Sombra en Venecia
Un hombre triste, hasta que alguien lo hace mirar atrás... [...] lo vio parado meando a mares, su miembro viril en pleno se ofrecía esplendoroso a su vista, manaba un chorro abundante y espumoso, y el matorral tupido que coronaba a esa verga se le antojaban deliciosos. Cerró la puerta, acarició...
Juan soñaba con la tarde en que no regresaría a casa de su trabajo, se iría de putas con los amigos y no volvería hasta pasados al menos tres días. Pero Juan volvía, siempre volvía. Muy a su manera adoraba a su esposa, ama de casa perfecta, fiel a su marido contable de una gran empresa con un sueldo respetable y vacaciones pagas una vez al año. Pero no podía dejar de preguntarse qué había sido de aquel colegial que supo ser, dispuesto a todo por un buen polvo con algún compañero del internado.
Juan la quería, pero se aburría a morir. Trabajar hasta dejar la piel en la oficina plagada de problemas que eran siempre los mismos, siempre reprochables, y siempre irreparables según decían desde la gerencia. Después llegar a casa, la sonrisa perfecta de su esposa, la cena de rôtisserie, por supuesto fingida casera, y el sexo apurado de la noche del jueves.
En otro tiempo había sido muy distinto de aquel contable gris que todos conocían en la empresa, amargado, sumido en la rutina indeseable de un trabajo que detestaba, y una vida familiar que por mucho que intentara, no lo hacía feliz.
Hacía ya mucho tiempo, apenas salido del instituto, Juan se había enamorado, para su desgracia, del hijo de su padrino.
Su padrino era un hombre al que casi no conocía y del que solo sabía que le llegaban costosos regalos para sus cumpleaños y las navidades, seguramente elegidos por alguna secretaria ignota. Aún así, era éste
el mejor amigo de su padre, y de ahí que resultase su padrino. Éstos compartían temporadas de pesca y cacería, siempre lejos de casa
.
Era en aquel entonces, cuando Juan cortejaba
al rubio colegial de apenas diecisiete años,
hijo de su padrino
, con la prudencia que le permitían sus recién cumplidos dieciocho. Miraba su rostro de escasos vellos aún sedosos, apenas incipientes, los brazos y piernas casi lampiños, su pecho de deportista apasionado, y no podía más que sentir la excitación que lo llevaba por los pensamientos más lujuriosos. El chico se acercaba travieso, intuía las intenciones de Juan y jugaba con ellas. Las tardes entre tenis y natación, preludiaban el juego de miradas soslayadas en las duchas del club, donde el frotar
del jabón
sobre las fibras musculosas de los cuerpos desnudos suplía a las caricias que aún no habían sido dadas, propiciando erecciones disimuladas con pretendida torpeza.
Aquel verano, como todos los anteriores, los padres de ambos se irían a algún saffari al África, pero ellos habían pedido pasarlo juntos en la quinta del padrino, no les faltarían entretenimientos, ni los atentos cuidados del personal de la casa. Todo estaba saliendo según lo planeaba Juan, el verano estaba próximo y los histeriqueos sensuales de colegiales no podrían perdurar ya demasiado. Llegó la noche de la despedida de ambos padres, que por tal motivo, habían organizado una fiesta en la quinta. Estaba repleta de adinerados amigos de su padrino, ninguno de su padre, como era de esperar, después de todo, a pesar de una amistad de años, era solo el contable de aquel millonario.
El champagne corría como la sangre por las venas. Y este Juan adolescente, estaba decidido a que esta, fuese la noche en que cumpliría sus fantasías con el colegial. Lo siguió en todo momento, lo seducía con palabras y caricias que eran poco más que roces de sus dedos en el rostro imberbe o sobre los muslos expuestos por los pantalones cortos del rubio muchachito que le prodigaba grandes sonrisas pero siempre rehuía sin acabar de ceder a los impulsos. Juan estaba con las hormonas revueltas y el corazón queriendo saltársele del pecho. Perdió de vista unos instantes al jovencito y este desapareció. Juan subió las escaleras alejándose de la fiesta, sintió agua correr un uno de los cuartos de baño del piso superior, y sin pensarlo entró seguro de encontrar al destinatario de sus, ya por demás
acumuladas
, lujuriosas pasiones. Una vez dentro, lo vio parado meando a mares, su miembro viril en pleno se ofrecía esplendoroso a su vista. La imagen lo cautivó. Ese pene de buen tamaño estando
aún
flácido, del que manaba un chorro abundante y espumoso, y el matorral tupido que coronaba a esa verga
se le antojaban deliciosos. Cerró la puerta tras de sí, no había encontrado al joven al que tanto buscaba, pero poco le importó, había quizá encontrado algo mucho mejor. Se acercó por la espalda, acarició esos muslos poderosos, plagados de abundante vello oscuro, tan distintos a los del rubio hijo imberbe. Acariciaba con todo el deseo que sus dedos eran capaces de expresar, y su padrino se dejaba hacer, tomó la verga con ambas manos e imprimió un movimiento masturbatorio casi brutal. El padrino calmó su ímpetu tomándolo por las muñecas y apartó aquellas manos de su polla, se dio la vuelta sonriente, sus ojos miraban profundo dejando entrever exceso de alcohol. Una vez frente a frente, su padrino lo besó profundamente, y juan aceptó gustoso esa lengua que lo invadía mientras las manos enormes sostenían su rostro. Las piernas de Juan flaqueaban. No pudiendo ya sostenerse en pié, cayó de rodillas frente a su padrino, quedando la verga enhiesta ante sus labios. Juntó con la punta de su lengua las últimas gotas del dorado líquido contenidas en el prepucio, las sorbió con entregado deleite. Recorrió el falo con su lengua dando esporádicos besos con sus labios delicados, lamió los pesados huevos y los saboreó en su boca colmándolos de saliva. Mientras el padrino acariciaba tiernamente los cabellos de Juan, hundió lentamente la verga en su boca, quien engulló goloso todo aquel trozo de carne viril. La situación con este hombre superaba con creces lo que tantas veces Juan había imaginado sucedería con el hijo. El padrino llegó al éxtasis llenando de salado semen aquella boca que tragó y buscó cada resto para que no hubiera desperdicio alguno. En estos menesteres se encontraba Juan cuando irrumpieron violentamente en el cuarto de baño el rubio colegial acompañado del padre de Juan dando ambos gritos desaforados. Entre tanto alarido no se distinguía quién reclamaba qué a quien. Ese año ya no hubo saffari, nunca supo si los hubo luego, pero intuía que sí. Tampoco verano en la quinta.
Tras una reunión en cónclave entre padre y padrino, nunca más se hablo del tema. El padre hizo como que nunca hubiera sucedido, pero su mirar se tornó distante, torvo, con un reclamo implícito. Pasado el verano Juan fue
a la Universidad Católica, como se esperaba de él. Ya no recibió los costosos regalos en navidades ni cumpleaños, pero sí los pagos puntuales de su costosa educación, que bien sabía su padre no podía costear, y una mensualidad con la que pasaba cómodamente sus días en la capital. Al recibirse heredó el puesto paterno
en la empresa del Padrino
, ya que su padre se retiraba anticipadamente. Muy a pesar de sus esperanzas, nunca vio al padrino, ni a su hijo, que se suponía a estas alturas se encontraría en el largo aprendizaje de tomar las riendas de aquella enorme empresa. Siquiera estaban en el mismo edificio, mensajeros y secretarias eran su único medio de contacto con la central.
El paso de los años hizo que a nadie le extrañase que el contable no estuviese en la central. Supo que el rubio colegial ahora se casaba con la hija de un respetable empresario marroquí. Años más tarde, se hizo cargo de la compañía. Nada cambió en lo laboral para Juan, mas en lo personal, su vida se hacía cada día más gris en un lento degradé que lo conducía hacia una profunda oscuridad. Y así pasaban los años para Juan.
Señor Montalvo -dijo la secretaria asomándose al cubículo de Juan- le presento a Marco, el nuevo mensajero.
Bien, gracias señorita -dijo Juan sin levantar la vista de sus papeles enmarañados-
Para lo que guste, señor Montalvo, puede pedir por mí en la extensión 208.
Gracias joven, conozco de sobra el interno de mensajería, suelo requerir sus servicios.
Como guste... -dijo el joven dejando notar algo de desilusión-
Juan se dio cuenta de que lo había tratado con una indiferencia brutal, seguramente el chico traería un cúmulo de esperanzas puestas en ese trabajo y él se las tiraba de un soplido por su propia frustración.
Disculpe joven... -dijo Juan elevando un poco la voz para que lo oyese-
Marco... -completó el mensajero intuyendo que no recordaría su nombre-
El muchacho había permanecido tras Montalvo sin que éste siquiera lo notase, por lo cual se sintió aún más miserable, giró sobre su silla y vio al joven: alto, de unos ventipocos, tez morena, rizados cabellos, profundos ojos verdes y una sonrisa cautivadora. El contable se quedó sin habla unos instantes, y sin quererlo se vio acomodándose el pelo y la corbata intentando mejorar su aspecto. ¿Porqué lo habré hecho? se preguntó más tarde. Extendió un saludo torpe al mensajero con su mano un tanto sudorosa.
- Un gusto Marco, ya lo llamaré cuando lo necesite, puede ir nomás.
Marco le regaló una última sonrisa y desapareció entre los cubículos. Juan se sentía descentrado, el chico había tocado una fibra que él que creía dormida, apagada, casi inexistente, aquella que no sentía desde su adolescencia cuando el mandato paterno impuso su misma carrera, esposa, una vida ordenada, lejos de los desmanes de su primera juventud. Comenzó a volar con su mente recordando los años en el internado de San Ignacio, plagados de amores furtivos con los colegiales más predispuestos. Claro que treinta años atrás no era lo mismo, él ahora pasaba largo los cuarenta desmejorados por el estrés y el escaso interés en sí mismo, y no podía dejar de verse como aquel personaje de Thomas Mann en "La muerte en Venecia" que intentaba burlar los signos de la vejez con polvos faciales y trucos de peluquería porque se había enamorado de un adolescente. Quiso consolarse diciéndose que él tan solo había acomodado su corbata y los cabellos, Marco no era un quinceañero ni él "un viejo", además... no estaba enamorado del mensajero, eso era imposible... Pasaron los días y Juan había retomado la dieta y el gimnasio, luego cambió el corte de pelo -que para su desilusión, hacían más notoria la prominente calvicie en las sienes- y recurrió a las tan promocionadas -casi mágicas- cremas antiedad.
Siempre había algún recado, unos papeles que enviar, alguna cosa por solicitar... Siempre a través de Mensajería. Las teclas 208 del teléfono ya casi de marcaban solas, y el se derretía como un colegial cada vez que Marco aparecía con su sonrisa y esas maneras que tanto le seducían.
Se contentaba con el roce de las manos al tomar los papeles de las suyas, o con sentir el aroma de su piel siempre fresca al recoger aquel encargo que Juan dejaba en el extremo opuesto solo para obligar al mensajero a tender medio cuerpo sobre el escritorio para obtenerlos y así llegar a admirar ese torso tan definido, el pecho cubierto juveniles vellos dispersos sobre los pectorales firmes que su camisa entreabierta dejaba notar para delicia de Juan. Día a día se sentía más cercano al Gustav
Aschenbach
de Thomas Mann en "la Muerte en Venecia". Cambió veinte veces de perfume, esperando que Marco lo notara, y le produjo una erección inmediata la vez que el chico alagó el aroma acompañando su decir con una de sus sonrisas espléndidas. Demás está decir que ya no utilizó otro perfume más que ese.
Cierta vez, saliendo del baño cercano al recóndito lugar en que se encontraba el cubículo de Juan, tropezó con la adorada figura de Marco. Se sonrieron como siempre. Juan traía una erección inocultable, se quedaron estáticos unos segundos, sin ceder ni reclamar paso. Juan tomó el rostro de Marco entre sus manos y lo besó sin esperar reacción, pero la hubo. El mensajero respondía al beso con la misma intensidad y acariciaba rudamente la espalda del contable con ambas manos. Juan, sin dejar de besarlo furiosamente, lo condujo hasta la pared opuesta del corredor, y entre la máquina expendedora de sodas y el rincón del final del pasillo, dio la vuelta al muchacho que quedó con su pecho y manos contra la pared, las piernas un tanto separadas y la cola en pompa. Juan deprendió los cinturones de los dos, y sus pantalones se deslizaron sobre las velludas piernas. Recorría de extremo a extremo con su verga dura aquella raja que se le ofrecía, besaba el cuello de Marco que suspiraba con pequeños gemidos que pedían lo penetrase. Juan ubicó el glande en la puerta del ano que había detenido los sensuales movimientos para permitir que el contable hiciese. Y el contable hizo. Dejó caer abundante saliva sobre pija y raja, la recorrió una vez más y se posicionó en la entrada maravillosa de Marco. Empujó suave pero firmemente, sintiendo como se abría paso. Con las manos sobre las caderas del chico comenzó un movimiento rítmico que se tornó casi bestial, y matizaba con besos en el cuello que además acariciaba con su lengua hasta llegar al lóbulo que mordisqueaba suavemente. Marco gemía con grandes suspiros ahora, y aumentó el movimiento sensual de sus caderas manchando de blanco las grises paredes del pasillo. Juan sintió rodeando su verga dura, cada contracción de la eyaculación de Marco, provocando la suya propia. Llenó de su varonil esencia el interior del mensajero y, sin separarse, se abandonaron en un breve descanso contra la pared. El toque de la porra de uno de los guardias de seguridad, sobre el hombro de Juan, hizo que se separasen rápidamente. El que mismo que tocara su hombro, sin decir palabra, señalaba ahora con su porra de goma la cámara que apuntaba el área de la expendedora frente a la puerta del baño.
Con un guardia a cada lado, como si de un gran criminal se tratase, fue conducido hasta la central, el fantasma de
Aschenbach
se cernía sobre él nuevamente.
Levantó la vista cuando llegaron ante una pesada puerta de doble hoja en la que se leía el nombre del que fuera su angélico colegial. Abrieron ambas hojas y él avanzó solitariamente hasta el escritorio en el despacho inmenso. Miró al pequeño hombre sentado en su gran sillón. Los años habían hecho estragos en él, su lozano e imberbe rostro de ángel había mutado al de un endiablado vejete, y la rubia cabellera era ya inexistente.
- ¿Nunca pasará su pasión por los baños Montalvo?
Juan no respondió, firmó cuanto debía para su desvinculación laboral y tomó el cheque por una suma bastante superior a lo que le correspondía como indemnización, bien lo sabía él. No recogió sus cosas del cubículo, solo se retiró para nunca volver, así había interpretado debía hacerlo.
Fue a casa, pidió el divorcio a su esposa que se lo tomó como lo haría un pájaro al que se libera, sin lágrimas, sin reclamos ni vista atrás, solo volar a la libertad. Juan se sintió por fin, libre también.
Con parte del dinero de su indemnización voló a Venecia, vio los palacios, canales y callejuelas. Tuvo amores furtivos y encuentros casuales en los baños de los afamados centros comerciales. Tomó un vaporetto al Lido, fue a una de esas casi aristocráticas playas que momentáneamente podía pagar,
recostado en su tumbona vio a cierta distancia un grupo de jóvenes jugar de manera casi animal, un juego que incluía muestras de superioridad de fuerzas, risas, caídas y correteos desenfadados, uno de ellos moreno de rizados cabellos le recordaba a Marco, o acaso a Tadzio -el amado quinceañero de Aschenbach- Sonrió pensando en el absurdo sentido del humor de quien escribe los jirones del destino. Con los ojos cerrados sintió cernirse sobre él la oscuridad, sería quizá otra muerte en Venecia. Sintió una brisa fresca en su piel. Deseó la muerte que creyó llegaba oscureciendo su cielo interno.
Buon pomeriggio signor Montalvo -dijo una voz conocida y Juan entreabrió los ojos sin poder creer que la Muerte tuviese el rostro de Marco-
Mi padre también me echó de la empresa, pero el abuelo me dio una mano, dijo que me entendía -continuó hablando el joven-
¿Marco? -preguntó incrédulo Juan-
Y quién sino... ¿Sabes? Me han dicho que Miguel Ángel al ver una piedra derruida dijo ver a un ángel dormido, yo miro a este contable agobiado y veo a un tigre agazapado. Es hora de despertar Montalvo.
Con una de sus amplias sonrisas, Marco extendió la mano hacia él-. Juan se incorporó tomándose del juvenil brazo fibroso y se fundieron en un abrazo sincero, lleno de amor, y aquel beso fue solo el inicio de su nueva historia.
Juan sonrió pensando en el sentido del humor de quien escribe los jirones del destino. De alguna manera aquel Montalvo, contable de buen sueldo y vacaciones pagas una vez al año, había muerto en Venecia . Renacía entonces Juan, el apasionado amante, nuevamente enamorado... y de la misma sangre.
Javier
muchomachomachote.blogspot.com