Soltera
Era algo más joven que mi mujer, pero seguía soltera y sin compromiso, que se supiese.
Mi nombre es Alberto. Para los que aún no me conocen, sólo decir que no hace mucho que cumplí los cuarenta años y vivo en el sur de España. Por lo demás, soy alto y de piel morena, hago mucho deporte, visto con estilo, y me gustan las mujeres que leen libros y gritan en la cama.
Les voy a contar algo que ocurrió hace tiempo y que ha tenido una gran repercusión en mi vida. Yo viajaba con rumbo estable y viento de los alisios, pero aquel día todo cambió. Se acabó navegar plácidamente en el pueblo.
Todo pasó a finales de febrero, en pleno carnaval. Como cada año habíamos organizado todo para ir al pueblo de mi suegra, donde el carnaval se vive a tope. Bueno, no todo estaba listo, como siempre habíamos dejado el tema del disfraz para el último momento. “Algo nos dejarán”, decía siempre mi mujer.
Allí el carnaval representa la época de fiesta por excelencia. Poco a poco ha ido creciendo, y no sólo ha aumentado la cantidad de gente que se disfraza, sino que ahora muchos de los disfraces tienen una gran calidad artística y técnica que lleva meses preparar.
Nada más desembarcar insté a mi mujer a ir a comprar un disfraz nuevo, pero no hubo suerte. Mi esposa dijo lo de siempre, “Ni hablar. En casa de mis tíos tienen un armario lleno”. A mí no me gustaba la idea. Estaba harto, al final me acabaría poniendo otra vez el de presidiario y todo el mundo se daría cuenta de que llevaba el mismo disfraz todos los jodidos años.
Cuando a medio día fuimos a casa de los tíos, fue su hija Piedad quien nos abrió la puerta. Ella era algo más joven que mi mujer, pero seguía soltera y sin compromiso que se supiese. Al parecer, siendo moza había salido con un par de chicos, pero ni siquiera los llegó a presentar en familia. Y es que Piedad era extremadamente discreta en todos los aspectos, no sólo en lo relativo a su vida privada.
La prima de mi esposa nunca pronunciaba una palabra más alta que otra, vestía de forma deliberadamente sobria, casi diría que anodina. Ropa holgada, colores apagados, melena corta con su color castaño natural. En fin, se podría afirmas que, además de estar soltera, hacía todo lo posible para no llamar la atención.
Algún imbécil osaría afirmar que estaba gorda, pero en realidad Piedad estaba en ese punto de equilibrio entre la opulencia y la delicadeza. Esa frontera que delimita los kilos bien puestos y los kilos demás.
Había estudiado mucho. Siendo niña la habían matriculado en uno de los pocos colegios católicos que todavía estaban regentados por monjas. Luego, cuando llegó la hora de que asistiera a la universidad, sus padres la internaron en una residencia vinculada también a una orden religiosa. Además de obtener el título de Derecho, primero, y el Máster de Práctica Jurídica después, Piedad aprovechó aquellos años para asistir a clases de piano. En fin, la prima estaba más allá del apelativo solterona, se trataba de una mujer muy culta, inteligente e independiente que no había encontrado a ningún hombre capaz de satisfacer sus expectativas.
Aunque ya era algo tarde, al final decidí que iría a comprar un disfraz donde hiciera falta. Al decírselo a mi esposa, ésta me miró como si fuese a cometer un despilfarro. Sin embargo, Piedad, al ver que me marchaba, dijo que ella también necesitaba comprar algo y me pidió que la esperara, total que quedamos para ir juntos de compras. Por suerte, ella vivía allí, de modo que tenía claro a dónde debíamos ir. La prima solterona sabía cuales eran las tiendas mejor surtidas, y no sólo de disfraces, sino de toda clase de artículos de fiesta y complementos.
En aquel Híper Asia había un montón de expositores, todos abarrotados de disfraces. Tenían cualquier disfraz que uno pudiera desear, lo difícil era encontrarlo. Estaban mezclados al azar: de policía, de enfermera, de payaso, de oso… Y los había al alcance de todos los bolsillos.
Tras un confuso lapso de tiempo, Piedad regresó con una cesta llena de cosas. Para entonces, ya sólo dudaba entre dos disfraces. Uno, de pistolero del Far West americano y otro, muy gracioso, de bailarina. En realidad estaba casi decidido por el de bailarina, pero me preocupaba no ser capaz de meterme dentro de aquellas mallas rosas.
Para mi sorpresa, Piedad me los quitó de las manos y sacó de su cesta un traje de pirata. Bueno, un traje y varias cosas más. Fue imposible llevarle la contraria, era tan terca como mi mujer. Me convenció de que me sentaría genial y, además, era más barato que el de bailarina.
El paquete incluía la camisa blanca con flecos en las mangas y chorreras, un chaleco rojo, un pantalón bombacho, unos calcetines altos y un gorro. Con todo, a la prima de mi esposa aún se le había figurado poco y en la cesta llevaba también una espada, una pistola de las de pólvora y un gorro de tres picos de mejor calidad.
“No habría hecho falta ni que hubiese venido”, le recriminé sarcásticamente.
Después de cenar todos nos disfrazamos. Uno de los primos de mi mujer iría de Batman y el otro de Joker. Tal y como yo esperaba mi mujer había vuelto a elegir el disfraz de vampiresa que, dicha sea la verdad, le sentaba de muerte. Sin embargo, ese año yo iba a disfrazarme de pirata, y no de pistolero o presidiario como había hecho últimamente.
Luego apareció Piedad, dejándonos a todos boquiabiertos. Parecía salida de la película “Las amistades peligrosas”. Llevaba un vestido de época victoriana con corpiño y todo, incluso la falda era de esas rígidas con forma de campana. Parecía flotar sobre el suelo a medida que caminaba. Realmente, parecía una duquesa de la corte de Alfonso Xll.
De pronto me percaté de que el disfraz de Piedad y el mío pertenecían a la misma época histórica, vamos, que combinaban perfectamente. Aquello me hizo comprender que la prima de mi mujer no había sido del todo imparcial a la hora de aconsejarme para comprar el disfraz aquella tarde.
Entonces, la cuñada de Piedad le preguntó de dónde había sacado aquel disfraz tan espectacular y ella aclaró que lo había alquilado por internet.
“La gente no sabe que inventar con tal de ganar dinero”, recuerdo que pensé.
El caso es que aquel sugerente disfraz iba en contra del estilo de la discreta Piedad, una mujer extremadamente sensata y recatada que acostumbraba a disimular sus voluptuosos encantos bajo pantalones holgados y jerséis de cuello vuelto. No, aquel vestido era todo menos discreto. Además de ser digno de una película u obra de teatro, aquel atuendo hacía destacar su espléndido par de tetas. El aristocrático corpiño realzaba sus ya de por sí grandes pechos, que parecían a punto de escapar sobre el borde del escote. Por otra parte, el artilugio para dar volumen a la falda, una crinolina según dijo Piedad, hacía que el culazo de Piedad pareciese aún más respingón de lo que era.
No sé si fue el atronador volumen de la música bajo la carpa o el frío glacial que hacía en esas fechas, el caso es que me empezó a doler la cabeza. A pesar de todo, lo pasé genial. Bailamos, cantamos y nos reímos viendo los excéntricos atuendos de la gente. Nadie salía solo en Carnaval. Bien en parejas, bien en grupos o peñas, todo el mundo tenía a amigos o conocidos con los que intercambiar burlas y risas. Nosotros, por ejemplo, habíamos salido en familia, pero lo más probable era que antes o después nos dispersásemos entre la gente. Todos tomaron una copa o dos en las tascas montadas ex-profeso bajo la gran carpa, salvo yo que, como digo, tenía la cabeza bastante embotada.
Como siempre, mi mujer y yo bailamos muchísimo. A los dos nos encanta y la verdad es que no lo hacemos nada mal, de modo que nos lucimos en cuanto tenemos oportunidad. Mi esposa estaba tan arrebatadora con aquel maldito disfraz de vampiresa que me habría dejado chupar la sangre, y todo lo demás.
Con todo, era innegable que yo hacía mejor pareja cuando bailaba con su prima la solterona. El pirata y la duquesa se tenían querencia. Lo malo era que no sólo había conexión entre nuestros disfraces, también la había entre nosotros: entre su soberbio escote y mi turbia mirada, entre mi evidente erección y su alegre risita. Vamos que, por culpa de la recatada primita de mi esposa, me pasé empalmado casi toda la noche.
Y no era yo el único asombrado ante la súbita transformación de Piedad. Mi mujer tampoco daba crédito al frívolo y casi libidinoso comportamiento de su prima. Curiosamente, lejos de sentirse celosa, de inquietarse o intentar poner distancia entre nosotros, mi esposa parecía divertirse cada vez que la fastuosa dama me venía a buscar.
Al principio yo era el más dichoso con las insinuaciones y contoneos de Piedad, pero a medida que sus miradas se volvían lascivas y la ostentación de sus senos más flagrante, me empecé a preocupar. Afortunadamente, todo quedó en eso, en un divertido juego con el que todos disfrutamos, yo el primero.
Sobre las dos y media de la madrugada nos volvimos a casa, y tras hacer turno para ir al baño, la gente fue desapareciendo. Una vez me hube lavado los dientes, yo mismo estaba a punto de meterme en la cama cuando decidí bajar a buscar algo para el dolor de cabeza.
― ¡Ey, hola! ―saludé a Piedad que aún estaba por allí.
― Hola... Me ha dado hambre ―contestó mientras masticaba una galleta recubierta de chocolate.
― Perdona, no tendrías un paracetamol ―le pedí educadamente, esforzándome para no mirarle las tetas.
― ¿Y eso?
― Es que me duele un poco la cabeza.
― Creo que sí, espera.
Poniéndose en pie, Piedad se quitó los zapatos y se subió a un taburete. Abrió uno de los armarios y alcanzó una caja metálica de la última balda.
― ¡Ah, pues no!… ―contestó enseguida, volviéndola a colocar en su sitio― Pero espera que mire fuera.
― Ven a ver si te vale algo de esto ―dijo desde el pequeño cuchitril anexo a la cocina donde la tía de mi mujer tenía la lavadora y mil cosas más.
Cuando me acerqué a la puerta me quedé alucinado. Piedad estaba recostada sobre la lavadora y con la falda remangada me mostraba su gran trasero. Incluso se había bajado las braguitas hasta las rodillas de forma que su rajita resplandecía a la vista. Por si no era suficiente, sonreía de manera ufana, satisfecha con el efecto que había causado en mí. Me había dejado completamente pasmado.
Sentí el deseo de abalanzarme sobre ella y tomarla con el mismo descaro que ella demostraba. Afortunadamente, logré contener aquel primitivo impulso. En vez de dejarme llevar, la miré con serenidad sujetando la manivela de la puerta como si no descartara marcharme de allí, ocultando por unos segundos que mi decisión de follar con ella ya estaba tomada.
La prima de mi mujer contoneó ligeramente el culo suplicando atención masculina, pero yo consideré que sería mejor actuar con precaución hasta asegurarse que todos dormían. Iría poco a poco, avivaría el fuego entre sus muslos hasta que su sexo se abrasara y Piedad se sometiera a mis deseos.
Entré en el pequeño cuarto, cerré la puerta con sigilo y, sin más, aproximé un dedo a su sexo y comencé a moverlo haciendo pequeños circulitos alrededor de su clítoris.
¡Ufff!
Piedad no tardó en ponerse sollozar, al tiempo que unas gotitas brotaban entre sus hinchados labios mayores. La pobre debía estar en esos días que las hormonas hacían que su receptividad hacia los hombres fuera desmesurada.
¡Agh!
A pesar de haber pasado de los treinta, la modosa primita gimió como una chiquilla cuando introduje aquel mismo dedo en su pringosa vagina.
“Si un dedo te gusta tanto, ya verás cuando…”, pensé maliciosamente, imaginando como iba a ceder aquella rajita cuando mi pollón se fuera abriendo paso en ella. Empecé pues a allanar el camino metiendo y sacando mi dedo en su ardiente sexo. Por lo visto, aquella respetuosa señorita estaba realmente dispuesta a entregarme su sexo para que jugara con él.
¡Ummm!
Resultó que la solterona estaba cachondísima. Su cálido chochito desparramaba un aroma dulce y empalagoso, entonces me permití la frivolidad de retirar el dedo y ponérselo delante de la boca.
― Chupa.
Piedad me miró, se mordió el labio inferior, y probó su sabor tan conmocionada como yo. Me sorprendió sobremanera que aquella seria y juiciosa mujer adulta pudiera estar tan caliente. La buena de Piedad incluso se movía de delante a atrás intentando fornicar con mi dedo. La vi tan entregada que me atreví a llevar a cabo una terrible herejía.
La lozana criatura rezongó en cuanto ese mismo dedo buscó el cobijo de su ano.
― ¡Sorpresa! ―bromeé, sonriendo de forma pícara.
― ¡Qué confianzas son esas, caballero! ―protestó agraviada la prudente señora, si bien su mirada irradiaba innegables destellos de placer.
La prima de mi esposa era una mujer sencilla y correcta, pero mi experiencia me decía que cuanto más decorosa es una mujer en público más perversa se vuelve en la intimidad. En efecto, Piedad no tardó en esbozar una sonrisita demostrando así su conformidad con la intrusión en su recto.
Piedad jadeó con incredulidad cuando emprendí un comedido pero efectivo vaivén. La obligué entonces a mirarme. Había pudor en sus ojos canela, pero también placer.
En verdad el tamaño de mi dedo se antojaba realmente pequeño comparado con el de su culo. Entonces decidí cambiar y utilizar el pulgar, después, eso sí, de haberlo pringado bien en los fluidos de su sexo.
Piedad apreció con un leve respingo la diferencia de tamaño entre un dedo y otro. Sin embargo, las caricias que comencé a proporcionarle en su salada almejita compensaron cualquier incomodidad. Con los codos apoyados sobre la lavadora, piedad erguía el trasero con la altivez propia de una hembra de noble linaje.
Estaba de suerte, la solterona parecía apreciar aquel placer mundano. Sus gemidos y sollozos seguían el compás hondo de mi pulgar en su ano y alegre sobre su clítoris. La humedad reinante se comenzó a condensar en la entrada de su sexo, y yo no tuve reparo en hacerle ver a Piedad que toda esa lubricación podía servir de igual modo por delante que por atrás. De hecho, si bien mis dedos no cesaron ni un instante de limar el duro apéndice de su sexo, era mi pulgar el que entraba y salía follándole el culo con total naturalidad. Hasta que Piedad por fin se estremeció, colmando de fluidos la palma de mi mano y comprimiendo con fuerza mi pulgar.
― ¡Fantástico! ―la felicité― Ciertamente, duquesa, es usted una mujer mucho más interesante de lo que pensaba.
Piedad se sonrojó a ojos vista. Estaba claro que alguien debía follarla el culo con cierta asiduidad. Aparte de una sana curiosidad, para mí carecía de interés si era el muchacho del panadero quién la untaba con manteca o era el cura cubano quien la ungía con aceite sagrado. A mí con haber descubierto que la solterona de la familia se dejaba encular de cuando en cuando, me bastaba.
―Bueno, es hora de que demuestre usted eso que comentan de las mujeres de esta casa ―reclamé a la vez que me desabotonaba el pantalón.
— ¡Ah, sí! Y qué es lo que comentan, si puede saberse —replicó a su vez.
— Pues que nadie sale de casa del usurero sin que le saquen los dineros y le vacíen los huevos.
— ¡Pues vaya! ¡Ni que en esta casa no tuviésemos pudor!
— ...y la soltera es la que la chupa mejor —rematé sacándome el pollón.
Al ver mi verga, Piedad no disimuló su admiración.
Se le iluminaron los ojos y la boca se le abrió con anticipación.
Si esperaba que yo la follara sin más, ahora sabía que tendría que esperar. Mi verga colmaría sus orificios en el debido orden, del más al menos limpio, como ha de ser.
― Puede usted chuparme la verga con toda confianza, duquesa ―le indiqué.
― ¡Qué gentil es usted, caballero! ¡Y menuda maza de mortero!
— Somos parientes, mujer. No hay nada que agradecer —dije, tomándola de la nuca y metiéndosela de una vez.
La alegre solterona me miró con gratitud, la boca llena de polla. El destello de sus ojos marrones irradiaba felicidad. Después los cerró y empezó a cabecear, mamando de forma magistral.
Yo siempre había pensado que la buena de Piedad tendría mucho que aprender en cuanto al sexo, pero resultó no ser así. Tanto la actitud como la aptitud de Piedad eran buenas por demás. La morena le puso ganas desde la primera chupada, y qué manera de salivar.
― Me imagino que su duque estará preocupado por usted, allá en el calabozo. Tal vez debería ordenar que lo trajeran aquí ―me mofé.
― Estará de broma, capitán ―rió Piedad― Mi esposo es un afamado muerde-almohadas entre los braceros del puerto.
Me eché a reír ante tamaña ocurrencia, pero la encomiable mamada de Piedad enseguida me comenzó a ofuscar. Aun sin haber pasado por el altar, estaba claro que Piedad comía polla tan a menudo como cualquier casada. Yo había escuchado a la prima de mi esposa tocar el piano en un par de ocasiones, pero lo cierto era que no se le daba ni la mitad de bien que la flauta travesera.
― Ahora comprendo que tenga usted tanto apetito… ―comenté― ¡Coma, señora! ¡Coma cuanto quiera!
Su fervorosa forma de mamar indicaba que la solterona debía llevar algún tiempo sin probar un buen rabo. Lo hacía tan bien que sólo tuve que intervenir para recordarle que también chupara los huevos. Dio buena cuenta de ellos. Primero uno y después otro, los trató con exquisita suavidad. Tras lo cual no se sonrojó al admitir que le encantaría que la llenara la boca de semen, en otra ocasión.
¡Chups! ¡Chups! ¡Chups! ¡Chups!
Es imposible que pueda expresar el desconcierto que sentía al escucharla chupar mi rabo de un modo tan grosero. La prima de mi mujer era la mujer más remilgada y cumplida que yo hubiera conocido en mi vida. Una de esas que uno no puede imaginar soltándose un eructo.
Yo ignoraba quién le habría enseñado, o si había aprendido de forma autodidacta. Tanto daba, Piedad sabía que una mujer no puede ser melindrosa con un miembro viril en la boca.
Como no se cansaba de chupar, aproveché para sacarle las tetas por encima del escote y entretenerme con ellas.
Además de ponerle ganas, Piedad sabía mamar. Bastaba con cerrar los ojos para que su húmeda y cálida boca te recordase a un coñito. En interior de sus mejillas tenía la resbaladiza delicadeza de una vagina. Y luego estaba su lengua, que no paraba quieta ni un momento, pero entonces me empezó a pajear y la tuve que corregir.
— La mano es sólo para sujetar, señora duquesa, o en todo caso para acompañar el movimiento de su boca… Arriba y abajo, arriba y abajo… Eso es, como antes. Si lo estaba haciendo muy bien… No pare. Si se marea cierre los ojos… Sí, también puede mirarme… Oh, sí. Eso es… Qué rico, duquesa…
Tras una buena tanda de mamadas, Piedad se puso a lamer con la lengua a lo largo de mi falo. Se nota cuando una mujer está disfrutando con lo que hace y, aquella solterona gozaba con mi verga tanto como yo con su boca.
Mamó, lamió, chupó, volvió a mamar, besó aquí y allá, volvió a mamar, recordó chuparme los huevos, volvió a mamar, sabía que eso lo hacía genial. Sin embargo, había una cosa que, bien olvidaba, o bien omitía de forma deliberada.
La agarré pues del cogote y, poco a poco, la forcé a bajar bastante más de lo que lo había hecho por sí misma hasta ese momento.
― ¡OOOGH! ―protestó, viéndose superada.
Apenas sí extraje un centímetro mi verga. La retuve ahí, y calculé mientras ella se iba poniendo colorada.
— Catorce centímetros. No está mal para una principiante… —declaré, en tono suspicaz. “Un buen comienzo”, pensé.
Es fascinante ver como una mujer te la chupa, pero también lo es ser uno mismo quien la obliga a engullir, siempre con moderación por supuesto.
― ¡Bufff! ―se quejó, a la vez que sorbía su saliva.
― Inténtelo usted ―la exhorté— Rápido.
Piedad abrió la boquita y devoró de nuevo mi miembro entre los sonrosados labios de su boca. Esa segunda vez la punta de su nariz estuvo a un tris de rozarme.
― ¡Magnífico, señorita! ¡Magnífico...! —y dejando de contenerme, comencé a eyacular.
No sé muy bien lo que pasó, o yo iba demasiado cachondo o aquella zorrona metida en carnes la chupaba de muerte. Puede que ambas cosas, pero cierto fue que la primita de mi mujer prosiguió chupando como una posesa.
— Se lo ha tragado —dije, incapaz de creer.
— Usted qué cree.
— ¡Qué portento de mujer! —recuerdo que pensé.
Después hice que se sentara encima de la lavadora y separara las piernas. Tenía tantas ganas de devolverle el favor como de devorar su sabrosa conchita.
Despatarrada, Piedad deslizó los tirantes del disfraz sobre sus hombros y se sacó las tetas sin asomo de decoro. Eran, sin duda, las tetas más grandes que yo hubiese visto en mi vida.
¡¡¡AAAY!!!
La hice aullar al pellizcar con saña uno de aquellos tiesos pezones. “¡Qué barbaridad!”, me dije, pensando ya en las cubanas que podría hacer aquella solterona. “Mañana, sí… Mañana le echaré aceite por aquí y… ¡Dios mío, vaya melones!”, resoplé.
Chupé y chupé hasta que la mosquita muerta alcanzó su segundo orgasmo entre espasmos y ahogados gemidos. Piedad se tapaba la boca para no gritar, pero entonces se me ocurrió que estaría mucho más cómoda con sus bragas metidas en la boca.
―Tiene usted un coñito delicioso, Señora Duquesa ―dije apartándome― Dese la vuelta.
Piedad se puso rápidamente de espaldas a mí, echándose de bruces sobre la lavadora, brindándome su grupa.
― ¡UMMMM! —murmuró, sofocada por su propia braguita.
Admiré un instante los inflamados labios de su vulva antes de penetrarla. Al hacerlo, casi me pareció sentir mi polla empujar su útero para hacerse sitio. Si su vagina estaba así de cerradita, cómo estaría el otro agujero.
Después de metérsela entera, le propiné tres o cuatro empellones para acabar de hacerme sitio.
― ¡No sea bruto, caballero! ―me increpó― ¡Me la va a sacar por la boca!
La mosquita muerta había escupido su braguita y ahora no paraba de gemir. Era toda una mujer, sí Señor. Así, pronto pasamos del ¡Plash! ¡Plash! ¡Plash! del choque de nuestros cuerpos al ¡Chof! ¡Chof! ¡Chof! cada vez que mi polla se hundía en su encharcado chochito.
― ¡Me está mojando los huevos, duquesa!
¡¡¡OOOGH!!! ―jadeó al momento con un nuevo clímax.
Mientras Piedad se recuperaba, observé como mi polla entraba y salía con parsimonia de aquella cueva húmeda y caliente. La mojigata que todos creíamos era tan golfa como la que más, y no lo tardó en demostrar. Enlazó un orgasmo con otro y empezó a desvariar. Yo no la dejaba de follar, pero la solterona poseía un voraz coñito que no se saciaba jamás.
― ¡Ummm! ¡Sí, despacito! ¡Así! ¡Qué rico! ―gimió, gozando por fin de que un hombre la poseyera de una forma enérgica e indecente.
La lozana solterona pasó de los lamentos y sollozos a auténticos gemidos de placer. La pobre trataba de sujetar sus grandes tetas, pues habían empezado a tañer como pesadas campanas gemelas. Eso con un solo brazo, ya que la otra mano la tenía ocupada entre las piernas, masturbándose.
Piedad empezó a gemir con cada embestida, iba lanzada hacia el orgasmo. La agarré pues de los hombros, dispuesto a darle ese último empujón.
Aquel vestido de gala acentuaba todavía más la ambigüedad en la conducta de Piedad. Ella, que era remilgada hasta el extremo, estaba jadeando como una perra mientras la follaba, y entonces…
¡Fart! ¡Fart!
Aquello ya fue el colmo. Empezaron a escucharse unas embarazosas ventosidades provenientes de la vagina de la duquesa. Los repetidos orgasmos y continuo bombeo habían ido acumulando aire que, evidentemente, su sexo no estaba en situación de contener.
¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!!
Las enormes tetas de Piedad iban y venían fuera de control. Con tanto ímpetu la quise follar que, en un descuido, la verga se me salió y se deslizó por el surco de sus nalgas.
¡¡¡OOOGH!!!
La lozana solterona sollozó sonoramente al volver a recibir toda mi verga en su sexo. Aquel chillido resultó tan apasionado que no pude aguantarme las ganas de sacársela y volvérsela a clavar para oírla gimotear.
Sacársela y…
¡¡¡OOOGH!!!
Sacársela y…
¡¡¡OOOGH!!!
No sé las veces que lo repetí, sólo sé que no paré hasta que la propia duquesa me suplicó que no la mancillara de aquel modo, que me corriera de una vez.
¡Fart!
El aire prorrumpió de nuevo fuera de su sexo de aquel modo tan poco decoroso. La virtuosa pianista apenas se sonrojó esta vez ya que, después de su redoble, fueron mis percusiones las que marcaron un vivaz crescendo.
¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!!
Fue mi batuta la que dirigió aquella inaudita marcha triunfal que, como no podía ser de otra manera, terminó con un alarido de la empitonada mezzoprano. Fue ensartarla y abrir los ojos como platos. Fue darle un nuevo empellón y ponerse a temblar. Fue propinarle otro vergazo y la recatada soltera se orinó encima entre terribles convulsiones.
A continuación, esperé educadamente a que la duquesa recobrara la compostura. Si bien, en realidad se quedó como muerta sobre la lavadora. Muerta de gusto, se entiende.
Si la noble señora pensaba que todo había terminado, se equivocaba, y si pensaba que yo seguiría haciendo todo el trabajo estaba doblemente equivocada.
Tendría que ser ella la que me hiciese eyacular por segunda vez. Así pues, me recliné sobre Piedad y, besando su hombro desnudo, le comuniqué que ya podía empezar a menear el trasero si no quería pasar allí toda la noche.
Yo acababa de descubrir que la prima de mi esposa no tenía de remilgada ni un pelo del coño. Aún así, lo que hizo fue alucinante. Agarrada a los laterales de la lavadora, aquella devota cristiana me centrifugó la verga a doscientas revoluciones por minuto. Y culeando cual furcia poligonera, no tardó en echar a gemir.
Sus idas y venidas no cesaban y, a mí, aparte de empezar a masturbarla, lo único que se me ocurrió fue darle ánimos.
— ¡Vamos, preciosa! ¡Menea el trasero!
Piedad comenzó a resoplar, pero resistió estoicamente. Aguantó al menos hasta que mi miembro se hinchó presto a eyacular, ciñendo aún más su sexo.
Fue en semejante tesitura, con mi cañón atorado entre sus carnes, como empecé a lanzar salvas en honor a todas esas solteronas rellenitas que a tantos hombres hacen felices, siempre discretamente, por supuesto.
Por extraño que parezca, Piedad comenzó a reír con mi polla aún dentro de su sexo.
― ¿Qué pasa ahora? ―pregunté.
― El paracetamol… que está dentro, en la cocina.
E aquí el final de este relato, que no de mis correrías junto a la prima de mi esposa, pues como afirmé al principio, esa solterona me ha vuelto a liar casi todos los años desde aquel inolvidable Carnaval de 2009.