaba al oír esas palabras, “subasta de su cuerpo”, parecía como si se tratara de la venta de carne en el mercado al mejor postor.  Me acorde, que,  en cierta ocasión, vi una película parecida de esclavos negros que eran vendidos y maltratados. Yo cerraba los ojos sin querer observar la pantalla, al darme mucha lástima el pensar, cómo unos seres humanos, podrían pasar esas penalidades. Y, ahora, todo esto me estaba ocurriendo a mí y era real. ¡En pleno siglo XXI! Hubiera encerrado en un manicomio a quien me hubiera dicho, tres meses antes, que esto me iba a pasar de verdad. Parecían desvaríos surrealistas de mentes sádicas hasta un punto inimaginable.

Todos tomaron asiento y guardaron silencio. Estaba cada uno placidamente sentado en un mullido sillón. Estos, estaban colocados en una línea horizontal como, si se tratara, de la primera fila de cualquier patio de butacas.

  • Pueden proceder a llevarla al estrado. Gritó mi señor a los dos ayudantes que me acompañaban.

El que me tenía agarrada de la cadena, tiró de ella y con temblores en mis piernas, le seguí a cuatro patas. El otro ayudante, el que sostenía el látigo en la mano, entró en la sala detrás de mí, descargando someros trallazos en mi lacerado trasero.

Dimos una vuelta en redondo para que todos los presentes pudieran ver, con claridad, la puerca que iban a subastar. El ayudante que tenia detrás no paraba de soltar latigazos en mis glúteos, el cual, ya se veía con grandes marcas azules.

Una vez dada una vuelta en redondo, me ordenó el ayudante que me levantara y subiera por unos pequeños escalones hasta llegar a una especie de reducido escenario construido para tal fin. Este teatro tendría una altura aproximada de metro o metro y medio y una anchura de unos dos  o tres metros, estaba situado justo enfrente donde se encontraban las personas decididas a pujar por mi asqueroso cuerpo.

-          ¡Siéntate! Masculló el ayudante que me guiaba.

Me soltaron la cadena del cuello y me ataron las manos atrás, con los brazos  cruzados a la espalda. De esa forma, dejaba el grabado de la misma, totalmente descubierto a sus miradas inquisidoras. De esta guisa, unieron las anillas de mis muñequeras con un mosquetón. Acto seguido, se colocaron los dos en un rincón de la tarima junto a la pared. Yo continuaba sentada en la postura de sumisa justo en medio del escenario.

Acercándose mi señor al lado mío, exclamó a los presentes;

-          Señores. Bienvenidos a la subasta. Como pueden apreciar, se trata de una puerca hembra. Todos escuchaban en silencio. Continuó hablando,

-          Esta cerda ha sido entrenada para recibir cualquier tipo de castigos, bien merecidos o por simple capricho o diversión de su dueño, aguantando el dolor hasta situaciones insospechadas por la mente humana.

-          Lleva más de dos meses viviendo de manera inicua. No sabría ya convivir con las comodidades que el género humano ha dispuesto para ellos. Siempre está desnuda, aun en épocas de frío o calor. Come desperdicios, pienso o comida de animales. Lo que ustedes gusten ponerla, ella se lo tragará.

-          Esta acostumbrada a engullir con las manos atadas a la espalda metiendo su asquerosa cara en el plato de comida.

En ese momento, me dio una palmada en la nuca, indicándome que me levantara. Así lo hice. Encendieron unos pequeños focos y siguió hablando,

-          Como podrán apreciar tiene dos leyendas en su cuerpo. Miren la de su espalda (me hizo girar hasta poner el dorso a vista del auditorio y levantó un poco la correa del arnés para que se pudiera leer sin problemas). La misma leyenda la lleva tatuada en la parte baja de su abdomen, hasta el pubis (hice lo propio girando otra vez y poniéndome de frente, haciendo, mi señor, la misma operación con las correas para que su lectura también pudiera percibirse en toda su plenitud). Seguía explicando,

-          Esto es importante porque sus invitados o personal, nunca tendrán que preguntarse para que sirve esta puerca. Ella misma lo lleva gravado en su piel, para ser usada en cualquier situación o momento por quien su amo crea conveniente.

Se oyeron algunos murmullos en la sala,  con algún comentario de aprobación de los invitados de mi señor. Este habiéndose ganado al auditorio, continuo hablando,

-          No tendrán problemas con esta puerca en cuestiones de embarazos o menstruaciones. Ha sido vaciada convenientemente y extirpados sus órganos reproductivos.

-          Tampoco le saldrá vello en ninguna parte de su cuerpo. Ya ha sido tratada de forma eficaz para subsanar ese pequeño inconveniente.

Yo, la verdad que estaba alucinando con las observaciones que estaba diciendo, mi señor, acerca de mí. No salía de mi asombro. Una mueca de tristeza empezaba a embargarme y luchaba para que no salieran las lágrimas por la humillante situación en la que me encontraba ante los posibles compradores.

Como advirtiendo mis sentimientos, mi señor me pellizcó fuertemente a la altura de mi cintura, sin que los subasteros lo apreciaran y entre dientes, me dijo,

-          No se te ocurra llorar. Como me estropees la venta, juro que te arrancare la piel a tiras.

Acto seguido volvió a sonreír al auditorio y continúo su exposición,

-          Bien. Verán los pezones de sus ubres y la zona genital adornadas con diferentes anillos. Esto es  importante porque podrán torturarla cuanto deseen utilizando los aretes mencionados. Además, si se fijan, notarán que los aros de sus labios vaginales, han hecho que éstos sobresalgan bastante sobre la raja, muy conveniente cuando quieran poner pinzas en ellos. Al final de los mismos, observarán una especie de cascabel, de esta forma siempre podrán averiguar, sin demora, en donde se encuentra su puerca. Todos rieron el comentario.

Me dió un empujón y me puso mirando a la pared. Con un gesto llamó a uno de los ayudantes que estaban detrás de la tarima y le indicó que procediera a quitarme el arnés de mi culo.

Mientras me lo quitaba, siguió hablando,

-          Como verán ha llegado siendo azotada. Esta puerca esta acostumbrada a que todos los días se la fustigue alguna o todas las partes de su cuerpo. Es algo que ha aprendido a convivir e, incluso, me atrevería a decir que no entendería su existencia, sin su ración diario de látigo. Todos rieron el comentario.

Una vez estuve despojada del consolador y su arnés, el ayudante me bajó la cabeza por lo que mi culo quedó abierto y en pompa, justo enfrente de donde los subasteros estaban sentados. De esta postura, me separó las nalgas con fuerza.

-          Por favor, si son tan amables, decía mi señor señalando mi culo,  acérquense justo debajo de donde está la puerca y admiren el agujero tan dilatado que tiene. Con ello podrán usarla con los artilugios que su imaginación pueda crear. Por otro lado, al tener el esfínter tan deformado, no podrá aguantar la defecación mucho tiempo por lo que es una perfecta “escupe mierda” imprescindible para cualquier ocasión cuando el amo necesite un motivo para castigar.

Se acercaron y palparon mi dilatado esfínter. Me sentía, en esa posición, ultrajada  en lo más profundo de mí ser, enseñando mí más oscuro secreto a la vista de tan depravados individuos. Notaba, incluso,  como uno de ellos, introducía un dedo en mi abertura, mientras comentaba, alabando a mi señor, el gran trabajo realizado.

-          Prodigioso. Me gusta. Insistía el subastero.

-          Ahora, si quieren, suban a la tarima y observen detenidamente el producto. Pueden tocar o palpar aquellas partes de su cuerpo que estimen por conveniente.

Me hicieron levantar la cabeza y permanecer de pie con las piernas ligeramente abiertas, mientras subían los cuatro compradores a realizar el examen exhaustivo de mi humillada anatomía.

Seguía atada con las manos a la espalda. Me sobaron, me estrujaron los pechos. Tiraron de las anillas de mis pezones. Observaron detenidamente los aretes de mi coño, moviéndolos ligeramente para escuchar el tintineo de los cascabeles.

Tocaban mi cabeza calva para, supongo, cerciorarse de que no había nada, ni tan siquiera pelusilla en mi desnudo cráneo.

Uno de ellos, se puso una gafas y escrutó el tatuaje de mi abdomen, ahora que ya no tenia ninguna correa que pudiera impedirle totalmente su visión, bajando la cabeza de satisfacción por lo bien hecho que estaba. Acto seguido se colocó atrás de mí y leyó las marcas de mi espalda que alabo convenientemente.

Me sentía vejada, mortificada, ofendida, dolorida en mi amor propio, si es que me quedaba algo de eso. Mis lágrimas resbalaban silenciosas por mis mejillas. Pensé; cómo la vida puede cambiar de rumbo en cualquier momento. Maldecí el mismo instante de mi concepción y bajando la cabeza, cerré los ojos.

Volvieron a sus asientos, mientras, mi señor,  concluyó,

-          No les aconsejo que la tengan dentro de sus casas, se lo puede poner perdido de mierda. Río. Pero claro, lo que se va a comprar aquí es una puerca, y esos animales no saben ser educados y se defecan en cualquier lugar. Por eso cuando la metan en sus hogares,  y no quieran que les ensucie el suelo, será muy conveniente que la pongan un arnés con un gran consolador como el que llevaba puesto a modo de tapón. Eso les facilitara a sus empleados de la limpieza mucho trabajo. Todos sonrieron.

No podía estar más ultrajada que en ese momento. Creía que los entrenamientos con mi señor iban a ser lo mas humillante sufrido por mi persona,  pero esta degradación sobrepasaba cualquier límite de lo entendible.

-          Vamos, puerca. Vuelve a tu sitio. Me ordenó, mi señor entre dientes.

Volví a sentarme en medio del escenario sobre mis talones.

-          Si tienen alguna pregunta con gusto trataré se satisfacerla, dijo mi señor.

-          Si, yo tengo una. Habló el que se encontraba sentado más en la esquina de la fila; ¿Le consta si ha sido denunciada la desaparición de esta puerca?, no quisiera nadie de los presentes, tener ningún altercado, por ese motivo, con la policía. No nos llevamos muy bien con ellos. Todos rieron el comentario.

-          Por ese tema no se preocupen. Personalmente suelo seleccionar el material mas idóneo para cada ocasión y, en este caso, esté usted tranquilo, ya investigué el asunto y no hay, ni habrá ninguna denuncia al respecto. Esta puerca no tiene familia directa. Concluyó mi señor.

-          Yo tengo una petición antes de saber si me conviene pujar, dijo el que se encontraba en medio de los cuatro.

Era un hombre de aspecto seboso y muy gordo. Estaba constantemente sacándose un pañuelo del bolsillo para limpiarse el sudor. Tenía, en resumen, un aspecto asqueroso. Supliqué mentalmente que no fuera ese quien me comprara.

-          De qué se trata, preguntó mi señor,

-          Quiero que nos haga una demostración. Queremos ver en directo una flagelación. Veo que tiene marcas recientes en su cuerpo de haber sido azotada. Pero antes de comprar debo comprobar la resistencia del material.

Todos asintieron la propuesta de su compañero.

No le quedó más remedio que acceder a la petición, aunque le notaba, mirándole de reojo, bastante contrariado por ello. Supongo que no porque sintiera algún tipo de compasión hacia mi, ya quedó sobradamente demostrado lo aberrante que había sido conmigo, sino que esto, probablemente, le retrasaría el empiece de la subasta.

-          De acuerdo, respondió. ¿En qué parte de su cuerpo quieren que la azote?

-          En la parte interna de los muslos. Es una de las zonas más sensibles del cuerpo. Quiero saber si esta preparada para semejante castigo. Respondió el que había hecho la petición, el tipo gordo y asqueroso.

-          Sea, dijo mi señor.

Cada vez estaba más asustada. Me iban a azotar en público y en los muslos. No pude ya contener mis lágrimas.

Me cogieron los dos ayudantes y me sentaron justo al borde del escenario, me abrieron las piernas lo máximo que pudieron. Cada uno de los dos me sujetaba un tobillo para que, en ningún momento pudiera cerrarlas. Yo seguía atada de manos a la espalda. Entre abrí un poco los ojos y los vi cómodamente sentados en sus sillones a metro y medio de donde yo me encontraba totalmente abierta de piernas, preparándose, sin duda,  para disfrutar del espectáculo de la flagelación a mis muslos.

Otro ayudante de mi señor, le trajo la palmeta de cuero, aquella que utilizó en mi pubis cuando tuve el orgasmo in consentido con el ayudante más joven. Ese artefacto de mango de madera, alargado, de cuero negro y  metro de largo.

Me temblaban las piernas, no podía prepararme a recibir semejantes golpes, pero no me quedaba otra opción, atada y sujetada, sabia que el castigo se llevaría a cabo en breves instantes.

-          ¿Cuántos le parecen que dé?, preguntó mi señor,

-          Con cuarenta será suficiente. Veinte en cada muslo. Todos asintieron.

-          Muy bien. No olvides dar las gracias. Y dilo en alto, que te oigan todos. Me exigió mi señor.

Se bajo de la tarima y se puso muy cerca de donde yo estaba abierta de piernas, es decir, mis muslos le quedaban justo a la altura del brazo, por lo que los trallazos serian todos certeros y de una potencia superlativa. No podía defraudar a sus clientes momentos antes de proceder a la subasta. Se quitó la chaqueta y se arremango la manga derecha. Pidió a los invitados que echaran para atrás un poco los sillones para que, de esta forma, pudiera tener mas campo de acción en el manejo de la palmeta.

Una vez que todo estaba correcto, Agarró fuertemente el mango de la férula y lo elevó a las alturas dejándola caer fuertemente en la parte interna de uno de mis muslos.

-          ¡Uno! Gritaban al unísono los subasteros.

-          ¡¡¡¡¡¡¡Ahhhhhh!!!!!! ¡Gracias señor!, atiné a decir entre lágrimas por el golpe recibido.

Así fueron descargando los veinte primeros. Se iba enrojeciendo a medida que éstos iban chocando con mi delicada piel. Gritaba, lloraba. Intentaba revolverme, pero los fuertes brazos de los ayudantes, me impelían cualquier movimiento de mis magulladas piernas.

Notaba que se me iban saliendo fluidos de mi ano, pero bastante tenia con aguantar el tormento que, en preocuparme ahora de eso.

Lacerada y con auténticos róales de piel levantada en mi muslo, terminaron los primeros veinte latigazos.

De la misma manera o, quizás, con mayor furia, descargó la segunda tanda de flagelos en mi otro muslo. Volví a gritar, a suplicar. Pero todo era en vano. Los impactos iban sucediéndose uno a uno y yo, encima, debía dar las gracias cada vez que descargaba el siguiente. Hilos de baba me resbalaban por la comisura de mis labios. Mucosidades se escapaban de mi nariz. Mi ano seguía soltando fluidos sin que yo pudiera hacer nada por remediarlo.

Por fin terminó el suplicio. Estaba sudorosa, jadeante. La respiración muy entrecortada por el sufrimiento. Los muslos en carne viva, algunas ampollas se dejaban ver entre los surcos marcados por el lacerante látigo.

-          ¡Qué se dice, puerca de mierda! Me gritó mi señor al terminar.

Recordé que debía dar las gracias y entre lloros y mucosidades,  pude balbucear un,

-          Gracias señor por haberse dignado a azotar a su puerca…

-          Como habrán podido observar. Se dirigió sudoroso, por el esfuerzo que supuso mi castigo, a los presentes. Esta puerca aguanta todo tipo de flagelo y, además, verán que es bastante considerada a la hora de agradecer nuestros desmanes para con su cuerpo asqueroso. Todos asintieron.

-          Lo único es la impudicia y suciedad que desprende cuando se la azota y no se le tapona el agujero del culo. Pero no se preocupen por ello, esta cerda, sabrá limpiar sus impurezas con su asquerosa lengua.

-          Vamos, puerca; ¡a limpiar y tragar tu mierda!, me ordenó.

Lacerada y congestionada como estaba, agache la cabeza y lamí todo el ocre, las babas y mucosidades que habían caído al suelo de la tarima. Tragándome, después, con mucho esfuerzo, toda esa porquería.

-          Bien, sino tienen más cuestiones, procederemos a iniciar la subasta que hoy nos ocupa.

Uno de los ayudantes, oprimiéndome el hombro ligeramente me dio a entender que me sentara en la posición de sumisa, mientras mis posibles compradores empezaban a pujar por mí. Se oyó la voz de mi señor,

-          Antes de empezar, entiendan ustedes que el precio de partida no puede ser muy bajo. Yo he invertido tiempo y dinero en la conversión de esta puerca. Comprendan pues, que no la puedo vender a precio muy bajo.

-          Si les parece, empezaremos con un importe de partida de 15.000 euros.

Todos comenzaron a levantar ligeramente la mano cuando querían subir la oferta,

-          ¿He oído, 16.000?, el caballero de la izquierda, dice 17.500, el señor de la esquina 18.000…

Y así fueron subiendo poco a poco mi propia cotización. Yo ya no escuchaba. Me quería morir. Esperaba que, el comprador que se quedara conmigo, me autorizara a terminar con mi existencia.

Mis muslos en la posición en la que me encontraba, doblados, me dolían mucho. Auténticos corazones latían en ellos. Esta vez, mi señor, se había esmerado en el castigo. Por suerte, como tenia que tenerlos ligeramente abiertos para exponer mi raja y sus adornos a vista de todos, no rozaban entre si. De otra forma no hubiera podido aguantar tal dolor. Seguía la puja…

-          ¿Alguien ofrece más?, ¿20.000?, les aseguro que por ese precio se llevan una ganga.

-          El señor del fondo, muy bien. 20.000 euros. ¿Alguien ofrece más? A la primera, a la segunda… adjudicada la puerca a don Tobías por la cantidad de 20.000 euros. Exclamó.

Se oyeron aplausos de satisfacción de los presentes. Yo seguía en la misma posición sin moverme. Hasta que levante un poco la vista para saber quién diablos era ese tal Don Tobías.

¡No podía tener tan mala suerte!, don Tobías, era el tipo gordo que había pedido me azotaran los muslos. ¡Dios me coja confesada!, en qué infierno voy a caer ahora.

Los otros tres que no habían pujado lo suficiente, se despidieron amablemente de mi señor. Aunque oficialmente ya no era propiedad suya, siempre le llamé así.

Se quedo, el tal don Tobías hablando con mi señor. Vi que le extendió un talón bancario, supongo que por esa cantidad.

Mi señor dobló el cheque y lo metió en su cartera. Subió a la tarima dónde me encontraba y cogiéndome fuertemente de la barbilla, me dijo;

-          Puerca, demuéstrale a tu nuevo amo todo lo que yo te he enseñado. Como verás yo saco beneficio de todo. Tus arreglos no me costaron, pues eran deudas debidas. Y tu novio te cedió por una de 10.000 euros. Yo he sacado el doble. Buen negocio, al principio hubiera firmado recuperar la inversión, pero mira por donde he ganado el doble.

-           ¡Llevárosla y prepararla para su nuevo amo! Dijo a sus ayudantes.

No volví a verle hasta pasado un tiempo, casi al final de mi historia.

Me levantaron y me pusieron con el culo en pompa y las piernas abiertas. Me ensarzaron el arnés con el consolador metido en el culo. Lo apretaron todo lo que pudieron y me llevaron a la puerta de entrada de la casa. Allí me quede, expectante sin saber que hacer.

Ahí se encontraba mi nuevo amo despidiéndose de mi señor. Detrás de a él se encontraban tres guardaespaldas. El coche estaba con la puerta abierta sujetado por su mecánico, bien uniformado con su gorra preparada en la mano izquierda.

Posteriormente supe que se trataba de un traficante de armas buscado por la Interpol y a quien conseguía darles siempre esquinazo. Físicamente era un ser despreciable, muy gordo y seboso. Sus dedos eran autenticas morcillas cargadas de anillos.

Lo peor de todo eran sus “gustos refinados” de los que ya tendré tiempo de ir narrándolos.

Se despidió de mi señor y se encaminó a su lujoso automóvil, pero justo antes de entrar indicó a uno de sus guardaespaldas que me llevase a su presencia.

Me sujetó de un brazo y me empujó hasta el coche. Yo continuaba con ellos atados a la espalda por lo que casi pierdo el equilibrio con semejante empujón.

Trastabillada, llegué a la altura de mi nuevo señor que, levantándome con su gorda mano mi barbilla, me dijo;

-          Ya nos veremos en casa. Lógicamente tu transporte será algo distinto al mío. Espero que valgas el dinero que he pagado por ti. Por cierto, me llamaras amo, nada de señor. No tienes categoría para ello. Señor, me llaman mis hombres y tu no eres de ellos, te he comprado como pura diversión. Acto seguido se introdujo en su coche junto a dos de sus escoltas. El vehiculo arrancó y se perdieron por la carretera de salida a la casa.

Me quedé quieta sin saber que hacer, hasta que el otro escolta que se quedó me sacó de mi ensimismamiento. Fue cuando me di cuenta de la existencia de una pequeña furgoneta. Me llevó a ella.

Abrió la portezuela donde se suele llevar la carga y allí dentro, horroriza, vi una pequeña jaula de barrotes metálicos, la típica donde se transporta a los canes.

-          Entra y métete dentro de la jaula. Me ordenó con tono áspero.

Con lágrimas en los ojos me encaminé al lugar donde me dijo. Allí estaba la puerta de la jaula abierta. Era muy pequeña y yo tenía todavía los brazos atados a la espalda. No podía subir dentro de la maleta para intentar meterme en la jaula que estaba dentro.

Parece que intuyó mis pensamientos, lo cierto es que me cogió de la cintura y de un salto me elevó hasta el maletero.

Antes de entrar abrió el resorte de mi collar y quitó la cadena, metiéndosela en un bolsillo de su americana.

Para poder entrar por la puerta, tuve que ponerme de rodillas y avanzar hasta el interior de la perrera. Con las manos en la espalda, la única forma de entrar era de esa guisa.

Una vez dentro, cerró la puerta con un candado y me indicó que me apoyara las manos lo más cerca de los barrotes que daban a mi espalda. Al haber entrado de rodillas tuve, con bastante esfuerzo, que girar el cuerpo para que el lado opuesto a la puerta diera con mi espinazo. Una vez realizada la operación, con un mosquetón, unió al que tenia atada a mis amos con uno de los barrotes. Quedaron, pues, totalmente prensadas mis manos a las barras de la trena.

Me di cuenta que no me habían quitado el arnés por lo que seguía empalada al consolador, supuse que seria un “regalo” de mi señor por la compra realizada. Seguía de rodillas, por lo que mis pies estaban también mirando la zona de los barrotes donde me habían atado las manos. Me indicó que sacara un poco las peanas de entre los barrotes, salieron justo para que pudiera anudar las anillas de las tobilleras a cada barrote cosa que hizo con la ayuda de otros dos mosquetones. Quede totalmente inmóvil con las manos y pies atados a los barrotes de la jaula.

Por último me vendó los ojos, según, comentaba a mi señor que, todavía estaba observando desde la puerta de la casa toda esta operación, lo hacia por medidas de seguridad. Por si lograra escapar no dijera a nadie el paradero donde íbamos.

Que iluso, ¿A dónde iba a ir?, ya no tenia nada en la calle fuera de este mundo. Todo me lo habían robado, las ilusiones, la juventud, la belleza y, quizás, las ganas de vivir.

Acto seguido arrancó la furgoneta y abandonamos el lugar. Una lágrima volvió a recorrer mi mejilla. Abandonábamos la casa donde fui ultrajada, mancillada y, por algunos momentos, recordando a la doctora,  incluso feliz.

Tenía las piernas totalmente entumecidas, nunca supe cuanto tiempo estuvimos viajando, quizás tres o cuatro horas. Lo cierto es que, cuando llegamos, ya era noche cerrada.

El mismo escolta que me había llevado, abrió la puerta de la jaula, me desató los tobillos y el mosquetón que llevaba unido a mis ya de por si atadas manos. Me quitó el trapo de los ojos y ordenó que saliera de allí.

Las piernas las tenía entumecidas, el culo me molestaba, ya llevaba bastante tiempo empalada y empezaba a rozarme la musculatura interna de mi recto.  Me costó un poco salir, debido en gran parte a que la puerta era muy pequeña y lo dormidos que tenía mis músculos. Me cogió de la cintura y me llevó al suelo.

Miré alrededor, parecía una casa solariega.  Había cantidad de hombres armados por todos lados, sobre todo en las partes altas de la casa. Se oían ladridos de perros, supongo que, también guardando la hacienda de su amo.

Mientras hacia el recorrido visual. Sentí un fuerte golpe de mano en mi cráneo, en el momento en que me dijo,

-          ¡Nunca mires hacia arriba! Siempre mantén tu mirada al suelo. El jefe es muy estricto en eso.

Bajé la cabeza y miré mis pies desnudos andando por el frío suelo del patio de entrada a la casa.

Entramos por la puerta de servicio, pasamos las cocinas. Allí, en una pequeña puerta que salía de las cocinas, se divisaban unas pequeñas escaleras de caracol. Nos encaminamos a ellas y bajamos. Estas escaleras terminaban en una especie de leñera. Una habitación de lo más lúgubre de apenas ocho o diez metros cuadrados. Allí aparecía depositado, junto a las paredes, además de leña y carbón, otros diferentes materiales y utensilios que desconocía pero, pensé que serian necesarios para calentar la casa.

No había ventanas y la iluminación era muy mortecina de tan solo una pequeña bombilla adherida al casquillo y este, a un pequeño cable adosado al techo de la estancia.

No me atrevía a mirar de frente, todo esto lo deduje mirando de reojo soslayadamente cuando el escolta me precedía.

Me señaló con la mano algo que había en un rincón de la estancia, entonces alcé la vista para escrutar lo que me había ordenado.

Vi una perrera un poco más grande de la que había utilizado para viajar. Tendría más o menos un metro y medio de largo, por un metro de ancho y un metro de alto. Como contemplando la maravillosa vista, el escolta comentó;

-          Esto será, de momento, tu hogar. Como el jefe desconocía si la subasta merecería la pena, no preparó otra cosa. En esta jaula en donde vivía, hasta hace poco, uno de los pastores alemanes que cuidan la casa. Hemos sacado al animal y lo hemos metido junto a los demás, para dejarte sitio a ti. Si te portas mal o no obedeces, quizás el jefe te mande a vivir junto a ellos, en la misma trena que los perros.  Eso dependerá de ti.

Yo permanecía de pie, observando mi nuevo habitáculo, por lo menos la cochiquera de mi señor estaba ventilada, y, aunque con olores nauseabundos, éstos solían ventilarse al no disponer techo. Pero aquí, en este sótano, sin luz natural, la cosa podría tornarse a peor. Un escalofrío volvió a recorrerme por toda la espina dorsal.

Se escucharon unos pasos que bajaban por la escalera, dicho ruido me sacó inmediatamente de mis disquisiciones mentales. Miré inconsciente a la puerta donde se terminaban las escaleras, recibiendo, por ello, otro manotazo del escolta y mas nerviosos, todavía, exclamo;

-          No te lo volveré a repetir nunca más. Jamás mires de frente, siempre hazlo al suelo. La próxima vez daré parte al jefe y tu castigo será tremendo. Créeme, no lo digo por decir.

En ese momento apareció quien seria mi nuevo dueño acompañado de otro asistente.

-          ¡Malditas escaleras!, iba farfullando. Debo adelgazar cada vez me cuesta más bajarlas, se reía el mismo de su ocurrencia.

-          Bueno, debemos presentarnos, comento en tono jovial. Siempre, como te dije en casa de don Gonzalo, me llamarás amo. Esa regla nunca lo olvides.

-          Tú seguirás teniendo el nombre de Puerca. Me gusta.

-           Quitarla el arnés. Quiero que tenga el culo al aire. Será interesante verla defecar en todo momento. Y desatarla las manos. Ordenó a sus asistentes.

Acto seguido, sin ninguna consideración, cosa bastante lógica en el estado en el que me encontraba, desataron las hebillas y tiraron del consolador. La verdad que lo agradecí, no ya por la molestia en si de llevarlo, sino por lo que me apretaban los condenados broches y la rozadura de las tiras de sujeción que horadaban toda mi zona púbica. Después soltaron el mosquetón que unía las hebillas de mis muñequeras. Pude, durante unos momentos frotarme con las manos mis doloridas muñecas.

-          Mientras te explico un poco, coge el consolador y límpialo con tu lengua. Veo que está sucio y huele apestosamente. Ordenó.

El asistente, Me tiró a los pies el consolador. Observé lo grande que era, ¿cómo en mi culo, puede caber cosa tan grande?, pensé. La verdad que estaba repleto de inmundicia. Llevaba desde el final de la subasta y todo el viaje con él puesto. Me agaché, lo cogí y lo empecé a lamer. Era tan grande que no me cabía en la boca por mucho que hubiera abierto ésta, por lo que con mi lengua iba limpiando todo su contorno. Olía mal, a mis fluidos más internos y asquerosos nacidos del interior de mis propios intestinos. Menos mal que éstas prácticas de limpieza ya, mi señor, me las había hecho hacer muchas veces y no me asustaba, para nada, el sabor ocre de mi cuerpo.

-          Cuando termines de limpiarlo, mi asistente lo guardara. Hoy dormirás sin tapón. Sonrió al decir la palabra. Acto seguido, continuó hablando,

-          Este señor que te ha traído en la jaula y que te está acompañando, será tu adiestrador personal. Es mi hombre de confianza y quien te enseñará los modales que necesitas aprender. En ti está que lo haga educadamente o a base de golpes. Me dijo, señalando al asistente.

Volviendo a lo de antes, te explicaré algunas cosas, dijo don Tobías,

-          Te he comprado, no solo para que me diviertas a mí, sino también, para que complazcas a todo mi personal. Ya iras conociéndolos. Río entre dientes.

-          Disfruté mucho con la flagelación de tus muslos. Eso fue lo que me decidió a ganar la puja.  Continuó hablando,

-          Seguirás siendo azotada regularmente. Pero cambiaremos, un poco, la forma de llevarlo a cabo. No quiero que te acostumbre a un azote determinado. De lo que se trata es de que sufras no de que disfrutes.

-          Serás un saco de mierda y lefosidades cuando tenga invitados. Ya veras, lo bien, que nos lo vamos a pasar contigo.

Ya había terminado de limpiar y se lo di al asistente que viéndolo detenidamente, hizo un gesto de asentimiento a su jefe y lo guardó en un armarito que había justo al lado de donde estaba depositada la madera.

Mi nuevo dueño seguía  hablando Y, señalando con su dedo gordo la jaula, me dijo;

-          Este será tu nuevo habitáculo. Quizás no sea tan confortable como tu pocilga, pero es lo mejor que he encontrado para ti. Reía por su ocurrencia.

-          Sólo comerás una vez al día, me parece un despilfarro darte dos veces como hacia tu señor. Por lo tanto, esta noche no cenarás. Además, cuanto más engullas, mas te cagarás y no quiero gastar mucha agua en tu limpieza y menos en lavar la perrera. Si no obedeces como es debido, pasarás las noches junto a mis perros. ¿Entendido?

Logré decir un si, señor. En ese momento recibí una fuerte bofetada en toda la cara dada por el asistente que me había traído.  Me eché la mano al rostro dolorido y noté que, un poco de sangre había salido de la comisura de mis labios, producto del certero golpe recibido.

-          Ya te lo dijo el jefe antes. Nunca llames a nadie que este trabajando aquí señor y mucho menos a don Tobías. Eres una escoria, una mierda, más bajo que sus perros. Tú solo te dirigirás a él y a cualquiera que te pregunte algo con un si, Amo. ¿Entiendes?, o tendré que volverte a sacudir.

-          Perdón, dije, saliéndome las lagrimas por el dolor, si amo, contesté.

-          Eso esta mucho mejor. Comentó mi amo y dirigiéndose al asistente que me había golpeado, en un tono cariñoso, le dijo,

-          Dala tiempo a la puerca. No olvides que lleva todo su aprendizaje tratando a su dueño de señor. Ah, debilidades de Don Gonzalo. Aquí si que tendrá una instrucción como es debido.

Notaba sus ojos vidriosos de sadismo contenido en la cara gorda de mi amo. En ese momento comprendí que el infierno existe.

-           Acomódate y descansa. Mañana tenemos una fiesta que he organizado para festejar tu llegada.

Se encaminó a las escaleras pero antes llamó al asistente y estuvo hablando con él un rato. Hablaban en voz baja y no pude oír lo que decían. Se despidió de él y empezó a subir, pero justo cuando se estaba perdiendo de vista, se paró y me dijo en voz alta;

-          Por cierto, las mejoras en tu cuerpo, me parecen interesantes pero, quizás, yo haga algunas más. Ya te enterarás a su debido tiempo. Adiós puerca. Mañana  veremos si ha merecido la pena la inversión que he hecho en comprarte.

Desapareció seguido de un guardaespaldas, quedándome sola con el asistente.

Éste, me indicó, con un gesto de su mano que entrara en el habitáculo que antes había pertenecido, como comenté, a uno de sus perros.

Me agaché y traspase la puerta.

-          Túmbate, me ordenó.

Como expliqué, la jaula tenía poco más de un metro de larga por un metro de ancha y un metro de alta, por lo que difícilmente podía tumbarme.

-          No puedo, amo, no tengo espacio suficiente. Contesté.

-          No repliques y obedece, puerca.

Fue la primera vez desde que llegamos que, el asistente, me llamó por mi nombre adoptivo.

-          Pon la espalda en un lado y los pies en el otro. Flexiona las rodillas hasta que tus pies entren en  el borde contrario a donde tienes la cabeza. ¿Entiendes?

-          Si amo, contesté.

Con esfuerzo me tumbé boca arriba y flexione las rodillas hasta que los pies entraron justo tocando los barrotes de la esquina contraria.

-          Ahora estira las manos hasta tocar con ellas tus tobilleras.

Así lo hice.

Extendí mis brazos uno a cada  flanco, hasta que cada una de mis manos, tocó una de las tobilleras de cuero.

Acto seguido, con sus manos estiro las mías hasta que las muñequeras estuvieron a la misma altura de las tobilleras.

-          ¡Ay!, grite de dolor, por el estiramiento forzado que hacia para igualar ambas anillas.

-          No grites. Me ha comentado el jefe, que te gusta sufrir. Y vamos a darte tu placer preferido. Le empezó a salir una mueca de satisfacción mientras lo decía.

Hasta ese momento, siempre iba con rostro serio, pero parecía empezarle a divertir esta nueva ocupación que su jefe le había encomendado.

Unió ambas argollas con la ayuda de dos mosquetones y me dejo allí tumbada boca arriba y atada cada mano a uno de mis pies. Era una posición harto forzosa por lo que comencé a protestar.

-          Por favor, no me deje así, amo. Me duelen los hombros y me tiran los brazos.

-          Acostúmbrate, puerca, esto no es más que el principio. El jefe ya me ha dado instrucciones precisas. Dormirás así todos los días hasta que te ganes el derecho a tener una posición del cuerpo más cómoda. Sino obedeces, todavía puedo atormentarte más las estancias nocturnas. Sonrió malévolamente al decirlo.

Cerró la cancela de la jaula con llave, apagó la bombilla y atrancó la puerta de la leñera. Pude escuchar como subía lentamente las escaleras y como trancaba el  portón que daba acceso a la cocina.

Allí me quede sola y  atada de forma antinatural. Estaba totalmente oscuro, no se distinguía nada. El estomago me rugía, no había probado alimento alguno desdé la mañana.

La jaula olía a excrementos y orines de animales, no era un olor diferente al que yo estaba acostumbrada en mi pocilga, pero, por lo menos, esos eran fluidos míos, no de bichos. Además al estar en un lugar cerrado ese olor se mezclaba con la humedad del ambiente. Empecé a toser levemente. Cada espasmo me repercutía en mi abdomen, totalmente doblado por la posición en la que me encontraba. No creía poder aguantar así toda la noche.

Poco a poco pude comprender todo lo que me habían comentado los ayudantes de mi señor, de donde venia era el cielo más maravilloso comparado a donde me encontraba. Nunca pensé que hubiera un infierno más duro que el de mi señor.

La humedad y el frío suelo de la jaula que era de cemento, me impregnaba los riñones, no sabia que hacer, no podía cambiar de posición. Los brazos tiraban de mis manos que, al permanecer atadas a mis tobillos me empezaban a enrojecer las muñecas.

Mi nuca estaba pegada a los fríos barrotes de la perrera. No podía, tan siquiera, poder apoyarla al suelo, las pequeñas dimensiones de la jaula me lo impedían.

Si este era mi nuevo comienzo, no podría imaginarme lo que me esperaría en los próximos días. Ya me lo dijo mi amo, habría una fiesta en mi honor y debería estar a la altura de la inversión que había realizado con mi compra.

De pronto, me vino a la mente el último comentario de mi amo sobre las mejoras en mi anatomía; ¿a qué se referiría con los nuevos cambios en mi organismo?, ¿no eran suficientes las que me habían hecho ya?, ¿qué más querían hacerme?...

No le bastaban con mi calvicie perpetua en la cabeza y mi ausencia de vello en todo mi cuerpo, en tener taladrados mis labios vaginales y mis pezones, en tener tatuado desde mi abdomen hasta la propia raja de entrada a mi vagina, de estar grabada a fuego en mi espalda, tener deformado mi esfínter y estar totalmente vaciada por dentro… ¿Pero que más quiere?, por desgracia, en poco tiempo tendría la respuesta a todas esas cuestiones que me laceraban mi cerebro.

Me recorrió un escalofrío en todo mi cuerpo y, temiendo lo que me hicieran la mañana siguiente,  empecé a llorar. Supliqué con todas mis fuerzas que no llegara nunca el nuevo día.

FIN DE LA SEPTIMA PARTE.