SOMETIDA. Historia de una puerca (Novena parte).

Novena entrega de la historia de una chica que es cedida por su novio como pago de una deuda sin ella saberlo. Será ultrajada, humillada y convertida a la esclavitud más aberrante, en la categoría más baja. La de puerca, vendida como tal al postor más depravado.

SOMETIDA.  Historia de una puerca (Novena parte)

No se cuanto llevaba bajo el estricto control de mi amo. Ya, hacia días, que había perdido totalmente, la percepción del tiempo.

Me limitada a cumplir las órdenes de mi instructor y, por las tardes, a asistir a cuantas fiestas y reuniones sociales tenia preparadas para mi.

Ya me comportaba como un pedazo de carne sin sentimientos, ni voluntad.

Seguía siendo azotada todas las mañanas en el huerto, colgada de aquellos travesaños construidos sólo para mi suplicio.

Las marcas del látigo en mi cuerpo ya se hicieron perennes, no daba tiempo a cicatrizarse, cuando me horadaban en el mismo sitio una y otra vez.

El pecho ya se notaba bastante caído y lacerado. Era una constante, sufrir y aguantar los pesos que, mi instructor, colocaba diariamente, en las argollas de mis pezones, por ello, mis senos se resintieron, empezando a perder parte de su elasticidad y vigor que tuviera antaño.

Estaba muy sucia. Prácticamente no me usaban para follar, solo en aquellas situaciones en lasque mi amo, debía pagar alguna deuda, sólo entonces, me dejaba un rato ante los seres más depravados para que me usasen a su antojo y de las maneras que tuvieren por conveniente.

Para lo demás, mis órganos sexuales no debían ya infundir en mis amos ninguna apetencia sexual. La verdad que, no me extrañaba en absoluto. En todo el tiempo que llevaba con ellos, nunca fui lavada.

Notaba, incluso, picores internos en toda mi vagina. No seria de extrañar, habida cuenta de las infecciones que debería tener ahí dentro, producido por la suciedad y el entorno donde pasaba el mayor tiempo del día.

Mis uñas de manos y pies estaban muy crecidas. Desde que salí de la casa de mi señor, nadie se había preocupado en cortarlas.

En resumidas cuentas, era un animal salvaje cuyo destino no era otro que las correas y el látigo.

Ya casi, no podía ni pensar. Quizás, llegados a este punto, cuando me pudieron dar la posibilidad de poder ordenar un poco las ideas, éstas ya se agolpaban en mi mente de tal modo que me costó bastante poder plasmar en papel todas estas tropelías. Quizás al final de mi historia, que ya está cercana, podáis entender como, a pesar de todas estas atrocidades, todavía conseguí, hasta el último momento, mantener la razón lo bastante cuerda como para expresar, de algún modo todo este infierno. Pero no adelantemos acontecimientos…

Mi amo, no volvió a autorizar que ninguno de sus perros volviera a follarme, incluso desde aquella noche en la que me obligaron a yacer con uno de sus animales, todavía en los encuentros que tenia con migo, se le notaba muy desquiciado y mucho más violento que, de por si, ya era. Parecía resentido, tal vez, por el placer que me pudo otorgar el perro que, estoy segura, no entraba, en absoluto, en sus macabros planes.

Mi dentadura estaba totalmente carcomida, cada vez me costaba más masticar el pienso, ni tan siquiera podía ablandarlo con agua, pues el simple roce de mis muelas con algo medianamente sólido, me hacia llorar de dolor. No era de extrañar que, tanta suciedad, hubiera hecho mella también en mis molares, notaba que éstos pudieran estar en franca putrefacción.

Cada vez salía menos tiempo de la perrera, siempre dentro de ella y, permanentemente atada, de las posturas más humillantes e infrahumanas posibles. Solo salía cuando me llevaban a alguna fiesta que organizaba mi amo, para ser usada por el depravado de turno y, por supuesto, cuando debía ser azotada. Eso si, no pasó ni un día por alto, el azote matutino. Después era conducida a patadas otra vez dentro de la perrera. Y allí, tirada, sucia, y atada como un autentico animal, esperaba paciente acudir a la siguiente perversión que, mi amo o sus aláteres, habían discurrido para mi.

En mis cada vez más breves apariciones en las reuniones de mi amo, fui tratada de cualquier manera, cuanto más ultrajante, mejor;

Podía servir, tanto de candelabro humano, cuando metían en mi coño o culo velas, alumbrando las reuniones nocturnas, notando en mi cuerpo como la cera, al irse consumiendo, me dejaba pequeños hilos de barniz caliente resbalando por mi cuerpo, pero quizás, lo que más me dolía, era cuando dejaban que la vela se consumiera entera y la llama se apagara siempre en contacto con mi piel, fuese el culo o mi vulva. Llegué a tener los bordes vaginales y anales totalmente chamuscados.

Cómo también, solía hacer de cenicero humano, apagando sus amistades y asesores, durante las largas horas que duraban sus fiestas, los cigarros y puros en mí ya castigada piel.

En definitiva, tenia el cuerpo marcado con quemaduras de diferente tipo y tamaño a añadir a las marcas, ya latentes, producidas por el azote y el látigo.

Siempre terminaba las reuniones o fiestas con el anillo en mi boca. Sobre todo después de que a mi amo, se le ocurriera otra de sus perversiones y no era otra que servir de inodoro para todos los presentes.

Los invitados, hacían autenticas colas para poder orinarse y defecar dentro de mi sufrida boca. Yo tragaba sin voluntad. Poco me quedaba de ello. Si algún rastro de inmundicia caía al suelo, era motivo para que, por las noches, me castigaran cruelmente por esa falta.  Y, los invitados conociendo el suplicio que recibiría por dichos errores, muchas veces no atinaban bien adrede, para que cayera parte al suelo y, así, mi amo podía, al crepúsculo, dictar las correcciones más duras que su depravada mente podía ingeniar.

Cada vez más amistades se quedaban hasta tarde, pues disfrutaban mucho en presenciar el azote que me propinaba mi instructor, como penitencia a las faltas de comportamiento que había cometido durante el día.

Siempre que me llamaban para alguna reunión, sabía de antemano que habría algún suplicio nuevo, algo que la mente corrompida de mi amo habría inventado para crearme, si cabe, más sufrimientos.

Con la ley del silencio impuesta desde mi llegada, ya no salía de mi boca ni una palabra. Cuando me torturaban solo expulsaba gritos guturales como si de una fiera se tratara.

Aunque, a decir verdad, eso, tampoco me privaba de los castigos nocturnos. Siempre había alguna falta que purgar, y sino, era inventada por mi instructor. El caso es que siempre, por las noches, era castigada brutalmente.

Sólo mi pensamiento se mantenía cuerdo. En mi soledad de la perrera, intentaba recordar las actividades del día. No quería olvidar, necesitaba recordar todo lo más que pudiera para que, algún día pudiera contarlas, como ahora, casi al fin de mi historia me han permitido hacerlo. Pero, vayamos por partes,

Como seguía diciendo, así iban pasando lentamente los días, hasta que, una mañana, vino mi instructor más temprano, de lo acostumbrado, a buscarme. Entró en la jaula.

Ese día me encontraba, atada las manos a la espalda y éstas al pincho que unía la barra donde estaba el comedero. Por lo tanto, tenía mi espalda apoyada a las paredes del comedero y el frente mirando a la puerta. De cuclillas, los muslos abiertos y mi cabeza algo ladeada. Mantenía los ojos cerrados, hacia poco que había conseguido dormir.

Sentí un puntapié en mis piernas y abrí los ojos,

-          Levante, puerca. Me aulló.

Conseguí ponerme de rodillas, frete a él. Baje la cabeza para que me pudiera soltar las manos.

Atando, posteriormente, la cadena al cuello, tiró de ella y, levantándome, pude seguirle.

Esta vez no nos paramos en el huerto que es donde pensaba que nos dirigíamos. Tan temprano, creí que el azote mañanero se iba a alargar y, por eso, salíamos pronto. Pero no, pasamos el huerto y continuamos andando.

No me dijo a donde íbamos, yo me limitaba a seguirle, como una perra, a unos pasos de distancia, todo lo que la cadena me permitía ir por detrás de él. Como siempre le gustaba que fuese.

Llegamos a una especie de caseta de labranza y allí nos detuvimos en la puerta de acceso, pero sin traspasarla.

-          Siéntate. Me ordenó.

Me senté, como siempre, en la posición de sumisa que ya había aprendido de memoria. Ató la cadena a un árbol cercano y esperamos.

A los pocos minutos apareció mi amo acompañado de sus guardaespaldas y de otra persona que no conocía, no era de los asiduos a sus fiestas.

Dirigiéndose a mi instructor, preguntó,

-          ¿Está todo preparado?

-          Si, señor. Como usted ordenó ayer, hemos procedido a adecentar un poco la caseta.

-          De acuerdo, entremos, pues.

Desatando la cadena del árbol, me tiró de ella y me levanté. Entramos todos al habitáculo.

Era una estancia que no tendría más de cuatro o cinco metros cuadrados y, como único mobiliario se encontraba, en el medio, una especie de pequeña camilla con una simple bombilla en el techo. A la derecha un diminuto armario de puertas de cristal, por lo que se podía ver su interior, y, me pareció, que no había más que, diferentes artilugios o herramientas médicas. Justo, a los pies de la litera, un estrecho sillón bastante desvencijado.

-          Súbete en la camilla y túmbate boca arriba. Me ordenó mi instructor.

Empecé a comprender que nada bueno me esperaba en aquel sitio. Pero ya había sufrido tanto que no quería, ni tan siquiera mentalmente, cuestionar ninguna orden por aberrante que esa fuese para mí.

Me subí sumisa a la camilla y me acosté boca arriba, según me ordenó.

El que parecía mucho más nervioso era el acompañante de mi amo que, no paraba de intentar dilatar, de algún modo, aquello que le habían ordenado realizar en esa estancia. Seguía intentando matizar su postura,

-          Don Tobías, creo que yo no soy la persona indicada para realizar esos, digamos, cambios, en la muchacha, que usted quiere que realice. No estoy preparado para ello. No soy médico. Protestaba.

-          En primer lugar, yo no veo a ninguna muchacha aquí. Estamos nosotros y una asquerosa puerca que casi nada tiene ya de humano. En segundo lugar, usted es el veterinario de mis perros, por lo tanto, en mi opinión, es usted el más cualificado para tratar a esta cerda.  Asíque no proteste y proceda que para eso le pago. Gritó mi amo, dando por concluida la conversación.

Con cara de intranquilidad, pero viendo que no podía hacer nada por evitarlo, el veterinario se vistió con una bata médica y abrió el armarito para coger aquel instrumental que iba a necesitar.

Mientras tanto, mi amo, fiel a la perversión que le caracterizaba, tomó asiento en el pequeño sillón que se encontraba a los pies de la camilla.  Su escolta permaneció, de pie, colocándose tras él.

-          Explíquela un poco por qué estamos en este lugar. Quiero que sepa, en todo momento, los ajustes que vamos a realizar en su cuerpo. Indicó a mi instructor,

-          Muy bien, señor. Puerca, como habrás podido observar tu amo no quiere que te limpiemos, por lo tanto, tus uñas de manos y pies han crecido una barbaridad. Higiénicamente son un desastre, negras y sucias, además de que puedas arañar a alguien o ti misma. Es por lo que se va a proceder a extirpártelas hasta la misma matriz para asegurarnos que nunca más te volverán a crecer.

Al principio estaba como ida. Cada vez que los veía era para imponerme alguna tortura y ya había mi cerebro elaborado un mecanismo de auto defensa en el sentido de no protestar y dejarme hacer. Pero en ese momento, se me encendió como una luz y empecé a gritar como un animal salvaje.

Me di cuenta de que todavía no me habían atado por lo que me incorporé de un salto y bajé de la camilla intentando llegar a la puerta de salida. Quería escapar, necesitaba poder salvar algo de mi cuerpo.

Justo cuando estaba girando el manillar, por la espalda recibí un fuerte golpe que me hizo caer al suelo. Allí tirada, varias patadas se incrustaron en mis costillas. Gritaba de dolor.

Dos fuertes brazos me izaron en volandas y me depositaron en el centro de la camilla. Mi instructor agarró mis muñequeras y tobilleras a cuatro argollas que había en cada uno de las extremidades de la mencionada yacija. Quede inmóvil, dolorida y atada.

-          ¡Qué sea la última vez que, previamente, no amarra como es debido a la puerca! Podía haber herido a alguien. Gritó mi amo al instructor.

-          Lo siento, señor, pensé que se estaría quieta.

-          Usted no debe pensar. No le pago para pensar. Usted tiene que adiestrar a la puerca con mano dura. ¡Qué no vuelva a repetirse! Esta noche será castigada severamente por su osadía. Acabó diciendo mi amo.

-          No señor, no volverá a ocurrir. Se excusaba como podía mi instructor.

Noté su mirada asesina que me penetraba por todos mis poros. Por mi culpa, había sido corregido por mi amo, sabia que esa noche el castigo seria especialmente doloroso para mí. Cerré los ojos.

Salió el veterinario ya uniformado. Llevaba en su mano una especie de jeringuilla con la intención de ponérmela. En ese momento se oyó la voz de mi instructor,

-          Señor. En vista del incidente de antes. Pienso que podría ser interesante que la intervención se lleva a cabo sin ningún tipo de anestesia o calmante.

La petición la dijo, mirándome a los ojos con un rictus diabólico en su cara y, seguramente, como venganza al altercado anterior que le supuso el toque de atención de mi amo.

-          Me parece muy bien, a veces piensa usted. Comento mi amo.

-           No le ponga calmantes. Ordenó al veterinario.

-          Pero señor, intentó replicar, de esta forma le va a doler bastante.

-          Mejor, esta puerca convive con el dolor. Uno más, poco la importará. Sonrió mi instructor.

-          Aprieta los dientes. Esto te dolerá. Me dijo en tono bajo el veterinario.

-          ¡No hable a la puerca! Y empiece ya. Gritó impacientándose mi amo.

Desplegó una pequeña mesita metálica a la altura donde tenía una de las manos atadas por la muñequera y cogiendo la mano, la extendió encima de la mesa. Yo cerré instintivamente el puño todo lo que pude intentando evitar que mis dedos quedaran desplegados.

-          Por favor, ruego si pueden ayudarme y, oblíguenla a extender la mano. De otro modo, me será imposible realizar la intervención. Pidió el veterinario.

-          Acto seguido los dos guardaespaldas de mi amo. Cogieron mi mano y con fuerza la extendieron sobre la mesilla. Estirando todos mis dedos.

Yo gritaba, como un animal acorralado, tensaba todos mis músculos de las piernas, levantándome varios centímetros de la camilla. Notaba que las tobilleras se apretaban más a mi piel por efecto de la tensión que ofrecía mi cuerpo.

Pero todo fue inútil.

Noté que, con un bisturí, iba rasgando todo el borde de la piel donde estaban incrustadas mis uñas y una vez abiertas, con unas pinzas, tiraba de ellas, saliendo toda la encarnadura, quedando en carne viva el hueco donde, hasta hace unos momentos, estaba ubicada el mencionado espolón.

Posteriormente, con el mismo bisturí, hizo un corte arriba de la encarnadura donde está la matriz que es la encargada de hacer crecer una nueva uña, procediéndola a rasgarla  y anular el futuro crecimiento de la misma.

La verdad que, acostumbrada al dolor físico, este no me resulto muy fuerte ya que el veterinario, intentaba hacerlo de la manera  menos cruel posible. Procediendo a cortar ligeramente para luego, una vez suelta, no tuviera más que tirar de la misma ágilmente.

Lo que mas me dolió fue cuando rasgaba la matriz de la uña, pero, tampoco era muy superior a los castigos a los que ya estaba, por desgracia,  muy acostumbrada.

Cuando terminó la primera mano, me relajé. Me di cuenta que lo único que conseguiría moviéndome y exaltándome es que me acabara por cortar algún tendón de los dedos y el final seria mucho más aparatoso que la perdida de mis uñas.

Por lo tanto, le deje hacer la segunda mano y los pies sin ningún sobresalto, en vista de lo cual, el trabajo pudo concluirlo mucho más deprisa de lo previsto.

Lo único que salió de mi cuerpo fueron lágrimas. Ni siquiera de mi ano hubo mucho fluido ya que, todavía no había comido desde el día anterior y las defecaciones por esa última comida ya las había depositado, en su momento, en la perrera, como un animal más de los que allí se encontraban.

-          Hemos concluido. Señor. Tiene que tener, durante unos días bastante cuidados con las infecciones hasta que le salga la costra que sustituya al miembro perdido. Se oyó decir al veterinario.

-          Muy bien. De eso ya se ocupará su instructor. Usted limpie todo de la sangre y uñas despegadas y prepárese para la otra intervención que, tendrá lugar esta tarde. Después de las cinco se la volveremos a traer.

-          Por favor, le suplico, por lo mas sagrado, no me haga hacer esa segunda intervención. No estoy preparado para ello y, le diré más, no se, si moralmente, quiero hacerlo. Replicó el veterinario.

-          ¡Usted hará todo lo que se le ordene! Gritó mi amo.

-          No querrá acabar con sus huesos en la cárcel. Tengo información escrita y, convenientemente guardada, de todos sus trapicheos fiscales. Sólo déme un motivo y esos documentos acabaran en el despacho de algún juez. Podrá irse despidiendo de su libertad. Asíque, no replique y prepárese para esta tarde. Concluyo, mi amo.

Yo, la verdad, no sabia de que estaban hablando. Bastante preocupada estaba en verme las manos y los pies con el lecho ungueal en carne viva. Algo me dolía, sobre todo los pies cuando, después de sentarme,  me incorporé al suelo. Al andar me molestaba algo.

  • Llévesela y tráigala a las cinco en punto. Ordenó a mi instructor.

Tirando de la cadena, me puse en movimiento y salimos de la caseta.

-          ¡Buena has hecho con intentar escapar!, gritaba mi instructor. Me has desacreditado ante el jefe y ¡esto lo pagarás caro, y ahora! No quiero esperar a la noche. Gruñía.

Me llevó al cobertizo donde pasaba la mayor parte del tiempo en la jaula con los perros. Pero, una vez dentro, en vez de meterme directamente en la perrera, me empujó hasta la esquina contraria donde había una gran mesa rustica de madera. Allí me colocó con los pechos y el estomago encima de la tabla.

Cogió unas cuerdas largas y las pasó por las anillas de mis muñequeras, anudando  el otro extremo de la vaina a las patas posteriores. De esta forma quedé fijamente anclada a la mesa. Los pies también los ató, con las anillas de las tobilleras, a cada una de las patas que tenía a ambos lados de las piernas. Apretó bastante, por lo que mis extremidades, quedaron enormemente abiertas.

De esta guisa mi culo sobresalía, justo pegado al borde de la tabla, mis muslos abiertos y, a la vista total,  mis dos agujeros.

Así me dejó unos minutos, mientras fue a  por algo. Yo ya estaba sudando de angustia, seguramente el castigo iba a ser muy cruel. Había, sin quererlo,  menoscabados la confianza que mi amo tenía sobre mi instructor, y debía pagar por ello.

Al cabo de unos minutos llegó.

-          Mira puerca, con esto te voy a azotar hasta que la piel se te salga a tiras. Nunca vuelvas a desobedecer una orden mía y, sobre todo, si el jefe esta delante.

Miré horrorizada. Era una especie de palmenta grande, pero de madera. Por lo tanto, no era flexible. Sus azotes iban a desgárrame la piel. Lloré, suplique, pedí perdón, pero no conseguí ablandarle, es más, con cada súplica que hacia, todavía le enervaba más, al gritarme que estaba incumpliendo la ley del silencio y procedería a azotarme con más fuerza, si cabe.

Levantó la madera y la descargó con toda su alma en mis nalgas. Grité de dolor. Volvió a hacerlo, mi carne se enrojeció ya con el primer golpe. Seguía fustigando y yo gritando.

Lo hacia con rabia, con desesperación, sin esperar tiempo alguno para descargar el siguiente golpe. Pegaba y pegaba…

No se cuanto tiempo estuvo golpeando, solo veía que la palmeta se iba tornando de color rojo. De mi propia sangre. De mi propio sufrimiento.

Tan duro golpeó y con tal virulencia que al rato de estar atizando, la palmeta se partió en dos trozos. Eso fue, quizás, lo que me salvó, de otro modo hubiera seguido golpeando hasta, posiblemente, haber terminado conmigo.

Cuando ésta estuvo rota la tiró encima de mi espalda y salió sin decirme nada. Yo me quede atada, llorando y dolorida. Debía tener el culo inflamado, en carne viva y sangrando.

Al cabo de una hora más o menos, volvió ya más calmado y, sin decir nada, me acarició la piel lacerada. Seguía atada, pero solo el contacto de sus manos me hacia ver las estrellas de dolor. Pero a él parecía no importarle.

En un momento determinado, me metió un par de dedos por mi ano. Me extrañó en demasía. Durante todo el tiempo que estuve con mi amo, mi instructor, nunca me había sobado de esa forma y, mucho menos, introducido en el culo sus dedos, además desnudos, sin guantes que los protegieran de las posibles infecciones que decían tenía.

Sacó sus dedos y los restregó por mi vulva, despacio, acariciándola incluso. Se detuvo en mi clítoris, lo empezó a rozar y, con movimientos circulares, cada vez su presión aumentaba. La verdad que, aun dolorida como estaba, me empecé a calentar. Como pude, intenté levantar mi culo para dejar mayor libertad para que sus manos recorriera mí ya mojada vagina.

Noté que se desabrochaba los pantalones y sacó su miembro. De un bolsillo sacó un preservativo, rompiendo con sus dientes el precinto, se lo colocó y, de una embestida, introdujo su polla por entero en mi lubricada abertura.

Entraba y salía a ritmo. Me puso súper caliente. Mi clítoris, bastante henchido por sus caricias de antes, rozaba la carne dura de su miembro y me corrí. Fue un orgasmo placentero y eso que con las embestidas que me hacia, chocaban sus muslos en mis glúteos que, al tenerlos en carne viva, me dolían tremendamente. Pero eso no fue óbice para conseguir un orgasmo maravilloso que mi cuerpo deseaba desde que, ya hace varios días, había tenido el último con el perro de mi amo, cuando me follo en la fiesta, delante de sus amistades.

Eyaculó casi a la par que tuve el orgasmo. Una vez fuera de mí y, con cuidado, saco de su polla el condón lleno de sus viscosidades y llevándolo en la mano, dió la vuelta a la mesa, se puso delante de mí y me ordenó,

-          Abre la boca voy a vaciar el preservativo y te tragarás todo mi semen. Quiero verlo.

Yo estaba todavía muy caliente. Abrí la boca, atada como estaba y él vacío el contenido del condón en mi boca. Absorbí hasta la última gota para, posteriormente, relamer con mi lengua algunas partículas que habían caído en el filo de mis labios.

En el fondo, pensaba en ese momento. Algo de humanidad debe tener mi instructor cuando se ha dignado a usarme de una forma bastante humana. Qué equivocada estaba…

Se subió los pantalones y se arregló la chaqueta. Procedió a desatarme de la mesa y me llevó a dentro de la perrera. Atándome a cuatro patas, con las manos en la espalda, en mi lugar de siempre, al lado del perro que me ensarto aquel día.

Antes de irse, pero ya desde fuera de la perrera, me gritó,

-          ¡Come!, puerca. He querido ser el último con quien goces. Esta tarde te espera algo grande. Acto seguido desapareció.

Me escocia el culo una barbaridad. El castigo había sido tremendo. Notaba algunos hilillos de sangre resbalarse por la parte interna de mis muslos. Estaba mareada. Menos mal que, al tener las manos atadas a la espalda y estar a cuatro patas, no podía verme las manos ni los pies en carne viva, sin uñas.

Pero, por otro lado, también estaba relajada por el orgasmo tenido con mi instructor.

Era la primera vez que me había usado. Para mi era un autentico acontecimiento. Lo que no entendía del todo fueron sus palabras antes de irse; ¿qué querría decir con que él iba a ser el último con quien iba a gozar? Seria que, a partir de ahora, solo seria usada por él. La verdad que no me importaría, me había demostrado que sabía usar no solo el látigo, sino también su miembro. Sea lo que sea, pensé, no podrá ser peor que lo que me habían hecho hasta ahora. Volvía a estar equivocada, esa misma tarde averiguaría la cruda realidad de sus palabras…

Tenía hambre pero cada vez me costaba más masticar ese pienso canino. Mis dientes, unos estaban partidos, otros podridos y la mayoría de ellos picados por la suciedad en la que convivía. Mis encías bastante inflamadas por el anillo que me solían poner casi todas las tardes que había fiesta con mi amo. Y el pienso tan duro. Ya ni amasándolo con agua, lo único que podía era tragar a lo pavo y eso ya me estaba ocasionando algún que otro escozor de estomago. No tuve más remedio que seguir engullendo sin masticar, no tenía otra alternativa.

Al cabo de una hora, vino a por mí. Me desató e impulsó la cadena con fuerza, tanto que, laceró en parte mi castigado cuello. Siempre le gustó tirar fuerte, verme salir a trompicones o con alguna caída, aterrizando mi cuerpo en el lomo de algún asustado perro cada vez que abandonamos la jaula.

Con el movimiento de mis piernas me escocia el culo una barbaridad, me dolía enormemente, pero pude, a duras penas, seguir el ritmo que él me iba marcando.

Llegamos a la misma caseta donde me despojaron, definitivamente de mis uñas, esa mañana.

Allí, volvía a estar, mi amo, el veterinario y los dos escoltas. Al pasar ante ellos, mi amo comentó jubiloso,

-          Veo que has castigado a la puerca. Tiene el culo en carne viva.

-          Si señor. Le aseguro que no volverá a intentar escaparse como esta mañana. Ya se lo he dejado bastante claro. Respondió mi instructor.

-          Mejor así. Con estos animales no se puede dialogar, solo entienden con el palo y el látigo. Comentó mi amo en tono paternalista.

-          Bien, póngala boca arriba y átela sólo las manos, los pies de momento, que los tenga libres. Indicó el veterinario.

-          De acuerdo, respondió mi instructor.

Cuando me estaba colocando en la camilla, noté que ésta había sufrido alguna modificación, con respecto a esa mañana. Habían colocado al final de la misma, una especie de estribos a ambos lados.

El contacto de mi lacerado culo en la camilla fue tremendo, al tenerlo a flor de piel, suspiré dolorida. Pero, como de costumbre, no pareció importarte a nadie.

-          Cuando tenga atada las manos, póngala cada pie, encima de cada uno de los estribos que  ve a ambos lado de la yacija. Ordenó mi amo.

Así lo hizo. Con brusquedad, mi instructor, me agarró las piernas y ató cada estribo a mis tobilleras con ayuda de un par de mosquetones.

Atada de manos a la altura de mi cabeza y los pies a los estribos del final de la camilla aparecía abierta de piernas y con mi vulva totalmente al descubierto.

Me empecé a asustar otra vez. Desconocía cual iba a ser el tormento que me estaban preparando, pero por experiencia, sabia que nada bueno me esperaba.

Al cabo de unos minutos esperando en esa posición, se acercó el veterinario al extremo del estribo de la camilla.

El mismo que esa mañana amputó mis uñas de manos y pies y, posteriormente,  había eliminado cualquier vestigio para que, en un futuro, pudieran salir de nuevo.

Se le notaba bastante nervioso y con la cara algo desencajada. Quizás por aquello que, estaba obligado a realizar en breves momentos.

-          Bien, espere un momento. Le ordenó. Antes de que comience, quiero explicarle a esta cerda en que va a consistir este pequeño cambio que vamos a realizar. Dijo mi amo, con aire sarcástico en su rostro.

-          Puerca. El otro día, cuando te follaste al perro, quedé bastante impresionado de cómo llegabas al orgasmo una y otra vez. Algo que no me gustó nada. Te compré para que dieras placer a todo aquel que yo quisiera y, de las formas que a mi me apetecieran, animales incluidos, claro. Se sonreía de su comentario. Mientras proseguía con la explicación,

-          Pero de lo que no estoy dispuesto a tolerar más es a que tú goces también. Eso es inaudito, en una cerda como tu. Tu estás para dar placer, no para tenerlo. Empezaba a alzar bastante la voz.

-          Así que, este caballero, se ha “brindado gustoso” a extirparte el clítoris. Ese pequeño miembro que, en una puerca como tu, es mejor amputarlo. Reía. No quiero, bajo ningún concepto, que vuelvas a tener orgasmos y, da gracias, a que me gustan los aretes que llevas en los labios, de esta forma no voy a extirpártelos. Puede empezar cuando guste y, acuérdese, nada de anestesia.

Se sentó en su sillón y esperó a que comenzara la intervención.

-          Que conste, que yo no lo hago gustoso. Exclamó enfadado el veterinario. Me obliga, mediante chantaje, usted a realizarlo.

Mi amo, pareció no atender a las palabras del veterinario. Éste, preguntó, ya centrándose en la intervención que estaba obligado a realizar,

-          Por lo menos habrán lavado la zona genital, preguntó.

-          No, desde hace tiempo, dió orden el jefe de que, bajo ningún concepto, ni ninguna circunstancia, se lave a esta puerca. Cuando se la usa tenemos que ponernos varios condones para no contagiarnos, reía mi instructor. Tendrá que hacer la intervención con todas las inmundicias que tiene dentro.

Movía de preocupación la cabeza a ambos lados. Reflejaba su cara una gran tristeza y, dirigiéndose a mi, me dijo entre dientes para que no pudieran escucharlo mi amo y sus hombres,

-          Perdóname pequeña, lo hago obligado.

Esterilizó, como pudo,  la zona donde estaba mi clítoris, con algunas vendas impregnadas en desinfectante. Posteriormente, agarró un bisturí y, sosteniéndolo con la mano algo temblorosa, lo fue acercando hacia mi abertura.

En ese momento pude darme cuenta de la verdadera situación. Hasta ese instante escuchaba el dialogo entre ellos, como si se tratara de la asistencia, como oyente, de alguna clase magistral, la cual, no me incumbía para nada. Pero, en ese preciso momento,  algo dentro de mí me iluminó y me hizo gritar de angustia;

-          ¡Cabrones!, ¡Asesinos! Quizás acabéis conmigo, quizás ya no quiera vivir después de esto. Pero tener presente una cosa; ¡Pagareis por todo el mal que me estáis infringiendo! No dejaba de gritar.

En ese momento, vi a mi instructor ponerse de color blanco y cerrando los puños se dirigía a mí, posiblemente para hacerme callar de un puñetazo. Mi amo, le agarró el brazo, indicando, con ello, que se mantuviera quieto. Parecía divertirle, sobremanera, esta conversación con migo, y replicó,

-          ¿Y cómo cerda, vas a vengarte? Reía mi amo sabedor de tener el poder y la situación controlada.

Entre lágrimas de la propia histeria y, por todo el sufrimiento contenido, sólo pude decir,

-          Quizás yo no pueda en vida verle pagar por todo lo que me está haciendo. Pero tenga presente que, queramos o no, donde no llega la justicia de los hombres llega la justicia divina y a EL será, en ultimo extremo, a quien tendrá que dar cuentas de sus actos en vida.

La carcajada de mi amo fue sonora, aún hoy, después de pasar algún tiempo, todavía se clava en mis sienes. Fue una risa hilarante de un ser totalmente desequilibrado y soez, sin ningún tipo de prejuicio ante mi persona y falto total de compasión humana.

No hizo falta que mi instructor me callara a puñetazos. A partir de ese momento, enmudecí. Tal vez la suerte estaba echada o, quizás, las pocas fuerzas que me quedaban,  fueron reducidas a cenizas.

Lloraba en silencio. Lo único que me quedaba y que, cada vez más raramente me autorizaban, era tener orgasmos. Ahora ya ni eso. Iba a tener una ablación del clítoris. Ahora si que seria un auténtico saco de mierda solo para ser usada sin que, ni tan siquiera, pudiera gozar alguna vez de ello.

No me moví. ¿Para qué?, después de todo, no hubiera podido evitarlo. Desposeída, por mi señor, de mis órganos reproductivos ahora iba a serlo también, por mi amo,  del órgano que me proporcionaba goce y placer y que, alguna vez, hacia que mi estancia pudiera ser un poco más llevadera.

Me sacó de mis pensamientos un fuerte dolor. El bisturí ya estaba rasgando el capuchón y desprendiéndolo de mi carne, con ello, amputaba también, el último vestigio de mujer que me quedaba.

Una vez terminó la intervención, el veterinario se dirigió a mi amo,

-          Aunque no la quieran lavar, les pido que, al menos, tengan cuidado los próximos días a posibles infecciones. Esa zona extirpada es proclive a ello. Además, ha perdido bastante sangre y debe guardar reposo.

-          No se preocupe de esta cerda. Esta acostumbrada a la suciedad y, por un minúsculo botón que la ha quitado, no vamos a cambiar un ápice su forma de vida. Posiblemente esté infectada por dentro. Mis hombres, la última vez que la usaron, me comentaron que el coño le olía a mierda. Reía, mi amo,  por su comentario.

Yo ya, no decía nada. Porque ciertamente declaraban la verdad.

Notaba desde hace un tiempo cada vez más picores en mi zona vaginal, me olía como ha podrido. Sospechaba que eso no seria bueno. Cuando orinaba veía las estrellas por el escozor. Me encontraba débil y, quizás con fiebre, pero eso no parecía importarle a mi instructor, sobre todo esa tarde cuando me usó después de mi flagelo y, mucho menos a mi amo.

Estaba segura que no cambiarían para nada sus costumbres, todas las mañanas sería azotada y por las noches, expiaría mis penas, por aquellos errores cometidos durante la jornada. Todo sería igual, aunque yo me sintiera más débil. Sacándome, una vez más de mis pensamientos, escuché la voz del veterinario dirigiéndose a mi amo;

-          Una última cosa. Mientras la extirpaba el clítoris, me he podido dar cuenta de la posible infección de la que hablan ustedes. Creo que pueden ser hongos. Si me permite ponerla un ovulo de los que utilizo con las hembras de perro quizás podamos atajar algo la enfermedad.

-          Métaselo, dijo mi amo. Lo hago más por mis hombres, que no se contagien, que por esta puerca que, ya ha visto lo que ha soltado por esa boca. No merece ninguno de mis desvelos, dijo irónicamente.

Acto seguido me introdujo por la vagina el mencionado ovulo.

-          Deberá ponérselo durante dos o tres días. Explicaba la posología,  mientras le entregaba a, mi instructor, una caja con dos óvulos más.

Con cara de asco miró la caja y la guardó en la chaquetea. Dudaba que, en los próximos días, me los suministrara. Pensé. Aunque, por lo menos en eso estuve equivocada, mi amo, le dió la orden concreta y taxativa  de ponérmelos para evitar males mayores con sus hombres y amistades, así lo hizo.

Seguramente tenía razón en que mi salud le importara un pimiento pero que cualquiera de sus hombres, al usarme,  se contagiara conmigo, posiblemente esa opción si la tendría en cuenta. El caso es que, por una cosa o la otra, no tuvo más remedio que cumplir con el encargo.

Me desataron los pies y las manos y me sentaron en la camilla. No podía cerrar las piernas, la vulva me dolía horrores por la intervención quirúrgica, pero no dije nada,  intentaba aguantar el dolor de la manera más digna posible. No quería darles el gusto, encima, de verme lloriquear por tales padecimientos. Me limité a permanecer sentada en el borde, con la cabeza baja y los muslos algo entreabiertos, pues el dolor al cerrarlos me consumía en exceso, esperando nuevas órdenes de mi amo.

Creí que había terminado todo y, por lo menos, me llevarían a la perrera a descansar. Cuando, de pronto, escuché la voz de mi instructor,

-          Estate quieta ahí. Todavía no han acabado contigo. En breve vendrá alguien a terminar el trabajo.

No dije nada. Cualquier cosa podría pasar. Me dolía horrores la zona genital. Toda inflamada por el desmembramiento sufrido en mi anhelado clítoris. Notaba la parte interna de mis muslos con manchas de sangre pegada producto, pensé de la sangre perdida con mi extirpación sexual. Continuaba con la cabeza bajada, mirando a mis descarnados pies sin uñas, todo en carne viva. Cuan bonitos habían sido hace tiempo, pensé…

Se abrió la puerta y apareció otro hombre, llevaba un amplio maletín en su mano derecha. El veterinario ya se había ido. A este tampoco le conocía. Saludó cortésmente a mi amo,

-          Buenas tarde, dijo.

-          Hola. Contestó mi amo. Viene usted con retraso. Ahí tiene a la puerca, señalándome con el dedo.  Empiece, no tenemos todo el día.

-          Le pediría que corran la camilla hacia un lado de la habitación y coloquen en su lugar el sillón donde esta usted sentado. Ahí, justo debajo de la luz, para que yo pueda ver mejor y deje que se siente la paciente. En donde está ahora me sería difícil intervenir.

Con rasgo enfadado, mi amo se levantó y procedieron a cumplir la sugerencia de ese tipo.  Acto seguido me ordenó que me sentara en el sillón. Yo, la verdad, dentro de mi dolencia, no salía de mi asombro en ver a mi amo levantarse e indicar que yo me sentara en su lugar. De todas formas, así lo hice.

-          Abre la boca, me ordenó el individuo.

Abrí la boca y sacando de su maletín un pequeño espejo dental, empezó a revisar toda mi castigada dentadura.

-          ¡La tiene destrozada! Exclamó. Pero ¿que le han dado de comer para que se haya quebrantado tantas piezas bucales? Preguntó.

-          Pienso de perro. Respondió riendo mi instructor. Lleva comiendo eso desde que vino, hace un mes más o menos.

-          Ya me parecía a mí. Tiene las muelas fracturadas, los premolares picados y algunos dientes rotos. Esto va a ser una labor ardua y larga. No tengo aquí instrumental necesario, deberían llevarla a mi clínica. Debo reconstruirla casi toda la dentadura. Concluyó.

-          De ninguna de las maneras. La puerca no sale de aquí. Replicó mi amo.

-          Entonces no podré hacer mucho por ella. Comentó.

-          Un momento, creo que usted no me entendió bien cuando le mandé llamar. Dijo en tono áspero, mi amo.

-          ¿A qué se refiere?, preguntó el individuo intrigado.

-          Mire, esta puerca tiene la dentadura averiada. Eso ya lo sabíamos sin necesidad de llamar a ningún dentista para que me lo dijera.

-          Le huele a mierda la boca. Reía de su ocurrencia mi instructor.

-           Bien, continuaba mi amo, de lo que se trata es que, ya que tiene rotas algunas muelas y dientes, en general, quiero que se las quite todas así no tendrá más problemas. ¿Me sigue?

-          ¿Me esta usted pidiendo mellarla por completo?, dijo inquieto el dentista.

-          Veo que ya va usted entendiendo. Exactamente. Lo que quiero es que quite todos sus condenados dientes y muelas, déjela totalmente desdentada. Así nos quitaremos muchos “quebraderos dentales” en el futuro. Sonreía por el juego de palabras.

-          Necesitaré varias sesiones para ello. Intentó ganar tiempo el dentista.

-          ¡Necesitará lo que queda de día y la noche si hiciera falta! Pero nada más de tiempo le doy. Gritó fuera de si, mi amo. Yo me voy pero se van a quedar estos señores con usted, señalaba a mi instructor y a uno de sus escoltas, para que le ayuden en lo que necesite y se cercioren de que el trabajo lo cumple en el plazo que le he dado.

-          Si mañana por la mañana no esta completamente desdentada, me enfadaré bastante y no querrá usted que me enfade, ¿verdad? Mis chicos se ponen muy violentos con la gente que me hace enfadar. Comentaba en tono sarcástico mi amo.

El dentista se quedó pálido ante esa amenaza velada y dejo escapar,

-          De acuerdo, veremos lo que puedo hacer. Intentaré cumplir sus instrucciones.

-          Eso esta muy bien. Ya sabe que no debe salir de su boca ninguna alusión a lo que va usted a hacer. ¡Nunca! ¿me ha entendido?, de otra forma podría volver a irritarme y ya sabe lo que eso puede suponer para usted o su familia. Por cierto, gracias por no cobrar un euro por su trabajo. No esperaba menos de usted.

La ironía era otra de las virtudes de mi amo. Acto seguido se marchó acompañado de uno de los guardaespaldas. El otro y mi instructor se quedaron con nosotros.

-          Relájate, pequeña. Comentó el dentista. Intentaré hacerte el menor daño posible.

Abrió su maletín y sacó unas grandes tenazas y unos fórceps especiales de esos que se utilizan para extraer piezas bucales. Los dejó en la mesilla metálica que sitúo al lado del sillón.

Se levantó y preguntó a los asesores que continuaban junto a nosotros.

-          Miren, como no sabía exactamente que debería hacer cuando me llamó su jefe y me dijo que viniera, no he traído suficiente anestesia bucal. Desconocía que debería extraer todas las piezas bucales. Por lo tanto, debería llamar a mi clínica para que me lo trajeran. Acto seguido sacó su móvil con la intención de marcar.

-          No será necesario que llame a nadie. Contesto mi instructor. Esta puerca esta acostumbrada al dolor y no habrá nada de anestesia para ella. Proceda a cumplir el encargo de mi jefe sin más dilación.

Cómo disfrutaba mi instructor con aquello. El sadismo se le notaba en toda su cara y se preparaba para disfrutar de otra función en primera fila.

-          Está bien, si eso es lo que quieren, supongo que tampoco me podré negar a ello. Lo único que les sugiero, entonces,  es que la ate las manos, los pies y, además, sujétenla fuerte para que no mueva la cabeza.

Así hicieron. Me colocaron los brazos por detrás del sillón y sellaron las anillas de mis muñequeras. De esa forma estaba totalmente atada de manos. Los pies fueron amarrados cada una de las patas delanteras del asiento con las anillas de mis tobilleras.

Agarrándome la frente, me levantaron la cabeza. Una vez estuve totalmente inmovilizada, me indicó el dentista,

-          Abre la boca todo lo que puedas.

Algo en mi cerebro volvió a revelarse ante aquella orden y con lágrimas en los ojos apreté todo lo que pude los dientes.

-          Vaya con la puerca. Gritó mi instructor.

El otro escolta se disponía a pegarme un puñetazo para que abriera la boca pero le frenó, diciendo

-          No la pegues. Esta muy débil y podría desmayarse y de lo que se trata es que se dé perfecta cuenta de lo que vamos a hacer. Quiero que sufra y que le duela. Respondió mi instructor.

De esa manera. Me apretó fuerte la nariz y cuando no pude más, abrí la boca para coger aliento, lo que aprovechó para acoplarme el aro metálico. Siempre lo llevaba en el bolsillo de su chaqueta. Con aquello puesto ya no podía volver a cerrarla.

El dentista, miro con horror el artefacto,

-          Así no puedo extraer piezas bucales, no me deja ese aro mucho sitio para maniobrar. Comentó.

-          Hágalo como pueda pero esta puerca se queda así. Extráigale primero los dientes. Cuando éstos hayan desaparecido, ya no habrá problema, quitaremos el aro y podremos sujetar su boca con las manos. Tendrá tan doloridas las encías que no podrá ya apretar nada. Rió. De esta forma podrá extraer las piezas que se encuentren más adentro. Concluyo mi instructor.

Así lo hicieron. Uno a uno mis dientes fueron desapareciendo del interior de mi boca. Algunos me dolían excesivamente cuando el dentista tiraba de las tenazas. Otros, en cambio, estaban ya tan débiles por la desnutrición y comida tan dura que debía masticar que salían sin ningún esfuerzo. El caso que en un par de horas todos mis dientes y premolares habían desaparecido.

Como no me habían puesto, ni tan siquiera una toalla que me tapara, la sangre derramada por esas extracciones me salpicaba el cuello, los hombros, el pecho y hasta mi barriga se mojó de ese líquido viscoso.

Durante el transcurso de esa intervención me oriné un par de veces, el escozor por el desgarrón que tenía a consecuencia de mi amputación en el clítoris fue terrible. Por la tensión en la que estaba, se abrió la herida y empezó a sangrar inundando parte de mis muslos.

Como había predicho mi instructor. Las piezas más interiores no fueron problema. El aro lo quitaron, yo ya no tenia fuerzas para nada. Me dolían tremendamente las encías donde hasta hace un rato habían estado anclados mis dientes y, con las manos de esos dos gorilas,  me mantuvieron la boca abierta. Lloraba de dolor. Sin ningún cuidado apretaban con sus asquerosos dedos, mis doloridas mucosidades,  que quedaron en lugar de donde antes tenía mis dientes. No les importó mancharse sus manos con mi sangre, con mi sufrimiento. Sobre todo, mi instructor, parecía gozar con esta nueva salvajada.

Al cabo de otras dos horas concluyó el tormento. Estaba mellada por completo. La boca ensangrentada y todas mis encías a flor de piel.

-          Pueden comunicarle a su jefe que el trabajo ha concluido, Dijo el dentista bastante cansado por el esfuerzo. Háganla enjuagues con agua de limón para que cicatricen cuanto antes sus encías.

-          No, le pondremos vinagre. Es mejor y más rápido. Contestó mi instructor.

-          Bueno, ustedes verán, el vinagre la escocerá más pero quizás también sirva. Yo, si les parece, tengo que irme, ya es muy tarde.

-          Ya sabe, usted nunca estuvo aquí.

-          No se preocupe. Le tengo mucho apego a mi vida. Yo, me lavo las manos. Dijo el dentista con todo pesaroso.

El escolta que quedó a mi cuidado marchó con el dentista para indicarle la puerta de salida.

Mi instructor se mantuvo con migo. Me desató los brazos y los pies y, tirándome un trapo a la cara,  me ordenó,

-          Límpiate la cara, Puerca. La tienes llena de sangre.

Me dolía horrendamente la cabeza. Los tirones que me produjo el dentista para empujar las encías hacia fuera, durante varias horas, me habían dejado muy dolorida y muy cansada. El trapo salió totalmente empapado. Estaba todo inflamado. En carne viva.

Sin darme tiempo a nada más, me ordenó, secamente, que me levantase del sillón.

Como pude, logré seguirle. Las piernas me temblaban una barbaridad, la vagina me escocia, la cabeza me dolía cantidad y la boca la tenia totalmente inflamada. Con mi lengua, intentaba repasar las mucosidades de mi boca. Todo estaba vacío.

Notaba mis labios ligeramente hundidos hacia adentro producto, lógicamente, de no tener dientes que sujetaran la posición normal de los mismos.

Le seguí en silencio, triste, con el estómago metido por los dolores vaginales, cojeando, los pies no pisaban bien, todavía no se habían acostumbrado a la sensación de caminar sin uñas, cualquier piedrecita o polvo o tierra del camino era un auténtico calvario para mis doloridas extremidades. La verdad que ya, mi cuerpo, no era mas que un despojo.

Lo único agradable era el interior de mi vagina, parecía que, con el ovulo que me puso el veterinario, se habían suavizado los picores que tenia o quizás, esa mejoría, era debido, nada mas, al dolor por la ablación y en mi boca que, quitaban importancia, todas las demás molestias.

Me llevó a la perrera y me ató a cuatro patas.

-          Hoy no comerás, como tienes tan inflamadas las encías no podrías tragar nada. Intenta beber. He pedido que pongan algo de vinagre en una pequeña tarrina justo al lado del comedero. Coge un poco, haz gárgaras y escúpelo. Te escocerá bastante pero se cerraran antes tus heridas.

-          De todas formas, seguía diciendo, a partir de mañana ya no podrás comer el pienso de los perros tal y como ellos lo engullen. He mandado que lo trituren y te lo den de esa forma. No pienses que por el hecho de no tener dentadura te ibas a librar de semejante manjar. Rió mientras lo decía.

Por lo menos, me dejó la cadena Con un poco más de holgura lo que permitió que me pudiera acostar un poco de lado.

Las manos no las ató a los pies sino que me las amarró a la espalda. Seguramente tuvo un ápice de humanidad o quizás, no se dio cuenta. No lo se aunque, era algo que, en el fondo, me daba igual.

Antes de marcharse, todavía tuvo algunas palabras hirientes hacia mí,

-          Espero que recuerdes tu último orgasmo. Quise que fuera conmigo para que en tu mente quede grabado mi nombre como el último que te hizo gozar. Abandonó el cobertizo entre carcajadas.

Entonces me acordé de lo que me dijo esa tarde, pensaba que pudo tener un pequeño rasgo de humanidad cuando, después del terrible azote al que fui sometida, me uso, llevándome hacia un clímax que, en ese momento, desconocía, que fuera el último que iba a tener. Las lágrimas volvieron a resbalar por mi mejilla.

Me recosté de lado y, como pude,  acomodé mi dolorida cabeza en la paja. Las lágrimas de antes, poco a poco se me iban secando, quizás ya estaba entrando en un estadio totalmente animal o tal vez ya no me importara para nada lo que seria de mi cuerpo mutilado, en toda su extensión femenina.

Me di cuenta que hoy no me habían castigado por los errores del día. Me alegré por ello, no hubiera soportado una sesión de flagelo por lo débil que me sentía.

Quizás mañana me castigarían el doble o quizás ya no habría ningún mañana para mí.

Dolorida como estaba, logre cerrar los ojos. Mentalmente recorrieron los pasajes vividos durante el día. Ahora más que nunca debía recordarlos. Sin dientes, mis sonidos se harían más guturales, todavía más difíciles de entender, sólo me quedaba la mente, el pensamiento. Mientras no me fuera arrancado, era lo único que me mantendría viva, que me mantendría humana…

Los perros ya no ladraban con mi presencia, se habían acostumbrado a tenerme entre ellos, era uno más de su manada o quizás a ellos también los engañaba…

FIN DE LA NOVENA PARTE.