Sombras nada más

A una cocina estrecha, perdida en la mitad de la nada, llega ella. Yo no puedo más que abandonarme a su húmedo pubis y sus hábiles y gélidas manos.

«Sombras nada más

entre tu vida y mi vida»

En la voz de Javier Solís

Un cuerpo acecha la cocina. Me presiente y recorre de un lado a otro el largo corredor con un ritmo preciso, danzando, lento y sensual. ¿Es un cuerpo? Intento concentrarme. Oigo sus pies descalzos, el ronroneo de sus caderas, la sonrisa juguetona del ombligo. Sube la temperatura, ya casi queda listo. A ver si me largo de esta cocinita asquerosa y puedo comer en paz.

Sudo. Por mis abdominales bajan algunas gotas y siento un escalofrío, su presencia me inunda y ella sigue deambulando el corredor, dejando una esencia imprecisa en el aire. Deambula a mis espaldas, crispándome completamente. Muevo con suavidad el cuello, intentando asir la sensación que me subyuga cuando escucho una leve risa. Sus labios entreabriéndose, sus pezones húmedos endureciéndose, odiándome en el deseo.

Se desvanece el corredor, se desdibuja al ritmo del viento húmedo. La cocina, perdida en la mitad de la nada, queda a merced de la sombra. Escucho el viento difuminando los extremos del pasillo y una carcajada.

Un frío abominable me estremece. Un pubis bañado en sudor helado se acerca. Son unas piernas tersas las que se pegan a las mías. Decidida y firme. Siento su cabello erizar mi espalda. Algo me obliga a cerrar los ojos, es probable que sea yo mismo, esta situación impredecible o ella que pega su cadera húmeda a mis nalgas.

La sensación de su cuerpo gélido riñendo con mi calor hace que me pregunte por su temperatura. Intento concentrarme, terminar de cocinar mi almuerzo tardío y sentarme en un lugar distante que nada tenga que ver con este, lleno de temblores sensoriales. Hago un espacio entre los platos no lavados, pronto estará listo. Los muebles no han sido limpiados en un buen tiempo, ya empiezan a sudar, bajan las gotas. Son unas gotas alegres, juguetonas.

Ella se pega a mí, me obliga a sentirla en toda la extensión de mi piel. Unas manos acarician mi cuerpo. Olvido la comida. O más bien, me abandono a ella.

Toca mi pecho, ambas manos recorren los vellos que lo recubren. Sus uñas rodean mis tetillas y una lengua tibia se asoma tímidamente, no me toca, me provoca. Las yemas de sus dedos agarran mis tetillas y las aprietan, su pubis funde su humedad con el sudor de mis nalgas, pasa levemente su lengua que da pequeños saltos sobre los pliegues de mi cuello.

No puedo evitar morderme el labio inferior por algunos segundos. Sus uñas bajan paralelas por mi pecho, se hunden en mi pubis. Sus labios retienen mi oído, siento su aliento cálido, calmo. Sus manos llegan a mis nalgas, las agarran y las aprietan, las manosean un poco en círculos. Las separa e introduce su lengua en mi oído. Pasa un dedo por mi culo mientras agarra una de mis nalgas y la marca con sus uñas.

Sus pezones se deslizan por mi espalda. Pasa un viento que no logro descifrar y en su paso nos acaricia incesantemente. Van dibujando trazos en esta espalda desfalleciente. Yo, asfixiado de calor y de un deseo desconocido e inentendible, casi imaginario, y ella, que sonríe con maldad a mis espaldas, helada. Es imposible determinar si es más evidente el calor que derrite aquella figura gélida o su frío de espinas congeladas que me quema en esta agonía que se eterniza.

Besa mi cuello con lentos arranques mientras sus manos separan mis nalgas y me aprieta contra su pubis. Siento sus fluidos vaginales tibios bajar por el interior de mis piernas. Si supieras que este plato es para ti, Sara, si supieras lo que pasa.

Agarra mi miembro erecto y hace un amago de masturbación. Muerde mis hombros, lanza sobre ellos sus labios y luego cierra sus dientes. Sus dedos acarician mis testículos mojados. Volteo el rostro sin abrir los ojos sintiendo su cabello culebrear en mis mejillas y una risita picarona, lejos, como si no estuviera aquí. Seguro su corazón, detrás del mío, tiene una sonrisa socarrona, al percibir como ha logrado agitarme. Sus manos deslizan mi prepucio y acarician mi glande con suavidad, rozándolo en su liquidez imperecedera, esparciendo mi humedad pre seminal. Me obliga a morderme el labio inferior con más fuerza.

Bailamos despacito al ritmo que impone su pubis. Sujeta mi verga con firmeza, al igual que mis testículos. El movimiento es lento, la humedad, deliciosa. Sucumbo al placer de la espera frenética. Sus senos se aprietan contra mi espalda, unos pezones rosados, supongo, se clavan y hacen presión cada vez más fuerte, siempre rítmica. Clava sus uñas en mi abdomen y baja hasta el pubis mientras me toca cada vez más ágilmente.

Introduce sin cesar su lengua en mi oído y el viento arrecia sobre nosotros, sobre mí. Se escucha, además de su sonrisa lejana, el choque mojado de mi prepucio al deslizarse a lo largo de mi glande, cubriéndolo y descubriéndolo. Rápido, cada vez más rápido. Su pubis se mueve frenético en medio de mi culo. Sus manos chorrean. Mi boca entreabierta, su pelo tarantuleando en mis hombros y espalda.

Mi pene palpita. Su dureza me duele. Su grosor es sacudido sin cesar bajo el influjo de unas manos incorpóreas. Mis muslos son una mezcla de flujos vaginales que bajan desde mis nalgas y sudor que baja desde nuestros cuerpos. Los gemidos aumentan, se hacen fuertes, ininterrumpidos.

Ininterrumplibles.

Ya la siento. Mis piernas tambalean al ritmo de sus embistes, inclino mi cabeza hacia atrás, sobre su hombro, se escuchan mis gemidos cada vez más fuerte, a la vez que la piel de mi verga choca en sus manos sin descanso y su lengua deambula por mi oído con varias dentelladas de vez en cuando.

Siento el calor del semen subir por mi verga y explotar. Sus dientes hincados en mi cuello y su pubis presionándome. El viento se calma pero la cocina permanece inmunda y húmeda como yo. El corredor se desdibuja sin principio ni fin más que esta estrecha locación. Termino de cocinar y me voy.

Me ha gustado tanto que prefiero que no vuelvas.